Hammya despertó en su cama, sintiendo la cálida luz del día que se filtraba a través de su ventana y se posaba suavemente en su rostro. Al abrir los ojos, pudo ver el cielo: un sol radiante acompañado de algunas nubes blancas y grises que danzaban en el horizonte. Sin embargo, algo extraño la inquietó. Notó que sólo podía ver con un ojo y un dolor agudo comenzaba a expandirse en su cuerpo, especialmente en las costillas y el pecho, sensaciones que nunca antes había experimentado.
De pronto, un recuerdo se apoderó de ella, y la ansiedad la sacudió. Necesitaba saber qué había sucedido con él.
—¡Candado! ¡CAN…! —gritó con la voz rota por el miedo.
—Estoy aquí —respondió una voz fría y cortante desde alguna parte.
Hammya giró la cabeza hacia la dirección de donde provenía el sonido y lo vio: allí estaba él, sentado, con un libro entre las manos y la misma actitud habitual que siempre lo caracterizaba.
—No hace falta que grites —dijo con indiferencia.
Se levantó con calma y comenzó a caminar hacia ella.
Al verlo de cerca, Hammya quedó petrificada. No tenía ninguna herida visible, como si nada le hubiera sucedido. Vestía una camisa blanca con una elegante corbata roja, un chaleco negro impecable, guantes blancos, pantalones oscuros ajustados y unos zapatos que hacían juego perfectamente con el conjunto.
—¿Candado? —preguntó con un hilo de voz.
El chico se rascó la mejilla con su dedo índice y miró hacia la derecha.
—¿Acaso parezco otra persona?
Antes de que pudiera responder, Hammya saltó de su cama y lo abrazó con tanta fuerza que él perdió el equilibrio y cayó al suelo.
—¡Estás bien! —exclamó con alivio.
—Olvídate de mí y preocúpate por ti. Estuviste dormida durante dos días —respondió él, intentando ponerse de pie.
Pero Hammya no prestó atención a sus palabras. Siguió abrazándolo, como si no quisiera soltarlo nunca.
—Oye, ya estoy bien. Sólo pasé por una tonta fase —dijo él, tratando de aliviar el peso de la situación.
Con cuidado, Candado la levantó en sus brazos y la sentó de nuevo en la cama. Luego observó su guante y se percató de una mancha verde en él.
—Mira, abriste tu herida. Tengo que cambiarte la venda —dijo con un tono serio.
Se dirigió hacia un escritorio cercano para sacar el botiquín del cajón.
—¿Dónde estoy? —preguntó Hammya, aún aturdida.
—Estás en tu habitación —respondió él mientras preparaba el material de curación.
—¿Qué le pasó a los demás?
—Están en sus casas. Son las 9:05 de la mañana y aún están durmiendo. Vendrán a verte a las 12:00 para saber cómo estás —explicó con una voz calmada.
—Mi cabello volvió a ser verde —murmuró Hammya con algo de extrañes.
—Volverá a ser rojo —respondió él con un tono seguro.
Hammya no pudo evitar reírse ante la tranquilidad de sus palabras.
—¿Dormiste? —preguntó de repente.
—Sí, Clementina y mi madre me obligaron a descansar. No me quitaron los ojos de encima, ya sabes… después de que intenté quitarme la vida —respondió con una mezcla de pesar y sinceridad.
Hammya se mostró preocupada mientras él sacaba alcohol y algodón del botiquín.
—¿Y ahora? —preguntó ella.
—Tuve que contarle todo, absolutamente todo, desde por qué lo hice hasta por qué intenté acabar con todo—respondió con voz grave.
Hammya se quedó quieta, mirándolo con atención.
—¿Qué ocurrió?
—Me abrazaron, todos, de hecho. Nadie se enojó conmigo, nadie me agredió. Aunque mi madre sí lo hizo —dijo con una tristeza palpable mientras comenzaba a retirar el vendaje de sus manos.
—¿Te importaría mirar hacia arriba? —le pidió.
Hammya lo obedeció y dirigió su mirada hacia el techo, haciendo un gesto involuntario cuando la costra se desprendió de su piel al quitar el vendaje.
—Vaya —murmuró.
—¿Cómo está? —preguntó Hammya.
—Tuviste suerte de que el facón no dañó tus huesos. Sólo tuviste un desgarre de la carne y el músculo. No hizo falta que te cosieran porque la hoja era muy fina —explicó con profesionalidad.
—Tuve suerte —dijo ella de manera burlona.
Con un pañuelo mojado en agua, Candado comenzó a limpiar la herida suavemente.
—Fue muy estúpido lo que hiciste ese día. Podrías haber perdido la mano, haber muerto—dijo él mientras limpiaba.
—Jejeje, no era posible, nadie podía morir en ese, sin mencionar que, si no lo hacía, vos podías haber muerto —respondió Hammya, con un tono serio.
—Pero pudiste perder tu mano.
—Pero no te hubiera perdido —contestó ella con una sonrisa.
—...
Candado pasó alcohol con algodón por la herida, y Hammya no pudo evitar quejarse del ardor.
—¡Ah! Arde —exclamó.
—No mires hacia abajo —dijo él con una voz calmada.
—Bien, bien, no lo haré —respondió ella, haciendo pucheros.
Con suavidad y cuidado empezó a limpiar su herida.
—¿Estás bien? —preguntó ella con suavidad.
—Claro que lo estoy —respondió él indiferentemente.
—No me refiero físicamente, me refiero a lo otro —insistió Hammya.
—Sobreviviré —respondió él con firmeza.
Candado terminó su trabajo, asegurándose de vendar la herida con cuidado.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó de repente.
Hammya bajó la cabeza, pero él la instó a mirarle nuevamente.
—¡NO! No bajes la cabeza —dijo con firmeza.
Hammya accedió y continuó mirando el techo.
—Porque habrías muerto, Candado, y yo no quería eso. No quería que murieras. Gabriela estaría enojada si supiera que murió por nada —susurró con el corazón apretado.
—No estoy hablando de Gabriela, estoy hablando de ti —respondió él, con voz temblorosa.
Candado terminó de vendarla y la miró con tristeza.
—Ya lo dije, porque no quería que murieras —añadió ella, con una voz firme.
—Pero, ¿por qué lo hiciste? —preguntó él nuevamente, con un tono de duda.
—¿Por qué? No hay por qué. Te lo responderé con una pregunta: ¿vos harías lo mismo?
—Sí, lo haría —respondió él sin titubear.
—Pues ahí lo tienes. Yo también —dijo Hammya, con una mezcla de soberbia y alivio.
El silencio quedó entre ambos, roto solo por el sonido distante de los rayos de sol que seguían filtrándose por la ventana.
Candado terminó de vendarse la herida, guardó los utensilios en la caja y los dejó a un lado, solo para tomar su mano lastimada con la suya.
—Sabías que dolería mucho, sin embargo, lo hiciste —dijo mientras miraba y acariciaba la herida que tenía en la contra palma vendada.
—Por supuesto que lo hice, y también sabía que dolería, creo. De hecho, dolió mucho —respondió Hammya con una voz suave. Luego bajó la cabeza de forma lenta hasta pegar su frente con la cabeza de Candado.
—Pero este dolor no se compara con el dolor que sentiría si hubieras muerto.
Los ojos de Candado se crisparon, y las lágrimas que estaba esforzándose por contener comenzaron a deslizarse por su mejilla hasta caer sobre la mano vendada de ella. Hammya lo notó, y con ternura comenzó a acariciar la espalda de Candado con su otra mano.
—Lo siento —murmuró Candado, luchando para no ceder ante el llanto—. Lo siento mucho.
Hammya sonrió, se bajó de la cama y lo abrazó con fuerza.
—Shhhh, shhhh, shhhh, todo está bien.
—Perdón por tu mano.
—No pasa nada.
—Perdón por tu ojo.
—No fue tu culpa, ya se curará.
—Perdón por todo lo que te hice.
—No hay nada que disculpar, nunca me hiciste nada malo.
—Perdón por lastimarte.
Hammya lo abrazó aún más fuerte, sintiendo que tenía en sus brazos a un Candado frágil, vulnerable.
"Algún día te diré lo que guardo en mi corazón" pensó ella.
Le quitó la boina y, mientras él continuaba llorando, le dio un beso en la frente, logrando calmar un poco el torbellino emocional de Candado.
Sumida en ese momento de alegría y amor, Hammya se olvidó por completo de su entorno, hasta que una voz familiar la sacó de sus pensamientos.
—Eh, Hammya —dijo Europa, con un tono de confusión.
Hammya se sobresaltó y se alejó de Candado, regresando a la cama con un movimiento rápido, como si el sonido la hubiera alertado. Miró hacia donde provenía la voz, encontrando a Europa mirándola directamente.
—Hola —dijo Hammya con un nerviosismo evidente.
En ese momento, sintió un instinto hostil en el aire, algo que la hizo soltar a Candado de inmediato y alejarse aún más.
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—Mamá, iba a avisarte, pero… —comenzó Candado, al girar para mirar a su madre.
—Eso lo veo, hijo —respondió Europa con un gesto serio.
—Tu voz suena hostil. ¿Pasa algo? —preguntó él.
Europa se acercó a Hammya, se sentó junto a ella en la cama y la miró directamente. Luego miró a su hijo, notó las lágrimas de sus ojos, pasó su dedo pulgar en uno de ellos para limpiarle las lágrimas y con una sonrisa dulce le dijo:
—El desayuno está listo. Ve abajo, por favor.
—De acuerdo —respondió él, con una leve vergüenza que Hammya notó de inmediato.
La puerta se cerró detrás de Candado, dejando a las dos solas en la habitación. Europa suspiró y miró a Hammya con una sonrisa suave.
—Me alegra verte bien.
—¿Así? —preguntó Hammya con algo de incertidumbre.
—Lo siento por eso. No estoy acostumbrada a ver que Candado sea abrazado por otra chica que no sea Gabriela.
—Ya veo —respondió Hammya.
Europa la abrazó, con un gesto tan maternal que fue como si estuviera cuidándola como si fuera su propia hija. Apoyó su mejilla en su cabeza y susurró:
—Gracias.
—¿Gracias? —preguntó Hammya, confundida.
—Si tú no lo hubieras visto, si tú no lo hubieras parado… —Europa tensó su abrazo y trató de contener las lágrimas—. Seguramente habría enterrado a otro hijo… me aterra solo el pensar eso. ¿Qué tal si nadie lo hubiera visto? ¿Qué tal si nadie lo hubiera parado a tiempo? Me aterra pensar que esto es un sueño, pero cuando te vi abrazándolo, todo ese miedo se disipó.
Hammya sonrió y acarició su espalda suavemente.
—Amo a su hijo —dijo en voz baja.
Europa vaciló un momento, pero se tranquilizó.
—Lo sé, lo supe aquella vez.
—¿Esa vez? —preguntó Hammya, con una mezcla de nerviosismo y curiosidad.
—¿Crees que no te vi? ¿Crees que no estoy enterada de que lo besaste en la mejilla durante el picnic?
Hammya no contestó de inmediato. Se sentía algo nerviosa.
—Bueno, me alegra que me lo hayas contado y todo, pero… ¿no crees que son demasiado jóvenes para eso? —preguntó Europa con un poco de hostilidad.
Hammya frunció el ceño.
—No creo que usted sea la indicada para decirme eso —respondió con algo de firmeza.
Europa se atragantó con su saliva por el nerviosismo.
—Ejem… Eso es diferente.
—¿En qué? —preguntó Hammya con el mismo tono desafiante.
—… —Europa vaciló por un momento, insegura.
—Estoy esperando —le dijo Hammya, con una mirada fija y directa.
Europa no se sintió intimidada por su desafío. Más bien, le devolvió la mirada con más intensidad.
—En verdad son madre e hijo —comentó Hammya de manera tranquila.
—¿Qué te hizo dudarlo? —preguntó Europa, a la defensiva.
—Nada, solo digo —respondió relajando su expresión.
Le dio una palmada en la espalda y sonrió.
—No te cortaré el puente, así que tranquila.
Antes de que pudieran seguir con la conversación, una luz brillante emergió de la ventana, manifestando la presencia de Amabaray.
—Oh, estás aquí —dijo Hammya con algo de alivio.
—Hola, Jän —respondió Amabaray, dirigiéndose a ella—. Hola pequeña, ¿cómo te sientes?
Hammya tocó su ojo vendado y sonrió con cierta timidez.
—Más o menos bien —respondió con voz suave.
Amabaray sonrió y le palmeó la cabeza con cariño.
—Por cierto, ¿vieron a Tínbari? He estado buscándolo toda la mañana.
Hammya y Europa se miraron entre sí, compartiendo una sonrisa de picardía con la niña que hizo a Amabaray fruncir el ceño, confundido, mientras que Hammya no entendía nada.
—Increíble, no es lo que crees, así que no te hagas la cabeza.
Hammya entendió esa mirada y lo que estaba pasando, así que se unió a Europa con su sonrisa cómplice y con ello, el juego.
—Pero…
—…Nosotras no dijimos nada —concluyó Europa.
Amabaray no era buena para mantener un rostro serio, por lo que se sonrojó al notar las miradas de las otras dos.
—¡Me voy! —se alteró Amabaray, saliendo de la habitación con rapidez.
Europa y Hammya rieron juntas al ver la reacción avergonzada de Amabaray. Sin embargo, pronto Hammya comenzó a quejarse de su herida.
—¿Duele todavía?
—Un poco.
—Me sorprendió que tuvieras sangre verde.
—La verdad es que…
—No tienes por qué decírmelo ahora, está bien. No me gusta indagar en los secretos de los demás. Cuando estés lista, cuéntame.
—Bien.
Europa se puso de pie, se despidió con una sonrisa y un giro de muñeca antes de abandonar la habitación.
Hammya quedó sola, mirando alrededor.
—¿Qué hago ahora? —se preguntó, sintiéndose algo perdida.
No tuvo mejor idea que acostarse en la cama y contemplar el techo. Mientras miraba el vacío, comenzó a recordar todo lo que había pasado en ese mundo. A medida que repasaba sus vivencias, una sensación de tensión la embargó al notar su cambio de personalidad. Se había vuelto fría y calculadora para salvar a Candado, y aún tenía vívida la sensación de haberlo tenido entre sus brazos momentos antes.
—(¡¿QUÉ HICE?!) —pensó alarmada.
Se tapó la cara con la almohada y comenzó a girar los pies en el aire como si estuviera pedaleando una bicicleta. Luego de unos largos segundos de “pedaleo”, se quitó la almohada y volvió a mirar el techo.
—Parece que algunas costumbres nunca cambian —murmuró en voz baja.
Europa bajó por las escaleras, sumida en sus pensamientos. Recordaba la conversación que tuvo con Hammya y lo que sentía hacia su hijo. A pesar de todo, escuchar eso le había causado una extraña felicidad, pues le trajo a la mente el día en que Gabriela tuvo su primer novio. Europa había notado ese momento gracias a un dispositivo de vigilancia que había instalado durante el sueño de su hija, justo para asegurarse de protegerla de posibles problemas.
La técnica, aunque invasiva, había funcionado, pero no sin consecuencias. Antes de ello, le había preguntado directamente a Clementina sobre sus romances, y esta le había mentido. Como castigo, le había colocado un sistema verbal y corporal que la obligaba a decir siempre la verdad ante preguntas familiares directas. Lo que no sabía era que, al implementar dispositivos de ese tipo sin las debidas claves, la memoria de quien los recibía podía ser reseteada. Así fue como Clementina perdió recuerdos de su lugar de origen, una circunstancia que nunca llegó a comprender hasta ahora.
Europa llegó a la cocina y, mientras preparaba algo, miró hacia la ventana. Allí estaba Candado, sentado bajo el árbol, comiendo solo. Una sonrisa de pena se dibujó en su rostro. Sabía que su hijo estaba preocupado y que lo estaba evitando, pues creía erróneamente que su madre lo odiaba.
Europa cerró los ojos, suspiró profundamente y decidió acercarse a donde estaba su hijo para aclarar sus dudas, pues si bien tenía una excusa como velar por Hammya, esta ya no era infalible ni válida ahora que despertó.
Al abrir la puerta, un rechinido alertó a Candado. Se sobresaltó, levantando la vista justo cuando vio a su madre acercándose. Miró hacia ambos lados, temeroso de que viniera a buscar a otra persona, pero antes de que pudiera reaccionar para escapar, Europa sonrió y se dirigió hacia él.
Candado sintió un instinto de defensa, pero fue demasiado tarde. Europa lo alcanzó, lo tomó por debajo de los brazos y lo levantó en el aire mientras reía a carcajadas.
—¿Dónde vas ahora? —preguntó mientras lo abrazaba tan fuerte que los pies de su hijo no tocaban el suelo.
—Tengo… —Candado vaciló, consciente de que no podía mentir.
—¿Mmm?
—Ya, quería irme.
Europa sonrió.
—¿A dónde?
—Voy a… —pero ella lo abrazó de nuevo, quitándole la boina para que no sintiera calor. Candado luchaba para liberarse.
—Ups, perdón.
—Podía hacerlo solo.
—Lo sé, pero no lo harás.
Se tiró sobre el césped mientras seguía abrazándolo como si fuera un oso de peluche.
—Me vas a despeinar.
—A veces te comportas como una nena —comentó con una sonrisa.
Candado continuó luchando, pero no pudo evitar sonreír un poco, sintiéndose atrapado entre la calidez y el afecto de su madre.
—Pues adivina qué, me gusta cuando todo está en orden.
—(Se nota que salió a mí).
Candado dejó de luchar en el momento en que Europa suspiró de forma aliviada, lo que entendió de inmediato como una señal de que ella estaba feliz.
—Me acuerdo cuando te enseñaba a caminar. No querías ponerte de pie, pero cuando extendía mis brazos como si fuera a abrazarte, rápidamente te levantabas y corrías hacia mí con todas tus fuerzas.
—No lo recuerdo.
—¡Tonto! Es obvio. Tenías un año de edad, el país se caía a pedazos, había caos y destrucción, pero a nosotros nunca nos faltó nada. A pesar de que mi amada Argentina era devorada por la miseria de un presidente incompetente, siempre encontrábamos razones para sonreír.
—Año 2001, el día que Argentina se incendió por la falta de política social.
Europa se acomodó bajo la sombra de un árbol, aún abrazando a su hijo, y recostó la espalda de Candado en su pecho.
—Vos fuiste muy afortunado.
—¿Por qué?
—Yo nací en 1976, a unos meses del golpe de estado. Crecí viendo mi país en la ruina, nunca conocí la democracia como la conocemos ahora. Sin embargo, cuando escuchaba a mi padre y a mi madre hablar de ella y de cómo había sido el país en su tiempo, no podía creerlo. ¿Eso era la Argentina? Yo también quería verlo. Pasé mi infancia observando la llegada de dictadores, la miseria que ellos traían, el miedo de la gente, la desaparición de aquellos que simplemente se esfumaban ante mis ojos.
—Y luego llegó la democracia, ¿no es así?
—Sí. Recuerdo a ese hombre parado en el balcón de la Casa Rosada, hablando sobre democracia, y ver a mis padres llorar. No porque extrañaran el pasado, sino porque ese día se había cumplido un sueño. Sin embargo, la democracia no era lo que me imaginaba. El hambre no desapareció. Volví a ver el mismo paisaje: un presidente elegido por el pueblo, débil y echado. Después vino Carlos Saúl Menem, un peronista que regalaba industria nacional a los extranjeros...
—Perdón que interrumpa tu historia muy simplificadora del contexto histórico y social, pero... ¿qué tiene que ver todo esto con lo que me pasó?
Europa respiró hondo y continuó:
—Yo me sentía igual. Me sentía culpable, Candado. Me sentía culpable de que mi país estuviera así, de que todo estuviera perdido. Si tan solo hubiera nacido antes, quizás mi voto podría haber cambiado la historia y evitado que mis ojos viesen la miseria. Pero me di cuenta de que eso no era posible.
—¿Qué estás tratando de decirme? Disculpa, pero creo que hay una diferencia enorme en lo que estás contando.
—La historia es un proceso, Candado. Aunque existiera una máquina del tiempo que te llevara a 1955 para advertir al presidente Perón sobre el bombardeo de la Casa Rosada, nada aseguraría que la historia habría cambiado. Otros factores habrían intervenido. La Iglesia habría usado el poder de sus símbolos para declararlo el demonio, lincharlo con la ayuda de quienes seguían esa fe. Las empresas también habrían encontrado formas de sabotearlo, subiendo los precios hasta hambrear al pueblo y culparlo de su propia miseria. Por más que lo intentes, siempre tendrías el mismo resultado: el derrocamiento de Perón.
Candado permaneció en silencio.
—Es diferente... muy diferente—susurró finalmente.
—Candado, echarte la culpa de la muerte de tu hermana es una tontería. Solo tenías cinco años cuando eso ocurrió. Cuando tenías esa edad, solo eras un niño alegre y juguetón. No es tu culpa, no lo fue. Si hubieras tomado la mano de Odadnac cuando te la extendió, quizá habrías muerto, o te habrías dejado llevar por la ira. Pero la ira no es fuerza, Candado. Es debilidad.
—¿Debilidad?
—Sí. Si hubieras tomado sus manos, habrías tenido poder, pero también habrías muerto. Era muy joven para manejar algo así. El estrés y la angustia te habrían destruido. Pero si hubieras sobrevivido, no sabrías pelear y habrías muerto igualmente.
—Pero al menos Gabriela estaría aquí...
Europa abrazó a su hijo con más fuerza, pegando su mejilla contra la de él.
—Yo también pasé por cosas malas, mi sol. Perdí a cinco de mis mejores amigos, uno de ellos significaba para mí lo que Yara es para ti. También fui traicionada por el gremio que más admiraba: el GreenBlood. Perdí mi posición en la O.M.G.A.B. Perdí a Amabaray, perdí a mi hija... Y hoy estuve a punto de perderte por una razón absurda: echarte la culpa de una situación que no te correspondía.
Mientras lo abrazaba con fuerza, su voz se sentía tranquila y segura. Candado mantenía su rostro oculto, llorando en silencio. Su expresión era fría e inexpresiva, pero nada de eso podía ocultar la paz que sentía en ese momento.
—¿Cómo es posible...? —murmuró con la voz rota, sonriendo a través de sus lágrimas—. ¿Cómo es posible que después de todo sea sentimental con ustedes dos? No lo entiendo...
Europa sonrió y le dio un beso en la mejilla.
—Aunque digas que eres una pésima persona, yo estaré siempre a tu lado. Cuando llores, apóyate en mí. Cuando necesites ayuda, solo pregúntame. Porque después de todo, soy tu madre, y es mi deber cuidarte, mimarte, abrazarte y, sobre todo, amarte, lamento haberte alejado de mí, pero te prometo que jamás volveré a dejarte solo, jamás.
Candado se quitó la mano de los ojos, giró rápidamente el rostro para hundirlo en el pecho de su madre.
—¿Está bien si lo hago ahora? —preguntó.
—No tienes que preguntarme eso.
Europa colocó su mano derecha sobre la cabeza de su hijo y con la izquierda le dio palmaditas suaves en la espalda mientras escuchaba su llanto.
—No hace falta que te contengas, Candado. Suelta todo lo que escondes en tu corazón.
A pesar del dolor, el pequeño accedió a la petición de su madre. Nadie más que Europa escuchó sus sollozos.
Mientras él lloraba, ella tarareaba una suave melodía de cuna, una canción antigua que había compartido con él tantas veces. Y aunque sus lágrimas no cesaban, la paz comenzó a fluir nuevamente en su corazón, mientras la melodía bailaba en ellos.
"Luna del sueño, farol en el cielo,
Guía al niño entre suaves campanas.
Un deseo profundo eleva su vuelo,
Ansiando el amor que en la tierra no alcanza.
Amó a la Luna y rogó que bajara,
Y al ver su fulgor, su corazón tembló.
Su amor era puro, como un río que canta,
La Luna escuchó y su alma abrazó.
La Luna del cielo cumplió su promesa,
El deseo de hallar una dulce familia.
Tomó de su mano y con luz lo besó,
Las campanas cantaron su tierna melodía.
Las estrellas brillaron y lo acunaron.
Suena, suena, suena, campana de amor,
Bailando en la noche, bajo el resplandor.
Canta para el viento, silba para el mar,
Aplaude a la Luna, su eterna mirar.
Pero el corazón no sabe esperar,
Quiere abrazarla, quiere besarla,
Es su deseo más grande y total.
La Luna bajó una vez más a la tierra,
Y su sonrisa al niño llenó de primavera.
Tomó su mano, y juntos volaron,
Sus almas unidas al cielo llegaron.
En Sol él cambió, y en luz la envolvió,
Sus vidas eternas en astros brillaron.
Las campanas resuenan, cantando su amor,
El amor infinito del Sol y la Luna.
Las campanas resuenan, bailando al fulgor,
El amor eterno del Sol y la Luna.
Las campanas resuenan, cantando su unión,
El amor eterno del Sol y la Luna."
Europa observó con ternura a Candado, quien descansaba sobre su pecho. Su respiración era profunda y acompasada, pero aún se distinguían las lágrimas que habían surcado su rostro. Ella pasó suavemente una mano por su cabello y, con una sonrisa llena de amor, susurró:
—Descansa, hijo mío.
El crujido de hojas secas rompió la quietud del momento. Europa levantó la mirada y vio a Arturo aproximarse a ella con cuidado.
—Luna del cielo… —murmuró él, su voz cargada de nostalgia—. Es una música que te canté hace mucho tiempo.
Europa lo miró sorprendida, pero no dijo nada. Arturo se sentó a su lado y se acomodó cerca, como si el peso de los años no hubiera erosionado el lazo que compartían.
—Creo que me volví a enamorar de vos —dijo él de repente, con una sonrisa suave y llena de sinceridad.
Europa respondió con otra sonrisa, cálida y tranquila, mientras seguía acariciando la cabeza de Candado. Arturo desvió la mirada hacia el rostro del joven y permaneció observándolo por unos instantes. Había algo en la forma en que dormía, en la quietud de su expresión, que le hizo sentir un extraño tipo de paz.
Con cuidado, Arturo alzó una mano y limpió las lágrimas que aún brotaban de los ojos de Candado.
—No importa cuánto haya madurado, sigue siendo un niño —comentó con un tono de melancólica ternura, mientras dejaba reposar su mano en la cabeza de Candado—. Para mí, siempre será mi hijo.
Europa asintió y volvió a mirar a Candado, que parecía haberse hundido aún más en sus brazos.
—Míralo —dijo ella con un suspiro lleno de cariño—. Parece que está contento.
Arturo también sonrió.
—Sí… está durmiendo tan pacíficamente.
Ambos se quedaron en silencio, observando cómo Candado respiraba serenamente, como si en ese momento todo su mundo estuviera en calma. La brisa soplaba suavemente, llevando consigo un tenue aroma a tierra húmeda y hojas secas. Europa comenzó a tararear la melodía de cuna que tantas veces había cantado, y Arturo, después de un momento, se unió a ella con su grave y cálida voz.
Era un momento sencillo, pero lleno de significado: una madre, un padre y un hijo compartiendo la paz que llega después del caos. Y aunque el pasado estuviera lleno de cicatrices, en ese instante solo importaba el presente, la unión que les mantenía juntos.
A lo lejos. Clementina miraba la escena con una sonrisa.
—Descanse joven patrón.