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DILEMA

Era una mañana lluviosa de viernes, 13 de julio. Candado estaba en su gremio, sentado en una silla, leyendo el diario El Ocaso. No había más que malas noticias: Chile había perdido dos gremios la noche anterior en un incendio misterioso. Paraguay reportaba cinco gremialistas desaparecidos, mientras las familias reclamaban a Raúl por la búsqueda. Argentina había sufrido atentados contra los semáforos en Mendoza, Catamarca, Corrientes y Santa Cruz. En Brasil, Antonio Da Silva, el reconocido y famoso gremialista, fue encontrado muerto en la azotea de una escuela en Brasilia.

Candado nunca antes había visto noticias como esas, pero su rostro no mostraba exaltación ni impresión. Se mantenía sereno, aunque, en su interior, estaba preocupado. Recordaba lo que Tínbari le había dicho tres días atrás.

Hace tres días.

—Relájate, solo vine a decirte algo —dijo Tínbari.

—¿Algo? —preguntó Candado, mientras tomaba un libro y le quitaba el polvo.

—Sí, es… muy grave.

Candado entendió la seriedad de la situación y dejó el libro sobre la mesa.

—Ya veo. Supongo que es algo bastante importante, ¿verdad?

—Puedes llamarlo como quieras.

—Bien —Candado chasqueó los dedos de su mano izquierda, y una silla se acercó a él, donde se sentó—. Supongo que será largo.

—Encontré a mis hermanos.

—Oh, los Bari. ¿Y?

—Cinco de ellos viven en esta provincia.

—Ya conozco a uno, creo que se llama Slonbari.

—Pero no es el único. Te dije que son cinco, y no he podido contactarlos. No me dejan, excepto uno: Arrábari, el padre de los árboles. Me contó algo sobre Pullbarey.

—¿Y qué cosa?

—Sabemos cómo es Pullbarey.

Los ojos de Candado se iluminaron.

—¿Cómo es? Sé que poseyó a un humano, pero no conozco su apariencia.

—Tiene el aspecto de un niño de tu edad, lleva una máscara y siempre está acompañado por un anciano bien vestido.

—Todo esto es interesante, pero no veo cuál es la gravedad del asunto.

—Durante el último encuentro con Desza, todos los Bari que estuvieron presentes te vieron. Muchos de ellos te odian; detestan saber que la sangre del poderoso Keplant corre por el cuerpo de un humano. La sangre violeta es muy sagrada para los cotorianos.

—¿Sangre violeta?

—Se dice que cuando Keplant desapareció, entregó su corazón a su hijo, Roobóleo, quien lo escondió en una runa que tomó un color violeta. El agua, la tierra, las plantas, los árboles y los animales… toda la vida silvestre, excepto la mayoría de sus habitantes, es de ese color.

Candado se miró la mano.

—Ya veo —luego la envolvió con sus llamas—. Sangre violeta. Desza me dio un machetazo, pero la sangre que fluyó de mis heridas ese día fue roja.

—Se le llama sangre violeta al fluido de la magia. En tu caso, es tu segalma (segunda alma).

—¿Qué intentarán hacerme?

—Matarte. Arrábari me advirtió que cinco Bari vendrán por ti. Lo siento, Candado, pero tu idea de pasar desapercibido ante mis hermanos ya no es una opción.

Presente

Candado sintió una mano en su hombro, pero no se movió. Solo siguió leyendo el diario.

—¿Estás bien?

—¿Aparento estar mal?

—No.

—Entonces ahí tienes tu respuesta.

—Oh, bueno... —Hammya lo rodeó y se sentó frente a él.

Candado seguía leyendo atentamente mientras Hammya lo observaba fijamente. Eran las 8:11 de la mañana del viernes y no había nadie más en el gremio. Candado se había levantado temprano para recoger el diario y leerlo (aunque era probable que no hubiera dormido nada). Hammya se había encontrado con él en el camino. En un principio, Candado quería ir solo a la cabaña, pero Hammya insistió y lo siguió hasta allí.

—Candado —interrumpió Hammya.

—Eme.

—Has cambiado mucho.

Candado levantó la vista y luego la bajo.

—¿Tú crees que he cambiado? —preguntó Candado, sin apartar la vista del diario.

—Sí —respondió Hammya—. Los primeros meses que estuve en tu casa, eras muy severo. No querías que nadie entrara a tu habitación.

—No. No quería que tú entraras a mi habitación —corrigió él, finalmente bajando el periódico y mirándola con seriedad—. Y sigo pensando lo mismo. Solo que me cansé de repetírtelo. Que estés ahí no significa que me agrade.

—Oh, bueno —dijo ella, sonriendo con un toque de picardía, y continuó—. También has cambiado la forma en la que me tratas. Ahora eres más caballeroso.

Candado suspiró, apoyando el periódico sobre sus piernas.

—Es una forma de agradecértelo por haber hecho que mis padres volvieran a mi lado —su mirada se perdió en el techo mientras sonreía—. Ayer estuve jugando fútbol con mi papá hasta las dos de la mañana. ¿Cuándo fue la última vez que hicimos eso? —su voz sonaba nostálgica.

De repente, Candado se llevó una mano a la boca y comenzó a toser.

—¡Candado! —gritó Hammya, poniéndose de pie de inmediato.

Candado levantó la mano, pidiéndole que se calmara mientras seguía tosiendo. Cuando finalmente logró detenerse, bajó la mano. Afortunadamente, no había sangre.

—Gracias a Dios —murmuró Hammya, soltando un suspiro aliviado antes de volver a sentarse.

—Esto empeorará con el tiempo —dijo Candado sin inmutarse, volviendo a enfocar su atención en el diario.

—Sí —asintió Hammya con tristeza.

—No tienes que poner esa cara. El que va a morir soy yo, no tú.

—Pero yo no quiero que mueras —dijo ella con un hilo de voz, casi ahogada por la emoción.

Candado bajó lentamente el diario y la miró directamente a los ojos.

—¿Por qué? No me conoces lo suficiente para decirme eso.

—Eres mi amigo —respondió Hammya, su voz ahora más firme—. Y no solo yo me sentiría mal. Todos los demás también.

—Ya veo —dijo Candado, volviendo a su lectura, mientras el silencio regresaba al espacio que compartían.

Pasaron unos minutos en los que Hammya se quedó en silencio, observando el pecho de Candado. En el lado izquierdo de su chaqueta, brillaba la insignia de la O.M.G.A.B.

—Candado —dijo finalmente, rompiendo el silencio.

—Dime.

—¿Por qué eres gremialista? —preguntó, con una expresión curiosa en el rostro.

—Ya te lo había contado, ¿no?

—Sí, pero lo dijiste de una forma muy general, como todos lo harían. Solo quiero saber por qué lo hiciste tú. Conociéndote, estoy segura de que podrías haber elegido el camino del Circuito para terminar esa guerra fría que viven.

Candado la miró sorprendido por un momento, pero luego esbozó una pequeña sonrisa.

—No estás del todo equivocada —admitió—. Es cierto que tomé el camino de los Circuitos con la intención de terminar la guerra, pero... lamentablemente, no pude convivir con esa decisión.

—Increíble —murmuró Candado, mientras escuchaba.

—Verás —continuó la voz frente a él—, cuando me echaron de los Circuitos, aprendí muchas cosas... muchas cosas.

Candado se inclinó hacia adelante, atento a cada palabra.

—Yo odio la sociedad del hombre —afirmó—. No hay otra razón. La sociedad juzga al hombre, y eso es lo que más me molesta. La sociedad dicta tus normas: te dice qué ropa ponerte, qué debes comer, cómo debes hablar, qué puedes mirar, qué puedes preguntar y cómo debes vivir. La sociedad del hombre está dañada, y sigue empeorando. Muchas veces, es la misma sociedad la que crea a su villano, así como también a su héroe. En esta sociedad, no puedes ser diferente.

Hizo una pausa, como si las palabras se cargaran de una gravedad que Candado podía sentir en el aire.

—Había una niña —continuó—, que quería ser parte de un grupo de chicas, pero no la aceptaban porque era diferente. Hablaba diferente, vestía diferente, se comportaba diferente. Fue acosada y molestada por sus compañeras, pero los profesores la castigaban a ella, creyendo las mentiras de los otros. Era más fácil creerle a alguien bien vestido que a ella.

Candado sintió que las palabras comenzaban a pesarle.

—Y no solo eso. Perdió a sus padres porque un policía los mató. Su madre quedó herida, pero terminó muriendo porque no tenían dinero para recibir atención médica. El policía salió exonerado, sin enfrentar ningún castigo. La niña se quedó sin hogar, y lo poco que tenía le fue robado por un hombre de negocios. Aun así, ella, confiando en la justicia, pidió ayuda a otro policía que pasaba por ahí. Pero este la ignoró. Rogó, lloró, suplicó, pero nadie la escuchó. Nadie la levantó, nadie le dio comida, nadie le dio agua.

Un profundo silencio siguió al relato, antes de que la voz volviera a alzarse con una nota amarga.

—Fue entonces cuando comprendió la cruda realidad. La niña se levantó, empezó a robar, a manipular, a asesinar. Al final, uno es lo que hace con lo que hicieron de él. No había razón para perdonar a quienes habían convertido su vida en un infierno. Su nombre era Laila, y terminó siendo parte del círculo de Tánatos. La sociedad la pisoteó, escupió sobre ella, y Laila no tuvo más opción que vengarse. Se vengó del policía, de los doctores, de los niños y niñas que la maltrataron, de todos los rostros que pudo recordar en sus momentos de agonía. Se convirtió en la peor genocida de la historia, destruyó un país entero y no tuvo clemencia con ningún adulto. Dejó a innumerables huérfanos. La sociedad la destruyó, y Tánatos la acogió, le dio sustento, un hogar y una familia.

Candado se mantuvo en silencio, sintiendo el peso de la historia sobre sus hombros.

—Tánatos fue inteligente —continuó la voz—. Tomó a los excluidos de la sociedad, y por eso le fue tan fácil conquistar el mundo en un año. Es triste, pero Tánatos ayudó a las personas de la calle y las entrenó para sus filas. Puede parecer extraño, pero él realmente quería un mundo mejor. Sin embargo, su forma de pensar y la ejecución de su plan no eran las correctas. Creía que para lograrlo, había que destruir la sociedad actual, y eso significaba asesinar a todos los que estuvieran en desacuerdo con su visión: mujeres, niños, incluso recién nacidos.

Candado sintió una opresión en el pecho. Las palabras que seguían parecían más oscuras con cada momento.

—Cuando Harambee derrotó a Tánatos, comprendió todo esto. Entonces decidió hacer algo similar a lo que Tánatos quería, pero con una diferencia crucial: en lugar de crear caos, Harambee construyó una sociedad aparte. Una sociedad en la que todos fueran libres, donde se aceptara a los diferentes. Por eso creó los gremios y eligió a los niños. Los niños son los seres más puros del mundo, los que carecen de maldad, los más fáciles de guiar por el buen camino. Harambee no formó un ejército, no formó acólitos. Formó una sociedad. Una sociedad por y para los niños. La tercera opción.

Candado inclinó la cabeza, tratando de entender la magnitud de lo que narraba.

—¿Y por qué estoy de este lado? —la voz se volvió más firme—. Porque los gremios brindaron salud, justicia, paz, solidaridad, seguridad, esperanza, educación, comunicación... y también un hogar. Harambee tomó las ideas de Tánatos y las perfeccionó. Luchó por un mundo mejor, junto con sus amigos, entre ellos mi bisabuelo. Lucharon por aquellos que no tenían nada. Eso fue Harambee, y eso son los gremios: una familia.

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Candado se puso de pie, colocó la mano en su insignia y miró al cielo.

—Es por eso que soy gremial. Es por eso que sigo a Harambee. Ella dio esperanza y un hogar a los que no lo tenían, les dio una familia, y esa familia, por la que padres y madres como los representantes de la O.M.G.A.B. lucharon, es nuestra responsabilidad y obligación defenderla. Eso somos los gremios, una familia.

Bajó la mirada y vio que Hammya lo observaba fijamente, escuchando cada palabra con atención. Candado, incómodo, se sonrojó y volvió a sentarse.

—Creo que hablé, otra vez, con demasiada pasión sobre este tema.

Hammya quedó sorprendida al verlo en ese estado. Nunca antes lo había visto así, pero, como era de esperarse, Candado se recuperó rápido y fijó sus ojos en ella.

—Bueno, es por eso que soy gremial —repitió, con un tono más calmo.

—¿Qué pasó con esa chica que mencionaste? —preguntó Hammya.

Candado se puso de pie nuevamente y le dio la espalda.

—Jack Barret no tuvo el valor de matarla. Le salvó la vida y le borró sus recuerdos. Renació como una persona nueva y vivió el resto de sus días en la isla de Kanghar. Él y Rosa le dieron un hogar y se encargaron de difundir su supuesta muerte para que pudiera vivir en paz.

—Pero... ¿eso no está mal? —cuestionó Hammya.

—¿Por qué estaría mal?

—Esa mujer asesinó a innumerables inocentes.

Candado se giró lentamente, con las manos en la espalda.

—¿Qué crees que debieron hacer con ella?

—Castigarla.

—¿Cómo?

—Eh, bueno...

Candado se acercó, sus ojos fijos en Hammya.

—Hammya, ¿cuál es la respuesta correcta en este mundo? La sociedad la trató como a una cucaracha, la colectividad le destruyó la vida, y ella solo devolvió lo que recibió. ¿Por qué ella es la villana y no la sociedad? ¿Acaso un día simplemente decidió despertar y destruir una población? ¿Es la maldad de ella, o de la sociedad?

Hammya rebatió.

—Pese a todo el mal que le hiciero, el casitigo fue desproporcionado.

—Son lingas palabras, pero ellos hicieron lo que creían justo.

—Pero…

—En este mundo, el bien y el mal no existen —continuó Candado—. Son solo palabras que los hombres creó y les dió significado, aquí soy bueno por dejar vestirte como se te canta, pero en el muno musulmán sería todo un idolo el pecado por dejar vestirte así.

—Claro que existe el bien y el mal —replicó Hammya, con un tono desafiante.

Candado cerró los ojos y caminó hacia un estante de libros, con las manos cruzadas detrás de su espalda. Se detuvo a unos centímetros de él y habló.

—¿Sabes algo de historia?

—¿Historia?

—Sí, la que enseñan los profesores —respondió Candado mientras pasaba el dedo por los lomos de los libros.

—Oh, claro. Era bastante buena en eso —dijo Hammya, con una sonrisa.

—¿En serio? —Candado detuvo su dedo en un libro bermellón, lo sacó y, con el libro abierto entre sus manos, la miró—. ¿Qué pasó el 12 de octubre de 1492?

Hammya se recostó en su silla, pensativa.

—¡Ya sé! Cristóbal Colón descubrió América.

—Si fuera un profesor, te diría "Muy bien, un diez para Hammya".

—¿Y tú qué me dirías?

—Yo te pondría un cero —dijo Candado, cerrando el libro con un golpe seco y deslizándolo entre sus manos.

—¿Por qué? Eso es lo que decía el libro de historia.

Candado se sentó nuevamente, cruzando las piernas.

—¿Qué significa descubrir?

—Encontrar algo nuevo o crear algo que no existía antes.

—¿Y América apareció de la nada cuando Colón llegó aquí?

—No.

—Exacto. América ya estaba habitada desde hace más de 14.000 años antes de que Colón siquiera la pisara. Ese italiano sólo trajo tres barcos, plantó una bandera, saqueó tesoros y llevó a algunos nativos a Europa. Después de eso, los españoles volvieron, destruyeron Tenochtitlan, mataron, saquearon y violaron. Para nosotros, fueron crueles invasores; para ellos, trajeron su idioma, costumbres y religión.

—¿Y qué tiene eso que ver con lo que hablamos?

—Que América "se descubrió", pero en realidad fue invadida. Trajeron la civilización, la cultura y a Dios. Dime, ¿de verdad crees que eso fue algo bueno?

—No lo sé, no lo entiendo del todo.

—Es que el bien y el mal no existen como conceptos absolutos, Hammya. Son ideas humanas. Si el bien realmente existiera de forma objetiva, Tenochtitlan seguiría en pie y no sería una ruina. Tampoco existe el mal en sí mismo. Los humanos actuamos según lo que nos conviene. Mira, si un hombre intenta violarte y yo tengo un arma, lo mataría sin dudarlo para salvarte. Pero eso, ¿me convierte en una mala persona por haberle quitado la vida? He hecho algo malo para lograr algo bueno.

Hammya lo miraba con la boca entreabierta, sin saber qué decir.

—No es necesario que estés de acuerdo conmigo. Es solo mi forma de ver las cosas. El bien y el mal son construcciones de la moral y la religión. Por ejemplo, hay quienes creen que la vida es sagrada. Pero si la vida de alguien a quien aman está en peligro y tienen un arma en la mano, tendrán que decidir entre su moral o su familia.

—¿Y cómo llamas a eso?

—Es un dilema, un conflicto entre lo que consideramos correcto y lo que estamos dispuestos a hacer.

Candado se levantó y caminó hacia el estante para devolver el libro. Hammya lo interrumpió.

—Candado...

—Eme—respondió él mientras colocaba el libro en su lugar.

—¿De verdad harías algo así en mi situación?

Candado volteó y la miró fijamente.

—Por supuesto. Eres mi amiga, vives en mi casa. Es mi deber cuidar de todo lo que esté en mi hogar.

Antes de que Hammya pudiera responder, la puerta de la sala se abrió, acompañada por voces que se acercaban. Ella cerró la boca de golpe, tomó un diario y fingió leerlo, aunque lo tenía al revés. Candado se tapó la boca, tratando de no reírse, divertido por la torpeza de Hammya. Justo en ese momento, Héctor entró con una carpeta bajo el brazo.

—Buenos días, ¿adivina quién llegó? —dijo Héctor.

—¿Quién eres? —preguntó Candado con tono sarcástico.

—Eres cruel —respondió Héctor.

Declan entró detrás de él junto con German, colocando su mano en el hombro de Héctor.

—Ni la tormenta puede borrar tu estado de ánimo —dijo Declan sonriendo.

—Toda una mariposa—agregó German.

Héctor sonrió y le dio, a ambos, unas palmadas en la espalda antes de dirigirse hacia Candado y extenderle la mano.

—Hola, amigo.

Candado le estrechó la mano, pero Héctor lo jaló hacia él para darle un abrazo.

—Ven aquí, no seas tímido.

—Me estás cortando la circulación, Héctor.

Héctor lo soltó, riendo, y luego miró a Hammya, quien seguía fingiendo leer el diario al revés.

—Vaya, vaya, vaya... la niña de cabello verde. ¿Cómo has tratado a Candado? —preguntó él en tono travieso.

—¿Disculpa? —respondió Hammya, confundida.

—Clementina me contó todo sobre el "regalo" que le diste a Candado.

—El chisme del día—se burló German.

—Eres todo un encanto de la comedia—dijo Declan cansado.

—Je ¿Envida?

Declan suspiró, y apareció Candado.

—¿En serio? ¿Un regalo? —intervinó Candado, ajustando su ropa, arrugada tras el abrazo.

Las mejillas de Hammya se encendieron, su boca se secó y empezó a sudar de la vergüenza. Incapaz de soportarlo más, se cubrió la cara con el diario.

—Déjame en paz —dijo, avergonzada.

—(Pero solo me dio un libro ¿Es para tanto?) —pensó Candado.

—Eres la única chica que manifiesta un sonrojo muy llamativo.

—Erika hace lo mismo Héctor—refutó Candado.

—Ella no cuenta.

Héctor soltó una risa y miró a Candado.

—¿Pasa algo? —preguntó Candado al instante.

—Nada, o tal vez sí. ¿Hiciste lo que te pedí?

—¿Sobre tu hermana?

—Sí, lo hice.

—Perfecto, porque no podré estar presente.

—¿Entonces volviste solo para decirme que no estarás, a pesar de haberlo dejado claro en la carta que me enviaste?

Héctor desvió la mirada.

—Algo así.

—Estúpido.

—Da igual, solo quería ver cómo estaban.

—La reunión no te fue bien, ¿verdad?

—Digamos que no.

Candado suspiró, llevándose la mano derecha a la frente.

—¿Qué pediste para que te fuera tan mal?

Héctor hizo un gesto para que Candado se acercara. Candado se inclinó y Héctor le susurró algo al oído.

—Es un tema delicado. ¿Podemos hablarlo en otro lugar?

Candado se alejó un poco, lo miró con sospecha y luego miró a los demás.

—Está bien.

Candado se acercó a un librero, colocó ambas manos en él y lo deslizó hacia un lado, revelando una puerta. La abrió y mostró una escalera que descendía hacia la oscuridad.

—Héctor y yo bajaremos. Por favor, no nos interrumpan.

—Claro, tómense su tiempo —respondió Declan.

Declan asintió, mientras Candado encendía las luces y hacía una señal para que Héctor lo siguiera. Cuando él empezó a bajar las escaleras dejó de sonreír y adoptó una expresión seria. German lo notó y frunció el ceño.

—¿Pasa algo? —preguntó Lucas, preocupado.

German rápidamente volvió a sonreír.

—No, no pasa nada.

Candado y Héctor desaparecieron en la oscuridad mientras bajaban las escaleras con cuidado. Al llegar abajo, se encontraron frente a una puerta roja. Candado se acomodó la boina y sacó una llave blanca para abrirla.

—Pensé que...

—Todavía nadie me ha vencido —dijo Candado, mientras giraba la llave y abría la puerta.

Entraron y Candado encendió las luces. El interior era una enorme sala llena de estanterías repletas de libros y montones de papeles escritos a mano. Lo más sorprendente era que el lugar estaba impecable, sin rastro de polvo ni telarañas. Las luces provenían de un gran candelabro, que alguna vez fue diseñado para velas, pero modificado para bombillas eléctricas. El suelo de madera antigua estaba perfectamente conservado, y las paredes eran de piedra y cemento.

Candado se sentó en una mesa redonda con cinco sillas. Héctor cerró la puerta tras él y se acercó.

—Dime, ¿qué sucede? —preguntó Candado.

Héctor sonrió y puso las manos en su espalda.

—¿Estás loco, Candado? ¿Enfermo? ¿O acaso perdiste la cabeza?

Candado se recostó sobre su puño izquierdo y, de manera desinteresada, preguntó:

—¿A qué te refieres con eso?

Héctor golpeó la mesa con los puños, mostrando su ira.

—¡NO TE HAGAS EL TONTO CONMIGO!

Candado cerró los ojos y continuó.

—Debí imaginarlo, la única razón por la cual me llamas a este lugar es para gritarme.

—¿En serio, Candado? ¿Creíste que no me iba a dar cuenta?

Candado abrió su ojo derecho.

—No sé de qué hablas.

—¡OCULTASTE A RUCCIMÉNKAGRI!

Candado abrió ambos ojos.

—¿Y qué con eso?

Héctor golpeó la mesa nuevamente.

—¡¿QUÉ CON ESO?!

—Héctor Ramírez Bonamico Mateo, deja de gritar, no soy un perro ni un gato, soy un ser humano, y hablamos con altura.

—¿Altura? —Héctor comenzó a caminar sin rumbo por el lugar—. Altura... altura.

—Tienes que calmarte.

—¿Calmarme? Candado, sabes quién es ella, sabes lo que hizo, pero ¿por qué?

Candado observó sus dedos por un momento, luego lo miró a los ojos.

—Ella me lo contó todo. No sabía quién era o qué era, pero si tuvo el valor de contarme su pasado, entonces, ¿por qué negarle mi ayuda?

—¡Ha matado a miles de nosotros en el pasado! ¡Miles! ¡MILES! —gritó Héctor mientras golpeaba la mesa otra vez.

Candado se levantó y caminó hacia él.

—Dime, amigo, ¿acaso pensaste que saldríamos incólumes tras nuestros abusos a la naturaleza? Cazas masivas, extinción de innumerables especies, millones de árboles talados, ríos contaminados. Dime, ¿de verdad crees que la naturaleza iba a permitirlo?

—No, no, no, eso no funciona conmigo Barret— dijo mientras empezaba a golpetear la mesa—. Ella esta en busca y caputura, literalmente estás violando la ley. Tu palabarerío sobre el punto más elocuente no me afecta, amigo.

Héctor empezó a caminar en círculos, mostrando frustración y preocupación.

—¿Debemos asumir que ella es la maldad? ¿Por qué tendría que ser benevolente?

—¿Estás justificando sus acciones?

Candado puso su dedo índice en el pecho de Héctor.

—Héctor, ¿tú te quedarías de brazos cruzados si una multitud destruye tu casa? Nosotros pensamos solo en nuestras necesidades y, para satisfacerlas, estamos dispuestos a pasar por encima de todo aquel que se interponga, sin importar el daño. Si tienes hambre, tomas un arma y cazas; si tienes frío, talas un árbol y haces fuego. Ella podría aceptar eso, pero el ser humano creó el capitalismo y el comercio, y para eso necesitaba más de lo que la naturaleza le podía dar.

Héctor apartó altaneramente la mano de Candado de su pecho.

—Eso no justifica la sangre de inocentes. Rucciménkagri es la criminal más peligrosa del mundo. Debemos juzgarla, tendrá sus motivos, todo lo que quieras, con ese criterio perdonamos a todos los criminales de todo le mundo, debe ser castigada.

—Ya ha sido castigada. El hombre triunfó. Cada año se pierde un bosque; el crecimiento de la población provoca la desaparición de miles de árboles, vegetales y animales. Ella ya no puede hacer nada más que proteger el lugar donde se refugia.

Héctor se quedó en silencio.

—Si ella es mala, entonces, ¿qué somos nosotros?

Héctor sonrió y se aflojó la corbata.

—Siempre buscas la manera de ganar las discusiones... y siempre ganas. Pero las demás personas no pensarán así cuando se enteren de esto.

—¿Qué harás?

—No diré nada, no comparto para nada tu visión, amigo. Pero haré como si no hubiera visto nada, no lo olvides: algún día lo sabrán, y cuando eso ocurra, serás expulsado.

—No me da miedo la expulsión.

—Puede que no, pero a mí no me gustaría que mi amigo fuera echado de la O.M.G.A.B.

Candado caminó de regreso a su asiento y recostó su sien en su puño izquierdo.

—Pero me da miedo otras cosas, Héctor.

—¿Por los testigos?

—Sobre Pullbarey.

—Ah, el sujeto que me contaste.

—Ha estado secuestrando niños.

—Supongo que es el que maneja el conjuro de rucrenia.

—Supongo, pero ¿no te parece extraño?

—¿Qué cosa?

—Nada, olvídalo.

Héctor se acercó a Candado.

—No has estado durmiendo, ¿verdad?

Candado no contestó.

—Sabes, creo que deberías descansar un poco, por tu salud.

—¿Mi salud?

—¿Crees que lo olvidé? Aquel día, afuera de la casa del anciano, vi sangre.

El asombro de Candado fue fugaz; sus ojos se dilataron, pero trató de mantener la calma.

—No sé qué te ocurre, pero es bastante grave como para que te lo guardes.

—Olvida eso.

—Como tú digas —luego se arrodilló, forzando a Candado a mirarlo—, pero recuerda, si veo otra vez sangre en tu tos, me veré obligado a actuar.

—Olvida eso —repitió fríamente.

Héctor se rió y se levantó.

—Bien, es hora de subir, me gustaría divertirme un poco.

Candado se levantó, poniendo las manos en los bolsillos.

—¿Terminó tu regaño?

Héctor se rió y se arrimó a Candado, como colegas del trabajo.

—No, claro que no, solo me tomaré un descanso.

Candado y Héctor subieron las escaleras, donde los esperaban los demás.

A lo lejos de la casa, Clementina, la robot que cuidaba de Candado, no estaba presente. Se había quedado en casa para ayudar a la familia Barret, ahora que los padres de Candado habían regresado. Clementina se dedicaba a hacer de todo un poco, desde lavar los platos hasta cocinar, pero la mayor parte del tiempo se encargaba de la bebé Karen, ahora de tres años. Su cumpleaños fue el 10 de julio, y ese día, Candado estuvo a su lado todo el tiempo, jugando y cantando con ella, claro que con la compañía de sus padres. Fue la primera vez que Candado no se mostró frívolo ni vacío; estaba completamente feliz.

Sin embargo, Clementina había notado algo en la señorita Barret. Europa estaba sentada en el sillón, decaída, mirando su álbum de fotografías. Al pasar por ahí, Clementina decidió acercarse y mirar por encima de sus hombros.

—Recuerdo esa fotografía.

Europa saltó del susto y volteó rápidamente.

—Clementina, ¿cuándo...?

—Hace un momento.

Clementina rodeó el sillón y se sentó a su lado.

—¿Sucede algo, señorita Barret?

Europa tragó saliva.

—Solo estaba mirando cuán miserable he sido.

—No debe decir eso, usted es la voz de esta casa.

—Tal vez...

Europa contempló el álbum y miró una foto de Candado en sus brazos. Puso su mano sobre ella.

—Yo también recuerdo ese día. Candado estaba llorando porque se le había caído su caramelo en el agua.

—Fue espantoso.

Europa se rió.

—Claro, pero así era él.

Clementina mostró una expresión de pena.

—Ella tomó la foto.

—Ella era un ángel. Su muerte me rompió el corazón.

—Sí, no solo a usted.

Europa abrazó el álbum y, sin mirar a Clementina, preguntó:

—Dime todo sobre Candado.

Clementina vaciló y miró su rostro.

—¿Qué? ¿Sobre qué?

—¿Qué pasó después del funeral? —preguntó Europa mientras forzaba su abrazo en el álbum.

Clementina dudó, bajó la mirada y comenzó a contar.

—Después del funeral, Candado se dirigió directamente a la cabaña. Nosotros lo seguimos en silencio. Héctor y Erika intentaron hablar, pero al final no dijeron nada. Nadie dijo nada. ¿Qué se podía decir? Había perdido a un ser irremplazable. Ninguna palabra nuestra iba a ayudarlo.

Europa sollozó, pero se mantuvo firme. Clementina empezó a dudar, pero continuó.

—El joven patrón tenía las manos temblorosas, no podía abrir la puerta de la casa. Sin embargo, lo logró. Cuando llegó a la sala, se arrodilló inexplicablemente. Nadie quiso acercarse a él.

Clementina se detuvo.

—Continúa.

Clementina la miró. Las lágrimas de Europa empezaban a brotar, pero aun así, ella se las secó con la muñeca.

—Continúa, por favor.

Clementina tomó valor y siguió.

—Al final, fue Héctor quien intervino. Entonces, Candado explotó. La ira salió de su cuerpo, destruyó todo lo que estaba a su alrededor: mesas, sillas, cuadros, objetos... Todos nos mantuvimos en silencio y observamos cómo Candado soltaba todo el dolor que tenía guardado. Una y otra vez suplicaba que ella regresara con su familia, pero nada cambiaba.

Clementina se detuvo nuevamente y miró a Europa, quien parecía a punto de quebrarse.

—Sigue, no te detengas —pidió Europa, con una voz temblorosa.

—Candado perdió el equilibrio y cayó al suelo. Una y otra vez maldecía el nombre de Dios y a sí mismo. Cuando iba perdiendo el conocimiento, repetía su nombre una y otra vez: Gabriela...

Europa cedió al llanto, dejó caer el álbum y se tapó la cara. No podía soportarlo, pero aun así insistió:

—No te detengas —dijo con esfuerzo.

—Candado no durmió, no habló ni comió durante tres días y tres noches. La mañana siguiente, cuando intenté que saliera de su habitación, lo encontré en el suelo, exhausto. Aprovechamos cuando se desmayó y le dimos todas las vitaminas mediante inyecciones. Estaba muy débil y no despertó hasta el día siguiente. Todos tomábamos turnos para verlo.

Europa se desmoronaba lentamente.

—Candado buscó a sus padres, pero ustedes ya no eran los mismos. No podía soportar la soledad, no quería a sus amigos, quería a sus padres a su lado. Quería llorar en los brazos de su madre, pero estaba solo. Su madre y su padre no estaban. Lloró y lloró, pero no, sus padres no estaban ahí para él. Fue entonces cuando decidió encerrarse en su habitación. No quería a nadie más, solo a sus padres, pero nunca tocaron la puerta.

Europa estalló en llanto. Cada palabra que salía de Clementina era más dolorosa.

—¿Dónde estaba? —preguntó Europa, maldiciéndose a sí misma.

—Despertó a la mañana siguiente, pero ya no era el Candado alegre y dulce. Había despertado un Candado diferente, vacío y de corazón frío. "Gabriela", fue lo que dijo. En sus ojos se veía el reflejo del dolor mismo; ya no era un ser humano, era un cascarón vacío. "Mis padres me odian", eso fue lo que me dijo.

—¿Qué le he hecho? Hice sufrir a mi hijo. ¿Qué clase de madre soy? ¿Dónde estuve cuando más me necesitaba?

Europa lloraba desconsoladamente. Sabía que había ignorado a su hijo y su dolor, un dolor que lo cambió para siempre. Nada podía detener sus lágrimas.

—Ese día lloramos por Rueda, y olvidamos a nuestro hijo. No puedo imaginar el dolor que sintió al considerarse olvidado.

—Hammya lo comprendió —dijo Clementina.

Europa se calmó un poco y miró a Clementina.

—Aquel día, tal vez no me di cuenta porque estaba feliz de tener a un nuevo residente, pero Hammya entendió el dolor de Candado. Ella fue la única que pudo saberlo. Ese día preguntó por el caballo y también que quería verlo. Pero no solo eso, también quería estar a su lado, hacerlo reír, hacerlo enojar, entristecerlo... Hammya encontró el equilibrio de Candado.

Europa guardó silencio, pero las lágrimas continuaban cayendo.

—Me gustaría saber qué hizo para que volvieran con su hijo.

—Ah, eso... —Europa se limpió las lágrimas—, fue una lar-ga charla por teléfono, casi cuatro horas. Me contó todo lo que pasó mi hijo: el dolor, el desprecio, cómo arriesgó su vida sin importar lo peligroso que fuera —soltó una risilla—. Soy una estúpida... darme cuenta de mi deber de madre a través de una niña.

—Lo importante es que ahora está aquí con él, y desde entonces Candado ha estado muy feliz. Esa niña ha logrado algo que nosotros no pudimos en su momento: hacerlo reír y mantener esa sonrisa por más tiempo.

—Si ella no me hubiese llamado…

—…Me gustaría que uno de estos días vayamos a Resistencia otra vez. ¿No te parece, Candado? —dijo una voz desde afuera.

—Olvídalo, puedes hacerlo vos, Hammya. No hace falta que yo esté ahí.

Europa se puso de pie al escuchar la voz de su hijo en la puerta.

—No seas así, debe ser bonito. Es como la primera vez que te divertiste y quieres recordarlo.

—Recuerdo la primera vez que me divertí.

—¿Sí? ¿Y qué pasó?

—Fue horrible.

—Fuuu...

La puerta se abrió y Candado entró. Al poner un pie dentro, vio a su madre, de pie frente a él, aún con lágrimas en los ojos.

—¿Mamá? —preguntó Candado.

—¿Sí?

—¿Estuviste llorando o picando cebollas?

Europa comenzó a reír, pero al mismo tiempo volvió a llorar.

—¿Qué pasa? —preguntó Hammya.

—Mamá —Candado se acercó y extendió su mano—, sea lo que sea, lo siento.

Europa se arrodilló y abrazó a Candado con fuerza, haciendo que su boina cayera al suelo, rodando hasta los pies de Hammya.

—¿Mamá?

Ella seguía llorando. Su abrazo tenía atrapado a Candado, quien apenas podía moverse, más allá de sus brazos. Su rostro frío y habitual cambió a uno de preocupación.

—¿Pasa algo, mami?

—Siento no haber estado ahí para ti y para Karen. Perdón por no haber tocado la puerta antes —Europa abrazó a su hijo con más fuerza—. Te hice daño, no estuve a tu lado. Debí haber tocado la puerta, debí haber entrado, debí haber escuchado tu dolor.

Candado la abrazó de vuelta.

—Te quiero.

Europa lloró, y lloró, y lloró. No hacía otra cosa más que eso. Se había perdido dos años de la vida de su hijo por el dolor. Ella y su marido se habían quedado atrapados en el pasado, mientras que Candado había caminado solo hacia el futuro. Lo que ella había hecho parecía incorregible. Pero Candado no la odiaba, nunca lo hizo; en realidad, pensaba que ella no lo quería.

Europa se sentía estúpida, pero no podía dejar de llorar, abrazando a su hijo y pidiéndole perdón una y otra vez, hasta quedarse sin voz. Clementina observaba la escena con una sonrisa, mientras que Hammya, con la boina de Candado en la mano, soltaba una que otra lágrima. Candado solo abrazaba a su madre; ella estaba muy dolida, pero él escuchaba su disculpa una y otra vez. En un momento, Clementina notó algo inusual en el rostro de Candado: él también estaba llorando. Las lágrimas llenaban sus ojos y recorrían sus mejillas, casi imperceptibles. Aunque apenas lo mostrara, él también sentía ese dolor. El sufrimiento fortalece el vínculo de la familia. Europa nunca más dejaría solo a su hijo. Nunca más.