Mientras Desza y Sheldon entablaban una alianza desconocida para Candado, él y su familia disfrutaban de días pacíficos en su pueblo. Héctor, antes de marcharse al inicio de las vacaciones, dio una orden —o, mejor dicho, una solicitud— de ocultar tanta información como fuera posible sobre la situación que los rodeaba, como los Testigos y Circuitos. Deseaba que Candado pudiera relajarse y disfrutar al menos un mes junto a su familia, ya que se estaba recuperando física y mentalmente, según confirmaban Clementina y Hammya.
Las gotas de la llovizna golpeaban la ventana de Hammya, despertándola. Su cabello, por otra parte, había comenzado a cambiar de color hacía unas semanas, tornándose de un rojo claro. Según ella, esto sucedía cada mes de julio.
—Dios, no quiero levantarme —murmuró mientras se tapaba la cara con la frazada—. Hace frío.
Finalmente, apartó la frazada, se sentó en la cama, estiró los brazos y bostezó.
—Tengo que despertar a Candado.
Se bajó de la cama y se miró en el espejo, arreglándose el cabello antes de salir de la habitación. Aún somnolienta, se dirigió al cuarto de Candado, se acicaló y abrió la puerta.
—Con permiso —susurró Hammya.
El cuarto estaba oscuro. En el escritorio, una pila de libros y papeles; en la cama, Candado dormía con un libro sobre la cara.
—Oh, vaya, trasnochó otra vez.
Hammya caminó hasta él, le retiró el libro y puso su mano en su mejilla. Sin embargo, en cuanto su palma tocó su rostro, una mano emergió de las sábanas y la atrapó.
—¿Qué haces? —preguntó Candado con los ojos cerrados.
—¿Estás despierto?
—Hammya, no hagas eso.
—Perdón.
Candado apartó la mano y abrió los ojos.
—¿Dormiste bien? —le preguntó mientras se levantaba de la cama.
—Sí, gracias por preguntar —dijo, observando el desorden de papeles y libros en el escritorio—. A ti no te pregunto; ya me lo imagino.
—Era necesario, no pude pegar un ojo en toda la noche. No me llegan los diarios ni noticias de los demás gremios, así que tuve que distraerme para aliviar el estrés.
—(Eso es porque sugerí a Héctor que bloqueara las noticias) De todos modos, no es bueno para tu salud.
Candado salió de la cama, vestido con un pantalón negro y una remera roja. Se dirigió al baño, encendió la luz y tomó su cepillo de dientes, mirándose en el espejo.
—¿Aún sigues ahí?
—Solo quiero asegurarme de que no te vas a dormir de nuevo.
Candado comenzó a cepillarse los dientes, sin prestarle demasiada atención, luego se enjuagó la boca y volvió a mirarse en el espejo.
—¿Clementina no te necesita?
—¿Me estás echando? —preguntó con una mirada tierna y ojos suplicantes.
—Sí, si no quieres ir por la puerta, también puedes salir por la ventana… aunque no tenemos escaleras. —Luego tronó los dedos—. ¿Cuál prefieres? Te recomiendo la ventana; llegas más rápido.
Hammya soltó una carcajada.
—Oye, ¿eres consciente de lo que dijiste, verdad?
—Sí —respondió entre risas.
—No vayas a mear en mi habitación.
Hammya se reía tanto que terminó arrodillada, perdiendo la compostura.
—Cálmate niña estás exagerando ahora, no soy un payaso ni un comediante.
Hammya se recuperó y, suspirando profundamente, saltó sobre Candado, tirándolo al suelo y quedando encima de él. Colocó una mano en su cuello y acercó un borrador de lápiz a sus ojos.
—Venganza —sonrió.
Candado la miró a los ojos.
—Ya veo, es por aquello, cuando entraste aquí y te tiré al suelo. Pero… —señaló el borrador— no tenía un arma tan cutre como esa.
—No importa, una victoria es una victoria. Me sorprende que hayas bajado la guardia.
—Estoy en mi casa, no tengo por qué estar en alerta con mi familia. Aunque tú eres la excepción.
Hammya sintió algo en su abdomen, bajó la mirada y vio que era la mano de Candado sosteniendo un cepillo.
—Pero… —Hammya lo miró, perpleja—. ¿Qué es esto?
—Te falta mucho, pero mucho.
Hammya soltó el borrador y se apartó de él.
—Si fueras un enemigo, mi cepillo estaría rojo en lugar de rosado.
—¿No lo habías guardado?
—Cuando te vi con esa actitud, supuse que me harías algo… algo que solo tú podrías provocar.
Hammya miró el cepillo.
—Da igual. Si no tienes nada más en mente que venganza, puedes irte ya.
—¿Por qué el cepillo es rosado?
Candado lo examinó y lo alzó a la altura de sus ojos.
—¿Qué? ¿Es extraño?
—Bueno, no sé… no es muy…
Candado encogió los ojos.
—¿Muy que?
—…Nada, solo pensé que eras más del morado, violeta o hasta el purpura
Candado hizo un gesto con los labios.
—Hammya... mi color favorito es el rosado.
—Oh, eso no me lo esperaba ni en diez vidas.
—Pero te llamó la atención, ¿no?
—¿Por qué no uno azul, rojo o algo así? Digo, hasta tu boina es azul.
—Porque me me gusta el color, y se acabó.
—Bueno, mientras seas feliz, no me importa.
—¿No te importa?
A Hammya se le subió la temperatura.
—Se supone que a mí no me debería importar, pero ¿por qué no te importa a ti?
Hammya se tranquilizó lentamente, aunque su vergüenza no se fue tan rápido, y en esa situación no podía hablar sin tartamudear o decir algo sin pensarlo.
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—Pero si dices que no te importa, entonces está bien, creo.
Candado guardó su cepillo de dientes, se volvió hacia Hammya y la miró.
—Niña, sé que a ti te importa poco todo lo que te digo, pero ahora me voy a desvestir para poder bañarme y cambiarme.
—Oh, bueno, te espero abajo, pero antes…
—Lárgate.
Hammya guardó silencio, se encogió de hombros y salió de la habitación. La puerta se cerró a sus espaldas.
—…
—Todavía escucho tu respiración.
Hammya rió por lo bajo y se alejó. Mientras bajaba las escaleras, un suave tarareo suyo llenaba la casa y llegaba a los oídos de la bebé Karen, quien sonreía y aplaudía, llamando la atención de Europa.
—¿Qué pasa, mi cielo? —preguntó Europa mientras la alzaba y le besaba la mejilla.
—Es la señorita Hammya —dijo Clementina, recostada en el sillón con una almohada en la cabeza.
—Hola.
—Buenos días, Hammya. ¿Dormiste bien?
—Sí, muy bien, gracias por preguntar.
Bajó un escalón más y miró a Clementina.
—¿Te pasa algo?
—Nada, señorita Hammya. Estoy aburrida, no sé qué más hacer —dijo, rodando hacia su izquierda y cayendo boca abajo en el suelo—. Qué aburrida es la vida de un robot como yo, no hay nada que hacer, nada que ver y nadie a quien molestar.
Europa soltó una risilla y fijó su atención en Hammya.
—¿Fuiste a ver a mi hijo? ¿Sigue durmiendo?
—No, ya se ha levantado.
—Bueno, yo…
—Estupendo —interrumpió Hipólito, vestido como un chef francés, sin su gorro tradicional—. Llámalo para desayunar.
—Enseguida —dijo Hammya con una sonrisa.
Subió las escaleras nuevamente, se acercó a la puerta de Candado y comenzó a golpear suavemente mientras decía:
—Hola, hola, hola, hola, hola, hola, hola, hola.
La puerta se abrió, y apareció un Candado envuelto en una bata negra, con el cabello mojado y sosteniendo una toalla alrededor del cuello. Sus ojos, llenos de ira, reflejaban su paciencia agotada.
—¡¿QUÉ ES LO QUE QUIERES?!
—¿Estabas ocupado?
—¡SALÍ DE MI BAÑO CALIENTE PARA ATENDER LOS MALDITOS GOLPES EN MI PUERTA Y LOS DOLOROSOS SONIDOS DE TUS MALDITAS CUERDAS VOCALES!
Candado se agitaba, pero Hammya sonrió.
—Perdón, pero te llaman, el desayuno está listo.
Candado cerró la puerta. Justo cuando Hammya estaba por volver a llamar, Candado la abrió de nuevo, con una mirada intensa.
—Que ni se te ocurra —luego cerró la puerta—. Ahora vete.
Candado se alejó de la puerta y se dirigió al baño.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó un Tínbari en la bañera.
—Empieza por irte de aquí, luego te daré más instrucciones.
Tínbari le guiñó el ojo izquierdo, provocando que Candado le lanzara el champú, pero antes de que lo golpeara, Tínbari desapareció y el champú se estrelló contra el muro, derramando su contenido.
—Qué hijo de…
Por otro lado, Hammya bajaba las escaleras dando saltitos.
—Misión cumplida, el objetivo ya ha sido avisado; está dándose un baño —dijo Hammya, haciendo un saludo militar.
—Bien hecho, cadete —dijo Europa.
Ambas chocaron los cinco.
—¿La señora ha vuelto a su estado infantil? —preguntó Clementina.
—Claro que no, su actitud cambió drásticamente cuando nació Gabriela —dijo Arturo, sentado en el sillón viendo la tele.
—¿En serio?
—Oh sí, era muy fría, pero cuando la conocí, empezó a derretirse lentamente. Pero cuando nació Gabriela, la frialdad desapareció —dijo Arturo, mirando a Europa—. No importa cuántos años pasen, sigue siendo hermosa.
—Ya veo, debe ser mutuo.
—Claro que lo es —dijo el señor Barret sonriente.
En ese momento, Candado bajó las escaleras, vestido con pantalones largos rojos, zapatos marrones, camisa blanca, chaleco rojo y su característica boina azul.
—Hace frío hoy —dijo irónicamente el señor Barret.
—Lo sentí venir, así que no te preocupes —respondió Candado, devolviendo la burla.
Europa y Hammya salieron de la cocina en perfecta coordinación.
—Eso fue rápido —se sorprendió Hammya.
—Cuando no tengo ganas, acelero mi baño.
—Oh, hijo, estás aquí.
—No, estoy arriba… —Candado se atragantó y comenzó a sudar—. Carajo, lo hice sin pensar.
Cuando volteó, tenía frente a él la figura de su madre.
—Lo siento.
Resignado, Candado se quitó la boina, inclinó la cabeza y cerró los ojos. Europa, en vez de molestarse, le acarició la cabeza.
—Ya, ya, no pasa nada; yo también hacía eso.
Candado levantó la cabeza y se colocó la boina de nuevo sin dejar de mirar a su madre.
—Perdón, tendré cuidado, mami.
La señora Barret palmeó la cabeza de Candado una vez más y regresó a la cocina, no sin antes guiñar un ojo a Hammya y levantar disimuladamente el pulgar.
—Me alegra que estés de buen humor hoy —dijo la abuela Andrea.
—No te metas en mi mente.
—Lo siento, no puedo evitarlo.
Cuando Candado estaba a punto de hablar, su madre lo interrumpió.
—A comer.
Todos se levantaron y se dirigieron a la cocina. Candado también se preparaba para ir, cuando alguien llamó a la puerta.
Candado se detuvo y miró hacia la entrada, pero Clementina fue más rápida.
—Vaya a comer, señor. Yo me encargo.
Candado se acomodó la boina y salió de la sala.
Clementina llegó a la puerta, se acomodó la corbata y la abrió. Detrás, había un rostro familiar y sonriente: German.
—¿Qué haces aquí con este viento?
—Vine porque necesito ver a Candado.
—¿Es urgente?
—No, claro que no —dijo German elegantemente.
Clementina se hizo a un lado y lo dejó pasar.
—Adelante, el señor está comiendo.
—Oh, lamento interrumpir. Creo que volveré luego.
—No, no pasa nada, hasta los psicópatas son bienvenidos. Acompáñanos.
—Me alaga saber que tengo un lugar ahí.
En ese momento, el señor Barret regresaba del lavabo.
—Benítez, ¿Cómo anda la familia? —luego abrazó a German y le dio palmadas en la espalda.
—Me alegro de que el don se haya dado cuenta de que tiene un hijo.
German siempre hablaba de forma tajante, aunque sonriendo. Nunca perdonó a los padres de Candado por desatender a su hijo.
—Bueno, esos días quedaron atrás.
—Más le vale, señor —dijo German sin perder la sonrisa.
—No peleen aquí.
—No te preocupes, Clem. Pasaré humildemente la invitación.
—Mi cielo, ven a comer —dijo la señora Barret desde la cocina.
German, que estaba a punto de irse, se detuvo y miró a Clementina con una sonrisa traviesa.
—¿La señora Barret está aquí?
—Claro.
—Bien.
German cerró la puerta y caminó hacia Clementina.
—Eso cambia todo. Acepto la invitación.
Luego, caminó hacia la cocina mientras se quitaba los guantes negros.
—Creo que va a hacer lo mismo con mi esposa.
—No lo dude, señor Barret. German ha querido hacer esto hace tiempo, pero nunca tuvo la oportunidad.
German hizo una entrada dramática, exagerando su lenguaje corporal. Estaba bastante animado.
—Buenos días, familia Barret —dijo, inclinándose ante ellos.
—No somos de la nobleza ni monarcas. Así que, por favor, levántate —dijo Candado.
—Oh, claro que sí, claro que sí.
German puso toda su atención en la señora Barret, quien le sonrió.
—Siéntate. Mi mesa es tu mesa.
—Gracias, Candado.
German se sentó a la derecha de Candado; a su izquierda estaba Hammya. Apenas se sentó, Clementina se acercó y le puso algo punzante en la nuca, disimuladamente.
—Yo le serviré, German —luego se inclinó y susurró en su oído—. Si te atreves a incomodar a la señora Barret o a Candado, te haré pagar de la forma más cibernéticamente posible.
—Tráeme un vaso de agua —luego German la miró con una sonrisa intimidatoria—. Por favor.
Clementina, molesta, fue a la cocina. Cuando regresó, colocó el vaso de mala gana a su lado y se sentó a la derecha de la señora Barret.
—¿Pasa algo? —preguntó la señora Barret.
—No, nada, señora Barret.
Clementina lanzó una mirada de advertencia a German, quien respondía con una sonrisa. La familia estaba completa, a excepción de Hipólito, quien no está diseñado para comer, y la abuela Andrea. La familia disfrutaba del estofado de arroz, uno de los platos favoritos de Candado. Conversaban, y Hammya decía cosas sin sentido, pero hacían reír a todos. Clementina, sin embargo, no bajaba la guardia.
Cuando todos terminaron de comer, German habló.
—Entonces…
Clementina reaccionó, transformando su mano izquierda en un arma de balines.
—¿Entonces? —preguntó Candado.
German cerró los ojos.
—Todos están felices, todos son una familia.
—Claro —dijo Candado con una sonrisa.
—Me alegro.
—¿Qué?
—¿Sucede algo, Clementina? —preguntó Candado.
—No, nada. No te preocupes por mí.
Clementina se tranquilizó un poco, pero no bajó la guardia.
—Me alegro por usted, Candado.
German se levantó, llevó su plato a la cocina y luego volvió hacia Candado.
—Necesito que venga conmigo, por favor.
—¿Ahora?
—Ahora.
—¿Sucede algo? —preguntó la señora Barret.
—No pasa nada, tranquila.
Candado se levantó, chasqueó los dedos, y su silla se guardó sola. Fue a la cocina, se lavó las manos y regresó.
—Bien, vamos afuera.
—Ten cuidado, mi cielo —dijo la señora Barret.
—No vuelvas tarde —dijo el señor Barret.
—No se preocupen.
Candado salió con German y cerró la puerta detrás de él.
—¿Cómo sabías que te iba a sacar de la casa?
—No lo sabía. Solo quería estar en la calle.
—Ya veo.
Candado se recostó en el faro junto a la puerta.
—¿Qué sucede?
Germán sacó de su bolsillo un sobre celeste con lunares blancos.
—Esto es poco habitual —suspiraba Candado mientras agarraba la carta.
—Parece que se enteró de la niña Saillim.
Candado miró a Germán entrecerrando los ojos.
—No me digas.
Luego, miró el sobre, lo abrió con cuidado y metió su mano izquierda dentro, sacando una cadena con un corazón hecho de rubí.
—¿Truth?
—Así es, la de las ruedas bonitas.
—Parece que descubrió algo importante como para darme ese collar.
—¿Qué significa?
—Lo siento, pero eso es algo entre ella y yo.
—Ya veo, entonces, ¿irás?
—Claro que iré. —Candado guardó el collar en su bolsillo, luego abrió la puerta—. ¡Hammya, vístete y ven!
Luego cerró la puerta.
—Veo que lo llevas bien.
—¿Disculpa?
—Supe que esa niña está haciendo bien las cosas.
—Ya veo, me alegro.
—Suena vacío eso, ¿hay algo más?
—La verdad, le tengo miedo.
Germán borró su sonrisa.
—¿Miedo?
—La verdad, es muy aterrador su forma de ser.
Germán volvió a su habitual sonrisa.
—Ya veo, no me preocupes, pensé que era algo serio.
—¿Qué pensaste?
—Nada, mi amigo.
—Hammya es la primera persona que conozco que hace mucho ruido, es molesta, terca y amable… y que hizo que yo le esté muy agradecido desde el fondo de mi corazón.
—Ya lo creo.
En ese momento, la puerta se abrió.
—Ya estoy lista.
Candado miró a Hammya.
—Esmeralda, ¿Cuándo es tu cumpleaños?
—El 6 de diciembre, ¿por?
—Solo quería saberlo, me gustaría darte algo especial.
—¿Me darás un regaló?
—Tal vez sí o...bueno, es posible que te dé algo.
—Jejeje, ahora tengo un motivo más para esperar con ansias mi cumple.
Luego Candado le dio la espalda, chasqueó los dedos, y de su ventana vino su gabardina de cuero negro.
—Genial, sigue siendo espectacular —dijo Germán.
—Muy bien, en marcha.