Unos días después de lo ocurrido en Buenos Aires, el 22 de julio, Esteban había vuelto a su trabajo habitual sin recordar los eventos que lo llevaron al desmayo, cortesía de Krauser. Sin embargo, su ira aún no se había disipado. Esteban había regresado al Chaco para reunirse con ciertas personas, a quienes no toleraba. Mientras caminaba por las calles de Resistencia, sus pasos lo guiaron al lugar de la reunión: “MORES”, un local que supuestamente era una panadería común y corriente.
—Qué asco —murmuró Esteban momentos antes de entrar.
—Buenas... oh, eres Esteban, el resto te está esperando abajo —dijo el dueño de la tienda, con tono altanero y malhumorado.
(Odio las panaderías), pensó Esteban.
—Gracias —respondió fríamente.
Se dirigió a una puerta blanca, la abrió, y en su interior encontró una mesa con cuatro sillas. Tres estaban ocupadas, mientras que la cuarta, vacía, era la suya por defecto. Los otros asistentes eran rostros conocidos, cada uno con dos guardaespaldas. En la primera silla estaba Sebastián Maldonado, acompañado por sus guardaespaldas Jeremías Facundo, un hombre con antifaz negro y vestimenta de guerrilla, y Florencia Talavera, una mujer pelirroja con uniforme escolar, algo comprensible, ya que eran las 13:50 de la tarde.
En la segunda silla se encontraba Joaquín Barreto, junto a sus guardaespaldas Kruger Barreto y Ruth Van Grace, quienes claramente detestaban a Maldonado.
En la tercera estaba Sara Holy Truth, acompañada de sus guardaespaldas: Victorino Aurelio, distinguible por sus cuernos, cola de lagarto y ojos blancos que lo hacían parecer ciego, vistiendo un traje negro y corbata amarilla; y Camila Zaracho, que, al compararse con los demás, parecía la persona más normal de la sala.
—Saludos —dijo Maldonado.
Esteban movió la silla y se sentó en ella.
—Es obvio que tu odio hacia nosotros es comprensible —dijo Sara, en tono burlón.
—Un Semáforo de los gremios y una Síndica de los Recreadores, o mejor dicho los Nubenors, dos enemigos en una misma mesa.
—Basta, Esteban, no traigas problemas a esta mesa —advirtió Maldonado.
—Déjalo, que suelte todo su odio; le hará bien—luego miró a Esteban —. Recreador o Nubenores, como le sea más como.
—Es muy gracioso escuchar eso de un monstruo.
—Eso es lo que somos —respondió Sara.
—¿Por qué no hablamos de otra cosa? —preguntó nervioso Maldonado.
—No vine a hablar del clima. Estoy aquí porque se me contactó por una emergencia, y la única razón por la que acepté fue porque pensé que Candado estaría aquí.
—Candado no vendrá —interrumpió una voz a sus espaldas, haciendo que todos voltearan.
Para la mayoría de los presentes, la voz era casi desconocida, en especial para Maldonado y Esteban.
—Luis —saludó Joaquín.
—¿Quién eres? ¿Qué significa eso de que Candado no vendrá?
—Está indispuesto. Ayer, Candado tuvo ciertos problemas que le impiden presentarse hoy.
—La innombrable L29K5873-08F-R3G... o Luis.
—Sabes mi nombre.
—Nunca olvido los nombres de quienes ayudan a los Recreadores. Es un honor.
—Ya veo, eres una vida manufacturada por la ciencia.
—Así es —dijo Luis, luego caminó hasta un sillón y se recostó en él—. Por diversas razones, Hachipusaq no podrá mostrar su verdadera identidad, así que hoy lo suplantaré.
—Hace más de un maldito año que se esconde de nosotros; empiezo a creer que en verdad no existe.
Luis, relajado, le respondió a Esteban.
—Claro que existe, chico; solo está en una situación complicada.
—No te burles.
—Hachipusaq necesitará su ayuda para lo que está por venir.
—¿Y qué sería eso?
—Eso, mi querido amigo, lo verás más tarde.
—Te corta el rostro, Esteban.
—¡CÁLLATE! No sé por qué tengo que soportar a un mugroso Semáforo como tú aquí.
Kruger y Ruth reaccionaron, pero Joaquín los detuvo.
—Bueno, le sugiero que se calme; no necesitamos pelearnos entre nosotros en momentos como estos.
—Los Borradores nunca podrán trabajar con los Semáforos —expresó Facundo.
—No quiero escuchar eso de una organización cuyo propósito era eliminar amenazas, siendo los mayores genocidas conocidos —contestó provocativamente Kruger.
—¿Quieres que tiña de tu sangre la habitación?
—Inténtalo, basura humana.
—Siempre lo mismo —dijo Luis mientras se llevaba la mano a la frente—. Ya, ya, ya, no hagan nada estúpido, por favor.
—Kruger, atrás —ordenó Joaquín.
Obedeciendo a su hermano, Kruger volvió a su posición.
—Tú también, Facundo —dijo Maldonado.
Facundo refunfuñó, pero obedeció la orden.
—Prosigo —Luis aclaró su garganta y continuó—. Como ya saben, los escritos de Ndereba Harambee, los mismos que usó para encerrar a Tánatos, fueron robados de la agencia de los Semáforos.
—No veo el problema —comentó deliberadamente Maldonado.
—Hay un problema con eso, Borrador —Joaquín se levantó y lo miró fijamente—. Estos escritos son muy importantes, incluso para ti. Los poderes que encierran son lo suficientemente potentes como para romper las cadenas que retienen al sujeto más peligroso de todos: Tánatos, el constructor.
Maldonado no se dejó intimidar y se levantó también.
—Sin embargo, aún necesitan algo más, ¿me equivoco?
Ruth se colocó delante de Joaquín para protegerlo, pero él puso su mano en su hombro derecho, indicándole que retrocediera.
—Es cierto lo que insinúas.
—Lo sabía.
—Maldonado, no es momento para ser soberbio —intervino Esteban.
—Perdón.
—Escúchame, Semáforo. Sabemos perfectamente que existen dos llaves para liberar a Tánatos: los escritos y…
—La lanza de Harambee —concluyó Sara.
Esteban se mordió los labios con frustración.
—Exacto, pero los Testigos han estado ocupados y no han intentado tomar la lanza. El mes pasado estuvieron ocultos y tranquilos, pero hace unas semanas volvieron a masacrar a miembros de gremios y circuitos.
—Desza, el Profanador —aclaró Joaquín.
—Un demente que no distingue entre locura y razón —agregó Esteban.
—No hay nada más peligroso que un enfermo mental movilizando masas.
—No te preocupes, Aurelio; por ahora, solo tiene alrededor de diez seguidores.
—Perdió a casi todos sus hombres en el asalto a los Semáforos en Resistencia; algunos murieron y otros fueron apresados —dijo Joaquín.
Esteban interrumpió.
—Hasta ahora solo hemos hablado de lo que ya sabemos —luego miró a Luis—. ¿Qué sugiere Hachipusaq?
—Destruir lo que buscan, y con ello, a los Testigos.
—¿Cómo? —preguntó Florencia por primera vez.
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—Nuestra líder está ocupada ideando el momento de atacar y destruir.
—Luis… No es tan simple como soplar y hacer botellas, y tampoco tenemos mucho tiempo. El Gran Consejo General me está presionando para tomar una decisión o me destituirán. Solo quieren destruir a esos gremios.
—Hay que tener paciencia, señor Esteban.
—¿Paciencia? ¿Eso es lo mejor que podemos hacer?
—Eso es algo que haré yo.
Una voz resonó en la habitación.
—Damas y caballeros, les presento a Faustino, Fausto para los amigos —dijo Luis.
—Para servirles —saludó la voz mientras se abría la puerta.
—Hola, hola, hola. ¿Un hombre de hielo? —preguntó Maldonado.
—Ese emblema… eres un Circuito —dijo Camila.
—El lobo es el símbolo de mi bandera.
—Explícales, camarada, ¿qué fue lo que hiciste?
—Por supuesto, señorita Luis —respondió Fausto, mirando a la audiencia—. Hace un tiempo tuve un enfrentamiento con Candado, el cual perdí miserablemente, pero ese era el propósito de la prueba. Pude notar, gracias a mis heridas, que Candado lleva un mortal conjuro en su cuerpo, uno muy peligroso que lo está matando lentamente. Desza está aprovechando que Candado está herido para acelerar su plan. Después del combate, entregué los informes a la señorita Hachipusaq, y aunque no pude ver su rostro, pude sentir el dolor que le causaba leer mi reporte. Así es, damas y caballeros: el temible caudillo está muriendo lentamente, y aparentemente nada puede detenerlo.
Todos quedaron asombrados por lo que oyeron, incapaces de creerlo.
—¿Candado muriendo? —preguntó Esteban.
—Así es.
—Es por eso que Hachipusaq está buscando cómo ayudarlo.
—¿Y qué te hace pensar que yo lo ayudaré?
—Lo harás, Esteban Everett Bonaparte.
—Es un maldito gremial, Fausto. Tú y yo somos del Circuito.
—Esto es diferente. En el Circuito usted es mi presidente, pero aquí, usted y yo somos iguales. Y si se interpone, lo enfrentaré.
Maldonado se levantó.
—Tranquilos, caballeros, no vamos a pelear entre nosotros.
—Maldonado, no…
—No está en nuestra jurisdicción. Haga lo que quiera, pero mientras yo esté aquí, no harás nada.
—Veo que los Borradores tienen más poder que el presidente del Circuito.
—Soy el archivero. A diferencia de ti, que eres inspector solo en Argentina, yo tengo jurisdicción mundial.
—Tu poder político da pena, Sebastián —dijo Kruger burlonamente.
—Al menos no vivo a la sombra de Joaquín.
—Es mi deber —replicó Kruger orgulloso.
—Bueno, ya basta —intervino Sara.
Sin más interrupciones, Fausto continuó.
—Como decía, Candado está débil. Pero eso no es todo; Desza está formando alianzas con tres figuras: Nina Fernández del Valle, Paulo Cabaña Villarroel y Sheldon Gray, también conocido como Z15G9736-02J-T8T.
—¿Y eso me afecta? —preguntó Maldonado.
—Claro que sí. Me infiltré en la reunión, pero antes de obtener toda la información, dos malditos Semáforos interfirieron: Reinhold Krauser y Leandro Maidana.
—Esos... son mis subordinados —dijo Joaquín con amargura.
—Lo sé, y también sé que fuiste tú quien los envió allí —respondió Fausto, enfatizando las últimas palabras.
—Lo siento.
—Fausto, continúa, por favor —intervino Sara.
—Claro, ejem... resulta que sí debería importarte, amigo mío, ya que estos tres, no sé cómo ni por qué, conocen la debilidad de Candado Barret y planean usarla para su beneficio propio.
—¿Y?
—Esteban, cuando Candado no pueda mover un dedo, vendrán por ti.
—¿Por mí?
—Sí, señor. Su objetivo es ver a Esteban derrocado.
Tras estas últimas palabras, un silencio atroz inundó la sala; nadie quiso decir nada, estupefactos por lo que acababan de escuchar.
—Señor, su oposición política es menor, pero no tanto como para ignorarla. No hay que olvidar que, cuando ganó las elecciones, hubo una manifestación en su contra, y tampoco que fue gracias a Candado que usted está al frente de la organización.
—¿Entonces quieres que pague mi deuda con él protegiéndolo hasta que se recupere?
—Nada me haría más feliz, señor.
Esteban cerró los ojos, exhaló profundamente, luego los abrió y miró a Fausto.
—No sé quién es Hachipusaq, pero si alguien como esa persona ha logrado que alguien obediente y leal como tú esté aquí, enfrentándome, entonces debe de ser alguien formidable —dijo sonriendo—. Y a mí me gustan las personas formidables. Está bien, Faustino, ganaste. Ayudaré a Candado hasta que ese ser miserable se cure de lo que sea que lo esté matando.
—Me alegra que haya tomado la decisión correcta, señor. Estoy muy orgulloso de haber votado por usted.
—Yo no decepciono a mis electores.
—Hachipusaq ha dedicado todo su tiempo a Candado —dijo Luis, dando un paso al frente.
—No me sorprende, yo también lo haría —comentó Sara.
—Incluso yo —dijo Joaquín, levantando la mano.
—Yo no lo haría si no me conviene, pero con las cosas como están, me conviene ayudarle.
Luego miraron a Maldonado, quien, sintiendo sus miradas, se puso de pie y los miró a todos.
—Daré todo lo que pueda para ayudar.
Luis, con una enorme sonrisa, dio por concluida la reunión diciendo:
—Ahora que todos estamos de acuerdo, explicaré todo antes de que se vayan. Cada uno de ustedes investigará por su parte a los enemigos Nina del Valle, Paulo Villarroel y Sheldon Gray. Con esto dicho, la reunión finaliza.
Todos se levantaron y, uno a uno, le dieron un apretón de manos a Luis y a Fausto antes de abandonar la habitación.
—Gracias por avisarme de mi planeado derrocamiento —dijo Esteban antes de cerrar la puerta detrás de él.
Cuando todos se fueron, Luis y Fausto fueron los únicos que permanecieron en la sala.
Luis se secó el sudor de la frente y miró la cortina detrás de él.
—¿Lo hicimos bien?
La cortina se deslizó hacia la izquierda, revelando a dos personas. Una estaba de pie y vestida elegantemente; la luz iluminaba todo su cuerpo, excepto su rostro, oculto en sombras. Se distinguía una barba larga. La otra persona permanecía en la oscuridad, sentada en una silla, con sus guantes de diamantes como única parte visible.
—Lo hicieron perfectamente —dijo una voz femenina.
—Me alegro.
—Fausto.
—Señorita.
—Envía la carta, es hora de hacer la jugada.
—Como ordene, Hachipusaq.
Mientras en la panadería se planeaba algo, al otro lado de la ciudad Nelson Torres, algo aburrido y sin nada que hacer, estaba con su amigo Bruno Gómez en un restaurante. Mientras Nelson bebía cerveza, Bruno tomaba café, aún sin quitarse esa boina militar.
—Mírate. Si Alfred estuviera aquí, estaríamos riendo a gusto, ¿no crees?
—Eso ya pasó, ahora solo somos vos y yo.
—Lo que digas.
—¿Cómo están los salvajes?
—Están bien, todos están bien. Miguel pasa tiempo con su nieto Lisandro, Elsa y Simón disfrutan de su jubilación, Rosa sigue investigando a los mercenarios, y Aldana disfruta de su vida.
—Ya veo.
—¿Y tus hijos? ¿Cómo están Susana y Alejandro?
—Susana se volvió a casar con un tal Álvarez. Vino el mes pasado con su nuevo esposo a quedarse en casa estas vacaciones. Me contó que su anterior marido la había engañado, así que se divorció y ahora es feliz con este Álvarez; está esperando un hijo de tres meses. Ella cree que será varón. Alejandro también vino con su esposa y su hija Rocío a quedarse durante las vacaciones, como todos los años.
—¿Rocío? ¿Es rebelde?
—Pensé que lo sería, por su actitud parecida a la de mi Teresa, pero es muy entusiasta y siempre escucha las historias que les cuento a Alejandro y Susana.
—Oh, vaya.
—¿Y tu esposa?
—Anda por ahí. Le dije que descansara, pero parece que quiere seguir siendo doctora.
—¿Cómo anda Antonio?
—Desde que su mujer murió, ha estado criando a su hija solo.
—Espero que pueda seguir adelante. Perder a alguien así es un dolor incomparable.
—Oh, vaya, Nelson, ¿preocupado?
—Creo que deberías borrar esa sonrisa de tu cara. No me gusta.
—Viejo amargado.
—Tú también eres viejo; tienes 77 años y aún puedes moverte —dijo Nelson con sarcasmo.
—Son 76, viejo; vos sos el único con 77.
—Es lo mismo.
Bruno se rió.
—Estúpido.
Bruno se limpió las lágrimas de risa y continuó.
—Pero ya en serio, tenemos que hacer algo. Lo que pasó hoy fue peligroso. Nunca antes había visto a un Bari intentar cazar a un humano, y eso que hemos visto muchos en el pasado.
—El chico siempre pensó que sólo había dos Baris.
—¿Dos?
—Candado no sabe de la existencia de Amabaray.
—¿En serio?
—Sí, cuando Europa estaba por dar a luz a Candado, los doctores dijeron que uno de los dos iba a morir. ¿Y qué crees?
—Sí, ya sé la historia, estuve ahí. Europa ofreció su vida a cambio de su hijo.
—Amabaray quedó destrozada. No quería que su vieja amiga muriera sin conocer a su hijo, así que rompió una de las reglas fundamentales de los Baris: intervenir en la vida de un humano. Amabaray actuó y salvó la vida de su hijo y de su amiga, pero…
—Pero se debilitó, y como consecuencia decidió dormir hasta recuperarse. Para evitar que su compañera del alma se pusiera triste, borró sus recuerdos. Fue triste para su marido, su padre, su madre y su hija; ni tú ni yo pudimos contarle la verdad.
Nelson golpeó el vaso con la uña de su dedo índice.
—Sí, es triste —exhaló y continuó—, pero eso no cambia el hecho de que, a causa de ese sacrificio, puso en la mira a su "hermano" Luzbari. Supongo que quiere vengarse de ella quitándole la vida a su hijo.
—¿Es así?
—No, es una suposición.
—Proteger al muchacho será difícil: mercenarios, Cirquistas, Baris y ahora los Testigos.
—¿Crees que Greg esté detrás de esto?
—Claro, ese lamebotas fue quien masacró a nuestros compañeros en los laboratorios C.I.C.E.T.A.
—¿Por qué Pullbarey colaboraría con un humano?
—No lo sé. Quizás sea por aquellas palabras que decía que lo aprisionaban.
1949
Alfred tomó a la criatura Pullbarey de la solapa de su saco, debilitada por la lanza de oro incrustada en su abdomen.
—Tu error fue interpretar a la raza humana en vez de conocerla, por eso perdiste, criatura estúpida.
La máscara de Pullbarey comenzó a desmoronarse, mostrando sus horrendos dientes.
—Alfred Velázquez Cristian Barret, nada se ha acabado. Podrás encerrarme, pero nunca podrás matarme.
Alfred ignoró la advertencia, retiró la lanza de su abdomen y empujó la piedra a la que Pullbarey estaba atado, dejándolo caer al abismo mientras lo observaba desaparecer poco a poco de su vista.
Presente
—Sinceramente, creo que fue por eso que buscó un enemigo en común.
—Ya veo, parece que Greg era la mejor opción.
—No es que fuera la mejor opción, Bruno, es que era la única. La inteligencia de Greg rivalizaba con la de Alfred.
—¿Adulándolo otra vez?
—Te voy a encajar esa taza en la cabeza.
—Desperdiciarías mi café —dijo Bruno mientras se recostaba en la silla y bebía tranquilamente.
Nelson se calmó y siguió bebiendo.
—Che.
—¿Qué?
—¿Qué tal si nos reunimos en tu casa?
—¿Eh?
—Creo que encontré una manera de traer de vuelta a Amabaray.
—Han pasado más de trece años desde ese incidente; no creo que ni tú, ni Europa ni yo podamos verla.
—Eso no importa, podemos contar con Candado.
—¿Estás loco, Bruno? ¿No oíste lo que te dije?
—Claro que sí, pero si logramos salvarla a ella, podemos salvar la vida de Candado. ¿O es que planeas mantenerlo estable con frascos de sangre de Slonbari?
—Sé lo que piensas, Bruno, y no va a funcionar. Esa teoría quedó descartada hace años.
—No hay que rendirse. Reuniré al equipo —luego Bruno dio un último sorbo a su café y continuó—. Esta noche en tu casa.
—Está mi familia.
—En el sótano, pibe, en el sótano.
—¿Qué?
—Sigues con los proyectos de Alfred, ¿verdad? Sé que intentas construir un portal para Cotorium.
—Ese siempre fue su sueño, quiero al menos terminarlo.
—Bien, mañana por la noche entonces.
—No decidí eso.
—Nos vemos.
Bruno se echó a correr.
—¡OYE!
—¡NO TRAJE DINERO!
—¡HIJO DE PUTA!
Todos los presentes miraron a Nelson.
—Sigan con sus porquerías.
—Señor —interrumpió el camarero con una voz lenta y pausada.
—¿Qué?
—Hay niños presentes. Si terminó de beber, páguenos y márchese.
—¿Cree que estoy ebrio?
—No dije eso, señor; sólo que si va a quedarse aquí, no haga escándalo.
—Maldito anciano, no puedo creer que caí otra vez en su maldita broma —susurró Nelson.
—¿Señor?
—Ya entendí, pagaré la cuenta —dijo Nelson mientras ponía cien pesos sobre la mesa.
Luego se puso de pie.
—Su vuelto.
—Quédatelo —dijo Nelson sin voltear.
Cuando salió del restaurante, caminó por la ciudad de Resistencia.
—Ay, Alfred —suspiró Nelson—, me dejaste un trabajo difícil; me hubiera gustado que estuvieras aquí en momentos como este.
Luego miró un espejo en una mueblería que estaba en oferta, trescientos cincuenta pesos.
Nelson se miró de arriba abajo.
—Aunque no puedo creer que he estado en este planeta 77 años —luego se arregló la bata blanca, se acomodó el cabello y el bigote canoso, y continuó—. Mírate, Domingo Nelson Bautista Torres, viejo pero guapo, canoso, pero con cabello; arrugas, pero fuerte.
Sonrió y, en su reflejo, vio a su yo de niño. Con una sonrisa en el rostro, Nelson abandonó la vidriera y cruzó la calle solo.
—Aunque es divertido estar con Candado, no te preocupes, amigo. Cuando veo al muchacho, es como verte a ti, en serio, él lleva tu sangre, él lleva la sangre violeta —pensó Nelson con una sonrisa en el rostro.