Candado seguía en la cama, inmóvil, sin haberse despertado desde el día anterior. Ya era medianoche, y su respiración se mantenía apenas perceptible. A su lado, Hammya le sostenía la mano con una mezcla de esperanza y temor. Nelson, quien tomaba su pulso, lo observaba atentamente, mientras sus padres, visiblemente preocupados, no apartaban la vista de su hijo. En una esquina de la habitación, Mauricio se apoyaba contra la pared, tocando su sombrero nerviosamente con el pulgar.
—¿Qué le sucede? —preguntó la señora Barret con voz temblorosa.
Nelson no respondió de inmediato. Mantenía una mano sobre el pecho de Candado mientras sostenía un cilindro brillante en la otra.
—No hay respuesta —dijo finalmente, con seriedad.
—Has estado allí por cinco horas, ¿y no hay respuesta? —la señora Barret alzó la voz, quebrada por la desesperación.
—Cariño…
—¡No! ¡Me niego a enterrar a otro hijo! —gritó, sofocando un sollozo.
Mauricio se acercó y, con suavidad, tocó la nuca de la señora Barret con su báculo.
—Kasit… —murmuró en un tono bajo.
La señora Barret cerró los ojos y cayó rendida en los brazos de su esposo.
—¿Qué le hiciste, Mauricio? —preguntó el señor Barret, sorprendido y preocupado.
—Solo duerme. Es un hechizo de descanso; no sería bueno que entrara en crisis, no ahora —Mauricio le hizo un gesto al señor Barret, quien acarició la cabeza de su esposa y le dio un beso en la frente antes de cargarla en brazos y salir de la habitación.
—Vaya espectáculo que armaste, Mauricio —murmuró Nelson, entrecerrando los ojos.
—Silencio, viejo, haz tu trabajo. La vida de mi hermano está en peligro.
Nelson resopló y volvió su atención a Hammya.
—Niña, has estado aquí cuatro horas, arrodillada y sin hacer más que sostenerle la mano. Ve a descansar.
—¿Cómo podría descansar? Esto es culpa mía… yo creí que lo estaba ayudando.
—Y lo ayudaste.
Hammya alzó la vista, confundida.
—¿Tínbari?
—Has conseguido retar a Candado, lo cual no es poca cosa. Has hecho más de lo que piensas.
—¿En qué lo ayudé? Solo logré que se pusiera histérico. Traicioné su confianza tratando de ayudarlo y solo empeoré su salud.
Mauricio bajó el báculo sobre la cabeza de Hammya con una ligera sacudida.
—Antes eras una esmeralda; ahora eres un ónix. Cambiaste tu cabello, pero no cambies tu esencia —susurró, firme—. Es verdad, Candado está en esta situación por algo que hiciste, pero no diría que fue culpa tuya. Hubiera sido peor si te lo hubieras guardado y dejaras que él se pudriera por dentro. Eres una heroína.
Hammya, frotándose la cabeza, desvió la mirada.
—Duele —murmuró.
—No tanto como la forma en la que te menosprecias —replicó Mauricio, sin vacilar.
Nelson, quien hasta entonces había permanecido en silencio, se acercó a Hammya, sosteniendo una fotografía de Candado con su hermana Gabriela y su abuelo.
—Seguro te dijo algo hiriente… —dijo, mirando a Hammya con comprensión—. Todos cometemos errores; yo también discutí con mi hermano una vez y le dije cosas terribles. Sin embargo, él me perdonó. Estoy seguro de que Candado hará lo mismo contigo.
—Quizá…
Nelson suspiró y dejó la fotografía en su lugar.
—Voy abajo. Tengo sed, me pregunto si habrá chacolí.
Salió de la habitación, dejando a Hammya y a Mauricio en un silencio tenso.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella, sin atreverse a levantar la vista.
—Nada, solo queda observar… yo, al menos, esperaré el momento justo para actuar.
—¿Para usar qué?
Mauricio esbozó una sonrisa enigmática.
—Ya lo verás, pequeña. Ya lo verás.
Abajo, en la sala, estaban todos los amigos de Candado: Héctor, Germán, Lucía, Erika, Walsh, Lucas, Ana, Viki, Clementina, Anzor, Declan, Pio, Andersson, Kevin, Martina, Logan, Diana, Matlotsky, Joaquín, la abuela Andrea e Hipólito. Nadie decía nada; el ambiente era tan pesado que solo se escuchaban los pasos de Nelson bajando las escaleras.
—¿Cómo está? —preguntó Andersson.
—No mejora ni empeora. Solo está dormido por ahora.
—¿Sabe el motivo? —preguntó Clementina, con una voz cargada de decepción.
—Podría ser cansancio, estrés… cualquier cosa.
Erika se acercó a Clementina y la tomó de la mano.
—Despertará —susurró, intentando sonreír.
Nelson se rascó la nuca y se fue a la cocina. En ese momento, Héctor se levantó de forma abrupta, atrayendo la atención de todos, y salió de la sala hacia el patio sin decir palabra. Un minuto después, Walsh se puso de pie y lo siguió, cerrando la puerta suavemente al salir.
Cuando Walsh llegó al patio, encontró a Héctor sentado bajo un árbol, con la cabeza entre las manos, golpeándose la frente con los pulgares.
—Lo arruiné otra vez —murmuró Héctor, sin alzar la vista.
—No arruinaste nada —dijo Walsh con una voz calmada—. Siempre fuiste muy duro contigo mismo.
—Walsh, siempre eres amable… ¿por qué te niegas a ver la realidad?
Walsh se sentó a su lado.
—Cada quien tiene su punto de vista sobre la realidad. Eso aprendí de Candado —respondió con suavidad—. Héctor, eres de las personas que mejor lo conocen; no deberías castigarte por lo que ya pasó.
Héctor suspiró y miró al cielo, sin decir nada.
—Claro que sí.
—No, no es así, Héctor. Vos y yo, o cualquiera de nosotros, no somos expertos en lidiar con la muerte de un ser querido. Era obvio que no podríamos hacer mucho; éramos demasiado jóvenes. Entendimos su dolor, pero no cómo aliviarlo. Después de todo, un ser querido es irreemplazable. Por más regalos que le diéramos, chistes que contáramos o aventuras que le ofreciéramos, nada iba a reparar ese dolor. Y, como vos, yo también tuve miedo de hacer algo.
—Mientes.
—…
—Walsh, cuando ella murió, vos estuviste más tiempo con él. Eras el único que cruzaba esa puerta. Te quedabas hasta que caía el sol, todos los sábados y domingos. En lugar de hacer otra cosa, estuviste a su lado durante seis meses.
Walsh no dijo nada; su expresión quedó en blanco.
—Si tuviera que decirlo, Walsh, eres mucho mejor que yo. Aunque desataste su ira aquella vez, seguiste viniendo.
—Eso no me hace mejor que vos, Héctor. Haber reaccionado en ese momento no me convierte en una mejor persona. Solo hice lo que creí correcto, y lo correcto es subjetivo. Recordá eso, Héctor.
—¿De dónde aprendiste todo eso?
—De alguien llamado Candado Ernest Catriel Barret. Un joven como vos y yo, solo que a él le gusta pensar mucho. Le interesa saber por qué una piedra es piedra o por qué la gente dice lo que dice y no lo que realmente piensa.
—¿Y vos?
—Yo soy yo, y ensayo respuestas con lo que veo.
Héctor rió.
—Eres un loco, Walsh.
—Tal vez, tal vez.
Walsh se puso de pie.
—¿Te vas?
—Sí, pero no solo —le extendió la mano—. Vámonos juntos.
Héctor tomó su mano y se levantó.
—Bien, no puedo decepcionar a los otros, ¿no?
—Eres el Candado mientras él duerme.
—Se oye confuso.
—Bueno, eres el presidente hasta que Candado despierte.
—No me trates de tonto —dijo Héctor con una sonrisa burlona.
Cuando estaban a punto de entrar en la casa, se escuchó un estruendo en el segundo piso, acompañado de un grito.
—¿Qué…?
La puerta se desplomó y de su interior fueron expulsados los cuerpos de Declan y Clementina.
—¡Chicos!
Walsh reaccionó primero.
—¡CUIDADO!
Empujó a Héctor hacia la derecha, evitando que una lanza lo atravesara.
—Fallé —dijo una voz desde dentro de la casa.
Clementina se puso de pie y transformó su brazo derecho en un machete, el único brazo que le quedaba.
—Son Baris. Vienen por Candado.
Los ojos de Héctor brillaron de asombro al ver que, a través de la cortina de humo, emergía una figura de piel pálida y ojos completamente oscuros. Vestía un abrigo negro descolorido, acompañado de un sombrero desgastado; la tela, que alguna vez fue blanca, estaba manchada de negro y rojo.
—¿Qué eres? —preguntó Héctor.
—Atrás, criatura —dijo Declan, poniéndose de pie con furia.
La criatura sonrió.
—Solo venimos por la sangre violeta, no por ustedes. No molesten.
—Se la llevarán sobre mi cadáver —declaró Declan.
—No hay problema.
La criatura extrajo de su pecho una lanza de dos metros de largo, lo que causó gran temor en los presentes. Todos menos Declan, que estaba completamente enardecido por la humillación.
—Lo repetiré una vez más: solo queremos la sangre violeta, no ustedes.
Entonces se escuchó otro estruendo, esta vez desde la habitación de Candado. La ventana estaba destrozada, y, en medio de los restos, estaba Matlotsky, con un martillo en mano, saludándolos.
La criatura se distrajo un instante, un segundo que el anciano Nelson aprovechó. Desde la cocina, irrumpió armado con un fusil de asalto, disparando contra la espalda de la criatura. Al acercarse, sacó una magnum y disparó directo a su cabeza hasta agotar las balas.
—¡LLEVEN AL MUCHACHO! —gritó Nelson.
Mauricio y Hammya saltaron por el enorme agujero, cargando a su amigo.
—Está a salvo —aseguró Mauricio.
—¡NO! —gritó la criatura.
Atrapó a Nelson por los brazos y lo estrelló contra la pared, aunque aquello no fue suficiente para dejarlo inconsciente.
If you encounter this tale on Amazon, note that it's taken without the author's consent. Report it.
Matlotsky bajó del techo y se plantó frente a la criatura.
—A tu novio lo dejé inconsciente. Retrocede, imperfecto.
—¡ESTÁS LOCO! —gritó Declan.
La criatura extendió su mano derecha y lo atrapó por el cuello en un instante.
—Te atreves a golpear a un Keplanio.
—¡DEJA A MATLOTSKY!
Declan corrió hacia la criatura con su espada desenfundada y saltó hacia él. Sin embargo, la criatura lanzó a Matlotsky contra Declan, tumbándolos a ambos en el suelo. Cuando se preparaba para atravesarlos con su lanza, apareció Diana en escena, con una herida en el rostro. Su expresión de ira y su sonrisa desquiciada, junto a sus ojos dilatados, reflejaban un frenesí incontrolable. La sien le sangraba.
—¡JUEGA CONMIGO!
La criatura se giró hacia ella, dándole a Declan la oportunidad de cortarle un tendón. La criatura cayó de rodillas, observando a Diana que avanzaba con una guadaña en mano. Esta fue incrustada en su pecho, y, sin soltarla, Diana procedió a morderle el cuello con una sonrisa.
La criatura logró liberarse y retrocedió mientras sostenía su herida. Diana sonreía, con los labios goteando sangre y una mirada desafiante.
—Nadie ataca a mis hermanos.
—Los humanos sí que dan miedo.
—¿De dónde viene esa voz? —preguntó Diana, mirando a su alrededor.
—Aquí arriba.
Todos levantaron la vista y vieron a otra criatura de pie sobre una rama del árbol. Llevaba una capucha que le ocultaba el rostro, con ojos rojos brillantes. Su armadura relucía en las rodillas, hombros, manos, antebrazos, piernas y espinillas, y sostenía un martillo de dos metros.
Diana lo miró y se lanzó hacia él.
—¡DETENTE!
Diana lo ignoró y arremetió contra la criatura, pero fue en vano. Él le dio un golpe a su guadaña, obligándola a retroceder.
—Saludos, humanos. Soy el Bari del tiempo, Bórrbari.
—Héctor, Hammya. Llévense a Candado de aquí —ordenó Diana.
—Entendido. No mueran —respondió Héctor.
—¿Tan desconfiable soy, Héctor? —dijo Declan, esbozando una sonrisa.
Héctor y Hammya cargaron a Candado y se apresuraron a salir.
Ante los que permanecían de pie —Clementina, Matlotsky, Declan, Mauricio, Diana, Nelson y Walsh— aparecieron tres criaturas. Una de ellas emergió de los escombros; su apariencia era más humana, salvo por sus ojos oscuros. Llevaba una gabardina negra y una cruz colgaba de su cuello.
—¿Estás bien, Suen? —preguntó Bórrbari.
—Todos están inconscientes; me he alimentado de sus sueños, así que sí —respondió Suen.
—Son Baris —murmuró Mauricio.
—Gran observación, humano —contestó Suen, con una sonrisa irónica.
—No perdamos más tiempo, hay que ir tras él —dijo Dess impaciente.
Bórrbari levantó una mano para detenerlo.
—No te desesperes, Dess. No irán a ningún lado.
—¿Dónde está Tínbari cuando se le necesita? —susurró Matlotsky.
—¿Tínbari? Ah, claro, el fugitivo. No esperaba mucho de él; después de todo, dejó de ser un Bari hace tiempo.
—¿Qué?
—Es de admirar cómo defiende a un humano más que a su propia familia.
Walsh se arrodilló al escuchar esas palabras.
—¿Se rinden? —preguntó Dess, con tono soberbio.
—La Hermandad no se rinde —replicó Walsh, esbozando una sonrisa.
Luego pasó su dedo por el césped.
—Esto es nuestro poder.
El trío de Baris volteó rápidamente al ver a Walsh, y detrás de él, a todos los humanos que Suen había puesto a dormir, encabezados por Europa Barret.
—Vaya pesadilla —dijo Joaquín, ajustándose la corbata.
—Y que lo digas —respondió Andersson.
—No permitiré que se acerquen a Candado —afirmó Logan.
Todos estaban sorprendidos, excepto Bórrbari, quien miró fijamente a Walsh, que mantenía su sonrisa.
—Esto es la Hermandad, esto es el gremio.
—No puedo volverlos a dormir —admitió Suen, frunciendo el ceño.
—Creo que será mejor matarlos —propuso Dess.
—Sería imprudente despertar la ira del portador. Él es el único que puede matar a un Bari —dijo Bórrbari.
—Escuchen: nadie tocará a Candado mientras estemos de pie —dijo Anzor con firmeza.
—No hay remedio —respondió Bórrbari, sacando su mazo de la espalda—. Por lo general, hay una regla no escrita que dice "no usar la fuerza total contra un humano". Pero como no hay castigo…
Bórrbari se puso en guardia.
—Vayan tras Candado; yo me quedaré aquí.
Ambos Baris desaparecieron frente a sus ojos, sorprendiendo a todos.
—Bien, ahora empecemos.
Hammya y Héctor, cargando el cuerpo de Candado, corrían por el bosque, tratando de alejarse lo más posible.
—¿A dónde vamos? —preguntó Hammya.
—Al gremio. Es el único lugar donde estaremos a salvo.
—¿Cómo pudo suceder esto? —exclamó Hammya, angustiada—. ¿Cómo nos encontraron? Esto es extraño… Joder, Tínbari…
—¿Crees que estarán bien?
—Somos de la Hermandad Roobóleo; estamos más preparados para una guerra que nadie.
—Ya veo…
Hammya miró la espalda de Candado y notó que su sudor iba en aumento.
—Héctor…
—¡Ahí está! ¡El gremio!
Héctor tomó la mano de Hammya.
—¿Qué…?
—Cierra los ojos.
Héctor aceleró el paso, acercándose a la puerta a tal velocidad que Hammya, asustada, no sabía si detenerse, gritar o simplemente cerrar los ojos. Optó por la última. Héctor, por su parte, continuó corriendo hasta llegar a la puerta y la atravesó como si fuera transparente.
Hammya abrió los ojos al darse cuenta de que se habían detenido de pronto.
—¿Qué ha pasado?
—Atravesamos la puerta.
Héctor entró en una habitación al lado de la sala de juntas, donde había una cama. Bajó a Candado y lo recostó con cuidado. Hammya entró momentos después.
—¿Cómo está?
Héctor abrió el párpado derecho de Candado con el pulgar; sus córneas estaban rojas, y las venas palpitantes de sus ojos mostraban un rastro de sangre.
—Lo sabía…
—¿Qué?
—Efecto dominó.
Luego se puso de pie y miró a Hammya.
—Candado está sufriendo otra vez, y no podemos hacer nada.
Las manos de Héctor temblaban al decirlo.
—Debe haber otra forma.
Héctor forzó una sonrisa.
—Tienes razón. Es muy pronto para rendirse. Iré a ver qué puedo hacer.
—Podrías empezar por entregarme al muchacho.
Hammya y Héctor se estremecieron al descubrir la presencia de Dessbari.
Hammya corrió hasta la cama de Candado para protegerlo, mientras Héctor manifestaba sus barajas de cartas.
—Déjenlo en paz. Ya no lo molesten más.
—Eso es imposible —luego golpeó su lanza contra el suelo, pudriendo la madera donde la tocó.
Hammya se horrorizó; su rostro reflejaba desesperación y miedo mientras abrazaba a Candado. En cambio, Héctor, aunque también estaba aterrorizado, no dejó que el miedo fuera lo suficientemente grande como para hacerlo retroceder. En su expresión se mezclaba la determinación de proteger a Candado y a Hammya con el terror a perder la vida.
—Hazte a un lado.
Héctor lanzó una carta que rozó el rostro de Dess.
—Me aseguraré de que sufras la desesperación de tus heridas antes de morir.
Héctor se abalanzó contra Dess, usando sus cartas como armas. El Bari, sintiéndose superior, quería jugar con él, aunque aún temía la determinación que veía en el muchacho, esa que lo impulsaba hacia una muerte segura. Así que Dess lanzó estocadas mortales sin vacilar.
Héctor hizo todo lo posible por esquivarlas; muchas de las estocadas apenas rozaban su ropa, pero ninguna llegó a tocarle la piel, ya que significaría una muerte segura. Sabía que era imposible atravesar la lanza, un artefacto que parecía inhumano, y comprendió que solo podía moverse de un lado a otro, buscando una oportunidad de atacar. Cuando creyó haber encontrado una abertura, Dess soltó la lanza y lo tomó del cuello.
—Eres muy escurridizo.
Dess sonrió y comenzó a estrangularlo.
Hammya saltó de su lugar y corrió hacia él.
—¡YA BASTA!
Dess la miró y le dio una patada, estrellándola contra un librero, que se vino abajo y cayó sobre ella.
—¡Ha—Hammya! —gritó Héctor, apenas pudiendo hablar.
—Debiste haber tomado el camino fácil.
El cuello de Héctor comenzó a oscurecerse, sus ojos se llenaron de sangre, y de su boca brotaba baba.
—Déjate abrazar por la muerte.
Los quejidos de Héctor se iban apagando poco a poco, su vida escapaba de su cuerpo. Justo cuando parecía que todo estaba perdido, una raíz emergió desde el suelo, golpeando a Dess, quien soltó a Héctor y cayó inconsciente.
Dess cortó la raíz y siguió su rastro con la vista, descubriendo que venía de debajo del librero. Justo cuando Dess planeaba “inspeccionar” el lugar, el librero se levantó, revelando a Hammya, furiosa, con su cabello y ojos verdes brillantes.
—Vaya, entonces...
Hammya le lanzó el librero, dejando claro que no quería escuchar sus palabras. Aunque el impacto no lo lastimó, Dess tomó su lanza y se lanzó hacia ella. Hammya alzó la palma y la lanza chocó contra su mano como si fuera de metal; no había sido herida en absoluto.
Su rostro aún reflejaba ira, y de su palma surgieron raíces que envolvieron la lanza por completo. Dess no se inmutó y se liberó de las raíces, dirigiéndose hacia la cama de Candado.
Hammya se interpuso en su camino y recibió el ataque directamente, pero no sufrió ningún daño.
—Tonto Bari, no puedes dañarme a mí.
—Esa voz... eres...
—¡QUÉ RUIDOSOS!
Ambos voltearon.
Candado estaba despierto, sosteniendo su facón, con su ojo derecho de color negro.
—Veo que Hammya despertó su segunda personalidad.
—Keplant...
—¿Keplant? Soy Candado, niñita silvestre.
Dicho esto, se levantó de la cama y miró a Dess.
—Eres el Bari más cobarde que he visto, atacándome mientras estaba inconsciente y arremetiendo contra mis amigos y familia. Qué poca dignidad bariatiaca tienes.
Dess retrocedió y se concentró nuevamente.
Candado dio unos pasos al frente hasta que vio a su amigo, deteniéndose al instante.
—Héc... tor.
Al ver a su amigo con sangre en la boca y una gran marca en el cuello, sus ojos comenzaron a dilatarse. Héctor yacía en el suelo, aparentemente muerto.
—No veo problema —murmuró—. Una vez, Tínbari dijo que quizás alguien de su raza vendría algún día a buscarme, a matarme y arrebatar mis poderes. Je... por mí está bien.
Luego alzó la vista, llena de una frialdad mortal.
—Digo, no soy un asesino si mato a un Bari, ¿verdad?
Dess se sintió intimidado, pero no retrocedió.
—Ven aquí y...
En un abrir y cerrar de ojos, Candado había desaparecido y reaparecido detrás de él, facón en mano.
—Como ordenes.
Luego enterró su facón en la nuca de Dess, bajándolo hasta su espalda y bañándose en la sangre violeta de su enemigo, mientras su rostro seguía impasible.
Dess soltó un grito desgarrador que dejó a Hammya momentáneamente sorda, aunque Candado no sintió ninguna molestia.
—No puedo matarte con esto. Después de todo, las heridas mortales para los humanos son solo un dolor desgarrador para ustedes, pero no corren peligro de vida. Tínbari me lo dijo.
—Traidor, sabía que debí matarte yo mismo y no él.
Candado parpadeó, frunciendo el ceño.
—Oh, eso.
Tomó a Dess de un puñetazo y lo sacó de la casa, escapando de ahí al instante.
—Aquello que el humano teme, ven aquí; te lo ordeno.
De la nada, un humo negro se manifestó ante sus ojos.
—Vaya —bostezó Tínbari—, qué flojera. —Luego miró a su alrededor—. ¿Por qué no me invitaron?
Candado lo agarró de los cuernos.
—¡Esto no es una fiesta juvenil, IDIOTA!
—¡Ay, ay, ay, suéltame, Candado, duele!
—¿¡QUÉ ESTABAS HACIENDO QUE NO ESTABAS EN TU POSICIÓN, MALDITA SEA!?
—Sentí un aura idéntica a la de mis hermanos, y fui a investig... ¡AUCH! ¡NO TIRES! —Candado tiró con más fuerza—. Está bien, está bien, por favor, no tires más.
—Serás...
Héctor comenzó a toser violentamente, como si intentara inhalar todo el aire a su alrededor con desesperación y dolor.
Candado soltó a Tínbari y corrió hasta donde estaba Héctor.
—Rayos, amigo —dijo Candado mientras se arrodillaba, apoyando la cabeza de Héctor en su antebrazo—. ¿Qué te han hecho?
—Nada... ya sabes cómo es esto, dándote el cuello —respondió Héctor con una sonrisa, llevándose la mano al cuello.
—Me alegra que estés bien.
—¿Dónde está el imbécil?
—Lo ahuyenté.
Héctor empezó a toser.
—Descansa, amigo.
Héctor se puso de pie y se dejó caer en un sillón cercano.
—Dame unos segundos; estaré bien.
—Claro, amigo.
En ese momento, Hammya irrumpió en la habitación, sus ojos aún brillantes.
—Vaya, eres muy rudo.
—¿Quién eres?
—Eso es cruel, Candado. Soy yo, tu Hammya.
—No eres Hammya ni mía ni de nadie. ¿Quién rayos eres?
—Bueno, no puedo engañarte. Este cuerpo es tanto de Hammya como mío, pero…
—Dame tu nombre de una maldita vez.
La figura, aún con la apariencia de Hammya, posó su mano en el hombro de Candado.
—Mi nombre no importa. Solo ten en mente que si le haces daño o la entristeces, te haré sufrir.
Candado apretó la nariz de la figura.
—Ay, ay, ay... duele.
—No me amenaces, pero la cuidaré.
Luego la soltó, y ella comenzó a frotarse la nariz.
—Discúlpate correctamente con ella. Adiós.
De repente, el brillo en los ojos de Hammya se apagó, su cabello volvió a ser rojo, y cayó en los brazos de Candado.
—Creo que le debo una disculpa —dijo Candado mientras la recostaba en la cama.
Tínbari hizo un gesto sarcástico con las manos.
—Hazme el favor y muere, ¿sí?
—No puedo morir, y por más que me ruegues, no lo haré.
Héctor soltó una pequeña risa.
—Candado, me gustaría ayudarte en esto más que nadie, pero ahora soy un inútil.
—Dessbari es el Bari de los desalmados, los asesinos, los ladrones. Su toque pudre la piel de cualquiera que lo recibe.
—Me sorprende que hayas sobrevivido —comentó Candado.
—Dessbari no puede corromper a quienes tienen un corazón y un alma pura. Las personas sin maldad son inmunes a su toque... aunque parece que logró hacerte bastante daño.
Candado se llevó la mano al mentón.
—Supongo que yo me pudriría más rápido que Héctor.
—Por supuesto.
—Mmm... me importa un bledo.
—¿Qué?
—No le temo a los Baris, y no voy a tolerar que hagan lo que quieran solo porque estoy inconsciente.
—Sabia decisión, Candado.
—Héctor, cuida de Hammya. Mejor, solo vigílala.
—¿Y si despierta?
—Dile que se quede en la cama y que espere. Tengo que hablar con ella después.
—Oh, bueno.
Candado hizo un gesto con su boina y salió de la habitación, acompañado de Tínbari.
—Bien, ¿dónde están tus hermanos?
Tínbari se adelantó, respondiendo a su pregunta.
—Bien —sonrió Candado—, guíame hacia ellos.
Mientras se dirigían a su objetivo, Suenbari, oculto en las sombras de la casa, salió de su escondite y observó la espalda de Candado con una expresión de orgullo.
—Perdónenme, hermanos, pero no puedo atacar a alguien a quien Keplant eligió.
—Estamos cerca.
—Siento que… no, debemos darnos prisa.
Candado chasqueó los dedos.
—Asinóh.
De la nada apareció un enorme perro envuelto en llamas, al que Candado montó.
—Uzoori se pondría celoso si te viera así —bromeó Tínbari.
Candado no respondió; sus ojos, especialmente el izquierdo, reflejaban una preocupación intensa.
Al llegar al lugar, se encontraron con una escena desgarradora: en su jardín, todos sus amigos y familiares estaban convertidos en diamantes. Su madre levantaba el puño, su padre protegía a Lucas y a Liv, Nelson tenía el brazo derecho extendido con una pistola lista para disparar, Diana estaba en el suelo con su guadaña preparada para atacar, y Mauricio y Logan se mantenían en posición defensiva. Todos habían sido petrificados en pleno enfrentamiento.
—¿Qué es esto? —murmuró Candado, arrodillándose mientras la angustia inundaba su rostro. Su dolor era tan profundo que no pudo controlar a su perro, que terminó desvaneciéndose.
—Fue obra de Bórr —susurró Tínbari.
Candado levantó la vista hacia una figura encapuchada que flotaba en el aire, golpeando su mazo contra el suelo mientras tarareaba. La luz de la luna y las estrellas iluminaban su figura.
—Lo esperaba de Hach, pero de ti, no.
El tarareo y el golpeteo cesaron.
—Tínbari, después de tanto tiempo, el cobarde muestra su rostro.
Candado se levantó rápidamente, lleno de rabia, y se lanzó contra Bórrbari, pero Tínbari lo detuvo, sujetándolo firmemente por el brazo derecho y el pecho.
—Hijo de puta…
Bórrbari descendió hasta el suelo y se acercó, quedando a una distancia de cinco metros.
—Siento tu sed de venganza, pero tranquilo, matar humanos no es mi estilo.
Candado estaba lejos de calmarse; la furia seguía ardiendo en él.
—Me retiraré por hoy, pero la próxima vez volveré por la sangre violeta... y por ti, traidor —dijo Bórrbari.
Tínbari reaccionó al comentario y, con rapidez, puso a Candado a dormir al posar su mano endemoniada sobre su cabeza. El muchacho perdió las fuerzas y cayó desvanecido en el regazo de Tínbari.
—Veo que él no lo sabe —comentó Bórrbari.
—Nunca se lo voy a decir.
Bórrbari dejó escapar un suspiro.
—No soy quién para darte lecciones, pero... aún no olvido lo que hiciste por mí. Sin embargo, la situación en la que estás nos obliga a actuar. Lingari es nuestro líder, y nos guste o no, debemos escuchar sus órdenes. Ojalá tuviera tu valor, Tínbari... no sabes cuánto te envidio.
Bórrbari golpeó suavemente su mazo contra el suelo, y, en un acto mágico, todos los que estaban petrificados volvieron a la normalidad.
—¿Eso es todo? —preguntó Tínbari, observando a su alrededor.
—Sí. Solo queríamos saber qué tan fuerte era el humano. Ahora, siete de nosotros, junto con tus aliados, saben dónde vive Candado y lo que representa.
—¿Por qué me dices esto? —preguntó Tínbari.
—Me salvaste la vida una vez y... lo agradezco. —Bórrbari esbozó una leve sonrisa y empezó a desvanecerse—. Nos vemos, hermano.
—Nunca me arrepentiré de mis actos —susurró Tínbari, mirando a Candado—. No tengo nada de qué arrepentirme, nada.
Tínbari cargó a Candado en brazos y echó un vistazo a su alrededor. Las personas que habían estado petrificadas comenzaron a moverse y a recuperar sus formas originales.
—Dios, pensé que no salía de esta —dijo Matlotsky, con un suspiro de alivio.
Europa, quien aún sentía el dolor de la experiencia, se arrodilló para luego ponerse de pie con esfuerzo. Su mirada recorrió el lugar hasta detenerse en Tínbari, quien sostenía a su hijo inconsciente en brazos. Ante la presencia visible de Tínbari, algunos como Kevin intentaron atacar, pero Walsh lo detuvo.
La señora Barret corrió hasta su hijo, lágrimas de angustia y alivio en sus ojos. Al llegar junto a Tínbari, este le entregó a Candado en sus brazos.
—Está vivo, Europa —le dijo, intentando calmarla.
Ella se arrodilló, sosteniendo a su hijo contra su pecho, mientras un llanto desconsolado brotaba de ella. Todo el miedo que había experimentado con su hija Gabriela se repetía ahora con Candado.
A excepción de Arturo Barret, nadie se atrevió a moverse; todos observaban a Tínbari con preocupación. Y el demonio, conocido por su carisma y su actitud burlona, no tuvo el valor de mirarlos a los ojos. Solo miró a Candado, con una expresión llena de rabia y dolor, consciente de que el tiempo para él se agotaba inexorablemente.