La noche era fría y el viento helado se colaba entre las nubes que cubrían el cielo. Candado y Hammya se encontraban frente a la puerta de una casa modesta, la de Nelson. En un principio, Candado había planeado ir solo, pero a petición de su madre, Hammya y Tínbari debían acompañarlo. Sin embargo, Tínbari había desaparecido sin dar explicaciones, dejando a Candado y Hammya solos para enfrentar lo que sea que les aguardara.
Candado miró la puerta con determinación, mientras Hammya rompía el silencio:
—¿Estás listo?
Él asintió, aunque en su interior había dudas.
—Sólo espero que no sea una trampa.
—Estaré a tu lado, no te preocupes —respondió Hammya con convicción.
Candado pensó en responder con algo sarcástico. "¿Cómo se supone que me protegerá si apenas puede defenderse a sí misma?", pensó. Era como si un conejo prometiera proteger a un lobo. Pero, por respeto, se guardó el comentario.
—Bien, cuento contigo.
Hammya, sorprendida, parpadeó.
—¿Eh? Pensaba que se burlaría de mí...
—¡Bien! Lo haré.
Candado respiró hondo antes de golpear la puerta.
—Tranquilo, tranquilo —se dijo a sí mismo, en un intento por calmarse.
La puerta se abrió lentamente, y para sorpresa de ambos, quien los recibió no era Nelson, sino una niña. Tenía el cabello largo y negro, rizado; llevaba gafas redondas y estaba vestida de manera sencilla: una camisa naranja, un chaleco de lana, pantalones de invierno y zapatillas rojas. Su voz era suave y amable cuando habló:
—¿Necesitan algo?
Candado titubeó por un momento, mientras Hammya la miraba con seriedad. La niña, de una belleza peculiar, parecía iluminar la penumbra de la noche. Incluso Hammya sintió un pinchazo de celos.
—¿Nelson vive aquí? —preguntó Candado finalmente.
—Sí, es mi abuelo.
Candado miró de reojo a Hammya, que seguía fija en la niña como si estuviera analizando cada detalle de su ser.
—Hey, tierra a Hammya, tierra a Hammya...
—¿Son hermanos? —preguntó la niña, ladeando la cabeza.
—¿Hermanos? —repitió Candado, en tono sarcástico.
Sacó una moneda de su bolsillo y la presionó contra la nuca de Hammya, quien se estremeció con el frío metal.
—¡Está helada! —exclamó, girando bruscamente.
—¿Ya volviste? —bromeó Candado.
Hammya parpadeó, desconcertada.
—Ah, perdón... ¿Qué decías?
Candado suspiró y guardó la moneda.
—Nada importante.
La niña sonrió con curiosidad.
—Eres Candado Barret, ¿verdad? Te reconozco. Ayudaste a mi amiga, a salir de una muy mala situación. Siempre hablaba maravillas de ti.
Candado quedó perplejo, atrapado en el instante en que iba a responder. Cerró lentamente la boca, dio un vistazo rápido, y volvió a abrirla con cautela.
—Ya veo... ¿Está Nelson?
—¿No quieres preguntar cómo sé quién eres?
Candado la observó fijamente.
—Coatlicue Carolina Fernández.
La niña quedó maravillada y sorprendida.
—¿Cómo lo supiste?
—Tres razones. Primera: usas el mismo champú que Carolina, así que supongo que tú se lo dabas cuando no tenía dinero. Segunda: ella mencionó a una amiga llamada Rocío. Y tercera: llevas un collar de serpientes idéntico al que Carolina siempre lleva.
La niña sonrió, algo avergonzada.
—Soy Rocío Cleva Torres.
—Encantado, Rocío —dijo Candado, inclinándose levemente de manera caballerosa.
—Mucho gusto, Rocío —añadió Hammya, extendiéndole la mano.
Rocío los invitó a pasar con un gesto amable.
—Por favor, entren.
Candado se quitó la boina en señal de cortesía al entrar.
—Nelson está en el sótano —informó Rocío mientras cerraba la puerta.
—¿Y dónde queda el sótano? —preguntó Hammya.
—Yo los guiaré.
Candado, siempre cortés, la dejó pasar al frente.
Rocío le agradeció con una sonrisa armoniosa, pero Hammya no pudo contener su frustración.
—¡Nunca me tratas así! ¿Por qué a ella sí?
Candado la miró de reojo, fríamente.
—Porque me apetece.
La frase, tan directa y seca, dejó a Hammya inmóvil. "No puede ser tan hijo de...", murmuró para sí misma.
Llegaron finalmente a la puerta del sótano. Rocío señaló el lugar.
—Mi abuelo está ahí abajo con sus amigos. Me pidió que no lo molestara nadie.
Candado sacó una tarjeta de su bolsillo.
—Tengo una invitación especial. Aquí está la prueba.
Rocío examinó la tarjeta y asintió.
—Gracias, Rocío.
—Nos vemos más tarde, Candado.
La niña se retiró, dejando a Candado y Hammya solos frente a la puerta del sótano. Hammya seguía fulminándolo con la mirada.
—¿De verdad me odias? —le espetó, dolida.
Candado suspiró.
—No, no te odio—luego continuó con—. Nelson me dio esta tarjeta. Nunca especificó cuándo o dónde usarla.
—Podrías usar el sentido común.
—Para estas cosas, no.
Hammya frunció el ceño, confundida.
—¿Qué quieres decir?
Candado cruzó los brazos, como si estuviera explicando algo obvio.
—Hay veces que es necesaria ponerla en práctica, y otras veces no.
—Está...¿Bien?
Candado sonrió ligeramente.
—Entendible, si ya resolví tus dudas, pongámonos en marcha —dijo él mientras golpeteaba la tarjeta contra sus dedos.
Candado tomó un respiro antes de bajar al sótano. Pero Justo en ese instante, su celular vibró en el bolsillo. Con movimientos rápidos, lo sacó y contestó.
—¡¿QUÉ SUCEDE?! —exclamó, casi al borde de un grito, pero en voz baja.
—¿Por qué susurras? —respondió Héctor al otro lado de la línea, con evidente curiosidad.
—¡HÉCTOR, MANTENTE EN TU MALDITO LUGAR CON LOS DEMÁS HASTA QUE TE LLAME! —ordenó Candado con brusquedad.
—Bueno, bueno, ya entendí. Nos vemos.
Candado colgó sin más y guardó el celular en su bolsillo con un suspiro pesado.
—Ya. Andando.
—Sí... —dudó Hammya, inquieta mientras lo seguía.
Candado encendió una pequeña luz junto al marco de la puerta y observó hacia abajo.
—Escaleras —dijo, señalando el camino.
—Parece que nos invita a la muerte, ¿no? —comentó Hammya con un tono nervioso.
—No digas tonterias.
Descendieron uno tras otro. Candado iba al frente, con Hammya siguiéndolo un escalón más atrás. El tramo no era largo, pero el aire parecía volverse más pesado a medida que avanzaban. El recorrido terminó en un marco que daba paso a una estancia desordenada: montones de cajas, muchas de ellas rotas, y piezas de electrodomésticos esparcidas por todas partes. Había televisores, ventiladores y aires acondicionados desarmados que decoraban el caos.
—Esto huele a taller mecánico —dijo Candado mientras inspeccionaba con la mirada.
—No hay nadie aquí —respondió Hammya tras echar un vistazo rápido.
—Nooooo, ¿en serio? No me di cuenta —replicó él con sarcasmo, haciendo que Hammya inflara las mejillas de frustración.
—No hagas eso —añadió Candado sin mirarla, enfocándose en algo más al fondo.
Una cortina colgaba extrañamente en una pared.
—Hammya.
—¿Sí? —respondió ella, dejando un peluche que había tomado de una de las cajas.
—Ven aquí.
—Voy —contestó, acercándose con curiosidad—. ¿Qué sucede?
—¿Qué ves ahí? —preguntó, señalando la cortina.
—Eh... una cortina.
—Muy bien, una cortina. Ahora dime, ¿no te parece extraño?
—Sólo es una cortina común y corriente.
Candado suspiró profundamente, llevándose la mano al rostro con resignación.
—Nelson, eres un genio si convives con esta gente —murmuró.
—¿Eh? ¿Qué pasa?
—Tres cosas, Observación, percepción y evaluación, niña. Piensa. ¿Para qué sirven las cortinas?
—Para bloquear el sol de las ventanas, o decoración ¿Tal vez?.
—Exacto. Entonces, ¿qué hace aquí? —preguntó mientras tomaba la cortina y la corría a un lado con un movimiento firme.
Lo que reveló no era una ventana, sino un muro blanco, sospechosamente liso y diferente del resto del sótano.
—¿Lo ves ahora? —inquirió Candado con una mueca de satisfacción.
Hammya, avergonzada, desvió la mirada.
—Eso... eso ya lo sabía.
—Sí, Claro que sí —dijo él monótonamente.
Candado se acercó al muro, inspeccionándolo con atención. Su ojo izquierdo comenzó a brillar con un tono amarillo, permitiéndole ver los mecanismos ocultos detrás de la pared.
—¿Encontraste algo? —preguntó Hammya, ya recuperada de su desconcierto.
El brillo en el ojo de Candado desapareció mientras respondía:
—Sí, es una puerta.
—¿Puedes abrirla?
—Estoy en ello.
Candado tocó una lámpara de pared que giró a la izquierda con un leve clic. Al hacerlo, reveló un pequeño panel con un teclado similar al de una calculadora. Presionó un botón rojo, y el dispositivo se encendió.
—Tiene clave —observó Hammya, asomándose por encima de su hombro.
—Sí.
—¿La sabes?
Candado no respondió de inmediato. En su mente, intentaba unir las piezas.
—(Héctor es un genio hackeando servidores... pero yo no entiendo estas cosas. Aunque... espera... tal vez...) —pensó él.
Comenzó a teclear algo en el panel, sus dedos moviéndose con rapidez mientras Hammya intentaba espiar sin éxito.
Tecleó unos números, y salió error. Por un leve momento hubo confusión, pero luego encontró la respuesta.
—No veo nada, Candado.
—Shh. Ya casi termino.
Tras unos segundos, el panel emitió un leve pitido y la puerta se abrió.
—Lo lograste —dijo Hammya, impresionada.
—Fue una contraseña bastante llamativa.
Del otro lado, una habitación oscura se iluminó automáticamente cuando ambos cruzaron el umbral.
—¿Un ascensor? —preguntó Hammya, mirando alrededor.
—Así parece.
Ambos subieron al elevador. Hammya observó los botones del panel: tres pisos y uno de emergencia.
—¿Tres niveles bajo tierra? Parece que a Nelson le gusta esconderse.
Candado presionó el botón del piso más bajo sin dudar.
—Candado, no sabemos adónde lleva esto. Sé más prudente. Quizás haya otra forma de llegar sin usar esto.
Él la miró con expresión neutral, solo para presionar nuevamente el botón.
—Ups, mis dedos fueron hacía el botón apropósito.
Hammya comenzó a temblar mientras el ascensor iniciaba su descenso.
—Cálmate, rubí —dijo Candado con un suspiro mientras se recostaba contra la pared del ascensor y cerraba los ojos—. Hay veinte metros de profundidad. Tardaremos unos minutos o más en llegar abajo con este cacharro.
Hammya seguía temblando, sus manos aferradas con fuerza a su vestido, arrugándolo.
—¿Qué sucede? —preguntó Candado, mirándola de reojo.
—Creo que no te lo dije, pero...
—¿Pero qué?
—Odio los ascensores —confesó ella, todavía temblorosa.
Candado suspiró, visiblemente exasperado.
—¿Y por qué no me lo dijiste antes? Soy malo, pero no monstruo.
—No quería que lo supieras —respondió Hammya, evitando su mirada.
Candado se inclinó hacia ella, quedando a su altura. Sus expresiones faciales eran severas, lo que hizo que Hammya pensara para sí misma: "Pero tu cara da más miedo que el ascensor, Candado".
—Así me sentí yo cuando contaste mis secretos a todos —dijo él con tono sarcástico.
—¿Es… un castigo divino? —preguntó ella, tragando saliva.
—Sí —respondió él, dejando escapar una sonrisa fugaz.
Hammya temblaba aún más, sus manos crispadas sobre su vestido. Por un instante, Candado pareció disfrutar verla así, recordando todas las veces que ella había causado problemas en su vida. Sin embargo, ese sentimiento se desvaneció rápidamente; no podía soportar la idea de torturarla de ese modo.
De repente, estiró los brazos, tomó a Hammya por los hombros y la atrajo hacia sí, envolviéndola en un abrazo inesperado. Su cabello, un par de centímetros más corto que la altura de Candado, rozó su mentón.
—¿Qué pasa? —preguntó ella alarmada.
—Vaya, si que eres bajita.
—¡Oye!
—Cálmate —dijo Candado mientras le tapaba los ojos con su mano derecha, apoyando la izquierda sobre su espalda—. Ahora mismo estás en una habitación oscura.
—Pero…
—Solo escucha. Estás en una habitación oscura.
Hammya asintió lentamente y respiró profundo, intentando calmarse.
—¿Ya?
—Sí. Ahora, extiende los brazos.
Ella obedeció, aunque lo hizo muy lentamente, aún temblorosa. Cuando finalmente extendió sus brazos, Candado cerró los ojos.
—Ahora bájalos —ordenó él.
Hammya bajó los brazos, y Candado retiró su mano de sus ojos. Al instante, un bosque extenso apareció frente a ella, un paisaje tan hermoso como irreal.
—¿Qué es esto? —preguntó, maravillada.
—Usé las manos del terror —respondió Candado.
—¿Las manos del terror? No parece algo aterrador.
—Manipulé tu mente para implantar esta visión.
—¿Son tus recuerdos?
—Algo así —respondió con un tono evasivo.
Hammya estaba deslumbrada, quería moverse, explorar el bosque, pero Candado no la soltó.
—Alto ahí —dijo con firmeza.
—¿Qué pasa?
—Aunque veas esto, seguimos dentro del ascensor. Todo lo que sientes, hueles y ves no es más que una ilusión.
Hammya entendió y, con una sonrisa, se recostó contra él.
—No sabía que eras débil en los espacios cerrados —dijo Candado en tono burlón.
—¿Vas a usar esto en mi contra?
Candado miró hacia arriba, como si reflexionara.
—Mmm… podría ser.
—¡Lo sabía!
—Era una broma. No soy tan malo.
—Si es así, entonces dime tu debilidad.
Candado esbozó una sonrisa y apoyó una mano sobre su cabeza.
—Si quieres verme débil, golpéame en la nuca.
—¿Por qué?
—Toda mi energía mágica se concentra ahí. Un golpe fuerte genera un coágulo de magia que desactiva mis poderes por una hora.
—Vaya... creo que voy a molestarte con ese dato.
—El verdadero problema es alcanzarme.
—¿Alguna vez estuviste así de débil?
Antes de responder, el ascensor llegó a su destino y las puertas se abrieron, disipando el bosque ilusorio. Delante de ellos, Nelson esperaba apoyado en su bastón, con una sonrisa en los labios. Detrás de él, un pasillo oscuro se extendía hacia lo desconocido.
—Vaya, vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? —dijo Nelson con tono burlón.
Candado soltó a Hammya con naturalidad, poniéndose delante de ella para enfrentar al anciano.
—Nelson, tenemos que hablar.
—Lo supuse. Por algo estás aquí—respondió Nelson, dándoles la espalda mientras hacía un gesto con la mano para que lo siguieran.
Candado guardó las manos en los bolsillos y sacó la tarjeta, para luego abentarselo.
—Toma tu cochinada.
Luego procedió a salir del ascensor. Hammya, aún avergonzada tanto por la pregunta que había hecho como por la posición en que los había encontrado Nelson, vaciló antes de seguirlo.
—Sobre tu pregunta —dijo Candado, mirando por encima del hombro, mirando a Hammya—, sí, lo estuve.
Luego avanzó por el pasillo oscuro, y Hammya, tras un momento de pensar la respuesta que le dio, corrió detrás de él. A medida que caminaban, las luces se encendían lentamente, revelando el camino que Nelson lideraba hacia la oscuridad.
—Es increíble que descubrieras la contraseña —comentó Nelson con una sonrisa.
Candado también sonrió.
—4.46.26.52.1.74.17.8.
—Exacto, ¿Cómo lo sabías?
—Perón asumió la presidencia el 4 de julio de 1946. El 26 de julio de 1952 murió Eva Duarte de Perón, "Evita" para el pueblo. Y el 1 de julio de 1974 falleció el general Perón. También está el 17 de octubre de 1945, miles de trabajadores y simpatizantes de Perón, principalmente de sectores obreros y sindicales, se movilizaron espontáneamente hacia la Plaza de Mayo en Buenos Aires. Provenían en su mayoría de los suburbios y las áreas industriales cercanas a la ciudad. Siendo esa fecha "El Día de la Lealtad Peronista".
Candado hizo una pausa y observó a Nelson, quien esbozó una sonrisa burlona.
—Te falta el ocho —dijo Nelson con tono jocoso.
—Debo admitir que fue muy ingenioso poner el ocho —respondió Candado, ignorando el tono de burla.
—¿Por qué? —preguntó el anciano, divertido, tratando de vacilarlo.
Candado lo eludió con elegancia.
—El número está puesto a propósito para una palabra de siete letras como Cámpora. En realidad, sería: C-Á-M-P-O-R-A-V. La "V" que hay debajo de la letra "P" simboliza Perón vuelve o Perón Vence.
—¡Cámpora! —exclamó Hammya, asintiendo lentamente "haciendo" que entendía.
—Genial, eres muy listo muchacho. —Nelson lo miró con orgullo.
—Yo no entendí nada...—murmuró Hammya, frunciendo el ceño.
—Hammya, ¿por qué tienes esa cara? —preguntó Candado alzando una ceja.
—Por nada...
Nelson se detuvo frente a una puerta de gran tamaño.
—¿Tiene clave? —preguntó Candado, curioso.
—No, no tiene clave.
Nelson abrió la puerta con su mano izquierda y entró.
—Bienvenido a mi... ¡laboratorio!
El laboratorio de Nelson era inmenso. Había máquinas extrañas, computadoras y, al estar muy por debajo de la superficie, contaba con un aire acondicionado tan potente que el ambiente se sentía como la Antártida (más o menos, pero si hacía frio). Libreros y mesas estaban desordenados, con papeles no solo sobre ellas, sino también desperdigados por el suelo. Al fondo, destacaba una máquina que parecía una lámpara de lava, pero su interior contenía una esfera de energía blanca que alimentaba todo el laboratorio y la casa.
—Saludos —dijo de pronto una voz femenina y robótica.
Candado giró, sorprendido, y se encontró con una figura que lo dejó perplejo: una niña con cabello largo y negro, ojos oscuros con iris rojos, vestida con un camisón blanco adornado con un listón negro. Estaba descalza y su rostro era idéntico al de Clementina.
—Barret Ernést Candado Catriel, las instalaciones lo saludan. Yo lo saludo —dijo la androide, inclinándose con elegancia.
—¿Quién sos? —preguntó Candado, devolviendo el saludo de forma educada.
—Soy Clementine V01, llamada así por gusto de mis creadores. Usted puede llamarme como quiera.
A pesar de su expresión seria, su comportamiento transmitía amabilidad. Nelson y Hammya, al verla, no pudieron evitar compararla con Clementina y reírse entre murmullos.
—Clementine, por favor.
—Recordaré la orden. Grabando... espere... solicitud guardada. ¿Cómo desea que lo llame?
Candado cerró los ojos y, al llevar la mano a su ceja izquierda, tocó accidentalmente su cicatriz. Al notarlo, comenzó a sobarla con el índice, pensativo.
—Qué tal... —bajó la mano y la guardó en el bolsillo—. Catriel.
—Sobrescribiendo archivo. Solicitud aceptada en el marco cibernético memorial 6H. Nombre: Catriel. —Los ojos de Clementine brillaron un instante antes de apagarse—. Señor Catriel, ¿qué puedo hacer por usted?
Candado miró a Nelson con una mezcla de sorpresa y curiosidad.
—Se parece a Clementina. Misma cara, mismos ojos —aunque de diferente color—, y la misma sonrisa muerta.
This book was originally published on Royal Road. Check it out there for the real experience.
—Es su "hermana" por decirlo así—respondió Nelson—. A diferencia de Clementina, Clementine no puede pensar por sí sola; solo hace lo que le programé. Clementina, en cambio, fue la segunda androide fabricada por tu abuelo. Ella es la primera.
—Mmm, ya veo.
—Originalmente, Clementine iba a ser tu regalo de cumpleaños, pero Alfred lo canceló a último momento. Hasta hoy no sé por qué. Clementine tenía todo: vocabulario obediente, actualización de defensa...
—Y mi abuelo decidió crear a Clementina con partes de la primera computadora argentina —lo interrumpió Candado, sarcástico—. ¡Qué cosa más loca!
—Sí, tu abuelo tenía ideas únicas —dijo Nelson, divertido.
Candado lo observó fijamente.
—¿Dónde está Grivna?
—¿Ella?
Nelson hizo un gesto para que lo siguieran, incluida Clementine.
—¿A dónde vamos? —preguntó Candado.
—Grivna está con mis amigos.
Se detuvieron frente a una puerta de madera.
—Detrás de esto está lo más grandioso que hayas visto en tu vida.
Con un movimiento firme, Nelson abrió la puerta de un manotazo.
—¡Diablos! —exclamó Candado, asombrado.
La habitación era enorme. En el centro, los amigos de Nelson conversaban animadamente. Dos ventanas gigantes revelaban el exterior: un paisaje frío y oscuro. Todo el espacio estaba decorado con cuadros, fotos familiares y estantes repletos de libros. Al fondo, una luz blanca emanaba de un círculo instalado en el techo, proyectando la figura de un niño transparente de veinte metros.
—El director está entrando a la sala —anunció una voz proveniente de los altavoces.
Nelson se colocó detrás de Candado, apoyó su mano en su hombro y señaló el lugar con su bastón.
—Esto es una réplica exacta de la oficina de Alfred Barret, el creador y director de los laboratorios C.I.C.E.T.A.
De repente, la luz blanca frente a Candado tomó forma, manifestando a un niño de rostro perfecto, ojos negros brillantes, chaqué rojo, corbata violeta y guantes marrones ajustados.
—Soy Manuel Belgrano V4—dijo con voz solemne, llevándose la mano al pecho—. Es un honor recibir al nieto de mi padre, Alfred Barret.
—¿Manuel... Belgrano?
Nelson sonrió y dio un paso adelante.
—Tu abuelo admiraba al revolucionario Don Manuel Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano.
Candado extendió su mano, pero Belgrano la rechazó con cortesía.
—Lo siento, sería un insulto no aceptar la mano de un Barret, pero no tengo cuerpo físico.
—No te preocupes —respondió Candado, incómodo.
Hammya soltó una carcajada detrás de ellos.
—Esto —dijo Nelson con un tono solemne— es mi laboratorio, el lugar donde yacen los Hopes and Dreams de Alfred.
—Ya deja de hablar en inglés.
—¿Qué es eso?
—Sueños y esperanzas, Hammya.
—Ya veo.
Candado miró a su alrededor mientras Nelson intentaba calmar la confusión.
—Señor Candado, he oído cosas muy positivas de usted por parte de Grivna —comentó uno de los presentes.
—¿Y Grivna? —preguntó Candado, intrigado.
—¡Hermana! —gritó Manuel, buscando por todos lados.
Los amigos de Nelson se levantaron y comenzaron a acercarse al grupo.
—¡Hermana! —insistió Manuel.
—Hola de nuevo, pequeño gaucho —dijo una voz detrás de ellos.
—Saludos, Bruno—respondió Candado, mientras Manuel seguía buscando alrededor frenéticamente.
—¡Hermana! ¿Dónde se habrá metido? ¡Grivna! —exclamó Manuel, girando sobre sí mismo.
De repente, un grito resonó en la sala:
—¿¡QUÉ QUERÉS!?
Candado y los demás se giraron hacia el origen del sonido. Un estante de libros se movió y, de entre sus sombras, emergió una mano metálica.
—No puedo creerlo —gruñó la figura mientras salía—. Uno no puede recargarse en paz después de tanto trabajo… ¡VOS!
Candado la observó detenidamente. La criatura frente a él era diferente a cualquier otra. Su cuerpo estaba hecho de plástico y metal negro y blanco. Una corriente eléctrica parpadeaba en una franja que recorría sus mejillas. En lugar de un ojo izquierdo, tenía un cilindro chato con un punto brillante en el centro, coronado por un holograma en forma de tuerca que giraba lentamente. Su ojo derecho era más humano, pero de un amarillo intenso. No tenía cabello; gruesos cables emergían de su cabeza.
—¿Quién eres? —preguntó Candado, impresionado.
—¿Quién soy? ¿Qué quién soy? —repitió con sarcasmo—. Humano senil, soy Grivna A.PRE.MA.SEG.MA.GE-003-V5.
—¿Y qué significa eso? —Candado arqueó una ceja.
—Significa Autómata Precursora de Mantenimiento y Seguridad de la Máquina del Generador 003 Versión 5. Pero claro, eso seguramente es demasiado complicado para ti.
Nelson intervino con una sonrisa.
—Grivna es el autómata que Alfred y yo construimos. Es la responsable de mantener todo este sistema en funcionamiento.
—Parece más humana que los demás robots —comentó Candado.
Nelson se rio y dijo.
—Su autonomía surgió accidentalmente, le cayó un rayo a la casa mientras cargaba, no hubo daños, pero se volvió más bocona e independiente a medias, pues sigue escuchando ordenes y hace lo que la matriz de su memoria ordena.
—Je, más sentimental que los demás ¿Eh?
—Siento no estar a la altura de tus expectativas, señor Barret —intervino Manuel, arrodillándose frente a él.
Candado lo miró, perplejo.
—(¿Qué le pasa a este? Es demasiado leal para ser un holograma). Tranquilo, Manuel. No tienes que arrodillarte ante mí.
—Es muy bondadoso, igual que su abuelo —respondió Manuel, poniéndose de pie. Luego desapareció y reapareció en la planta alta, como buscando algo.
Mientras tanto, Grivna comenzó a desconectarse de la pared, soltándose de varios cables que estaban adheridos a su cuerpo.
—Generalmente odio saludar, pero siendo descendiente de Alfred, es una obligación personal hacerlo. No significa que me agrade —dijo mientras se ajustaba algunos cables que aún colgaban de su cabeza.
—Pero en tus registros hablabas muy bien de Catriel, hermana.
—¡Cállate, Clementine!
Candado observó la escena con atención.
—(Un robot que oculta lo que piensa... Parece más humano que máquina) Interesante.
—¿Qué mirás? —preguntó de forma altanera Grivna.
—Nada en particular...ejem...Bueno, espero que podamos llevarnos bien —dijo Candado, extendiendo la mano con cortesía.
—Lo captas rápido —respondió Grivna, cruzándose de brazos.
Sin embargo esta lo observó detenidamente, solo para terminar aceptando.
—No significa que me agrades ¿Bien?
—Entendido.
En ese momento, una figura cayó del techo con gracia y aterrizó frente a ellos.
—Mis más respetuosos y cordiales saludos, señor Ernést —dijo con una inclinación.
Candado lo miró con escepticismo.
—¿Y túeres?
—Soy RuCáPe, abreviatura de Rucci Cámpora Perón.
Candado no pudo evitar una sonrisa irónica.
—En serio Nelson debes dejar de nombrar a las cosas que tengan que ver con el peronismo—luego miró a RuCáPe—.Déjame adivinar. Eres una especie de defensa, leal y militar entrenado, ¿cierto?
—Exactamente. ¿Cómo lo supo?
—Solo lo imaginé —respondió Candado, con una sonrisa forzada.
RuCáPe tenía un rostro que recordaba al del presidente Perón en su juventud. Vestía una gabardina negra, botas militares y una boina roja, muy de la moda de los años 50'.
—Aunque poseo sus características físicas, nunca podría ser como el caballero Juan Domingo Perón —aclaró el autómata.
Candado asintió.
—(Su voz no es igual a la del general. Al menos eso es un alivio).
—¿Son todos? —preguntó Hammya, interrumpiendo.
—No, falta la bibliotecaria —respondió Clementine.
Un silencio incómodo llenó la sala.
—¿Dónde está? —preguntó Elsa, inquieta.
De pronto, Nelson levantó su bastón y lo colocó sobre el hombro de Candado.
—Está detrás de ti.
Candado giró rápidamente. En la penumbra, unos ojos rojos brillaron intensamente. Una figura comenzó a avanzar hacia ellos, arrastrando un saco.
—Buenas noches —dijo una voz femenina y robótica resonando en la habitación—. He atrapado a unos intrusos que intentaron ingresar a las instalaciones.
Luego, la figura comenzó a caminar hacia ellos, cargando un saco o algo que parecía serlo, mientras se acercaba. Cuando la luz logró iluminarlo, Candado pudo apreciar mejor su apariencia. Tenía un rostro bastante llamativo, con ojos aparentemente normales: glóbulos oculares blancos y un iris castaño. Vestía una camisa blanca y un chaleco negro, acompañado de una corbata azul marino.
A simple vista, podría parecer un humano común y corriente, de no ser por sus piernas, que lo delataban. Desde la cintura hacia abajo, poseía cuatro extremidades que recordaban las patas de una araña: eran delgadas, pero con la forma puntiaguda de una enorme aguja. Sus manos, hechas de metal, daban la impresión de estar cubiertas por guantes de armadura debido a su diseño.
—Hola. Soy Juanita, la bibliotecaria...
Candado se llevó la mano a la cara en señal de frustración.
—Juana Larrauri de Abramí. Una de las primeras senadoras de la historia argentina, electa en 1951 tras la incorporación de las mujeres a la política. Lo sabía ¡NELSON!
Luego Juanita soltó la soga que poseía y se pudo apreciar lo que era. Todos lo miraron con asombro, mientras el contenido del saco se revelaba a los presentes de la sala.
—Ustedes... sí que son problemáticos —dijo Candado fríamente.
Resultó que el saco no era un saco, sino los amigos de Candado (Héctor, Declan, Anzor, Viki, Lucas, Liv, Pucheta, Germán, Matlotsky, Walsh, Erika, Lucía, Pío, Andersson y Clementina), atados y amordazados.
—¿Los conoce, señor? —preguntó Juanita.
—Sí, los conozco —respondió Candado, fijando su mirada en Clementina—. ¿Cuánto tiempo seguirás con esa farsa?
Clementina guiñó el ojo derecho. Sin más, transformó su brazo derecho en un machete y cortó todas las sogas de un solo tajo. Sin embargo, la acción no fue del todo cuidadosa. Apenas las sogas se rompieron, sus compañeros reaccionaron ofensivamente, lo que provocó que los autómatas presentes también sacaran sus armas: Grivna desplegó láseres desde sus sienes, Perón activó un cañón de su brazo izquierdo, Clementine blandió su brazo-machete derecho, y Manuel tomó control del sistema, activando las torretas instaladas en la sala.
—¡Suficiente! —dijo Nelson, intentando calmarlos.
—Dispérsense.
—Pero…
—Dije dispérsense, Declan.
—Entendido.
Todos guardaron sus armas, incluidos los androides.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Candado.
—Perdimos tu señal, Candado. Pensamos que algo te pudo haber ocurrido —dijo Germán.
—¿Cómo entraron aquí? —intervino Nelson.
—Había un camino que conectaba a este sitio —respondió Lucas.
Candado miró a Nelson.
—¿Hay otra forma de entrar aquí?
—Tenemos tres rutas de entrada: una por mi casa, otra por mi garaje y la última por los viejos laboratorios.
—Ya veo… —Luego miró a Héctor—. ¿Y ustedes por dónde entraron?
—A diferencia de ti, Candado, bajamos por las escaleras que había en el garaje.
—No puedo creerlo —comentó Hammya.
Candado suspiró y continuó:
—Clementina, dime que…
Sin embargo, Clementina y Clementine estaban mirándose fijamente, inmóviles por el parecido entre ambas.
—Gemelas —exclamaron Erika y Lucía al unísono.
—¿Qué haces? —preguntó Candado.
Clementina frunció el ceño, y sus ojos comenzaron a brillar. En respuesta, Clementine le picó los ojos con rapidez.
—¡Mis sensores! —gritó Clementine, cubriéndose el rostro.
—¡¿CLEMENTINE?! —gritó también Manuel.
—No es bueno que escanee mi cuerpo.
—¡¿POR QUÉ NO LO DIJISTE ENTONCES?!
—Esto parece una comedia —murmuró Candado para sí mismo.
Clementine parpadeó un par de veces para ajustar sus glóbulos oculares, hundidos hasta el fondo de sus cuencas.
—Ya está.
Luego miró a Clementina.
—¿Hermana?
—V02.
—¿Se conocen? —murmuró Candado, sorprendido.
Clementina fijó la mirada en Clementine.
—Pan.
—Queso.
—Enero.
—Tero.
—¡Eres tú! —exclamó Clementina alegremente, abrazándola—. ¿Cómo has estado?
Después se separó y le dedicó una gran sonrisa.
—¿Está contenta? —murmuró Candado.
—Tanto tiempo —dijo Clementine con una leve sonrisa.
—¿Ella también? Me alegro… —volvió a murmurar Candado, mientras Hammya parecía conmovida.
Pero cuando todo parecía en calma, Clementine devolvió el afecto con un puñetazo en la cara de Clementina.
—¡¿CLEMENTINA?! —gritaron todos, excepto Candado.
—¿Qué es esta situación? —comentó Candado con desgano.
Clementina cayó al suelo. Clementine la levantó por el cuello de su camisa y comenzó a golpearla en el rostro.
—¡Siete años! Ni una tarjeta, ni un saludo, ni un regalo, ¡ni siquiera una miserable felicitación de cumpleaños! ¡Siete años, siete años…! —repetía mientras lanzaba cada golpe con pausa.
Clementina tenía el rostro lastimado y rasgado.
—Perdón.
Clementine se detuvo.
—¿Perdón? ¿Qué pasa contigo?
—Lo olvidé.
El silencio inundó la sala.
—¿Te olvidaste? ¡Eres un robot! ¡UNA MALDITA CASETERA QUE REGISTRA TODO! ¡¿CÓMO SE TE PUEDE OLVIDAR?! —gritó Candado, furioso.
—No lo sé, perdí algo de mis archivos, pero no recuerdo por qué.
Clementine volvió a golpearla.
—Eres horrible. Y yo que te mandaba tarjetas por tu cumpleaños…
—¿Eras tú? —intervino Candado.
Clementine lo miró.
—Sí, señor Catriel. Cada primero de enero mandaba una carta y una tarjeta de cumpleaños.
—Mmm, lo recuerdo. Incluso te las entregué en mano un par de veces.
Clementine volvió a mirar a Clementina.
—¿Las leíste?
—Sí, lo hice.
—¿Y?
—No recuerdo lo que decían.
Clementine le dio un cabezazo y la arrojó al suelo con un movimiento de judo.
—A pesar de no mostrar emociones, estaba realmente enojada —comentó Lucas.
—Eso fue obvio —concluyó Grivna.
Nelson, ignorando el caos, comenzó a aplaudir para atraer la atención de todos.
—Bien, bien. Ya que nuestra estrella está reunida, es hora de pasar al siguiente nivel.
Nelson caminó hacia el centro de la sala, donde había sillones y una mesa.
—Tomen asiento.
Clementina se puso de pie y siguió a Candado y a Hammya.
—Te recuperaste, qué bien —comentó Candado con tono aséptico.
—Me alegra que te preocupe —respondió Clementina, con una ironía palpable.
Nelson se sentó en un sillón y miró a Manuel.
—Haznos el favor, Belgrano.
—Sí —respondió Manuel.
En ese instante, el cuerpo de Manuel comenzó a transformarse en lo que parecía un mapa tridimensional.
—Bien, seguro no lo sabrás, Candado, pero aquí vamos a organizar un operativo para salvar a alguien, ya que la hemos encontrado —dijo Nelson.
—Es Amabaray, ¿verdad? —preguntó Candado.
Los ancianos se miraron entre sí, sorprendidos.
—¿Cómo sabes eso? —inquirió Nelson, claramente asombrado.
Candado cerró los ojos, cruzó los brazos y suspiró.
—Ya veo, entonces eso era de lo que se trataba.
—¿Qué? —preguntó Nelson, desconcertado.
Candado abrió los ojos y los fijó en el grupo.
—Escucha, Nelson, es cierto que yo no la conocí —dijo, con una calma que contrastaba con la tensión del momento—. Pero Gabriela sí pudo conocerla. Ella me contaba cosas, no, me corrijo, me hablaba de sus hazañas y cómo Amabaray amaba a mi madre más que a su propia vida.
En ese momento, Tínbari se manifestó ante todos.
—Debí haberlo imaginado —murmuró—. Planean poner la vida de Candado en riesgo.
—¿Tínbari? —preguntó Candado, confundido.
—No es así, amigo —respondió Tínbari, con una calma que apenas lograba disimular su preocupación.
En ese instante, una figura más apareció, materializándose ante ellos.
—Slonbari —anunció una voz grave.
—Tanto tiempo, Candado —saludó Slonbari, con tono solemne.
Los amigos de Candado, especialmente los más cercanos, se sorprendieron al ver a Slonbari.
—¿Un… Bari? No puedo creerlo —dijo Lucas, estupefacto.
—No planeamos poner en riesgo la vida de Candado. Al contrario, queremos salvarlo —explicó Slonbari.
—Amabaray... no importa si logran llegar hasta ella, si la despiertan, morirá —dijo Nelson, con tono serio.
—Hay una forma de salvarla —dijo Tínbari, volviendo a poner su atención en los presentes—. Y resulta que la respuesta está aquí, en la sangre de Candado.
Los ojos de Tínbari se abrieron desmesuradamente al escuchar esa revelación.
—Planeas usar su sangre violeta —dijo, incrédulo.
—Ella dio su vida para salvar otra vida, pero la sangre de un Úzergluk, o como la llamas, la sangre violeta de Candado, podría salvarla —dijo Nelson, con determinación.
—Si es así, ¿por qué no lo hicieron con Europa? ¿Por qué tiene que ser él? —preguntó Tínbari, buscando una explicación lógica.
—Europa no podía hacerlo —respondió Nelson—. Ella era la portadora de Amabaray. Sólo alguien ajeno, y que tenga la sangre de Keplant, podría lograrlo.
Candado se cruzó de brazos y se quedó pensativo por un momento, luego miró directamente a los ojos de Tínbari.
—¿Crees que...?
—Tínbari, sé que temes las consecuencias de lo que podría suceder, pero debes confiar en nosotros —interrumpió Nelson—. Candado no tiene más tiempo.
Esas palabras golpearon con fuerza a todos los presentes, quienes se quedaron en silencio, procesando la gravedad de la situación.
—Rayos... —murmuró Candado.
—¿Qué es eso de que no tiene más tiempo? —preguntó Tínbari, confundido.
Slonbari miró a Candado, o mejor dicho, dirigió su rostro hacia él, ya que no tenía ojos.
—Candado, sé que esto puede sonar increíble, pero mientras más usabas tus poderes y mientras ignorabas el dolor que te impedía seguir, tu tiempo se acortó terriblemente.
—¿Cuánto, Nelson? —preguntó Slonbari, con tono sombrío.
—Una semana. Y tú lo sabes muy bien —respondió Nelson, sin titubear.
La noticia dejó a todos alarmados, excepto a Candado y los ancianos, quienes ya estaban al tanto de las consecuencias.
—Eso no… puede ser —dijo Hammya, visiblemente asustada.
—¿Quieres salvar a Candado, Tínbari? Porque yo sí —dijo Nelson con firmeza—. Yo se lo juré a Alfred, proteger a los Barret. No voy a mentirle. Amabaray es la única que puede salvarlo.
Candado se levantó tranquilamente de su asiento, mirando a los presentes con seriedad.
—¿Puedo salvar a Amabaray? —preguntó, su voz llena de determinación.
—Candado, creo que deberías preocuparte más por tu salud —aconsejó Anzor, visiblemente preocupado.
—¡DIJE! ¿Puedo salvar a Amabaray? ¿Sí o no? —insistió Candado, con firmeza.
—Puedes salvarla, sólo tienes que darle un poco de tu sangre —respondió Nelson, tras una breve pausa.
—No le veo el problema —replicó Candado, sin vacilar.
—¿Estás de acuerdo con ir allá? —preguntó Nelson, dirigiéndose a él.
—Claro —respondió Candado, con confianza.
—Bueno —dijo Nelson, poniéndose de pie—. A sus posiciones.
Los ancianos se levantaron y se dispersaron rápidamente por la sala, cada uno tomando su lugar.
—Pues ahí te llevaremos —dijo Nelson con una sonrisa, mirando a Candado.
—Candado... ¿Por qué? —preguntó Tínbari, con una mezcla de preocupación y confusión.
—Es necesario para mí —respondió Candado, mirando al demonio fijamente.
—Si vas allá, es seguro que mis hermanos estarán allí —dijo Tínbari, con tono grave.
—¿Por qué los Baris irían allí? —preguntó Candado, sin comprender del todo.
—Amabaray es la única que puede quitar la sangre de Keplant, ya que ella es hija directa de Roobóleo —respondió Tínbari.
—Alguien con un corazón como el de ella nunca haría eso —dijo Candado, sin dudar.
—Amabaray es inocente, y fácilmente creerá sus mentiras —advirtió Tínbari.
Candado tomó las manos del demonio, mirándolo a los ojos.
—Tínbari, confía en mí. Yo sé lo que hago.
Luego lo soltó y miró a Nelson, quien aún no se había movido.
—Dime, ¿cómo llegó allí? —preguntó Candado, impaciente.
Nelson sonrió, una sonrisa enigmática que denotaba algo importante por venir.
—Acompáñame —dijo, dirigiéndose hacia una gran ventana que daba al exterior de la caverna. Desde allí, se podía ver un enorme lago.
—¿Los ves? —preguntó Nelson, señalando hacia el horizonte.
—Sí, ¿y? —preguntó Candado, sin comprender del todo.
Nelson colocó su mano sobre la ventana, cerró los ojos e inhaló profundamente.
—¡BELGRANO! —gritó, con voz firme.
Un holograma apareció detrás de ellos, manifestándose como una figura fantasmagórica.
—¿Sí? —respondió Manuel, nervioso.
Nelson volteó y, apuntando con su bastón, le ordenó.
—¡Haz lo tuyo ahora!
—A la orden —dijo Manuel, antes de desvanecerse.
—¿Qué fue eso? —preguntó Candado, extrañado.
De repente, fuera de la instalación, el enorme pozo que se encontraba más allá de la ventana comenzó a agitarse violentamente. Las olas chocaban entre sí, levantándose y rompiendo con furia. Y entonces, una enorme estructura emergió del agua, pareciendo el marco de una puerta gigantesca.
—¿Qué diablos? —exclamó Candado, levemente sorprendido.
—Valió la pena, cinco años manipulando esa cosa para que se elevara y se hundiera a través de una comunicación eléctrica con Belgrano —dijo Clementina, acercándose a su lado.
—Genial —comentó Hammya, pegándose frente a la ventana como una niña frente a un acuario.
—¡Contempla! ¡LA PUERTA! El medio que conecta este mundo con cualquiera que se te ocurra.
—Menos Cotorium —aclaró Clementina.
—Ya veo.
—Vas a meterte ahí —sonrió Nelson.
—¿Perdón? ¿Qué…?
—¡CHICOS! ¡Háganlo!
Simón y Elsa jalaron una palanca, lo que provocó que el instrumental emitiera un pequeño temblor acompañado de un leve ruido.
—En posición.
—No me gusta nada de esto —dijo Hammya, aferrándose a una columna.
—Tranquila, tranquila.
La puerta brilló con un resplandor blanco. El brillo era tan intenso que Candado tuvo que cubrirse los ojos con la mano derecha.
—Candado —susurró el viento al oído de él.
No pudo evitar sorprenderse al oír esa voz tan familiar, que giró rápidamente, mirando a su espalda, moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Esa voz…
—¡AQUÍ ESTÁ!
Candado miró a Nelson.
—¡LA PUERTA DEL MUNDO ARCANO!
La luz dejó de brillar, revelando su gran belleza. Un hermoso campo de flores aguardaba al otro lado, un desierto tan bello que parecía sacado de un sueño. El viento tenue se filtraba del exterior, y los pétalos de las flores entraban a la habitación, llevando consigo la frescura del paisaje.
—Ahí… esa es…
—La frontera entre el mundo humano y el de las leyendas —concluyó Nelson, mirando a Lucas.
Candado miró hacia atrás nuevamente.
—¿Pasa algo? —preguntó Walsh.
Hammya miró a Candado con interés.
—¿Su voz?
—¿Su… voz? —preguntó Walsh, confundido.
Candado cerró los ojos y se rascó la ceja izquierda mientras inhalaba y exhalaba suavemente.
—Olvídalo, no pasa nada —dijo Candado, despreocupado.
Nelson lo atrajo con brusquedad, usando su bastón.
—Mira, muchacho, ahí es donde ella está.
Candado ajustó su boina.
—¿Por dónde salgo?
—Pues por la puerta —respondió Nelson.
Candado lo miró con una expresión vacía.
—¡ACÁ! —reaccionó rápidamente Héctor, intentando evitar que su amigo hiciera algo “violento”.
Bruno se levantó, sacó unas llaves del bolsillo y se acercó a la puerta. La abrió con cuidado.
—Debo aclarar que el otro lado es peligroso. No todos deberían ir allí —advirtió Clementina.
—Donde él vaya, iremos nosotros —dijo Declan con determinación.
Clementina parpadeó lentamente.
—Ya veo.
Nelson caminó hasta la puerta y la abrió con firmeza.
—Los que tengan que irse, que se vayan. Nosotros nos quedaremos para mantener la puerta abierta.
—Dale, nosotros iremos tras Amabaray —dijo Candado, decidido.
Tínbari puso su mano sobre el hombro de Candado.
—Escúchame.
—Una vez que entres, no podré protegerte. Al ser un Bari de la muerte, mis poderes están sellados. No podré siquiera entrar a ese mundo, solo ver y oír lo que pase allí.
—No te preocupes, volveré antes de que digas mi nombre.
Candado volteó y se dirigió hacia el portal, caminando con paso tranquilo, dejando atrás a Tínbari, quien lo observaba con preocupación.
—Candado —susurró Tínbari, con melancolía en la voz.
Candado se detuvo frente al gran portal, algunos pétalos y polvo entraban en la habitación, junto con una tenue y dulce brisa.
—El viento… es muy tranquilo —dijo Candado, mientras sentía la suavidad del aire acariciar su rostro.
—Ten cuidado, Candado —advirtió Nelson.
—Claro que lo tendré —respondió Candado, con una sonrisa.
Tras esas palabras, Candado puso un pie al otro lado del portal sin dudar. Luego siguió el otro pie, entrando definitivamente al tranquilo descampado. Miró a su alrededor, aspiró profundamente el aire y lo contuvo en sus pulmones, cerró los ojos un momento y luego exhaló de manera serena.
—Qué aire tan puro…
Se giró y miró a los demás, que seguían atrás, sorprendidos, en la habitación. Candado sonrió y, con un gesto decidido, se quitó el guante de la mano izquierda y la extendió hacia ellos, invitándolos a cruzar.
—Vamos.
Declan fue el primero en tomar su mano, seguido por Germán, Anzor, Lucas, Matlotsky (extrañamente), Pucheta, Liv, Viki, Héctor, Andersson, Pio, Lucia, Erika, Clementina y Walsh. Teóricamente, Hammya sería la última en tomar su mano. Ella se sintió halagada por el gesto, pero en cuanto sus dedos tocaron la mano extendida de Candado, sus ojos brillaron con un resplandor verde. En ese momento, la mente de Hammya fue arrastrada hacia otro lugar. Vio una espiral roja y tormentosa, rodeada de una oscuridad aterradora, como un túnel. Podía escuchar las voces de personas que conocía.
—Es un hecho que el avión no volará —bromeó Arturo Barret.
—…No tienes por qué enojarte por eso —respondió una voz femenina, calmante.
—Joven patrón, tiene que lucir elegante —dijo Clementina, con su tono habitual.
—…Si no eliges un maldito camino, yo lo haré por ti —intervino Odadnac, intranquilo.
—Tienes que irte de aquí, no es seguro —exclamó Tínbari, exaltada.
—¡NADIE DE USTEDES SABE LO QUE PASÓ! —gritó Candado, furioso.
—Feliz cumpleaños, hermano —se oyó una voz femenina, alegre.
—Estaré presente ahí, solo tienes que guardarme un poco de ese pastel —bromeó Frederick.
Las voces se desvanecieron, dejando a Hammya atrapada en una sensación extraña.
—¿Qué fue lo que pasó? —preguntó Europa Barret, preocupada.
—¡CANDADO, VUELVE AQUÍ! —gritó una voz masculina mayor, también preocupada.
—Siempre quise ser científico. Es algo que me inculcó un videojuego. No creo que lo tuyo sea más vergonzoso que lo mío. —Joaquín, avergonzado, intentó restarle importancia.
—Sonríe para la cámara, Ernést. —Lucas, enérgico, intentaba que todo pareciera una broma.
—Te quiero mucho. No quiero que me odies. —Una voz femenina, llena de tristeza, sollozó.
—¡CANDADO! —gritó otra voz femenina, sorprendida.
—Nunca te odiaría, Gabi. —Candado, arrepentido, contestó con firmeza.
—Eso ya lo oí, pero contéstame, ¿piensas que esto es lo correcto? —preguntó Matlotsky, con tono serio.
—No, no lo olvidé. Te lo traeré enseguida. —Una segunda voz femenina, alegre, intentó tranquilizarlo.
—Por favor, entiéndelo, no lo hice a propósito. Lo siento. —La voz femenina volvió a lamentarse, al borde de las lágrimas.
—Guarda la calma, por favor. Te conseguiré otro. Puedes tomar el mío, pero no llores, es un día especial. —Walsh, agitado, trataba de calmar la situación.
—Detrás de los arbustos. —Tínbari, condescendiente, señalaba el lugar.
Ruido de cristal rompiéndose.
—¡TE ODIO, GABRIELA! —gritó Candado, furioso.
—No puedo creer lo que has hecho. Estoy decepcionado. —Krauser expresó su desdén.
—Hiciste llorar a tu hermana. Me avergüenzo de ser tu amigo. —Héctor, enfadado, no podía ocultar su decepción.
—No tenías por qué irte tan lejos. Eres un desagradecido. Ojalá te pudras, Candado. ¿Me escuchaste? ¡QUÉ TE PUDRAS! —Matlotsky, furioso, estalló de rabia.
—Yo no... Yo no quería esto. —Candado, con lágrimas en los ojos, se lamentó.
—[…] el cielo ilumina el camino del niño de las campanas, y de un deseo latente que observa el cielo, ansiando su llegada a la tierra… —una voz femenina cantaba, suavemente, llenando el aire de misterio.
—Y pensar que lo tenía un niño… —dijo una voz extraña, llena de incredulidad.
—¡ALÉJATE DE ÉL! —gritó una voz femenina, furiosa.
—No permitiré que lo lastimes. —Tínbari, con determinación, se puso en guardia.
—Por favor, no cierres los ojos. No lo hagas, te lo suplico. Lo arreglaré. Ódiame si quieres, pero no cierres los ojos… no... no los cierres. —La voz femenina lloraba con desesperación.
Hammya despertó en un bosque totalmente oscuro, bajo una lluvia torrencial. La única luz que iluminaba el entorno provenía de los rayos que cruzaban el cielo. A lo lejos, vio a dos personas enfrentándose a una criatura. Todo a su alrededor estaba sumido en la oscuridad, solo se oían los truenos, la lluvia y el ruido de la lucha en curso. En un intento por entender mejor el lugar, sus ojos se posaron en una figura conocida: Candado, cuando era más joven, tirado en un charco de agua, mirando a tres personas peleando.
—¿Qué es esto? —preguntó ella, perpleja.
De repente, una fuerza desconocida atrajo su cuerpo, y se fusionó con el de Candado. Ahora, veía todo en primera persona. No podía controlar el cuerpo, pero sí podía observar a través de sus ojos y escuchar a través de sus oídos.
—¿Estoy… en su cuerpo? —pensó, atónita.
—¡CANDADO, ESCÚCHAME! —gritó una voz urgente.
La cabeza de Candado se giró hacia un charco, en cuyo reflejo se veía una mano extendida.
—Odadnac.
—Toma mi mano, así podremos ayudarla.
—No puedo hacerlo.
—¡DEJA DE TEMBLAR! ¡TOMA MI MANO! Úsame para ayudarla, juntos podemos vencerlo.
—Tengo miedo.
—¡YA SÉ QUE TIENES MIEDO! Pero hazlo, solo así podrás ganar.
Candado miró hacia el frente, y en ese momento un trueno iluminó a dos figuras conocidas: Gabriela y Tínbari, peleando contra una entidad que sus ojos no podían identificar.
—Ella no podrá vencerlo, su poder está tambaleando, está muy débil. Por eso tiene que tomar mi mano. —dijo Odadnac, con angustia en su voz.
—¡TÍNBARI, PRÉSTAME TU FUERZA! —gritó Gabriela, mientras sus manos se envolvían en llamas violetas, invocando perros enormes y fuego.
—Ya no tengo más que darte, también estoy débil. —respondió Tínbari, con voz cansada.
—¡NO DEJARÉ QUE TE LE ACERQUES! —gritó Gabriela, desafiando al enemigo.
—Vamos, hazlo. —la voz de Odadnac le suplicó nuevamente.
Candado miró su reflejo, la angustia se reflejaba en sus ojos.
—Por favor, solo te pido esto. Si no lo haces, morirá... —la voz de Odadnac temblaba de dolor—. Por favor, te lo suplico, solo toma mi mano y ella estará bien. Y tú también.
—¿Qué es esto? —se preguntó Candado, lleno de confusión.
—Candado, siempre te mostraste como una persona fuerte y seria. Le dabas una mirada fría al peligro. Sé que tienes miedo, pero por favor, toma mi... ¡MANO! —la voz de Odadnac se rompió.
—No puedo hacerlo, enojarse es malo. Mamá dice que... —Candado, con lágrimas en los ojos, intentó justificar su temor.
—¡BASTA! —la voz de Odadnac explotó.
Los ojos de Odadnac se dilataron y, con fuerza, sacó parcialmente su cuerpo del agua, extendiendo su mano hacia él.
—¡TOMA MI MANO AHORA! ¡NIÑO IDIOTA, SI PUDIERA HACERLO SOLO LO HARÍA, PERO NECESITO TU CUERPO, MALDITO ESTÚPIDO!
—(Este es... la versión oscura de Candado, el mismo que lo poseyó).
—No quiero hacerlo —dijo Candado entre sollozos.
Odadnac rechinó los dientes, mirando a Gabriela. Quedaba poco tiempo, poca fuerza. Miró nuevamente a Candado, y sus ojos se llenaron de sorpresa al ver su rostro. Hammya, observando a través de los ojos de Candado, no comprendía lo que ocurría, pero al ver el reflejo de Candado en la laguna, lo entendió. Él estaba sonriendo.
Tínbari se interpuso, pero fue inútil. El sujeto extendió su mano, de la cual emergió un cristal negro que terminó clavándose en su abdomen. A pesar de la herida, Tínbari siguió adelante, decidido. El enemigo lo sujetó por el antebrazo y lo estampó contra el suelo, inmovilizándolo y debilitándolo aún más. Luego, se encargó de destruir a los perros que defendían a Candado.
Odadnac miró a Candado con ira.
—¿¡Ves!? ¿¡Qué tanto dudas!? ¡Toma mi mano ya! ¡Ahora, ahora, AHORA!
La figura se acercó rápidamente a Candado, en un abrir y cerrar de ojos, y pisó la espalda de Odadnac.
—Toma… mi mano, mocoso… solo así podrás salvarla —dijo, completamente débil.
Odadnac extendió su mano con todas sus fuerzas, pero la figura la perforó con una lanza, clavándola en el suelo y dejando que la sangre negra brotara de la herida.
—Candado… eres un maldito cobarde… un cobarde desquiciado.
Luego, el cuerpo de Odadnac desapareció, dejándolos a solas. Temblando de miedo, Candado se pegó a un árbol, su cuerpo vibraba y su rostro estaba cubierto de lágrimas.
—Devuélveme la sangre violeta —dijo, mostrando una daga.
Esa acción provocó que, sin pensarlo, Hammya intentara ayudarlo, pero fue inútil. Luego, Candado se arrodilló e incrustó la daga en su propio pecho.
—¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!
—Eres muy ruidoso —dijo la figura, con indiferencia.
Hammya no podía articular palabra, lo que veía la dejaba sin aliento. Sin embargo, una fuerza misteriosa lo arrancó de su cuerpo y lo colocó a un lado de Candado. Fue entonces cuando vio a Gabriela arrastrándose, dejando un sendero de sangre. Las hojas, el pasto, la tierra, todo estaba empapado en una alarmante cantidad de sangre.
Gabriela se levantó, con los ojos brillando de un intenso violeta. Su rostro se cubrió de tatuajes del mismo color y su ira era palpable. Respiraba con dificultad, pero no se detenía. Con esfuerzo, tomó su facón del suelo, y aunque su pecho sangraba más, siguió adelante, sin rendirse. Miró la espalda de su objetivo, apretó el mango de su facón con fuerza y corrió hacia él.
El sujeto se volteó y extendió su brazo, listo para atacarla con su lanza. Gabriela se inclinó hacia la derecha, cortó su mano y, con determinación, se abrió paso hasta su cuello, hundiendo su mano en él.
—Aléjate de él —dijo Gabriela, con sangre en los labios.
La sangre brotó en un chorro. El individuo escupió más sangre y, con un chillido inhumano, se alejó rápidamente.
Tínbari se puso de pie en el instante en que la magia del enemigo desapareció, y asestó el golpe final en su pecho, fracturando su figura oscura.
—Destruyeron mi recipiente, pero volveré por lo que es mío —dijo, antes de que su cuerpo se desintegrara en polvo.
Tínbari miró a Gabriela, quien sostenía a su hermano inconsciente en sus brazos.
—¡ABRE LOS OJOS! ¡ABRE LOS OJOS, CANDADO! —gritaba desesperada—. Por favor, no los cierres, no lo hagas, te lo suplico, lo arreglaré, ódiame si quieres, pero no cierres los ojos… no los cierres.
Hammya estaba petrificada, las lágrimas no dejaban de caer.
Tínbari apareció caminando, con la mano derecha sobre su brazo izquierdo, aún sintiendo dolor.
—Déjalo ya, Gabriela. Fue apuñalado por una daga Cremull, o como se le conoce comúnmente entre ustedes los gremios, un conjuro.
Gabriela abrazó a su hermano con fuerza. Sus ojos comenzaron a abrirse, pero estaban vacíos.
—En este momento, Gabriela, tu hermano está sufriendo un dolor inimaginable. El conjuro está devorando su alma. No hay palabra ni cifra que pueda describir el dolor que está sintiendo ahora. Una fractura de brazo o una apuñalada son cosquillas comparadas con esto.
Gabriela se desesperó.
—¿No… grita?
—No lo hará. Esta daga está hecha para evitar que la víctima grite o pida ayuda.
Gabriela, abrazando a su hermano con aún más fuerza, miró a Tínbari con lágrimas en los ojos.
—¿Qué puedo hacer? Ver a mi hermanito sufriendo… no quiero eso, no lo quiero. ¿Qué puedo hacer?
Tínbari se quedó callado un momento.
—Es sencillo… mátalo.
El rostro de Gabriela se inundó de terror.
—¿Qué estás diciendo? ¿Matarlo? —preguntó con la voz quebrada.
—No hay medicina humana que pueda salvarlo, mi maestro me lo aseguró y me dijo que me mantuviera alejado si veía una, es una mala suerte, pero su vida ya terminó.
—No.
—El llanto es algo que no comparto contigo, lo perdí cuando me convertí en Bari.
—¿No tienes corazón? ¿No sientes lástima? Estuviste con nosotros muchos años.
—Podemos hablar todo el día sobre cómo un corazón solo sirve para bombear sangre y no para albergar sentimientos. Ahora tienes que ocuparte de él. Tiene un día de vida.
Gabriela miró a su hermano, sus ojos brillando de desesperación.
—¿Un día?
—Un día de sufrimiento.
Gabriela se puso la mano en el pecho, luchando contra las lágrimas.
—¿Qué harás? Es inútil sentir su corazón.
—No. Voy a salvarlo. Absorberé su conjuro, como lo hice con el veneno aquella vez.
—¿Qué?
—No puedo destruirlo, ¿verdad? Pero sí puedo transferirlo a mi cuerpo.
—Fuiste atravesada por el arma de Pullbarey. Tienes un conjuro dentro de ti, el cual sanará en un año. Es muy peligroso.
—Candado no tiene un año.
—Si lo haces, tendrás dos conjuros dentro de ti. Sufrirás como ningún humano lo ha hecho. Y tu vida será corta. Este camino que has elegido… te matará.
—Lo sé, pero… si puedo ayudarlo, si puedo salvarlo, e incluso, si puedo verlo sonreír, habrá valido la pena.
—Eso es una locura.
—Tínbari, prométeme una cosa.
—¿Qué?
—Cuando yo muera, quiero que protejas a mi hermano.
—Eso es mi deber, Gabriela…
—Y también, que entiendas… No, te ordeno que a partir de ahora tengas sentimientos.
Los ojos de Tínbari se ocultaron tras sus párpados.
—Es inútil, pero lo haré.
Gabriela cerró los ojos, envolviendo su mano sobre el pecho de su hermano. Tragó saliva, no por miedo a lo que le pudiera pasar a ella, sino por la angustia que sentía por él.
—Isidro, préstame tu fuerza —murmuró, mirando al cielo—. A cambio, te daré mi vida.
Alejó su mano del pecho de Candado, arrancando una extraña corriente de humo amarillento mezclado con negro. La niebla comenzó a envolver su brazo, adueñándose de su cuerpo. El dolor fue insoportable, como si su propia esencia fuera arrancada a la fuerza. Se mordió los labios, luchando por contener los gemidos de agonía. Pero no se rendía. No lo haría.
De repente, Tínbari apareció, interponiéndose entre ella y su hermano, separándola con fuerza. La magia de Gabriela se desvaneció, y ella cayó, recostándose por completo sobre el regazo del demonio.
—Basta —dijo Tínbari, con tono firme.
Gabriela, agotada, apenas pudo responder:
—No he... terminado.
—No puedes retirar todo el conjuro —replicó él, evitando que ella siguiera—. Sería peligroso para ambos. Terminarías absorbiendo su vida en vez del conjuro.
—¿Cuánto tiempo tiene? —preguntó ella con voz débil, mirando a su hermano.
—Lo extendiste por diez o quince años —respondió Tínbari, fríamente—. Para entonces, habría algo que pudiera contrarrestarlo y tu hermano estaría a salvo... pero...
Gabriela asintió, una ligera sonrisa esbozándose en su rostro. Luego, comenzó a toser violentamente, escupiendo sangre. Aun así, su sonrisa no se desvaneció.
—¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó con voz quebrada.
—Cuatro años —dijo Tínbari, su tono sombrío—. Morirás el 2 de noviembre de 2010. Felicidades, te has sentenciado a muerte por tu cuenta.
Gabriela soltó una risa que no reflejaba alegría, sino una aceptación amarga.
—¿Eh? Yo no hago estas bromas —dijo Tínbari, confundido.
—Seguramente es por mi orden —respondió ella entre risas.
—Eres una idiota. Nadie puede salvarte. Sufrirás y morirás —Tínbari suspiró—. Sólo Amabaray podría salvarte, pero no sé dónde está.
Gabriela acarició su propio rostro con una expresión triste.
—Es una lástima... Toda mi familia sufrirá por una decisión egoísta. Quiero que los cuides.
Con esas palabras, Gabriela cerró los ojos y se dejó llevar, sucumbiendo a su agotamiento. Tínbari la cargó en sus brazos, sin decir palabra.
En ese momento, los amigos y familiares de Candado llegaron, con linternas en mano. El cielo se despejó y una luna llena iluminó el paisaje.
—¿Qué pasó? —preguntó Arturo, mientras cargaba a su hijo.
—Se han desmayado por el cansancio —respondió Tínbari, sin alterar su expresión.
Europa, al frente de la multitud, se acercó rápidamente. Tínbari se acercó a ella y depositó a Gabriela en sus brazos.
—Estaba muy feliz que terminó por desmayarse —comentó Tínbari con cierto sarcasmo.
—Gracias —respondió Europa con una leve sonrisa, mientras tomaba a su hija en brazos. Luego, alzó la vista para mirar a Tínbari, pero su sonrisa se desvaneció al notar algo inusual.
—Tínbari...
Hammya, observando a su alrededor, también se sorprendió al ver algo extraño.
—¿Sucede algo, señora Barret? —preguntó él, sin dejar de mirar a Europa.
—Estás... ¿llorando? —preguntó ella, con incredulidad.
Tínbari sonrió, pero era una sonrisa amarga.
—Los humanos son aterradores y muy extraños.
De repente, una luz cegadora envolvió a Hammya, y una voz resonó en su mente.
—Reacciona, niña, no te duermas parada.
Una transpiración fría empezó a recorrer su cuerpo, y su respiración se volvió errática. Miró a su alrededor, desconcertada, como si alguien la estuviera acechando. Finalmente, sus ojos se fijaron en Candado, quien aún sostenía su mano.
—¿Estás bien? —preguntó él, preocupado.
Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Hammya, mientras su respiración se volvía cada vez más agitada.
—¿Te sientes mal? —preguntó Nelson, al notar su preocupación.
—¿Qué sucede? —dijo Candado, aún más preocupado.
Hammya empezó a reír descontroladamente, intentando ocultar su tristeza, tanto de él como de los demás. Soltó la mano de Candado y, sin ayuda, caminó sola hacia el portal.
—Sólo pensaba... que tu cara es idéntica a la de Pedro Eugenio Aramburu —dijo, con una sonrisa nerviosa.
—¿¡QUIERES QUE TE MATE O QUÉ!? —exclamó Candado, furioso.
Hammya soltó una carcajada, mientras las lágrimas seguían cayendo de sus ojos.
—Ni siquiera te hice daño —dijo Candado, con tono frío.
—(Por favor, no te des cuenta. No quiero que me veas llorar. Sólo querrás indagar, y sólo te lastimarás... )Vamos con los demás, Masera.
—¡HAMMYAAAAAAA! —gritó Candado, persiguiéndola.
Hammya, entre risas, comenzó a correr.
—¡Vamos, tortuga!
—¿Me preocupas y te burlas de mí? ¡VUELVE AQUÍ!
Hammya, con una sonrisa llena de desdén, respondió entre carcajadas, mientras algunos de los presentes la seguían.
—¡NO SE RÍAN SI NO LO SABEN!