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El CAMINO

Maidana despertó desorientado en un lugar desconocido. Una luz inmensa y cegadora le daba directamente en la cara.

—Quiten esta porquería de mi cara —gruñó, extendiendo la mano hacia la luz, en un intento de apartarla.

—Vaya, has despertado —dijo una voz, justo cuando la luz se apagaba.

Confundido, Maidana se sentó en la cama y se cubrió el rostro con ambas manos.

—Qué dolor de cabeza... —murmuró para sí mismo. Se dio un par de palmadas en las mejillas, tratando de despejarse—. Espera... ¿dónde está mi máscara?

En ese momento, el pasamontañas cayó en sus manos.

—¿Quién rayos eres tú? —preguntó, aún desorientado.

—Alan Árapdor Fernández. Fui yo quien sanó todas tus heridas después de aquel incidente.

Maidana se colocó la máscara con rapidez, sintiéndose más seguro al hacerlo. Luego, se levantó de la cama de un salto.

—Alguien más venía conmigo —dijo con urgencia.

—¿El tipo ese que parece Slenderman? —respondió Alan con una sonrisa.

—¿Sabes dónde está?

—Está abajo.

—Gracias.

Sin perder tiempo, Maidana salió apresuradamente hacia la planta baja. Al llegar, se encontró con un extenso pasillo lleno de puertas, más de veinte en total, alineadas a ambos lados.

—Creo que debí preguntar cuál es la puerta correcta —murmuró, deteniéndose un momento.

Se decidió por la puerta frente a él y la abrió con cautela. Afuera ya había oscurecido.

—Vaya, ¿cuánto tiempo he estado dormido? —se preguntó en voz alta.

—Dos días, amigo —respondió una voz familiar a sus espaldas.

Maidana se giró rápidamente.

—Krauser, ¿estás bien? —preguntó, aliviado de ver a su compañero.

—Soy un elemento del terror —dijo Krauser con tono despreocupado—, con eso te lo digo todo.

Maidana miró a su alrededor, aún desconcertado.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—Están en mi gremio —respondió una voz proveniente de las sombras.

Maidana giró hacia la derecha, buscando el origen de la voz, pero no vio a nadie. De repente, una figura emergió de la pared.

—¿Para dónde mirás? —preguntó la figura con una sonrisa burlona.

Maidana se dio la vuelta bruscamente.

—¿Quién se supone que eres?

—Soy Eugenia Bárce, pero todos me dicen Karinto.

—Bien... Karinto —dijo Maidana, con tono escéptico—, ¿por qué demonios estoy aquí?

—La señorita Karinto nos ayudó —intervino Krauser antes de que ella pudiera responder.

—¿Y qué pasó con Desza? —preguntó Maidana, recordando a su otro compañero.

—¿El gringo? Micaela lo hizo correr.

—¿Cuántos son ustedes aproximadamente?

—Somos cinco, antes éramos nueve, pero... pasaron cosas —dijo Karinto, encogiéndose de hombros—. Ya ves cómo es.

Maidana observó a Krauser, quien, desde que lo vio, no había dejado de beber tranquilamente de una taza, sosteniendo un pequeño plato de porcelana en la otra mano.

—¿Pasa algo? —preguntó Krauser, notando la mirada de Maidana.

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —replicó Maidana, irritado.

—Relájate —respondió Krauser, con una sonrisa—. Avisé a Joaquín de nuestra posición en cuanto te desmayaste.

—¡He estado dormido dos días! ¡Desza se escapó otra vez, y tú lo tomas todo a la ligera!

—Creo que deberías calmarte —dijo Karinto, cruzando los brazos—. Aún estás débil.

—¡Por supuesto que estoy débil! —exclamó Maidana, exasperado—. ¡No he comido y no me he bañado en dos días!

—Bueno, cada quien pasa sus días como puede, ¿no, Karinto? —comentó Krauser con tranquilidad.

—Exacto, mi amigo —respondió Karinto, esbozando una sonrisa.

Maidana cerró los ojos, frustrado, y dejó caer la cabeza contra la pared.

—¡Oye! Solo era una broma —dijo Krauser, sin perder su calma.

—Fracasamos en la misión, Krauser. ¿Qué vamos a decirle a Joaquín... o a la agencia? —Maidana se deslizó por la pared, cubriéndose el rostro con las manos—. Solo de pensar en todo el papeleo me quiero cortar las venas.

—¿Estás bien? —preguntó Karinto, mirándolo con preocupación.

—Déjalo, está cansado —interrumpió Krauser—. Tuvo una misión difícil, estuvo al borde de la muerte y se desmayó. Obviamente, no está bien.

Entre los murmullos y quejas de Maidana, Krauser finalmente lo interrumpió.

—Leandro, deja de lloriquear y dime todo lo que sabes de esa reunión.

Maidana se enderezó, apartándose de la pared, y miró a su amigo con seriedad.

—Tienes razón, tengo que contarles todo.

Karinto los condujo a una habitación más privada. Se sentaron en un cómodo sofá rojo, con una mesa de vidrio frente a ellos, sobre la cual descansaban papeles, lápices y varios vasos.

—Bien, ¿qué viste? —preguntó Krauser, cruzando los brazos.

—Había muchas personas adentro —comenzó Maidana—. Aparentemente, planean derrocar al presidente del Circuito y aniquilar la O.M.G.A.B.

—Eso no es nada nuevo —replicó Krauser, desinteresado—. Siempre es lo mismo.

—Créeme, parece que fue una pérdida de tiempo total —Maidana suspiró.

—No, no, no, no, espera. Aún hay más —dijo Karinto, inclinándose hacia adelante.

—¿Qué más?

—Vi a un clon de Candado.

—¿Qué? —preguntó Karinto, sorprendida—. ¿Estás seguro?

—Muy seguro.

Ambos miraron a Krauser, que había permanecido en silencio hasta ese momento. Se inclinó hacia adelante y habló en tono bajo.

—Es cierto. Existen cuatro clones de Candado, pero ninguno ha podido superarlo. Cada uno tiene la capacidad de emanar fuego, pero no el violeta. Eso lo hace único. Las llamas de los clones son azul, negro, rosa y rojo, pero, aunque son fuertes para nosotros, son débiles comparados con Candado.

—¿Qué antecedentes tiene el presidente? —preguntó Maidana.

—¿No es Candado el presidente? —preguntó Karinto, extrañada.

—Le decimos presidente porque su nombre es un rango, y sería confuso llamarlo de otra forma. Sin embargo, para evitar individualidades, él llama "presidente" a los demás de la mesa, aunque en realidad son todos Candados. En Argentina, desde que está Candado, es el único país que llama presidentes a sus representantes, en lugar de usar la jerga oficial.

—Vaya, no sabía nada de eso —dijo Maidana, sorprendido.

—Olvidando eso por un momento —interrumpió Krauser—, la situación se está volviendo más difícil de manejar. Los Testigos están buscando aliados. No podemos ignorar esto. Incendiaron Buenos Aires. No quiero imaginar lo que harán al país o al mundo.

—Ciertamente, las cosas están empeorando —asintió Maidana—. Desza ha sido el único que ha llegado a este nivel. Creo que estos años de paz nos han debilitado, llenándonos de un falso ego de que esto nunca volvería a ocurrir, pero la situación se está descontrolando.

Maidana despertó desorientado en un lugar desconocido. Una luz inmensa y cegadora le daba directamente en la cara.

—Quiten esta porquería de mi cara —gruñó, extendiendo la mano hacia la luz, en un intento de apartarla.

—Vaya, has despertado —dijo una voz, justo cuando la luz se apagaba.

Confundido, Maidana se sentó en la cama y se cubrió el rostro con ambas manos.

—Qué dolor de cabeza... —murmuró para sí mismo. Se dio un par de palmadas en las mejillas, tratando de despejarse—. Espera... ¿dónde está mi máscara?

En ese momento, el pasamontañas cayó en sus manos.

—¿Quién rayos eres tú? —preguntó, aún desorientado.

—Alan Árapdor Fernández. Fui yo quien sanó todas tus heridas después de aquel incidente.

Maidana se colocó la máscara con rapidez, sintiéndose más seguro al hacerlo. Luego, se levantó de la cama de un salto.

—Alguien más venía conmigo —dijo con urgencia.

—¿El tipo ese que parece Slenderman? —respondió Alan con una sonrisa.

—¿Sabes dónde está?

—Está abajo.

—Gracias.

Sin perder tiempo, Maidana salió apresuradamente hacia la planta baja. Al llegar, se encontró con un extenso pasillo lleno de puertas, más de veinte en total, alineadas a ambos lados.

—Creo que debí preguntar cuál es la puerta correcta —murmuró, deteniéndose un momento.

Se decidió por la puerta frente a él y la abrió con cautela. Afuera ya había oscurecido.

—Vaya, ¿cuánto tiempo he estado dormido? —se preguntó en voz alta.

—Dos días, amigo —respondió una voz familiar a sus espaldas.

Maidana se giró rápidamente.

—Krauser, ¿estás bien? —preguntó, aliviado de ver a su compañero.

—Soy un elemento del terror —dijo Krauser con tono despreocupado—, con eso te lo digo todo.

Maidana miró a su alrededor, aún desconcertado.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—Están en mi gremio —respondió una voz proveniente de las sombras.

Maidana giró hacia la derecha, buscando el origen de la voz, pero no vio a nadie. De repente, una figura emergió de la pared.

—¿Para dónde mirás? —preguntó la figura con una sonrisa burlona.

Maidana se dio la vuelta bruscamente.

—¿Quién se supone que eres?

—Soy Eugenia Bárce, pero todos me dicen Karinto.

—Bien... Karinto —dijo Maidana, con tono escéptico—, ¿por qué demonios estoy aquí?

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—La señorita Karinto nos ayudó —intervino Krauser antes de que ella pudiera responder.

—¿Y qué pasó con Desza? —preguntó Maidana, recordando a su otro compañero.

—¿El gringo? Micaela lo hizo correr.

—¿Cuántos son ustedes aproximadamente?

—Somos cinco, antes éramos nueve, pero... pasaron cosas —dijo Karinto, encogiéndose de hombros—. Ya ves cómo es.

Maidana observó a Krauser, quien, desde que lo vio, no había dejado de beber tranquilamente de una taza, sosteniendo un pequeño plato de porcelana en la otra mano.

—¿Pasa algo? —preguntó Krauser, notando la mirada de Maidana.

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —replicó Maidana, irritado.

—Relájate —respondió Krauser, con una sonrisa—. Avisé a Joaquín de nuestra posición en cuanto te desmayaste.

—¡He estado dormido dos días! ¡Desza se escapó otra vez, y tú lo tomas todo a la ligera!

—Creo que deberías calmarte —dijo Karinto, cruzando los brazos—. Aún estás débil.

—¡Por supuesto que estoy débil! —exclamó Maidana, exasperado—. ¡No he comido y no me he bañado en dos días!

—Bueno, cada quien pasa sus días como puede, ¿no, Karinto? —comentó Krauser con tranquilidad.

—Exacto, mi amigo —respondió Karinto, esbozando una sonrisa.

Maidana cerró los ojos, frustrado, y dejó caer la cabeza contra la pared.

—¡Oye! Solo era una broma —dijo Krauser, sin perder su calma.

—Fracasamos en la misión, Krauser. ¿Qué vamos a decirle a Joaquín... o a la agencia? —Maidana se deslizó por la pared, cubriéndose el rostro con las manos—. Solo de pensar en todo el papeleo me quiero cortar las venas.

—¿Estás bien? —preguntó Karinto, mirándolo con preocupación.

—Déjalo, está cansado —interrumpió Krauser—. Tuvo una misión difícil, estuvo al borde de la muerte y se desmayó. Obviamente, no está bien.

Entre los murmullos y quejas de Maidana, Krauser finalmente lo interrumpió.

—Leandro, deja de lloriquear y dime todo lo que sabes de esa reunión.

Maidana se enderezó, apartándose de la pared, y miró a su amigo con seriedad.

—Tienes razón, tengo que contarles todo.

Karinto los condujo a una habitación más privada. Se sentaron en un cómodo sofá rojo, con una mesa de vidrio frente a ellos, sobre la cual descansaban papeles, lápices y varios vasos.

—Bien, ¿qué viste? —preguntó Krauser, cruzando los brazos.

—Había muchas personas adentro —comenzó Maidana—. Aparentemente, planean derrocar al presidente del Circuito y aniquilar la O.M.G.A.B.

—Eso no es nada nuevo —replicó Krauser, desinteresado—. Siempre es lo mismo.

—Créeme, parece que fue una pérdida de tiempo total —suspiró Karinto.

—No, no, no, no, espera. Aún hay más —dijo Maidana, inclinándose hacia adelante.

—¿Qué más?

—Vi a un clon de Candado.

—¿Qué? —preguntó Karinto, sorprendida—. ¿Estás seguro?

—Lo que dice es cierto— respondió Krauser sin dudar.

Ambos lo miraron. Este se inclinó hacia adelante y habló en tono bajo.

—Es cierto. Existen cuatro clones de Candado, pero ninguno ha podido superarlo. Cada uno tiene la capacidad de emanar fuego, pero no el violeta. Eso lo hace único. Las llamas de los clones son negro, azul, rosa y rojo, pero, aunque son fuertes para nosotros, son débiles comparados con Candado.

—¿Qué antecedentes tiene el presidente? —preguntó Maidana.

—¿No es Candado el presidente? —preguntó Karinto, extrañada.

—Le decimos presidente porque su nombre es un rango, y sería confuso llamarlo de otra forma. Sin embargo, para evitar individualidades, él llama "presidente" a los demás de la mesa, aunque en realidad son todos candados. En Argentina, desde que está Candado, es el único país que llama presidentes a sus representantes, en lugar de usar la jerga oficial.

—Vaya, no sabía nada de eso —dijo Karinto, sorprendida.

—Olvidando eso por un momento —interrumpió Maidana—, la situación se está volviendo más difícil de manejar. Los Testigos están buscando aliados. No podemos ignorar esto. Incendiaron Buenos Aires. No quiero imaginar lo que harán al país o al mundo.

—Ciertamente, las cosas están empeorando —asintió Krauser—. Desza ha sido el único que ha llegado a este nivel. Creo que estos años de paz nos han debilitado, llenándonos de un falso ego de que esto nunca volvería a ocurrir, pero la situación se está descontrolando.

—Krauser, sí que piensas en estas cosas —comentó Karinto con una sonrisa, mirando de reojo a su compañero.

Krauser lo observó en silencio antes de preguntar:

—Dime, ¿cómo es que estuviste ahí?

—¿Ahí? ¡Oh!, eso… bueno, estábamos esperando esa oportunidad para atrapar a Nina.

—¿Nina?

—Es la niña con la cual estuve hablando— respondió Maidana.

—Exacto. Ella forma parte de un organismo fuera del Circuito y el Gremial. Se la considera neutral, no está de parte de nadie. Generalmente esa clase de gente no es un problema, pero... hay organismos como ellos, que siguen a Tánatos, ya que están descontentos con el Circuito.

Krauser frunció el ceño.

—Vaya, esa chica será muy problemática. Habrá que tener cuidado.

Karinto soltó una risa burlona.

—¿Qué pasa? ¿Le temes a las niñas?

—No, le temo al peligro.

Krauser hizo una mueca, casi resignado.

—Como todos.

Karinto lo miró con una ceja levantada y le preguntó con tono sarcástico:

—¿Y vos qué, maniquí?

—Nada —replicó Krauser, sin inmutarse—. De por sí soy la muerte y el terror en persona.

—Vaya.

Antes de que Karinto pudiera replicar, una tercera voz interrumpió con un tono molesto:

—Dejen de coquetear —protestó Maidana, cruzando los brazos—. ¿No se dan cuenta de la gravedad de la situación?

Karinto, siempre despreocupado, se encogió de hombros.

—Relájate, mascaritas. Nunca han logrado nada como oposición, así que descuida, no te preocupes.

—Sea como sea —intervino Krauser, con un aire más relajado—, no podemos ser serios todo el tiempo. Eso déjaselo a Candado, Joaquín, Declan, Ruth o Simón.

—¿Y por qué no estoy en esa lista? —preguntó Karinto, fingiendo ofenderse.

—Quién sabe —respondió Krauser con una sonrisa irónica.

Maidana rodó los ojos.

—Mira, Krauser, no me interesan tus chistes. Dan asco, rabia y no son para nada graciosos. Eso déjaselo a Moneda.

—Bien, cálmate Leandro —respondió Krauser, levantando las manos en señal de rendición—. Y dime, ¿qué sugieres?

—Sugiero ir lo más rápido posible a Resistencia e informar a la agencia tricolor.

Krauser y Karinto escucharon con atención.

—Cada vez el tiempo se nos agota. Tenemos que impedir que estas dos cosas pasen—. Maidana continuó, su tono cargado de preocupación— Si Esteban es derrocado, entraríamos en guerra contra el Circuito, y esta vez, no importará quién sea el ganador. Sólo habrá caos y destrucción.

Krauser miró a Maidana.

—Tenemos que llevar estos informes a Resistencia.

—Iré con ustedes —dijo Karinto con una sonrisa.

Krauser la miró con cuirosidad.

—¿Por qué?

—Esto va a ser entretenido —respondió Karinto, encogiéndose de hombros.

A la mañana siguiente, el grupo se reunió en una central del Semáforo de Buenos Aires, preparándose para regresar al Chaco. Mientras esperaban ser atendidos, Krauser no pudo evitar dirigir una mirada curiosa a Karinto.

—Oye, ¿no tienes padres a los cuales avisar que vas a estar lejos?

—Sí, mis padres viven en Resistencia.

Krauser frunció el ceño, confundido.

—¿Qué?

—Sí —explicó Karinto con calma—. Verás, yo antes vivía aquí, así que mis padres me enviaron de vacaciones con mis tíos.

Krauser inclinó la cabeza hacia el pequeño grupo detrás de ellos.

—¿Y ellos?

—También son del Chaco.

—Vale, no voy a preguntar por qué —dijo Krauser, desistiendo.

—Como quieras —respondió Karinto, con su habitual despreocupación.

En ese momento, Maidana regresó con una carpeta en la mano.

—Leandro, ¿ya lo obtuviste?

—Claro —respondió Maidana, entregándole los documentos.

Krauser y Karinto se pusieron de pie.

—Vamos —ordenó Krauser.

Cuando estaban a punto de partir, una sombra los detuvo.

—Disculpen —dijo una voz familiar.

Krauser levantó la vista.

—¿Schrödinger?

El hombre sonrió con desgana.

—Hola, Krauser. De todos los rostros que esperaba ver, y al mismo tiempo no.

Maidana lo miró con cautela, su mano deslizándose hacia el revólver en su cinturón.

—¿Vas a atacarnos o qué?

—No, claro que no —respondió Addel con un gesto tranquilizador—. Necesito su ayuda.

Karinto levantó una ceja.

—¿Nuestra ayuda?

—Así es —Addel se giró hacia Krauser—. Necesito que vengas conmigo. He oído que eres un curandero y médico.

—¿Lo eres? —preguntó Maidana, incrédulo.

—Shhh —Krauser llevó un dedo a sus labios, haciendo un gesto de silencio—. Eso es un secreto.

Luego, miró a Schrödinger con desconfianza.

—¿Cómo sabías eso?

—Te espié —respondió Addel, sonriendo—. Para algún día saldar cuentas.

Krauser suspiró.

—Bien, ve al punto.

—Esteban ha estado inconsciente por casi tres días —explicó Addel, su tono más serio—. Y comienzo a preocuparme.

—¿Por qué yo? —preguntó Krauser—. ¿Por qué no un médico?

—Ya lo intenté, pero esos dichosos doctores no pudieron hacer nada.

—¿Qué pasa si me rehúso?

—Incendiaré la ciudad, mataré a tus amigos y…

Un sonido mecánico interrumpió sus palabras. Maidana frunció el ceño, reconociendo el ruido.

—¿Es una bomba? —susurró.

—Estás loco —dijo Karinto, retrocediendo.

Maidana desenfundó su revólver y lo apuntó.

—Insolente —murmuró Addel, sin perder la calma.

Krauser levantó la mano.

—Baja el arma, Leandro.

—Pero…

—Hazlo —intervino Karinto, empujando suavemente el brazo de Maidana hacia abajo.

Krauser dio un paso al frente.

—Ayudaré, pero… acaba con esto.

Addel sonrió y levantó la mano, deteniendo el ruido. Luego mostró su muñeca, revelando un simple reloj.

—Ruidoso, ¿no? —dijo con una sonrisa maliciosa.

—¿Y la bomba? —preguntó Maidana, todavía desconfiado.

—¿Qué bomba? —respondió Addel con una risa—. Sólo era mi alarma.

Maidana miró a Krauser, preocupado.

—¿No crees que es mejor ignorarlo?

—No —replicó Krauser con un tono firme—. Conociendo Addel, no creo que esté mintiendo. Es mejor que te vayas. Es de vital importancia que esa información llegue a la O.M.G.A.B. lo más pronto posible.

Maidana asintió, palmeando dos veces el hombro de Krauser antes de marcharse con los demás. Mientras, Krauser y Addel se adentraron en la ciudad.

En el camino, los recuerdos de sus enfrentamientos pasados comenzaron a resurgir, cada palabra cargada de resentimiento y heridas no sanadas.

—Dime, Schrödinger —preguntó Krauser—, ¿por qué estás vos y Esteban aquí?

—Es un secreto —respondió Schrödinger, esquivo.

—Ya veo —replicó Krauser, con una sonrisa irónica—. Entonces, ¿qué buscan?

—Es un secreto.

—Ya veo… ¿Lo encontraron?

Addel lo miró de reojo.

—Es un secreto.

—¿Hay algo que no sea un secreto? —preguntó Krauser, frustrado.

—Limítate a preguntar, cabeza de huevo —espetó Addel, sin perder la compostura.

Ambos llegaron finalmente a las puertas de un convento.

—¿Aquí es? —preguntó Krauser, mirando el edificio frente a ellos.

Addel no dijo nada mientras abría las enormes puertas del convento. Al poner un pie dentro, se quitó el sombrero y apagó el humo blanco que lo rodeaba, dejando ver su rostro.

—Recuerda tus modales.

Luego caminó hacia una caja de donativos y dejó un billete de cien pesos. Se arrodilló e hizo una rápida señal de la cruz, murmurando un Ave María y un Padre Nuestro.

—¿Tengo que hacer esto? Soy ateo —dijo Krauser, sin mucho entusiasmo.

Addel se levantó y se dirigió hacia una puerta a su derecha, sin responder. Krauser, que se había quedado fuera, miró hacia atrás por un instante, dudando si debía seguir o no.

—No puedo creerlo —murmuró Krauser.

Finalmente, entró al convento, se quitó el sombrero y caminó hasta la caja de donativos. Se palpó los bolsillos del saco y del pecho, buscando algo. Después de un breve momento, miró su mano izquierda, que descansaba sobre su pecho. Se quitó el guante y deslizó un anillo de oro de su dedo índice, depositándolo en la caja de donativos.

Cuando intentaba seguir a Addel, lo encontró esperándolo en la puerta, recostado contra el marco, observándolo en silencio. Krauser inclinó la cabeza y retrocedió, dirigiéndose hacia el altar de Jesús.

—Menos mal que Joaquín no está aquí —murmuró mientras se arrodillaba y hacía el Padre Nuestro.

Al volverse, vio a Addel, quien jugaba con su sombrero y lo miraba con una sonrisa burlona. Hizo un gesto para que lo siguiera. Krauser obedeció y ambos caminaron por un largo pasillo con más de veinte puertas de madera, cada una adornada con una cruz. Addel se detuvo ante una de ellas y la abrió, provocando un leve rechinido.

La habitación era sencilla: una cama, un escritorio, una mesa con dos sillas y un librero. Esteban yacía acostado en la cama, mientras que un hombre calvo, con gafas y una barba prominente y blanca, estaba sentado a su lado.

—Padre Hank, ¿cómo sigue? —preguntó Addel.

El hombre se quitó las gafas y respondió:

—La fiebre ha bajado, pero regresará. Por ahora, está estable.

—Entiendo. He traído a un conocido para que nos ayude.

Krauser dio un paso adelante y se inclinó ante el anciano.

—Un placer.

Hank lo observó con curiosidad.

—¿No tienes rostro?

Krauser entrecerró los ojos, dejando ver lo poco visible de su expresión.

—Soy un híbrido, lo que comúnmente llaman un monstruo.

El padre Hank soltó una risa jovial.

—Vaya.

—¿No le doy miedo? —preguntó Krauser con tono irónico.

—No, claro que no —respondió Hank, aún riendo, y le extendió la mano—. Soy el padre Hank Maurice.

Krauser asintió con la cabeza y dirigió su atención a Esteban.

—¿Qué tiene? —preguntó Addel.

—No lo sé, aún no lo he examinado —respondió Krauser.

Diciendo esto, entregó su sombrero al padre Hank y extendió ambas manos, una a la altura del pecho y la otra a la del abdomen. Permaneció en esa posición unos minutos. De repente, el cuerpo de Esteban comenzó a elevarse lentamente, quedando suspendido a pocos centímetros de la cama, justo entre las manos de Krauser.

—Vaya —murmuró Krauser mientras movía las manos sobre la cabeza y la pierna izquierda de Esteban.

—¿Qué sucede? —preguntó Addel.

—Tiene un coágulo de energía, tanto en su magia como en su cuerpo. Hay lesiones en el corazón y el cerebro, pero no son graves.

Addel dio un paso hacia adelante.

—¿Tiene cura?

—Sí, podría decirse —respondió Krauser con un tono irónico.

Justo en ese momento, las manos de Krauser comenzaron a descomponerse, transformándose en lo que parecían ser pequeños parásitos que se incrustaron en varios puntos del cuerpo de Esteban: nuca, frente, codos, rodillas, pecho y abdomen.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó el padre Hank, alarmado.

—Estoy limpiando y reparando su sistema. Ha estado bajo mucho estrés y ha acumulado una gran cantidad de energía negativa. Su poder se está convirtiendo en un veneno para su propio cuerpo.

—¿Qué significa eso? —preguntó Addel con preocupación.

—Es parecido al cáncer, solo que este sí tiene cura.

Después de unos segundos, las manos de Krauser volvieron a la normalidad, y el cuerpo de Esteban descendió lentamente hasta la cama.

—¿Qué pasó? —preguntó Addel.

—Nada, ahora debería estar bien. Eliminé toda la magia acumulada y me aseguré de que su sistema funcione correctamente.

—Menos mal.

—No lo tomes a la ligera, Schrödinger. Es probable que lo que le haya causado esto vuelva a suceder. Parece que está luchando contra algo.

—Seguramente tiene que ver con Guillermo.

—¿Su hermano?

Krauser se colocó el sombrero y se sentó en una silla.

—Me parecía bastante raro que alguien como él se viera tan afectado, sobre todo cuando atacó a Candado bajo la lluvia ese día. Estaba muy dolido, especialmente por esa conversación que mantenía con la silla vacía de su “amigo”.

—Eres un... ¡LO ESPIASTE!

—Yo también me preparé— se burló de manera desafiante

—¡NO! —Addel se acercó peligrosamente—. No tenías ningún derecho, metete conmigo, no con él.

—Supuse que era un tabú ¿No es así?.

—No tenías razón para hacerlo.

—¿Qué harás? ¿Matarme?

—Oh no claro que no, lo que te haré será peor que la muerte, incluso rogaras por ella.

—Soy un monstruo, no me asusta tus amenazas —dijo Krauser recostándose en la silla, con los brazos cruzados.

—Me aseguraré...

—¡Hey, hey! Córtenla, muchachos. Están en la casa del Señor, y mis hermanos y hermanas están descansando —intervino el padre Hank.

—Te salvaste, fenómeno —dijo Addel.

—Mira quién habla.

En ese momento, apareció una niña en la puerta, vestida con pijamas.

—Padre Hank, ¿qué sucede?

—Nada, mi niña, nada.

—Pensé que este lugar era un convento —comentó Krauser.

—Lo es, pero también ofrecemos refugio a personas sin hogar —respondió el padre Hank.

—Vaya —dijo Krauser, con tono indiferente.

Addel, notando su actitud, decidió molestarlo un poco. Y qué mejor manera de hacerlo que encargándole un mandado.

—Slenderman.

—No me llames así, no soy ni delgado ni alto.

—Da igual, trae agua. Esteban la necesita.

—Dame una razón por la cual debería ser su criado.

—Si lo haces, te compartiré un secreto. Un secreto que Esteban y yo descubrimos.

—No es razón suficiente. Seguramente, cuando vuelva, terminarás mintiéndome.

—Addelándromechkrin Schrödinger lo jura.

—Tus padres debían amar los trabalenguas.

—Lo que sea. Solo trae el agua.

Krauser se levantó y miró al padre Hank.

—¿Dónde está el baño?

—El baño está...

—Alto ahí, camarada —interrumpió Addel.

—¿Qué pasa? —preguntó Krauser.

—A Esteban no le darás agua del baño. Dale agua limpia y pura.

—Lo siento, pero aquí no hay montañas ni minas, y dudo mucho que haya un río cerca.

—¿Por qué no vas a la cocina?

—¿Cuál es la diferencia? Toda el agua del convento viene del mismo tanque.

—No, tenemos tanques separados —aclaró el padre Hank.

—No me jodas. ¿Y dónde están esos tanques?

—Deja que la niña te acompañe. Después de todo, el baño está en la misma dirección —dijo el padre Hank.

—¿Y a mí por qué me importa dónde está el baño si no voy a ir de todos modos?

—No es por ti, es por ella. Por la forma en que está parada, parece que necesita ir al baño.

Krauser miró a la niña y, efectivamente, estaba temblando de pie. Luego, volteó hacia el sacerdote.

—Vaya, tu capacidad para leer a las personas me recuerda a alguien.

—¿A quién?

—Nada. Quizás algún día, en algún momento o año, lo sabrás.

Krauser se ajustó el sombrero y salió por la puerta, llevando una palangana de plástico en su mano derecha. Llegó hasta la niña.

—Llévame a la cocina.

—Claro.

La niña se adelantó a pasos rápidos, mientras Krauser la seguía lentamente, sin prisa alguna. Mientras caminaba, miraba al vacío, observando la escasa iluminación en el pasillo. De repente, notó que la niña se había detenido en seco, justo en el límite entre la luz y la oscuridad que dominaba el resto del pasillo. Al fondo, una puerta abierta dejaba ver una cocina iluminada con lavavajillas y algunos muebles.

Cuando Krauser llegó a su lado, se detuvo también. Los pequeños pies de la niña no se atrevían a tocar la parte oscura del suelo.

—¿Qué sucede? —preguntó Krauser, desinteresado.

—No quiero ir ahí. La oscuridad es mala.

—¿Cuántos años tienes?

—Cumpliré ocho el 18.

—Entonces, este jueves.

—Correcto, creo.

—Qué bien.

—¿Y tú?

—Cumplí 13 el primero de julio.

—Eres grande.

—Me alegro. Ahora, ¿podemos cruzar?

—No.

Las piernas de la niña comenzaron a temblar, a pesar de que su rostro se mantenía sereno.

—Si te quedas ahí, te vas a orinar encima.

La niña apretó los dientes y se acuclilló.

—En serio, creo que debes ir. Solo son diez metros, más o menos.

—No, la oscuridad es mala.

Krauser manifestó dos tentáculos que, muy lentamente, se acercaron a la niña y la envolvieron en la cintura. Ella se sorprendió, alzó la mirada y, antes de que pudiera decir algo, la elevó en el aire.

—Mira, sería un problema si apestaras.

Dicho esto, Krauser se adentró en el oscuro pasillo, primero con su cuerpo y luego con los tentáculos que sostenían a la niña. En el momento en que estaba a punto de entrar en la oscuridad, ella se asustó, cerró los ojos y comenzó a temblar mientras cantaba:

—Mamá, mamá, mamá, me da besos en las noches, me arropa, me mima, me protege (...).

El pasillo era largo, y Krauser podía escuchar el pequeño y tembloroso canto de la niña, quien estaba aterrorizada. Él miró atrás, desconcertado y curioso por la forma en que ella se comportaba.

Al final de la oscuridad, Krauser bajó a la niña y guardó sus tentáculos en su espalda. Luego se inclinó y la miró.

—Hey, ya puedes abrir los ojos y... dejar de cantar.

La niña abrió los ojos y vio a su alrededor; ya estaba en un lugar iluminado.

—¿Qué pasó?

—Vete al baño de una vez.

La niña reaccionó y corrió hacia una puerta que había allí; afortunadamente, había luz en los baños.

Una vez que desapareció, Krauser puso la palangana en el lavavajillas y abrió la llave para que el agua saliera.

—La oscuridad es mala —dijo en voz baja—. Dockly decía algo parecido hace tiempo.

Mientras el agua caía del grifo, Krauser se sintió nostálgico, pero no pudo disfrutar del momento, ya que todo lo relacionado con él le hacía enfadar. Escuchar o recordar aquel nombre hacía que le hirviera la sangre.

—Traidor.

Fueron las palabras que salieron de aquella monstruosa boca con dientes afilados; sus cuencas comenzaron a desprenderse.

—Dockly, aliarte con alguien tan perverso como Desza.

En ese momento, sintió algo en su brazo. Krauser se volvió y mostró su malévolo rostro, con dientes puntiagudos y cuencas vacías iluminadas por una luz roja.

—¿Estás enojado? —preguntó la niña de forma natural.

Krauser la miró durante unos segundos.

—Dime, ¿no te doy miedo?

La niña se palmeó la cabeza, la cara, las mejillas, el pecho, los brazos, los muslos y las piernas.

—No.

Krauser cambió su rostro y lo volvió a como era antes.

—¿Hacía falta hacer eso?

La niña se encogió de hombros.

—Veo que lo único que te aterra es la oscuridad —dijo Krauser mientras cerraba la canilla.

—Sí.

Krauser manifestó sus tentáculos, tomó la palangana y la elevó por los aires, situándola sobre su cabeza.

—¿Cruzamos?

—No, la oscuridad es mala.

Krauser suspiró, volvió a manifestar sus tentáculos y tomó la palangana, luego extendió su mano.

—Por lo menos podrías tomar mi mano. Si cruzamos juntos, estoy seguro de que no te pasará nada.

La niña no contestó, pero aceptó la proposición de Krauser y tomó su mano. Aunque seguía teniendo miedo, cuando cruzaron, ella sostenía con fuerza su mano y mantenía los ojos cerrados. Krauser, por su parte, solo se limitaba a mirar hacia adelante y a tener cuidado con la palangana que llevaba sobre la cabeza, queriendo evitar que se le cayera el agua encima.

Al llegar al otro lado, Krauser la soltó. Al no sentir su mano, la niña abrió los ojos y lo miró.

—Llegamos.

—Vaya, que eres lista, niña.

—Casandra, no niña.

—Entendido, niña.

Casandra miraba expectante.

—Krauser —dijo con un suspiro.

—Krauser.

—Sí.

—Krauser.

—Sí, ese es mi nombre.

La niña sonrió, lo que provocó que Krauser se extrañara.

—Oye, ¿no te doy miedo? —preguntó, señalándose a sí mismo con el dedo índice.

La niña se palmeó la cabeza, las mejillas, la frente, los brazos, la cadera, el pecho, el estómago y las piernas.

—No.

—¿Te burlas de mí?

La niña miró sus pies y sus manos.

—Tampoco.

Krauser se cubrió la cara con su mano izquierda y dejó escapar una risilla. Luego metió la mano en su bolsillo y sacó una linterna de metal. Se acercó, se arrodilló y le puso la linterna en la mano derecha.

—Un regalo —dijo la niña, asombrada al ver la linterna.

Krauser se puso de pie y siguió caminando.

—¿Para qué sirve? —preguntó Casandra mientras la inspeccionaba.

Krauser, sin detenerse, señaló hacia atrás, donde estaba la oscuridad de donde habían salido.

—Sirve para ellos.

—Guau, KrauKrau.

—¿KrauKrau?

—¿Vendrás a mi fiesta?

—...Somos desconocidos.

—¿Vendrás a la fiesta?

—No pararas hasta que diga que si ¿Verdad?

Casandra asintió con la cabeza comicamente.

—Está bien.

—Yupi.

Krauser llegó a la habitación donde estaban los demás.

—Buenas, he vuelto.

—No me di cuenta —dijo Addel sarcásticamente.

Krauser lo ignoró y, en su lugar, bajó la palangana al lado de la cama de Esteban. Guardó sus tentáculos y se sentó en una silla de madera.

—Sabes, creo que esto me va a volver loco.

—¿Por qué lo dices? —preguntó el padre Hank mientras mojaba un trapo y lo pasaba por la frente de Esteban.

—Nunca pensé que terminaría ayudando a un Circuito.

—Yo tampoco.

En ese preciso momento, Casandra se sentó en el regazo de Krauser a jugar con la linterna.

—Bien, espumitas, dime lo que tienes para mí.

—Bien, bien, bien, lo diré.

Por casi veinte minutos Addel contó lo que vieron, lo que escucharon y descubrieron, Krauser no dijo nada solo escuchó con atención, para cuando terminó este solo respondió.

—Es lo que necesitaba, gracias humitos.

Krauser salió del convento y se detuvo a medio camino. Volteó y se despidió de ellos levantando la mano. Addel, el padre Hank y la niña le devolvieron el saludo. Casandra movía su mano de izquierda a derecha con la linterna que él le había regalado. Krauser les saludó gentilmente una vez más y se alejó de ellos, caminando con las manos en los bolsillos adentrándose en las calles iluminadas de la provincia de Buenos Aires. Miraba al frente, mostrando sus ojos y su boca, causando terror a la mayoría de las personas y burlándose de la expresión de sus rostros.

—A mí no es a quien deben temer, es a Desza a quien deben temer. ¡Feliz nueve de julio! —decía mientras soltaba una carcajada ruidosa y temeraria.

Krauser había descubierto algo entretenido.