Generalmente, Krauser es confundido con Slenderman, tanto por su aspecto como por su personalidad reservada. Él, junto a Héctor, Joaquín, Declan y anteriormente Ocho, son quienes conocen a Candado desde los días del jardín de infancia. Vive en la ciudad de Resistencia y es vecino de Joaquín. Krauser llama la atención cuando camina por la calle debido a su falta de rostro visible; sin embargo, en realidad, tanto él como su hermana melliza, Grenia O’Pøhner, poseen ojos.
Krauser y Grenia ocultan sus ojos detrás de párpados inusuales que, desde afuera, parecen cerrados, pero desde dentro permiten ver como los espejos de interrogatorio de las películas policiales. Ambos son híbridos, nacidos de la unión de un monstruo con un humano, lo que les otorga algunos rasgos humanos; los ojos, por ejemplo. Krauser tiene glóbulos oculares negros con retinas rojas, mientras que Grenia los tiene verdes. Debido a la oscuridad de sus ojos, ambos son muy sensibles a la luz del sol y prefieren mantenerlos cerrados la mayor parte del día, abriéndolos solo en la seguridad de su hogar o al caer la noche.
La familia de Krauser está compuesta por su madre, Krøma O’Pøhner Barret, una criatura adoptada por Europa Barret. Krøma es un monstruo con una larga cabellera negra y, al igual que sus hijos, no posee rostro; aunque a diferencia de ellos, carece de ojos. Su padre, Javier Reinhold, es un humano de cabello rubio y bigote recortado que, según Europa y Mercedes, es “más bondadoso que cualquier dios”; una persona incapaz de maldad, dispuesta a abrazar el fuego por su generosidad. Luego están sus hermanas, Grenia y Beatriz Reinhold O’Pøhner Griselda. Beatriz, a diferencia de Krauser y Grenia, tiene rasgos faciales humanos, aunque su piel es anormalmente pálida. Heredó los ojos verdes de Javier y la palidez y el cabello de Krøma. Finalmente, está él: Krauser Lautaro Reinhold O’Pøhner.
Esa mañana, Krauser se levantó temprano, alrededor de las 8:00, ya que no había clases por una jornada institucional. Aún en su cama, abrió los ojos y se incorporó, vistiendo una pijama azul.
—Qué fiaca —murmuró mientras se acercaba al ropero.
Se cambió de ropa, optando por una camisa blanca, un chaleco marrón sin botones, pantalones del mismo color, sandalias negras y un pañuelo rojo alrededor del cuello. Después, caminó hacia el espejo y se miró detenidamente.
—Hmm, bien —dijo, acomodándose el pañuelo.
Abrió la puerta de su cuarto, salió y la cerró detrás de él. La casa de su familia es sencilla, de una sola planta. En la cocina, como de costumbre, su padre Javier ya estaba despierto y tarareaba mientras preparaba el desayuno.
—Hola, papá —saludó Krauser, abriendo la despensa para sacar unas galletas.
—Lauty, buenos días.
—Adivinaré: tortillas con dulce de leche.
—Pi, pi, pi, bingo —respondió Javier, divertido.
Krauser mostró una leve sonrisa.
—¿Ya se levantó Grenia?
—Je, je, no, todavía no —respondió Javier, quitándose el delantal—. Iré a despertar a tu madre.
Mientras su padre dejaba la cocina, Krauser aprovechó para añadir miel a las tortillas de su hermana, sabiendo que ella prefiere eso al dulce de leche. Javier llegó al cuarto y abrió la puerta con cuidado. Se acercó a Krøma, quien dormía con un camisón blanco decorado con flores verdes, y, con ternura, posó su mano en su mejilla. Aunque Krøma no tiene ojos, Javier sabía cuándo dormía; al despertar, fruncía el ceño y emitía un suave ronroneo. La luz solar le resultaba dañina, así que Javier siempre la despertaba suavemente.
—Querida, despiértate, es hora de desayunar.
Krøma frunció el ceño y ronroneó, sin querer despertar aún. Javier sonrió, y, sabiendo que sería difícil hacerla levantarse, la alzó en brazos como a una princesa y le besó la frente.
—Si no quieres venir a la cocina, yo te llevaré.
Mientras tanto, Grenia había llegado a la cocina con el cabello alborotado.
—Buenos días, Krau.
—Buenos días, Grenia —respondió Krauser, sin dejar de leer el diario.
—Tortillas, mi favorito... y con miel.
—Disfruta —dijo Krauser.
Javier llegó a la cocina cargando a Krøma en brazos.
—Papá, la consientes demasiado. Yo también quiero, ¡no es justo! —se quejó Grenia.
—Buenos días, cariño —dijo Javier, mientras acomodaba cuidadosamente a Krøma en una silla—. Vamos, el desayuno es importante.
Krøma se enderezó y tomó un tenedor.
—Mamá, primero tienes que cortar las tortillas —comentó Krauser, sin apartar la vista del diario.
Krøma infló las mejillas y emitió un bufido infantil.
Krøma es un monstruo sintético, creado en un experimento humano para dar vida artificial. Los científicos fracasaron en crear un humano completo, y su aspecto quedó incompleto: sin ojos, orejas, labios o boca. Al saber que planeaban destruirla como “un error de la ciencia,” escapó hasta Argentina, donde comenzó a desarrollar órganos únicos. Aunque no tiene ojos, su cerebro encontró la forma de percibir el entorno mediante una vena que se enrolló en sus cuencas, formando una especie de gema roja que reacciona a sus emociones. Cuando está enojada, la gema brilla intensamente, irradiando calor y quemando sus frágiles párpados, obligándola a llorar lágrimas de sangre para enfriarse. Aunque este dolor es extremo, Krøma lo soporta cuando su ira la domina. Aun así, raras veces se muestra en ese estado.
En el caso de su boca, Krøma no desarrolló labios, pero sí tiene cuerdas vocales, dientes y lengua. Sin embargo, no son suficientes para que pueda hablar. De hecho, pasó un año entero sin poder oír hasta que su cerebro desarrolló un sistema auditivo más eficiente que el de un humano o un animal. Es raro que hable; generalmente, Krøma se comunica mediante lenguaje de señas o por escrito. En su vida familiar, es muy atenta con sus hijos y esposo, aunque a veces Krauser demuestra ser más ingenioso que ella.
Krøma infló las mejillas, intentando cortar su tortilla con esfuerzo.
—Mamá, el diente del cuchillo está al revés —observó Krauser sin levantar la vista del diario.
Krøma hizo un puchero, y Grenia se levantó para ayudarla, riendo mientras cortaba las tortillas.
—Siempre ocurre algo así contigo —comentó Grenia, dejando escapar una risilla.
Krauser cerró el diario, lo colocó bajo la silla y comenzó a comer. Con habilidad, cortó su tortilla por la mitad, abrió la boca de una forma casi inhumana y devoró ambas mitades de un bocado.
—Krauser, los modales —le reprendió Javier, mientras daba de comer a la pequeña Beatriz, quien, a su corta edad, ya tenía dos tentáculos diminutos saliendo de sus omóplatos.
—Perdón, papá.
—Oigan, ¿qué tal una adivinanza? —propuso Javier.
Krøma aplaudió emocionada, Grenia asintió, y Krauser...
—No me gustan tus adivinanzas.
—Oh, vamos, inténtalo esta vez.
—No, gracias.
—Está bien —murmuró Javier con decepción.
—Anda, sigue —lo animó Grenia, entusiasta.
—Muy bien. A ver, ¿qué es lo que siempre está con nosotros, no podemos modificarlo ni tocarlo, pero podemos sentirlo? Algo que no podemos ver, aunque gracias a él vemos, y a lo que los niños se aferran hasta que son mayores.
—Eso debe ser…
El teléfono comenzó a sonar desde la sala de estar.
—Mamá, ¿puedes atender?
Krøma, sin pensarlo, se levantó de inmediato y corrió hacia la sala.
—Sabes que mamá no puede hablar —recordó Grenia.
—Ups, lo olvidé —respondió Krauser, fingiendo una disculpa.
Pocos segundos después, Krøma regresó haciendo pucheros.
Krauser soltó una risa.
—Iré yo —dijo él, levantándose de su silla.
—Mamá, no seas tan inocente —le aconsejó Grenia.
Krauser se dirigió al teléfono, lo tomó y lo llevó al oído.
—Familia Reinhold, habla Krauser.
—Oh, me alegra que contestes. Soy Hammya, Hammya Saillim.
—¿Hammya? Ah, claro, la chica de cabello verde que estaba con Candado aquella noche. ¿Cómo estás?
—Yo estoy bien... pero es sobre Candado —la voz de Hammya se tornó sombría.
Krauser se puso serio.
—¿Qué ocurre con él?
—Anoche… tuvo un accidente. Y no despierta.
—¿Cómo que no despierta?
—No lo hace. Siempre se levanta temprano, pero hoy no. Ya intenté de todo… Dijeron que tú eras médico y que tal vez podrías ayudar.
—¿Dónde está Clementina?
—Me escapé de ella. Estoy algo enferma, con fiebre, pero no puedo descansar si él está así —dijo Hammya, soltando un sollozo.
—Iré enseguida. Mientras tanto, tú descansa.
Colgó el teléfono y regresó a la cocina.
—Escuchen, la familia Barret tiene problemas.
—¿Qué? —exclamó Javier. Krøma se levantó, alarmada, mientras Grenia se ponía de pie también.
—Debemos ir a verlos —dijo Grenia.
—Eso haremos —confirmó Javier.
Krauser se dirigió a su habitación, donde se puso su gabardina roja y su sombrero marrón, abrochando con prisa los botones mientras murmuraba para sí:
—¿Qué habrá pasado?
De regreso, encontró a sus padres ya preparados, y a su madre usando una chaqueta sobre su camisón. Javier había sacado el auto, y todos subieron rápidamente: Krauser primero, seguido de Krøma, Javier y Grenia, quien cargaba en brazos a la pequeña Beatriz.
El auto arrancó, y la tensión llenó el ambiente.
—Espero que no sea nada grave —susurró Grenia.
Krauser cerró los ojos.
—Yo también lo espero.
Una hora después.
El auto se detuvo frente a la casa de los Barret. Krauser fue el primero en bajar y correr hacia la puerta, donde empezó a golpear con impaciencia. Al poco tiempo, su familia le siguió el ejemplo.
—Ya llamé —dijo Krauser.
La puerta se abrió, y apareció Europa, con los ojos enrojecidos.
—¿Cómo está él?
—¿Cómo se enteraron? —preguntó Europa.
—Digamos que tenemos informantes —respondió Krauser sin vacilar.
Europa se hizo a un lado, permitiéndoles entrar. Krøma la abrazó, mientras Javier hablaba con Arturo, que estaba junto a ella. Krauser y Grenia subieron las escaleras y entraron en la habitación de Candado, donde Clementina y Héctor aguardaban en silencio.
—¿Qué sucede? —preguntó Clementina.
—Nos dijeron que Candado no despierta —respondió Krauser.
—¿ Nos dijeron? —repitió Clementina, desconcertada.
Héctor y Clementina intercambiaron miradas. Krauser se quitó el sombrero e inclinó la cabeza ante ellos.
—Lo siento, pero no puedo revelar la fuente.
—Está bien, pero no es grave, en serio. Solo está desmayado.
—Vamos, Héctor, no me vengas con eso.
—Debe estar muy cansado.
—Si es como dices, no hará daño que lo revise.
Héctor miró a Clementina, como si pidiera su permiso, y ella inclinó la cabeza en señal de aceptación.
—Grenia, ve afuera.
—Yo puedo llevarla con Hammya.
—Clem...
—¿Sí?
—¿Vive Hammya aquí por casualidad?
—Sí, lo hace. ¿Por qué?
—Por nada.
Clementina guió a Grenia fuera de la habitación, dejando a Krauser con Héctor.
—Bien, creo que es hora de trabajar —dijo Krauser mientras se quitaba la gabardina.
—¿Qué pasó con la marrón?
—Está en casa —respondió Krauser, colgando la gabardina en el respaldo de una silla.
Se acercó al costado de la cama, alzó los brazos y comenzó a levitar el cuerpo de Candado, usando el mismo método que había implementado con Esteban.
—No siento… Espera, ¿qué es eso?
—¿Qué sucede?
—Esto es inusual. Hay un coágulo desconocido en su segunda alma. Esto no es normal.
—¿Puedes hacer algo?
—Voy a intentarlo.
De su espalda emergieron tentáculos, uno de los cuales se posó en el pecho de Candado, que empezó a brillar con una luz tenue y serena.
—Un poco más... ya casi lo logro... ¡ARGH!
—¡KRAUSER!
Los tentáculos que estaban en el pecho de Candado empezaron a derretirse, causando un dolor inmenso a Krauser, quien abrió la boca en un grito desesperado.
—¡QUEMA!
—¡SUÉLTATE!
—¡NO PUEDO! Yo... ¡ARGH!
Héctor tomó a Krauser de la cintura y tiró hacia atrás con todas sus fuerzas, logrando separarlo de "la trampa". Ambos cayeron al suelo.
—¿Qué... qué fue eso? —jadeó Héctor.
—No tengo idea.
En ese momento irrumpieron en la habitación los padres de Krauser y los de Candado.
—¿¡Qué ocurre!? —exclamó Arturo.
Clementina y Grenia también entraron.
—Escuché un grito —dijo Grenia.
Héctor ayudó a Krauser a ponerse de pie.
—Intentaba sanarlo, pero algo me lo impidió.
Europa se acercó a su hijo y puso una mano en su frente.
—Está sudando.
—Debe ser la medicina —contestó Krauser.
—¿Medicina? —preguntó Clementina.
—El sudor ayudará a limpiar las bacterias que lo afectan; eso diluirá lo que lo perjudica... excepto esto.
Krauser mostró sus tentáculos casi derretidos.
—Nunca había visto algo tan poderoso. Me hizo mucho daño.
Krøma se arrodilló junto a su hijo y tomó sus tentáculos heridos, cuatro en total. Canalizando su energía, comenzó a sanarlos lentamente.
—Gracias, mamá.
Krøma asintió, abrió la boca, y, como si fuera una iguana, le lamió la mejilla con afecto.
—Sigues siendo tan amorosa con tus hijos —dijo Europa, esbozando una sonrisa.
Krøma asintió enérgicamente.
—Siento ser frío, pero podemos retirarnos y dejar que Candado descanse —interrumpió Arturo.
—Yo me quedaré —dijo Krauser.
—Krauser...
—Hay algo maligno dentro de él; tengo que sacarlo.
—Lo sabemos —dijo Clementina.
—Todos, de hecho —agregó Héctor.
—Entonces, ¿por qué no hacen algo? —preguntó él altaneramente.
Los ojos de Europa se llenaron de preocupación al escuchar esas palabras. Arturo se esforzó por no enfadarse con Krauser.
—Krauser, por favor, no hables así —pidió Héctor con tristeza.
Krøma abrazó a Europa para tranquilizarla, mientras Javier posaba su mano en el hombro de Krauser, intentando calmarlo.
—Hablemos abajo —sugirió Javier amablemente a los demás.
Miró a Krøma, y esta asintió. Los adultos abandonaron la habitación, quedando solo Krauser, Héctor y Clementina.
—Escucha, sé que esta situación es difícil y que estás enojado, pero no vuelvas a hablar de ese modo.
—Héctor, yo creo…
—No Clementina. Debe escuchar.
—¿Qué debo escuchar? —preguntó Krauser.
Héctor vaciló, pero su determinación fue más fuerte que su duda.
—Candado sufre lo mismo que Gabriela.
Krauser abrió los ojos, incrédulo.
—Debes estar bromeando.
—¿Crees que estoy jugando?
Krauser se llevó la mano izquierda al rostro.
—No... otra vez... —murmuró. Luego, pegó su espalda contra la pared y fue deslizándose hasta el suelo—. No puede estar pasando de nuevo.
—Es por eso que nadie te llamó, Krauser. Sabíamos que no podrías hacer nada para ayudarlo.
—Krauser, sabemos lo que esto significó para ambos: para Candado, por no poder protegerla; y para ti, por no haberla salvado.
—¡BASTA! No quiero escucharlo —exclamó Krauser, cubriéndose el rostro. Luego, se puso de pie de un salto.
—¿Krauser? —preguntó Héctor.
—Esto es diferente, no soy más un simple ignorante, todavía puedo.Cancelaré mi asunto pendiente para quedarme aquí con él.
—Espera, espera... ¿qué asunto piensas cancelar? —preguntó Héctor.
—¿Importa acaso?
—Sí. Eres un inspector de los Semáforos, no puedes cancelarlo así como así.
—Relájate, Héctor; no tiene que ver con mi empleo.
—Alto. Primero que nada, ¿qué asunto es? —preguntó Clementina.
—Es algo clasificado... no, es personal.
Clementina se llevó la mano al mentón, pensativa.
—No me convence —dijo, luego miró a Krauser—. Especialmente eso de que no es importante. Dime.
Krauser cerró los ojos, exhalando con resignación.
—Cumpleaños —susurró en con una voz muy baja.
—¿Qué? —preguntó Clementina.
—Un cumple.
—¿Una Cumbre…? —balbuceó Héctor, confundido.
—¡CUMPLEAÑOS! —repitió Krauser con énfasis.
—Ya veo —dijo Clementina, mirándose con Héctor.
—El cumpleaños de Candado y de Joaquín es el 12 de noviembre —señaló Héctor.
—Es cierto. Y el de Declan es el primero de febrero; el tuyo, el 21 del mismo mes. Y el de Ocho era el 5 de septiembre.
—No hables de esa traidora —replicó Héctor, malhumorado.
—Esperen, ¿qué quieren decir con todo esto?
—Bueno... Héctor, dile tú —dijo Clementina, animándolo con un leve empujón.
—¿Yo? Bueno... solo que tú has asistido a esos cumpleaños toda tu vida: el mío, el de Candado, el de Joaquín, curiosamente del de Declan y el de Ocho. Ninguno más.
—¿Y eso qué tiene de malo?
—No tiene nada de malo, solo es raro que te inviten. Entonces, ¿Quién fue esta vez?
—Una niña de Buenos Aires llamada Casandra.
—Guau... todo un galán —comentó Héctor con una sonrisa traviesa.
—Tiene ocho años.
—Oh, ya veo —se disculpó Héctor, un poco avergonzado.
—De cualquier modo, vas a ir —dijo Clementina con determinación.
—¿Qué?
—Concuerdo, lo harás. No puedes decepcionar a una niña; está mal. Tienes que ir.
—Espera, Héctor. No puedo irme mientras mi amigo esté inconsciente y en este estado. Está muy grave.
—Nosotros nos encargaremos.
—Pero…
—¿Tus padres lo saben?
—Sí, les avisé con anticipación.
—¿Y aceptaron?
—Sí, pero, con todo lo que está pasando, dudo que ahora me dejen ir.
En ese momento, la puerta se abrió y Javier asomó la cabeza.
—Krauser, tengo que hacerte una pregunta.
—¿Sobre qué?
—¿Vas a ir o no a la fiesta de cumpleaños? Dijiste que estarías allí a las 10:00, y ya son las 9:20.
Krauser frunció el ceño, incrédulo.
—¿En serio, papá?
Héctor se acercó a él y añadió:
—Sí, señor Reinhold, él va a ir. Lo prometió, y va a cumplirlo.
Krauser miró a Héctor con disgusto.
—Serás canalla, Héctor —susurró.
—Vas a ir, Candado se enfadaría si supiera que hiciste sentir mal a una niña, ¿entiendes? Ni-ña.
—Héctor eso suena muy mal, a Candado le agradan los niños en general, más allá de su genero —Explicó Clementina.
Krauser suspiró y miró a su padre.
—Está bien. Llévame al aeropuerto de los Semáforos.
Antes de salir, miró a Clementina y Héctor.
—Avísenme si despierta, por favor.
—Lo haremos —respondió Clementina.
Krauser cerró la puerta y salió con su padre. Mientras caminaban, Javier lo observó con curiosidad.
—¿Qué estará haciendo tu hermana? —preguntó Javier.
—No lo sé.
Pasaron junto a una puerta entreabierta, donde ambos se detuvieron a espiar discretamente.
Dentro de la habitación, se escuchaba una conversación animada.
—... y así fue como pasó. En verdad, ni siquiera puedo creerlo, pero fue así.
—Rayos —la voz de una chica sonó divertida antes de soltar una risa—. Hammya, te envidio. Me hubiese encantado ver a Candado reír así.
—Sí, fue fabuloso.
—Ya veo.
—Me gusta cuando sonríe.
—Entiendo. A mí también me gusta hacer reír a la gente.
—Entonces...
Fuera de la habitación, Javier sonrió.
—Veo que se llevan bien —comentó, notando un cambio en el color del cabello de la chica—. ¿Se volvió rojo? Vaya, le gusta mucho teñirse.
—Sí, ya lo creo —respondió Krauser, con una sonrisa leve.
—Vámos.
Ambos descendieron las escaleras hasta llegar a la sala, donde Krøma estaba abrazando a Europa con una expresión preocupada.
—Cariño, llevaré a Krauser al aeropuerto. Tiene que irse —anunció Javier, dirigiéndose a Krøma.
Ella extendió dos tentáculos desde su espalda y comenzó a escribir en su agenda personal.
—Tengan cuidado —dijo ella.
—Lo haremos —afirmó Krauser, mientras asentía.
Después de despedirse, salieron y Krauser sintió una atmósfera extraña en el aire.
—¿Por qué siento que esto saldrá mal? —preguntó con inquietud.
—Hijo, debes tener fe y tratar de divertirte.
Javier abrió la puerta del coche. Krauser subió y se ajustó el cinturón, echando un último vistazo a la casa mientras abría ambos ojos.
—¿Pasa algo? —preguntó Javier al acomodarse en el asiento.
—No, nada.
Javier arrancó el coche, mirando de reojo a su hijo.
—Él estará bien. Ten fe.
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Krauser cerró los ojos y susurró:
—No soy bueno para tener fe.
El trayecto al aeropuerto de los Semáforos en Resistencia fue tenso y silencioso. Ninguno de los dos habló, y la densidad del ambiente era palpable. Sin embargo, cuando llegaron, Krauser bajó del auto, miró a su padre y, con una voz inesperadamente suave, dijo:
—Luz...
—¿Qué? —preguntó Javier, sorprendido.
—La adivinanza de esta mañana, la respuesta era la luz. Vemos gracias a ella, y los niños, comúnmente temerosos de la oscuridad, suelen aferrarse a su presencia. La sentimos también, porque según la posición del sol, nos da frío o calor.
—Creo que es... la primera vez que contestas una de mis adivinanzas desde que ibas al jardín —dijo Javier, esbozando una sonrisa y algo avergonzado.
Krauser no respondió. Ni siquiera volteó. Solo se tocó el sombrero. Estaba claro que también estaba avergonzado; su piel tan blanca dejaba ver el rubor que asomaba en sus mejillas, lo que intentó disimular bajando el ala de su sombrero. Javier, por su parte, sonrió y subió al auto.
—Avísame cuando llegues a tu destino.
—Claro.
Javier puso en marcha el vehículo y se alejó, mientras Krauser lo observaba hasta que el coche desapareció de su vista. Luego, se dirigió al aeropuerto y llegó hasta una cabina donde lo atendía un anciano.
—Disculpe.
—Dígame, joven.
—Reserve un vuelo para Buenos Aires.
—Apellido y nombre, por favor.
—O’Pøhner Reinhold Krauser Lautaro.
—En la Pista, llegó hace unos momentos, pasé por favor.
—Gracias.
Krauser levantó su sombrero en señal de cortesía y se dirigió hacia la pista. Una vez allí, subió al avión y se acomodó en uno de los muchos asientos vacíos. Sin embargo, cuando estaba a punto de relajarse, alguien se sentó junto a él.
—Hola, maniquí.
—¿Glinka?
—Claro, soy yo.
—¿Qué haces en este avión? Hay como diez asientos libres.
Glinka soltó una risa exagerada.
—¿Qué es tan gracioso?
—Tengo que ir a Buenos Aires. Ya sabes, yo, Moneda y Ruth somos los mejores inspectores del Chaco.
—¿Y?
—Pues, nos necesitan. Hace poco secuestraron a Arce Catherine.
—Lo sé, te luciste bastante bien allá.
—Sí, y ahora vuelvo para ayudar.
El avión comenzó a moverse.
—¡Oh, nos estamos moviendo! —dijo Glinka, emocionada.
—No creo que sobreviva estos cuarenta y cinco minutos contigo —murmuró Krauser.
—¿Dijiste algo?
—No, nada.
El avión despegó, y Glinka miró con entusiasmo por la ventana, observando cómo el suelo se alejaba.
—Dime, Krauser.
—¿Sí?
—Juguemos a las escondidas.
—No eres una niña.
—Claro que lo soy, ¿quieres comprobarlo?
—Déjame en paz, Glinka.
Glinka le dio un pequeño golpe en la cabeza y le quitó el sombrero.
—¡Las traes!
Dicho esto, comenzó a correr por los pasillos del avión.
—¡¡¡GLINKA!!!
Tras unos agobiantes cuarenta y cinco minutos, el avión aterrizó en la Agencia de los Semáforos en Buenos Aires. Las puertas se abrieron y la escalera comenzó a descender.
—Llegamos —dijo Glinka con entusiasmo.
Por otro lado, Krauser apenas podía ponerse de pie.
—Te odio —le dijo, arrebatándole el sombrero de las manos.
Glinka se echó a reír.
—Nos vemos, Krau. Voy a reunirme con Ruth y Moneda —dijo mientras se alejaba corriendo—. ¡Los saludaré de tu parte!
—Plaga —murmuró Krauser mientras se colocaba el sombrero y se dirigía a un remis.
Aunque no había muchos autos en Plaza Don Alumíd Gerónimo, también conocida como Plaza Centella por su peculiar silencio nocturno, logró conseguir uno que lo llevara hasta su destino. La plaza, fundada en 1913, era amplia y frondosa, con zonas boscosas y un estacionamiento apartado para vehículos impulsados por magia.
Krauser, a pesar de su apariencia, no suele tener problemas en la sociedad gremial o en la agencia para la que trabaja. En Buenos Aires es conocido como el primer "Monstruo" en alcanzar el rango de Mariscal Supremo de la O.M.G.A.B., un cargo militar otorgado en tiempos de guerra por decisión de los "candados" o "presidentes". Se rumorea incluso que podría ser más inteligente que Candado, el presidente de los gremios, y que podría ocupar su cargo, aunque Krauser no parece interesado en postularse.
Sumido en sus pensamientos, el auto frenó frente a la iglesia. Como era su costumbre, Krauser ya había calculado el importe exacto de la tarifa y la pagó al instante. Sin embargo, en cuanto puso un pie en la acera, fue recibido con miradas de asombro y miedo. La sociedad porteña ajena a los gremios, a veces cruel, lo observaba con recelo.
—Oh, genial.
Krauser se quitó el sombrero, mostrando su rostro.
—¡Slenderman! —susurró alguien entre la multitud.
Krauser abrió los ojos de par en par, miró fijamente a las personas y, de repente, soltó un grito profundo y estremecedor. Fue suficiente para que todos huyeran, excepto un anciano y una niña.
—Te estábamos esperando, muchacho.
Krauser bajó la mirada y ocultó su boca y ojos.
—Hola, padre Hank —dijo mientras se volvía a poner el sombrero.
—Oh, viniste.
—Hola, Casandra. Me alegra verte bien.
—Salimos a hacer algunas compras para la fiesta y nos encontramos con este tumulto de gente afuera de la iglesia.
—Sí, odio las multitudes.
—Vamos, entra, entra.
Krauser cruzó la puerta, y el padre Hank lo detuvo.
—No te preocupes por quitarte el sombrero; no haremos la fiesta aquí. Será al aire libre.
—Vaya...
Casandra abrazó la pierna izquierda de Krauser.
—¿Quieres algo?
—Bienvenido —dijo ella con una mirada seria.
—Parece que le agradas. Hace eso solo conmigo y con Flor.
—Oh, sí... ejem, por favor, suéltame.
Casandra lo soltó y tomó su mano.
Krauser miró al padre Hank, quien lo ignoró por completo.
—Parece una muñeca.
Sin embargo, aceptó la pequeña mano de Casandra y caminó con ella hasta el patio. Allí se podían ver guirnaldas colgadas por las paredes, mesas grandes de madera afuera (más o menos tres), numerosas sillas de plástico blancas, bonetes coloridos, platos y cubiertos esparcidos por doquier.
—Esto... parece un jardín de niños.
—¿Qué esperabas de un orfanato? —respondió el padre Hank con tono burlón.
Casandra soltó su mano y corrió hacia una niña que estaba ayudando a colgar unas guirnaldas sueltas.
—Flor.
La niña volteó.
—¡Ah, Casandra!
Flor dejó las guirnaldas en la mesa, se bajó de la silla y corrió hacia Casandra. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, saltó a sus brazos.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Casandra.
—Decidí ayudar.
Desde lejos, Krauser observaba el encuentro entre las dos niñas.
—Vaya, es cierto que abraza a las personas que le caen bien.
Luego miró a su alrededor.
—Solo hay diez adultos, once con el anciano, cinco mujeres y seis hombres. A este paso, la fiesta tardará una eternidad.
Krauser miró su celular.
—11:34 a. m. En fin, creo que echaré una mano... o tentáculos.
Krauser se paró en medio del jardín y extendió treinta y dos tentáculos desde su espalda, asombrando a todos. Si no fuera por la advertencia del padre Hank, ya los habrían atacado por miedo.
Los tentáculos de Krauser se movían de un lado a otro, algunos colgaban guirnaldas que faltaban, otros ataban y colgaban globos, otros colocaban manteles, otros organizaban platos y cubiertos, otros acomodaban las sillas y algunos limpiaban lo que sobraba. Para cuando terminó con esas tareas, en solo unos minutos, los tentáculos regresaron a su espalda. Casandra observaba asombrada, aunque su rostro no expresaba mucho, solo se podía ver la sorpresa en sus ojos.
—Con eso, ya terminamos.
El padre Hank comenzó a aplaudir.
—¡Genial! Y gracias por ayudarnos.
—Gra... gracias.
Krauser no estaba acostumbrado a recibir elogios de extraños. A pesar de ser muy conocido por todos los semáforos del país, Krauser evitaba las multitudes para que no se le acercaran, por lo que rara vez recibía reconocimiento por sus actos.
—Nos alegra que nos ayudaras —dijo una mujer joven.
Krauser ajustó su sombrero para que no se viera su rostro, ya que su piel blanca dejaba al descubierto su leve sonrojo.
—Sí... me alegra que estén felices.
En ese momento, una puerta se abrió y de ella salieron un grupo de niños.
—Oh, se despertaron —dijo el padre Hank.
Los niños se quedaron bastante sorprendidos al ver el jardín.
—Creo que hubiese tenido más sentido sorprender a la cumpleañera en lugar de a los invitados.
—Tranquilo, no me molesta —dijo Casandra, levantando el pulgar.
—Eres extraña.
En ese momento, Flor se acercó a Krauser.
—¿Necesitas algo?
—Gracias por la ayuda.
—Eres muy educada.
—Soy Florencia Iglesia. No soy huérfana, pero vivo aquí con mamá.
Florencia tenía la piel blanca, cabello rubio y ojos celestes. Llevaba un camisón azul y unos zapatitos blancos, parecía tener catorce años.
—Casandra habló de un hombre calvo y de piel blanca, idéntico a un muñeco que tiene ella.
Krauser soltó una risita.
—¿No me tienes miedo?
—Claro que no. No le temo a los muñecos.
—¿Cuántos años tienes?
—Trece.
—Ya veo, eres muy madura para tu edad.
—Claro.
—Florencia es genial, sabe muchas cosas —dijo Casandra con orgullo.
—Obvio.
—No me gusta su actitud, me recuerda a Glinka.
—Muchachos —interrumpió el padre Hank—, ya es hora de soplar la vela.
Casandra mostró asombro y corrió hacia el padre Hank.
—¡Vamos, chicos!
Florencia se despidió de Krauser y siguió al padre Hank.
Krauser, por su parte, los siguió con las manos en los bolsillos.
Todos se sentaron, salvo Krauser, que se recostó junto a un árbol que estaba allí, desde donde podía observar a Casandra. Ella estaba sentada en la segunda mesa del medio, en la punta de la misma, con un bonete en la cabeza.
Cuando el pastel llegó, con una vela en forma del número ocho, todos comenzaron a cantar el "Feliz cumpleaños" y aplaudieron, incluido Krauser. Casandra comenzó a sonreír de oreja a oreja.
—Pide un deseo, cielo —dijo el padre Hank.
Casandra cerró los ojos y luego sopló. Todos comenzaron a aplaudir nuevamente.
—¡Feliz cumpleaños, Casandra! —gritaron todos.
La niña parecía feliz al ver cómo la felicitaban.
—Así que sabe poner otras expresiones —murmuró Krauser para sí mismo.
El pastel era pequeño, pero se habían horneado más para poder alimentar a todos los niños. Mientras repartían las porciones, Krauser, que se había asegurado de que su plato tuviera una porción decente, observaba a su alrededor. Notó algo raro: solo cuatro personas estaban con Casandra. Una de ellas era Florencia, y los otros tres eran una chica y un chico.
—No tiene muchos amigos —dijo Krauser mientras llevaba una rodaja de pastel a su boca.
Pero al probarlo, su mirada se perdió en el panorama. En su mente, la imagen de los niños de su pasado apareció. Vio a Candado, Héctor, Joaquín y Ocho.
—Que curiosa vista —dijo Krauser con nostalgia.
En ese preciso momento, el padre Hank apareció a su espalda.
—¿Por qué no te unes?
—Nah, estoy bien.
—Ya veo.
—Padre.
—¿Sí?
—Dígame, ¿qué clase de huérfana es ella?
—No le entiendo.
Krauser comenzó a morder su tenedor de plástico.
—Esa niña... le teme a la oscuridad, ¿verdad?
—En efecto.
—¿Le importaría decirme por qué?
—No, pero... ¿por qué lo quiere saber?
Krauser inhaló y exhaló, luego se quitó el tenedor de plástico de la boca y lo dejó sobre el plato.
—En Chaco tengo un amigo. Él ama a los niños, los cuida, los mima y los protege demasiado.
—Vaya.
—Pero para mí, simplemente son odiosos. Gritan, lloran, pelean y son egoístas.
—Oh… ya veo, no lo parecías cuando estabas con esas dos.
—Siendo honesto, padre, no quería venir hoy. Tengo un amigo que está posiblemente en coma, y lo dejé para venir hasta aquí, donde hay dos cosas que realmente me molestan: una, es esta iglesia, y dos, son los niños.
—Veo que eres uno de esos, ¿verdad?
—La religión no ha hecho más que daño a mi familia y a mi especie. Somos los hijos del demonio, nacimos para causar caos y odio entre los humanos. Madre fue brutalmente maltratada por todo tipo de iglesias.
El padre Hank se puso de pie y puso su mano en su hombro.
—No está mal pensar así, no te reprimas, expulsa todo eso.
—Sinceramente, los odio. Se escudan en algo que no existe para justificar sus acciones.
—Lo malo son ellos, no Dios.
—Si lo vamos a poner así, está bien.
Krauser volteó y abrió los ojos.
—Esto… es una estructura humana, ni de Dios ni de los santos. Es humana. La Biblia la escribieron los hombres, y pusieron lo que les parecía correcto. Fabricaron su Dios. La Biblia en sí es un libro de ciencia ficción. Hasta la misma palabra “Dios”… ustedes lo llaman así, utilizando el lenguaje humano: en español, "Dios", en inglés, "God", y otras tantas palabras dentro de la religión. ¿Y si Dios no utiliza ninguno de esos idiomas para comunicarse? ¿Acaso alguna vez dio su nombre? El dar nombres a las cosas es un concepto humano. A un vaso lo llamamos "vaso", pero pregúntaselo a un animal o a un alienígena, o inclusive a Dios. Crearon algo falso, esparcieron rumores y lograron que esta falacia siga existiendo.
El padre Hank puso su mano en su cabeza y, mostrando una sonrisa, dijo:
—Todo lo que dices es cierto, pero mi creencia no viene de la Biblia ni de los sacerdotes. Viene de mí. Y tal vez sea cierto que no exista, pero… yo aún creo que Él podría existir, no en el cielo ni bajo tierra, sino con nosotros y en cada hombre.
—Seguirás con eso, ¿no?
El padre Hank se arrodilló y puso ambos brazos sobre los hombros de Krauser.
—Dime, ¿te sentiste bien al soltar todo eso?
—Sí, da igual, ahora contesta mi pregunta.
El padre Hank sonrió.
—Bien, bien —luego se puso serio, soltó sus hombros y continuó—. La verdad es que ella sufría violencia infantil.
—¿Violación?
—No sexual, pero sí física y psicológica. De hecho, quiero que vengas conmigo un rato.
—¿Por qué?
—Ella ha estado haciendo dibujos bastante extraños, y por la forma en que me hablaste de la religión, pienso que podrías interpretarlos.
Krauser pensó un momento.
—Lo haré. —Luego dejó su plato vacío en una mesa de madera y lo siguió.
El padre Hank guió a Krauser por el camino, mientras se alejaban de la fiesta de celebración. Krauser miró atrás, podía notar cómo Casandra sonreía al hablar con ese cuarteto de personas.
Cuando entraron en la iglesia, se sintió un silencio absoluto. El único ruido que se percibía eran las pisadas de ambos al caminar. Tras unos segundos de caminar por un inmenso pasillo, llegaron a una puerta con el nombre de ella y de una tal Carolina.
—¿Habitación compartida?
—Sí, son dos personas por habitación. Después de todo, son 60 niños los que viven aquí.
El padre Hank metió su mano en su bolsillo, sacó una llave, la insertó en la cerradura y la giró a la izquierda hasta que la puerta hizo un ruido. Luego la abrió.
—Vaya —expresó Krauser.
Dentro había dos camas, una del lado izquierdo, pegada a la pared, y la otra del lado derecho, también contra la pared. Ambos lugares tenían un librero, un escritorio y un ropero. La expresión de Krauser se debió a que, del lado derecho, todo estaba desordenado, mientras que el lado izquierdo estaba perfectamente ordenado.
—Disculpa el desorden, Flor no le gusta limpiar y mucho menos tender su cama.
—Me lo imaginaba.
El padre Hank caminó hasta el armario de Casandra, que era de color burdeos, lo abrió, y dentro había una gran variedad de prendas. Pero lo importante no era la ropa, sino lo que había debajo de ella: un baúl de madera.
—Casandra hizo esto con sus propias manos el año pasado —dijo el padre Hank mientras sacaba el baúl.
Krauser se acercó, se arrodilló y lo abrió.
—50 centímetros de largo y 30 de ancho, vaya.
Dentro había una variedad de cosas: rocas, hojas secas arboles, juguetes, tapas de botellas de gaseosa y dos corchos.
—Coleccionista, ¿no? —dijo el padre Hank con una sonrisa.
—Ya, Héctor hacía eso antes.
—¿Héctor?
—Un amigo mío. De momento, muéstrame lo que me querías enseñar.
El padre Hank apartó los objetos como juguetes y otras cosas, y sacó una carpeta de dibujo bastante gruesa.
Krauser tomó el libro de las manos del padre Hank y lo abrió.
—Vaya, es bastante normal. Es un árbol y un… ¿gato de dos piernas?
—Quiso hacerle efecto.
—Ya.
Luego cambió de página.
—Hmmm, es ella con su amiga Florencia jugando a la pelota, aunque está muy mal dibujada.
—No sabe hacer círculos.
—Ya.
Pasaron a la tercera página.
—Bueno… en esta parte, esto es un árbol muerto y esto es ella, sentada, jugando con un ave bastante deforme.
—¿Significa algo?
—Sí, el dibujo no es lo suyo.
—No es eso, sólo tiene siete… digo, ocho.
—Ya.
Las primeras páginas no mostraban nada fuera de lo normal, hasta que llegó a la décima y décima primera página.
—Oh, esto sí que es interesante.
—¿Qué ves?
—Escribió mal la palabra “hacer” (la escribió como aser) y “dormir” (la escribió como bomir). Sobre todo me llama la atención la última, ¿cómo puedes fallar en esa? Bomir... ¿Qué es un Bomir? El Bomir, ellos Bomir, nosotros Bormimos.
—¡Krauser! —reprendió el padre Hank.
Bueno... no parecía nada grave, pero la página siguiente sí era bastante oscura.
—Bien, esto sí es interesante.
—¿Qué ves?
—Un dibujo.
—Krauser...
—Vale, vale, no más bromas (Candado me has contagiado...)
El dibujo mostraba a una niña acostada en una cama, y un hombre mayor frente a ella. Pero no era normal, el hombre tenía dos cabezas. En la ventana se veía una luna atrofiada, y el cuarto estaba hecho un desastre.
Los ojos de Krauser se abrieron.
—Su padre era un alcohólico.
—¿En serio?
—Esta persona tiene dos cabezas, una está feliz y la otra está enojada. Creo que él era un buen padre cuando no bebía, se puede notar que lo hacía por la noche.
—¿Crees que eso fue lo que sucedió?
—No. Si bien tenía miedo de que llegara la noche, eso no es suficiente como para temerle a los lugares oscuros incluso durante el día.
—Entiendo.
Krauser cambió de página. Esta vez estaba completamente rayada de color negro, mientras que en la siguiente aparecía un dibujo bastante extraño: una persona con el cuello largo, otra con cuatro brazos y una más sin cabeza.
—“Señor negro, señor torcido y señor vacío.”
Krauser cerró los ojos un momento.
—¿Pasa algo?
—Casandra está mentalmente inestable... esto debió ser.
—¿Qué?
—Al parecer, estuvo bastante equivocada cuando dijo que sólo sufrió abuso por parte de su padre. Parece que estas personas también la hicieron sufrir.
—¿Por qué llegas a esa conclusión? ¿No son solo monstruos?
—Mira cómo está dibujado. El negro está bastante detallado, con estas líneas. Seguramente estaba oscuro cuando irrumpieron en su habitación. Ella dice que tenía cuatro brazos, pero en realidad sólo tenía dos. Los otros salen de su cintura, por lo que especulo que tenía su abrigo atado ahí. Y sobre la figura sin cabeza... ella nunca pudo verlo claramente. El señor torcido...no logró decifrarlo.
—Pero cuando la llevé al hospital dijeron que...
—No tenía nada.
—Un caso maltrato curioso.
Krauser cambió de página. Nada fuera de lo normal, hasta que encontró otro dibujo. Uno era normal, pero el siguiente era tenebroso: una figura negra con enormes brazos sobre una niña.
—Esto ya es producto de su propio cerebro. Identifico que lo oscuro representa el mal, por eso el dibujo es así.
—Ya veo —dijo el padre Hank con voz triste.
Krauser siguió pasando páginas hasta que vio una figura femenina al lado de la niña.
—¿Quién es ella?
—Seguramente su madre. Más adelante aparece.
Krauser ladeó la cabeza.
—¿Madre?
—Sí.
—(No lo creo. No aparece este personaje en la habitación...) Ya veo, su madre.
—Sí, su madre —afirmó el padre Hank.
—¿Puedo tomarle una foto?
—Adelante.
Krauser sacó su celular, enfocó la imagen y tomó la foto. Pero al hacerlo, se quedó mirándola detenidamente.
—¿Sucede algo?
—No, nada.
Luego, Krauser miró por la ventana de la habitación y vio a Casandra, muy feliz. El padre Hank, notando cómo Krauser la observaba, dijo:
—Ella podrá ser una persona que no sabe expresarse, pero tiene un gran corazón de oro.
—Salgamos de aquí —dijo Krauser, estrepitosamente.
—¿Krauser? Espera...
—Tengo hambre.
"¿Desde cuándo soy tan considerado con los niños humanos?" pensó Krauser para sus adentros.
Krauser salió de la iglesia, mirando la foto que había tomado. Pero cuando intentó tomarse un descanso sentado, Casandra apareció de la nada a su lado, asustándolo un poco.
—¿En qué momento?
—¿Te diviertes?
—Ah... Sí, creo.
—Me alegro, creo.
—Niña.
—Casandra.
Krauser se mostró reacio a esa forma de hablar.
—Casandra.
—¿Sí?
—Dime... ¿cómo era tu madre?
—¿Qué?
Krauser se puso rápidamente de pie.
—No, nada, olvida lo que pregunté.
—Bien... pero, ¿pasa algo?
—No, no pasa nada.
Krauser sacó sus tentáculos de su espalda y la envolvió por la cintura.
—Vamos a la fiesta.
—¡Yay! —expresó Casandra secamente.
Krauser abrió los ojos.
—Solo por esta vez, muestra lo que más deseas, niña —dijo para sí mismo.
Krauser llevó a Casandra nuevamente al centro de la diversión, donde había un castillo inflable. Ociosamente, Krauser tuvo que entrar por insistencia de la niña, saltando de un lado a otro, hasta que comenzó a disfrutarlo. Después de todo, como todos, él también había tenido ocho años. Los demás niños, al ver cómo Krauser llevaba a Casandra con sus tentáculos, quisieron que hiciera lo mismo por ellos. Aunque a él no le resultaba ningún inconveniente, los adultos temían que los niños se lastimaran. En tan solo treinta minutos, Krauser se convirtió en una celebridad entre aquellos niños que tanto odiaba.
Hizo cosas ingeniosas, como malabares creativos con sus manos y tentáculos, creando figuras de animales y objetos inanimados. A pesar de lo tedioso que resultaba, el solo hecho de ver a Casandra sonreír era más que suficiente para que Krauser mostrara todo su potencial como monstruo.
—¡Prepárense, damas y caballeros!
Tras decir esto, Krauser estiró sus piernas hasta alcanzar los diez metros de altura, como si llevara zancos gigantes. Luego estiró sus brazos y comenzó a fragmentarse en el aire. En solo unos segundos, sus brazos se transformaron en algo parecido a las raíces de un árbol. Después, pequeñas partículas blancas, idénticas a la nieve, brotaron de sus brazos, esparciéndose entre los niños. Aunque no era frío, su forma era similar a la nieve, pero parecía un diente de león en sus manos.
—¡¡¡OHHHHHHHH!!!
Gritaron los niños con alegría, contentos y maravillados por lo que veían.
Luego, Krauser volvió a su forma habitual y se acercó a Casandra, solo para inclinarse y mostrarle su dedo índice.
—Feliz cumpleaños —dijo Krauser, abriendo los ojos.
De su dedo índice salió una rosa negra de vidrio.
Casandra quedó maravillada. Sacó un pañuelo de su vestido azul, envolvió la rosa y la tomó con mucho cuidado.
—Gracias, Krauser —dijo ella con una sonrisa.
Y él, por primera vez desde que llegó, agrietó su rostro para mostrar una sonrisa. Aunque era un poco tenebrosa para los presentes, Casandra sonrió al verlo y se sentía profundamente feliz de ello.
Aunque la celebración había concluido a las 13:30, la fiesta aún no llegaba a su fin. El padre Hank había alquilado dos colectivos para llevar a los niños al zoológico. Krauser pensó que todo había terminado, pero no era así; todavía debía quedarse, ya que, poco después de que terminara la celebración, había intentado irse, pero Casandra no se lo permitió. De hecho, le hizo prometer que se quedaría con ella todo el día.
Una vez que todos subieron al transporte, conducido por el padre Hank y una de las hermanas, Krauser, que detestaba el transporte público, se vio atrapado. Casandra se sentó en su regazo, dejando que Flor ocupara el asiento de al lado, asegurándose de que no tuviera forma de escapar.
—Casandra, hay miles de asientos disponibles, ¿por qué en mis piernas? —se quejó Krauser.
—Para evitar que huyas —respondió Casandra, con una sonrisa traviesa.
Krauser cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo de la silla, resignado, mientras soltaba un suspiro.
—Allá vamos —dijo el padre Hank, entusiasmado.
El colectivo arrancó y comenzó su recorrido. Durante todo el trayecto, los niños, para pasar el tiempo, empezaron a cantar. Curiosamente, otros niños viajaban en colectivos cercanos, cruzándose de un lado a otro. Era sorprendente lo tranquilos que estaban, aunque algo exasperante tener que soportar la misma canción una y otra vez. El tráfico ese día era intenso, y si tenían suerte, llegarían en una hora.
Finalmente, tras un largo trayecto, llegaron al zoológico. Cuando las puertas se abrieron, todos los niños bajaron rápidamente, pero Krauser fue el primero en salir. Con rapidez, extendió sus tentáculos, formando un cuadrilátero que bloqueó una de las salidas para asegurarse de que los niños no se dispersaran.
—Gracias, Krauser —dijo el padre Hank, aliviado.
—No hay de qué —respondió él, mientras se acomodaba el sombrero.
—Bien, niños, no se separen de los adultos. Todos agárrenle la mano a su compañero —les indicó el padre Hank.
Flor y Casandra se tomaron de la mano, y estas, a su vez, agarraron a Krauser.
—Cuídanos, señor Maniquí —dijo Flor con una sonrisa.
El padre Hank se puso al frente de los niños y, tomando la mano de uno de ellos, comenzó a guiarlos por el zoológico. Aunque todos estaban emocionados de ver a los animales, Krauser no encontraba atractivo en observar a seres encerrados. A pesar de esto, comprendió los gustos de Casandra y Flor. Por lo visto, los animales preferidos de Casandra eran el panda, la tortuga de las Galápagos, el carpincho y el tatú carreta. Mientras que a Flor le gustaban el gorila, el pingüino, el oso polar y el león.
Casandra tiraba de la mano de Krauser para llevarlo a un lugar específico, y él aceptaba sin quejarse, asegurándose de que no se metiera en problemas ni se lastimara. Vieron de todo: leones, tigres, pingüinos, monos, entre otros. También se notó lo fascinadas que estaban al ver las jirafas.
—¡Qué lindas! ¿Qué son? —preguntó Casandra.
—Son jirafas —respondió Krauser.
—¿Por qué tienen el cuello tan largo?
—No lo sé Casandra, la evolución lo quiso así. —Krauser se inclinó, sin arrodillarse, y miró la miró—. ¿Por qué no se lo preguntas a ellas?
—¡Jirafa! ¡Por qué tiene el cuello tan grande! —preguntó Casandra, riendo.
—Krauser, ¿Las jirafas hablan? —preguntó Flor con de forma burlesca.
—Quién sabe, nadie lo ha intentado —respondió él, encogiéndose de hombros.
Flor se detuvo, visiblemente desanimada.
—Solo era una broma —dijo, intentando disimular.
—¿Qué? —Krauser la miró, confundido
—Ah, no… no, no es por eso.
Krauser se paró a su lado, mientras Casandra seguía observando las jirafas, claramente emocionada.
—Entonces, ¿qué sucede? —preguntó Krauser, preocupado.
Flor lo miró fijamente a los ojos, o por lo menos donde deberían estar.
—Tengo que contarte algo —dijo, en un tono serio.
Durante la excursión, como suele suceder, los niños se separaban a veces, y resultaba complicado mantenerlos juntos. Krauser se encargaba de las dos niñas, pero también estaba atento al resto del grupo. Sus sentidos estaban en alerta máxima, ya que los niños a menudo se alejaban o se quedaban distraídos viendo algo, perdiendo la noción del tiempo. Varias veces tuvo que usar sus tentáculos para evitar que se alejaran demasiado. Así pasó durante casi tres horas, hasta que finalmente, a las 18:36, pudieron irse del zoológico.
El regreso al orfanato se produjo a las 19:50, cuando el sol comenzaba a esconderse tras los edificios. Muchos de los chicos estaban cansados y somnolientos; después de todo, se habían divertido mucho. Corrieron, saltaron, gritaron, rieron, y ahora el agotamiento se hacía evidente.
Krauser, por su parte, también estaba exhausto. Había protegido a todos durante todo el día, evitando muchas veces expresar su frustración o irritación frente a los niños. Sin embargo, su rostro reflejaba el cansancio y la irritación. Su madre siempre decía que, cuando se enojaba, su rostro se transformaba, y aunque Krauser trataba de ocultarlo con su sombrero, las venas en su cara se hinchaban cuando estaba estresado o molesto. No le gustaba que lo notaran, por lo que evitaba mirar a los demás. A pesar de todo, había aprendido a controlar su ira, aunque no siempre lo lograba.
Cuando los niños finalmente salieron del colectivo, Casandra y Krauser se quedaron solos. Flor se había quedado dormida durante el trayecto, agotada por la fiesta de la mañana, y su madre la había llevado consigo para asegurarse de que no se lastimara. Casandra miraba por la ventanilla del colectivo mientras el sol se ocultaba tras los edificios.
—¿Pasa algo? —preguntó Krauser, al notar que Casandra parecía pensativa.
—La oscuridad —respondió ella en voz baja.
Krauser puso su mano en su cabeza, reconociendo su estado de ánimo.
—Anda, ve con tus compañeros.
Casandra se levantó del asiento y se dirigió a la puerta. Pero, antes de bajar, se volvió hacia él.
—Yo iré en un segundo —dijo él, con una leve sonrisa.
Casandra le sonrió y Krauser asintió y se quedó allí, solo, mientras ella bajaba del colectivo. En su mente, las palabras de Flor resonaban, reviviendo la conversación que habían tenido cerca de los baños, antes de que todo se descontrolara.
Hace unas horas...
—... ¿Y? ¿Qué pasa con eso? O mejor dicho, ¿por qué debería importarme dónde te mudarás después de volver?
—Te lo cuento porque Casandra hablaba mucho de ti.
—¿Y?
—Ella le tiene mucho miedo… no, le tiene terror a la oscuridad. Pero no puede mantener las luces encendidas. Hasta ahora, nunca ha estado sola cuando la oscuridad la rodea.
—Le di una linterna de regalo, que se las arregle con eso.
—No, no entiendes. Eso no sirve. Ella piensa que alguien aparecerá y la… la…
—¿La?
—Ella dice que vendrán a jugar con ella. Un juego que no le gusta, y siempre termina lastimada.
Krauser recordó el dibujo.
—¿Y qué quieres que le haga? No puedo quedarme a vivir con ella.
—Ya lo sé, pero… por lo menos hoy… no, esta noche quiero que te quedes con ella.
Flor se arrodilló, suplicando que le escuchara, pero Krauser la detuvo. Liberó un tentáculo de su cintura, que se apoyó en su pecho y sus rodillas.
—No hagas eso. Los Semáforos deben arrodillarse ante ustedes, no al revés. Haré lo mejor que pueda.
Flor sonrió agradecida.
Presente:
—¿Qué harías tú, Candado, en mi lugar?
Krauser se puso de pie y salió del colectivo. Los últimos rayos del sol se apagaban en esa zona de la ciudad. Cuando estaba por alejarse, el padre Hank se interpuso en su camino.
—¿Sucede algo?
—Perdón por detenerte, pero quiero saber algo que en su momento no pude preguntarte en esa habitación.
—¿Qué?
—¿A qué edad se manifiestan los poderes?
Krauser abrió los ojos al escuchar la pregunta del anciano.
Casandra estaba en su habitación, sentada en la cama, mientras veía cómo su amiga empacaba sus pertenencias. Aunque su rostro permanecía inexpresivo, sus manos temblaban mientras sostenía la pelota de tenis que solía usar para pasar el tiempo.
Flor la miró por el reflejo del espejo del ropero.
—Perdón —dijo con voz temblorosa.
Casandra dejó la pelota en la cama, se levantó y caminó hasta ella.
—No pasa nada. Yo estaba de acuerdo con esto.
—No es así.
Flor volteó y la miró fijamente.
—Anteriormente, se creía que los poderes nacían en los niños, pero no es así. Es como una enfermedad, se manifiestan cuando estos superan los tres años, cinco a lo sumo —explicó Krauser.
—Por favor, Casandra, no me mientas así —dijo Flor con voz quebrada.
—¿Qué pasa, Flor?
—No todo el mundo los tiene, padre Hank. Hay personas que nacen con una especie de defensa anti-“Segalma” al momento de nacer —dijo Krauser mientras mostraba sus tentáculos.
—¿Segalma? —preguntó el padre Hank
—Segunda alma, abreviada en términos científicos.
—¿Sucede algo, Flor?
Casandra no entendía por qué su amiga lloraba.
—No digas…
—Generalmente, la Segalma nace para respaldar nuestra alma, pero para poder nutrirse y sobrevivir necesita vitaminas. No cualquier tipo. Te haré un ejemplo muy burdo y demasiado exagerado para que lo entiendas: Un náufrago llega a una isla donde el mar es lava, y cualquier intento de escapar es peligroso. La lava puede matarlo y quemar la ruta de escape, pero la isla no está desierta, tiene cocos, bananas y frutas de todo tipo. El náufrago sabe que nunca saldrá y tendrá que pasar allí el resto de su vida. Para alimentarse, comerá lo que la isla le ofrezca, y al hacerlo, se volverá parte de ella. Su ADN se mezclará con el de la isla. Pero llega un momento en que se cansa de alimentarse solo de lo mismo. Sabe que necesita otras cosas para sobrevivir. Así que usa los poderes de la isla para plantar su propia comida: papas, naranjas, manzanas, tomates, lechugas. Y si quiere carne, creará animales para poder comerlos. Si quiere una casa, fabricará los materiales, y así sucesivamente —detalló Krauser
—¿Cómo sería esto de forma científica? —Preguntó Hank
—Casandra, sé cuando alguien miente, y en este momento no estás diciendo la verdad.
—¿Qué? —se alarmó Casandra.
—Lo sé —dijo Flor, con los ojos rojos.
—La Segalma está en el aire. Cuando un bebé nace, el parásito entra en sus pulmones. No puede ser visto con máquinas humanas, no se puede ver, oler ni tocar, pero sí se puede sentir. A sus ojos, ustedes no pueden verla ni con herramientas científicas. Pero nosotros, los monstruos, sí. Este parásito se alimenta de las células (como los cocos y las bananas), pero eso no es suficiente. Necesita desarrollarse, entonces crea su propio alimento para sobrevivir. Esto sucede cuando el individuo tiene entre tres y cinco años.
—¿Por qué “segunda alma”?
—Puedo ver la verdadera “tú” —dijo Flor, levantando la mano y señalando al costado de Casandra— a la izquierda de ti.
—En un principio se pensó que era un espíritu, pero Harambee desmintió eso al ver cómo este parásito se aferraba a algo para sobrevivir. Este algo se lo llamó pared o frontera, es el límite que separa lo invisible del parásito. Se descubrió que eso era un alma, un alma invisible. Pero a medida que el parásito progresaba, esa parte invisible empezó a adquirir color. El alma, la fuerza mágica que nos mantiene vivos, es la razón por la que el corazón late y el cerebro actúa de la manera en que lo hace. Este parásito nació de un meteorito que cayó hace cien años.
—Ya veo.
—¿Por qué querías saber esto?
—Es que… Flor tiene, y creo que es la única en este lugar, un don especial.
—¿Un don especial?
—Sí, Flor sabe cuándo alguien miente. No solo eso, también puede sentir lo que los demás están sintiendo.
—No veo nada de eso—dijo Casandra, con tono escéptico.
Flor alzó la vista. Al hacerlo, vio dos Casandras frente a ella. Una con su típica mirada inexpresiva, y la otra, la real, estaba llorando. Lloraba sin parar.
—Estás sufriendo—dijo Flor, su voz llena de suavidad.
—No es así—respondió Casandra, con el rostro impasible.
Flor la abrazó sin pensarlo.
—¿Por qué lo haces?—preguntó Casandra, con un suspiro.
—Porque si yo llorara aquí, sería aún más difícil para ti irte.
—Casandra, perdón, perdón, perdón, perdón…—repitió Flor, casi sin aliento.
Casandra la abrazó en silencio, pero no dijo nada.
—Sé que Casandra le teme a la oscuridad, pero tiene que superarlo. Muchos niños temen dormir en la oscuridad, pero si le dejo dormir con la luz encendida, todos los demás querrían lo mismo y…
—Sería terrible ver los números de la factura de luz, ¿no?—interrumpió Casandra, esbozando una sonrisa a medias.
—…El orfanato está pasando por sus peores meses.
—Todos aquí se sienten culpables, Flor por no poder quedarte a su lado, y Casandra por no poder superarlo.
—¿Qué puedo hacer? No toda la vida tendrá que vivir con la luz encendida, se que suena que soy cruel, pero tiene que superar ese miedo, sino nunca podrá avanzar y se arrepentirá toda su vida.
—Hablas como si tu hubiese pasado algo similar.
Hank ignoró esa afirmación de Krauser, en su lugar preguntó.
—¿Qué debería hacer?
—Usted es el adulto, no yo.
Tras esas palabras, Krauser se retiró, perdiéndose en la esquina de la calle.
La noche cayó, y Krauser no volvió a la iglesia. Flor se despidió de Casandra con lágrimas. No quería irse, pero sabía que no podía quedarse. Casandra, por su parte, le sonrió, aunque su sonrisa era falsa. Ambos sabían que los verdaderos sentimientos de Casandra eran otros.
La niña estaba sentada en la cama, hojeando un libro ilustrado, pero no podía disfrutarlo. Cada minuto miraba el reloj. Las luces se apagarían a las 23:00 p.m., y cuando ese momento llegó, la puerta de su habitación se abrió. Apareció la cabeza del padre Hank.
—Apagaré las luces—dijo él, con tono suave.
Eso no la tranquilizó. Al escuchar esa palabra, sus pupilas se dilataron de miedo. El padre Hank, al notar su terror, cerró la puerta de golpe, la cerró con llave y apagó la luz.
—Perdóname, pero tienes que soportarlo. Tienes que crecer.
Casandra saltó de la cama y corrió hasta la puerta. Se aferró a la perilla y empezó a girarla con desesperación.
—¡PADRE, PADRE, ABRA, ABRA!
El padre Hank se tapó los oídos, y con lágrimas en los ojos, huyó por el pasillo. Casandra, a solas, comenzó a golpear la puerta con sus manos, con todas sus fuerzas. Sus puños se lastimaron, pero siguió golpeando. También le daba patadas, una tras otra, intentando destruirla. Pero la puerta era demasiado fuerte.
Su desesperación creció. Se tiró al suelo, buscando una linterna. Era la misma que Krauser le había regalado. La apretaba una y otra vez, pero no encendía. Las lágrimas seguían brotando de sus ojos, y su voz se volvía más desesperada. Sus manos temblaban y sudaban. El terror la invadió tanto que la linterna se le cayó de las manos y se perdió en la oscuridad.
Casandra comenzó a buscarla, pero no la encontraba. Llegó un punto en que no pudo soportar más el miedo. Subió a su cama y se acurrucó en un rincón, abrazándose a sí misma. Decían que el miedo te hacía ver cosas que no eran reales. Casandra estaba en ese punto, completamente aterrada. Lloraba sin cesar, sin nadie a su lado. Intentó calmarse cantando, pero no lo logró.
—Casandra, juguemos un juego.
La niña se alarmó. La voz era familiar, pero no podía ver a nadie. Solo la escuchaba.
—Vamos a jugar.
Casandra, temblorosa, agarró su almohada y comenzó a golpear el aire.
—Vamos, soy yo, el señor torcido. ¿No me recuerdas?
—¡BASTA, BASTA!
—No nos temas—la voz dijo de manera burlona.
—¡NOOOOOOOO! ¡AYUDA! ¡AYUDA! ¡QUIERO LUZ! ¡MAMÁ! ¡PAPÁ!
De repente, sintió un roce en sus piernas. El terror la invadió aún más.
—¡DÉJENME EN PAZ!
Las voces se reían.
—¡YAAAAAAAAAAAAAAA!
La ventana se abrió abruptamente y una figura extraña entró en la habitación. Metió la mano en su bolsillo, sacó una linterna, la encendió y comenzó a guiarse por los llantos hasta dar con Casandra. Se acercó a ella, quien se abrazaba la cabeza, luchando contra el miedo mientras seguía llorando.
—Hey, niña.
Casandra aspiró con sorpresa.
—No era para tanto.
—Kra… Kraukrau…
—Sí, soy yo Kraukrau... ¿Eh?
Krauser se alarmó al ver cómo estaba Casandra. Sus ojos estaban rojos, tenía moretones en las manos y las piernas. La boca de Krauser se abrió involuntariamente.
—¿Quién te hizo esto?—preguntó con voz grave, casi siniestra.
Casandra comenzó a llorar aún más.
—¿Quién te hizo esto? (¿Por qué me estoy enojando?)
—Yo… yo…
Krauser la abrazó, y ella hundió su cara en su pecho.
—Estoy aquí. No pasa nada.
"Padre Hank, ¿De verdad es necesario esto?" pensó él.
Krauser la cargó en sus brazos como si fuera una princesa. Casandra no paraba de llorar, aún temerosa de la oscuridad, y sobre todo, sin poder verla, solo sentirla.
—Las noches también tienen cosas lindas—dijo, intentando calmarla.
Casandra oyó aquellas palabras, pero no pudo responder. Krauser la condujo hasta la ventana por donde había entrado. Luego saltó hacia el exterior, extendió sus tentáculos y, aferrándose a las paredes de la iglesia, comenzó a escalarla. Casandra miraba a su alrededor con el rabillo del ojo, sintiendo el viento fresco acariciando su rostro y su piel. Poco a poco, se tranquilizó, aunque sus manos seguían aferradas al abrigo de él.
Cuando Krauser alcanzó el punto más alto de la iglesia, sacó un tentáculo de su cintura y lo introdujo en el bolsillo de su saco. De allí, sacó un control de dos botones, uno rojo y otro verde. Al presionar el botón rojo, todas las luces de la ciudad se apagaron instantáneamente. Ese control, de hecho, había sido un regalo de Karinto cuando partió al Chaco. Aunque las luces de la ciudad se apagaron, la oscuridad comenzó a asustar a Casandra, quien ocultó su rostro en el pecho de Krauser.
—Niña, no mires hacia abajo. Solo mira hacia arriba.
Casandra dudó, pero lentamente comenzó a separarse del pecho de Krauser y siguió su consejo. Al mirar hacia arriba, sus ojos se quedaron maravillados. Un mar de estrellas brillantes dominaba el cielo nocturno. Aunque no había luna llena, las estrellas brillaban con el máximo resplandor de la noche.
—Cuando tengas miedo y mires hacia arriba, las luces te miran, Casandra. Dicen "Feliz cumpleaños".
Ella guardó silencio, absorbiendo la belleza del cielo.
—Quiero que las mires, Casandra. Míralas y contempla su belleza —dijo Krauser, con la vista fija en las estrellas.
—Es hermoso —murmuró ella, casi sin palabras, admirando el espectáculo celestial.
—Este mismo cielo lo vio Van Gogh cuando pintó su obra "Noche estrellada". En la oscuridad, Casandra, podrás ver esto. No todo lo que ves es malo.
Casandra dejó de observar el cielo nocturno y miró a Krauser. Las estrellas parecían hacerlo brillar a él.
—Gracias, son lindas.
Krauser la miró y, abriendo sus ojos, cuyos brillantes ojos rojos resplandecían en la oscuridad, intentó mostrar una sonrisa, aunque su rostro se mantenía serio.
—No hay de qué —respondió él.
Ambos permanecieron mirando el cielo durante una hora más. Casandra comenzó a recordar el primer momento que conoció a Krauser, luego cuando apareció en su fiesta, después cuando él y Flor fueron al zoológico, y ahora, cuando él había venido a salvarla de la oscuridad. Casandra no pudo evitar llorar y sonreír al mismo tiempo.
—Gracias —dijo con la voz temblorosa.
Krauser apoyó su frente en la de ella, luego se apartó un poco y la besó en la frente, como lo hacía con su hermano y hermana.
—Eres la primera niña humana que no odio —dijo, con una leve sonrisa en su rostro.
Casandra sonrió y volvió a mirar al cielo. Poco a poco, el sueño comenzó a vencerla. No quería dormirse, quería seguir junto a Krauser, pero el cansancio terminó por apoderarse de ella, y se quedó dormida en sus brazos, rodeada por el cielo estrellado.
El celular de Krauser vibró, pero como tenía las manos ocupadas sosteniendo a Casandra, sacó un tentáculo de su espalda y tomó el teléfono del bolsillo.
—"Ya ha despertado XD" —leía el mensaje.
Krauser dejó escapar una risita casi muda.
—Me alegro de que esté bien.
A la mañana siguiente, Casandra se despertó en su cama. Miró a su alrededor, pero no vio a Krauser. Se frotó los ojos, y al tocarlos, sintió una molestia. Al apartar las manos, vio que estaban vendadas. Miró el reloj: eran las 10:00 de la mañana. El sol entraba por su ventana, iluminando la rosa negra que Krauser le había regalado. La luz se reflejó en la rosa y luego en su rostro. Casandra apartó las sábanas y se acercó a la rosa. Al levantarla, encontró una nota debajo de ella. La tomó y leyó.
Para Casandra:
Cuando vuelvas a temer a la oscuridad y no puedas ver las estrellas, usa esta rosa para que te ilumine. Utiliza la linterna que te regalé y refleja su luz en ella, y verás la magia.
Pd: Recuerda comprar ¡PILAS! Para la linterna. Hoy las compré yo, y durarán lo que tengan que durar.
Casandra cerró la carta y la guardó en su cajón. Luego, tomó la rosa y se metió nuevamente bajo las sábanas, donde la oscuridad no la asustaba. Con la mano izquierda sostuvo la rosa, mientras con la derecha encendía la linterna. En pocos segundos, la rosa negra comenzó a reflejar luces por las paredes de la frazada: estrellas de cuatro puntas acompañadas de una luna llena y una medialuna. Casandra empezó a girar la rosa sobre su eje, usando el pulgar y el índice.
A medida que giraba la rosa, comenzó a reír, una y otra vez. El padre Hank estaba en la puerta, escuchando cómo se divertía la niña. En sus manos, llevaba una bandeja con su merienda: un vaso de leche caliente y galletitas, acompañados de una nota que solo decía "Lo siento". El padre Hank dejó la bandeja sobre el escritorio vacío de Flor y cerró la puerta lentamente, queriendo escuchar un poco más las risas de la inexpresiva Casandra.
Luego, se alejó de la habitación de Casandra, pero cuando estaba lo suficientemente lejos, volteó y, poniendo su mano derecha sobre su cruz, expresó con cariño:
—Me gustaría que adultos como nosotros aprendiéramos de niños como él, Reinhold Krauser.
Mientras tanto, una figura de rostro pálido, conocida como "Slenderman", caminaba por el aeropuerto con las manos en los bolsillos. Subió a su avión, el de los Semáforos, y miró por el espejo durante unos segundos, observando cómo el avión comenzaba a elevarse hacia el cielo.