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NO OLVIDAMOS

En la casa de Candado. Arturo estaba sentado en el sillón viendo una película mientras cargaba a Karen en sus brazos. A su lado, la abuela Andrea les hacía compañía. Mientras tanto, Europa se encontraba en su habitación, frente al espejo, ajustándose un atuendo formal: camisa blanca, pulóver azul marino con escote en V, corbata violeta, guantes blancos, pantalones negros y zapatos finos oscuros.

Sin embargo, por más que trataba de concentrarse en su apariencia, su atención se desviaba constantemente hacia el collar que llevaba puesto. Una y otra vez intentaba recordar su origen, pero la memoria le fallaba, a pesar de la respuesta que siempre le daba Arturo:

—Es un regalo mío. ¿Ya te olvidaste?

Europa nunca le creyó. Cada vez que cerraba los ojos, un sueño recurrente la acechaba: una figura negra tomaba su mano y le susurraba al oído con voz serena:

—Siempre estaré cerca.

Durante trece largos años, el sueño se repetía, cargado de una ironía desconcertante. Esa presencia cumplía su promesa, pues jamás dejaba de decirle lo mismo.

—¿Quién habrás sido? —se preguntó Europa en voz baja.

Suspiró, dejando atrás el peso de sus pensamientos, y salió de la habitación. Se dirigió a la sala de estar, donde su madre y Arturo la esperaban.

—¿Te volviste a teñir de rojo? —preguntó Europa con un deje de curiosidad.

—Sí, lo hice —respondió Andrea con una sonrisa radiante.

—Te ves hermosa, mi cielo —añadió Arturo, mirándola con ternura.

Europa cerró los ojos, resoplando con un aire de superioridad.

—Claro que lo soy.

Andrea rio suavemente.

—Me trae tantos recuerdos verte vestida así. Es como si fuera ayer cuando te sentabas en mi regazo y veíamos la tele juntas.

Europa le devolvió una sonrisa nostálgica y se disponía a sentarse junto a ellos cuando, de repente, un hormigueo extraño recorrió su cabeza, haciéndola caer de rodillas al suelo.

—¿Qué pasa? —exclamó Andrea, alarmada.

En la casa de los Ramírez

Laura despertó sobresaltada, su cuerpo bañado en sudor. Miró a su esposo, que dormía plácidamente a su lado, y llevó una mano temblorosa a su rostro.

—Ha despertado —susurró con una mezcla de alegría y temor mientras se levantaba de la cama.

En un hotel de la Isla del Cerrito.

Thuy Han salió de la ducha, aún envuelta en vapor, cuando habló en una voz susurrante:

—Europa.

Una sonrisa se dibujó en sus labios.

—Iré a ayudarte.

A unas cuadras del hotel

Mercedes y Pablo caminaban con prisa por las calles desiertas.

—Mami, creo que llegaremos tarde a casa —dijo Pablo con inquietud.

Mercedes miró hacia una dirección específica, como si algo la llamara.

—Europa me necesita.

—Si ella va, seguramente Arturo también —respondió Pablo, apretando el paso.

Sin más palabras, ambos comenzaron a correr.

En un taller mecánico

Terry estaba bajo un auto, ajustando los frenos, cuando una luz violeta iluminó el taller. Rodó fuera del vehículo y alzó la vista hacia la luna teñida de púrpura. Sonrió, tomando una lata de cerveza y llevándosela a los labios.

—Bonitas horas de regresar —murmuró con sarcasmo antes de gritar—: ¡Felipe, cerrá vos!

En la comisaría

Cacho sintió un pinchazo en la nuca mientras jugaba solitario. Se levantó, intrigado, y se asomó por la ventana. La luna parecía llamarlo.

—Cuantos más años nos hiciste esperar, más iba olvidando tu rostro —dijo con una sonrisa melancólica.

Se colocó el sombrero, ajustó su arma al cinturón y salió apresuradamente.

—Claudio, hazme la gauchada y encárgate un rato.

—Ve con cuidado —respondió Claudio desde su escritorio.

Cacho asintió, dejándolo atrás.

En el hospital Perrando

Gutiérrez Barret cerró su consultorio y, al salir al estacionamiento, notó la luna violeta. Una sonrisa tranquila curvó sus labios.

—Parece que esta noche será larga.

Guardó sus pertenencias en el auto y salió corriendo a una velocidad sobrehumana rumbo a la casa de Europa.

—Perdón, Brenda. Hoy no llegaré a tiempo a casa —dijo rápidamente por teléfono antes de colgar.

En Resistencia

Samanta veía televisión abrazada a Edgar cuando, de repente, se incorporó, gritando:

—¡Es ella!

—¿Quién? —preguntó Edgar, alarmado.

—¡Amabaray! Sabía que volvería.

Edgar sonrió.

—Eso es bueno. Lamento no poder acompañarte.

Samanta abrió un portal en la pared y lo miró con dulzura.

—Cariño, salúdala por mí.

—Por supuesto. Cuida de los niños.

En la familia Reinhold

Krøma jugaba con su hija Beatriz sobre la alfombra, mientras Krauser leía un libro y Javier lavaba los platos. Un escalofrío simultáneo recorrió sus espaldas.

Krøma colocó con cuidado a Beatriz en su cuna y corrió hacia su habitación, dejando a Krauser perplejo.

—¿Mamá?

Javier, quitándose los guantes de goma, habló con seriedad:

—Krauser, cuida a tus hermanas. Tu madre y yo debemos salir.

—Entendido —respondió el niño, sintiéndose extrañado.

En la casa de los Barret.

Hipólito irrumpió en la sala de estar, alzando con delicadeza a la pequeña Karen de los brazos de Arturo, para que este pudiera ayudar a su esposa. Europa contenía los gemidos de dolor, temblando hasta que, de repente, todo se detuvo. Un torrente de imágenes cruzó su mente, recuerdos desdibujados que comenzaban a tomar forma. En cada uno de ellos, ella estaba allí.

—Cari...

—Ya lo recuerdo, Arturo —interrumpió Europa con un susurro tembloroso.

Arturo la miró con sorpresa, justo cuando ella levantó la cabeza. Su rostro, marcado por tristeza, se iluminó con una sonrisa inesperada, mientras las lágrimas caían.

—¿Amabaray? —dijo Arturo en un hilo de voz.

Europa asintió con la cabeza y, sin contenerse, abrazó a su esposo con fuerza.

—Lo recordé, Arturo. ¡Lo recordé! Recordé a Amabaray.

Andrea, testigo de la escena, sonrió con alivio mientras Arturo se quedaba atónito.

—Oigo su voz... —continuó Europa, separándose un poco de Arturo—. Está asustada, confundida y triste.

La determinación se dibujó en su rostro.

—Tengo que ir.

—Voy contigo —afirmó Arturo sin vacilar.

—Pero...

—Vayan tranquilos —intervino Andrea—. Hipólito y yo cuidaremos de la bebé.

Europa y Arturo se miraron, agradecidos. Europa besó la mejilla de su hija, mientras Arturo le revolvía el cabello con cariño.

—Cuídenla —dijo Arturo.

—Cuidé de usted cuando era niña —dijo Hipólito con una sonrisa.

—Al igual que yo —añadió Andrea, con aire triunfal.

Sin más, Arturo y Europa salieron corriendo por las calles oscuras del pueblo. Europa lideraba el camino, guiada por una certeza inexplicable. Arturo la seguía, preocupado pero decidido. A cada paso, los recuerdos volvieron a inundarla, trayendo consigo un peso que dolía y, a la vez, la llenaba de claridad.

—Amabaray...

Europa, 5 años.

Amabaray la miró con dulzura mientras ajustaba el lazo del vestido floreado.

—Eres una hermosura. Ese vestido combina con tus ojos... bueno, es un decir. No es que las flores rojas sean iguales a tus ojos.

Europa rió y corrió hasta ella, recostándose en su pecho. Amabaray la abrazó con ternura.

—Eres muy hermosa.

Europa, 6 años.

—Todavía estoy nerviosa... —Europa caminaba de un lado a otro sobre la cama.

Amabaray sonrió, flotando hasta ella para alzarla en sus brazos. Ambas se recostaron juntas en la cama.

—No tienes por qué preocuparte, estaré contigo si me necesitas.

—Aun así, tengo miedo. Mamá, papá, el tío Hipólito y tú siempre han estado a mi lado, pero...

—Todo lo bueno empieza con un poco de miedo, ¿no crees?

Europa, 15 años.

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Los escombros caían alrededor. Europa corrió hacia su amiga, pero Amabaray la detuvo, sujetándola por la cintura.

—¡Déjame ir! ¡Tengo que ayudarla!

—No...

Europa forcejeó, desesperada, mientras veía a su amiga atrapada bajo el techo que se derrumbaba. La última imagen fue la de Amabaray sonriendo y diciendo unas palabras que Europa entendió sin oírlas: “Gracias, mamá.”

El mundo se desmoronó. Arturo y Amabaray lograron sacar a Europa del túnel, pero ella se resistió, arrastrándose de vuelta hacia la caverna mientras gritaba con todas sus fuerzas:

—¡Evaaaaaaaaa!

Amabaray la sujetó con fuerza, llorando sobre su espalda. Arturo apenas pudo contener las lágrimas mientras trataba de mantenerla a salvo.

Europa, 24 años.

—No tienes otra opción, Europa. O tu bebé o tu vida —dijo Rodolfo con seriedad.

—Quiero que nazca —respondió Europa, con voz firme—. Aunque eso signifique mi muerte.

—Hemos perdido a muchos amigos... no quiero perderte también.

Amabaray intervino, abrazándola con decisión.

—¿De verdad quieres que nazca?

—Sí.

—¿Aunque eso te cueste la vida?

—Sí.

Amabaray sonrió.

—Yo me encargaré de que tú y tu bebé sobrevivan.

—Gracias...

En el presente.

Mientras corrían por el pueblo, Europa sintió cómo el dolor y la esperanza se entrelazaban en su corazón.

—Ni siquiera entonces te alejaste de mí, Amabaray... debí saberlo —susurró con lágrimas en los ojos.

Europa corría sin detenerse, hasta que sus pasos la llevaron frente a la casa de Nelson. Allí, esperaban sus viejos amigos: Javier Reinhold, Krøma O’Pøhner, Mercedes Gómez, Laura Ramírez, Rudolf “Rodolfo” Decarte, Pablo Barreto, Thuy Han, Terry Bacone Salazar, Quisca “Cacho” Daniel, Samanta Storni Alum y Gutiérrez Hernán Danilo Barret.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó Europa, desconcertada.

Rodolfo sonrió mientras señalaba hacia el cielo.

Europa y Arturo alzaron la vista. El cielo estaba teñido de un intenso color violeta.

—“Mira el cielo. Cuando la luna esté violeta, significa que un Bari ha despertado de su sueño. Aquellos ligados a su existencia podrán sentirlo” —recitó Javier con solemnidad.

—Amabaray ha despertado. Y parece que tú has recuperado tus recuerdos —dijo Mercedes.

Europa los miró, atónita.

—¿Ustedes…?

—Cuando Amabaray finalizó su trabajo, borró tu memoria. Sabía que, después de lo que le pasó a Eva, no podrías soportar perder a alguien más —explicó Rodolfo.

—Pero nosotros nos negamos a olvidarla. Sabíamos que volvería —añadió Pablo.

—Intentó hacer lo mismo conmigo, pero no lo permití —intervino Gutiérrez.

—Estamos aquí para verla otra vez —dijeron todos al unísono.

Arturo golpeó la puerta. Apenas un segundo después, esta se abrió, y Clementine apareció en el umbral.

—Como dijo Lady Hammya, aquí están. Y son más de los que esperaba.

—¿Hammya? —preguntó Europa.

—Por el sótano, por favor —dijo Clementine, haciéndose a un lado para señalar la entrada.

Europa y los demás entraron apresuradamente en la casa y se dirigieron al sótano. Descendieron las escaleras con rapidez, hasta llegar a una habitación. Allí encontraron dos puertas abiertas: una conducía a un ascensor, y la otra, a unas escaleras.

—¿Por dónde? —preguntó Laura.

—El ascensor —señaló Europa.

Cuando llegaron al piso deseado, Europa irrumpió en la habitación de una patada.

Del otro lado estaban Nelson y Hammya, junto a su grupo. Una niña permanecía junto al portal, mientras Nelson tecleaba en una computadora.

—¿Dónde está ella? —exigió Europa.

—Oh, Europa… juraría que había una puerta donde estás parada —respondió Nelson, con sarcasmo.

—Tu sentido del humor apesta en momentos como este —gruñó Rodolfo.

—¿Director? ¿Mamá? —Héctor miró sorprendido a los recién llegados.

—Hola, cariño. Veo que sigues rompiendo las reglas —respondió Europa con una sonrisa.

—Lo siento.

—No hay de qué preocuparse. Será nuestro secreto.

—¿Cómo llegaron tan rápido? —preguntó Hammya, algo incrédula.

—Por el ascensor —respondió Terry con simpleza.

Hammya lanzó una mirada acusadora a Nelson.

—¿Qué? Tengo un ascensor de carga. Hay equipos que no puedo bajar por las escaleras o por ese ascensor pequeño —dijo Nelson con desdén.

—Ya veo —suspiró Hammya.

—¿Dónde está Amabaray? —preguntó Europa con firmeza.

Nelson se deslizó con su silla hasta quedar frente a ella. Se puso de pie, esbozando una sonrisa.

—Amabaray está afuera. Por desgracia, tu hijo también fue allí… y parece que perdió la cordura. Ha empezado a atacar a sus amigos.

Europa entrecerró los ojos y miró a Hammya, notando los moretones en su rostro.

—¿Qué te pasó, querida?

Hammya intentó sonreír, aunque su rostro delataba la incomodidad de la situación.

—Me caí por las escaleras.

Declan la miró de reojo, incrédulo ante la excusa.

—Ahora, señor y señora Barret, necesito su ayuda para salvar a Candado de sí mismo. Nunca pensé que vendrían acompañados por tantos.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó Arturo.

—No hay tiempo para eso, pero se los prometo, se los contaré.

Hammya extendió una mano hacia Europa. Esta la tomó con decisión, y Arturo hizo lo mismo.

El grupo cruzó el portal. Hammya los guió hacia una orilla. El cielo estaba cubierto de nubes negras, y la lluvia caía sin tregua. Hammya señaló un punto más adelante, donde Candado y Amabaray luchaban contra los Baris.

—¿Esos son...? —preguntó Arturo.

—Sí, señor Barret.

—Mi hijo…

—Candado fue consumido por la ira, conocida como Odadnac —explicó Héctor.

—¿Qué sugieres que hagamos? —preguntó Europa, sin apartar la vista de su hijo.

—Ustedes encárguense de Amabaray. Nosotros nos ocuparemos de Candado.

—Es arriesgado —murmuró Arturo.

—Si algo he aprendido de Candado, es que todo se trata de riesgos —replicó Hammya con seguridad.

Europa sonrió y acarició la cabeza de Hammya con brusquedad.

—Has cambiado mucho en estos cinco meses que te conozco.

—Lo que usted diga, señora Barret.

—Puedes llamarme mamá.

—Lo discutiremos luego.

Arturo estiró sus músculos, preparándose.

—Ha pasado tiempo —comentó Thuy Han.

—Y que lo digas —respondió Arturo, mientras Europa le palmeaba la espalda.

—Procura que no te maten.

Arturo le dedicó una sonrisa, luego miró a Hammya.

—Nosotros nos encargaremos de Amabaray. Te dejo a mi hijo.

—¿Listo, cielo? —preguntó Europa.

—Por supuesto —respondió Arturo, con determinación.

Europa se lanzó al ataque con una velocidad increíble, seguida de cerca por los demás.

Amabaray volteó justo a tiempo para verla acercarse peligrosamente. Una sonrisa fría se dibujó en el rostro de Amabaray mientras saltaba hacia Europa, interponiéndose entre los Baris.

—Pres’ kat niata, pres’ kat niata.

—Ese idioma... —murmuró Bórrbari, sorprendido.

De inmediato dio la orden a Tiebari de retirarse. Conocía esas palabras; era el idioma de Roobóleo, un término que significaba "mi lucha".

Europa continuó su carrera hacia Amabaray y, al llegar, la sujetó firmemente de ambos puños.

—¡Amabaray! ¡Soy yo, Jän!

Sin embargo, Amabaray no respondió. Se liberó con brusquedad y empujó a Europa. De su muñeca emergió una daga que dirigió hacia el pecho de su adversaria, pero Arturo intervino con un preciso golpe de talón, desviando el ataque hacia el suelo. Rodolfo congeló los pies de Amabaray, y Thuy Han la golpeó en la cabeza con su sombrero vietnamita.

Amabaray, lejos de rendirse, extendió la mano. Una afilada cuchilla salió de su palma, pero Terry la detuvo envolviéndola con una cadena. Laura y Mercedes aprovecharon para arrancarle las armas incrustadas a cada lado de sus costillas.

Antes de que pudieran completar su tarea, Amabaray se liberó violentamente y lanzó un puñetazo hacia las cabezas de ambas. Pero Pablo y Arturo, con reflejos impecables, bloquearon sus golpes con las piernas.

—¡Dense prisa! —instó Pablo.

Amabaray liberó sus pies y se preparó para atacar de nuevo, pero Krøma envolvió su torso con sus tentáculos. Mientras tanto, Javier, junto con Samanta y Gutiérrez, analizaba posibles movimientos.

—A la izquierda —indicó Javier.

Krøma respondió sacando un tentáculo para atrapar una de las piernas de Amabaray. Samanta aprovechó para crear un portal y encerrarla. Pero Amabaray, con un rugido de furia, se liberó y continuó atacando. Fue entonces cuando Laura inhaló profundamente y liberó un gas verde desde su boca.

—¡CÚBRANSE!

Terry escupió saliva ardiente que estalló al contacto con el aire. A pesar de todo, Amabaray parecía hacerse más fuerte y más peligrosa con cada segundo.

Cacho desenfundó su arma y disparó a las piernas de Amabaray, atrayendo su atención. Luego, guardó su pistola, corrió hacia ella y la atrapó con su fuerza sobrehumana. Sus ojos comenzaron a brillar de un intenso color naranja, y de su cabeza surgieron tres cuernos de hierro.

—Gutiérrez, ¡ayúdame!

Gutiérrez se acercó con su velocidad característica y comenzó a atarla. Pero Amabaray rompió las ataduras, obligando a todos a retroceder.

—¡Yo me ocuparé de su ataque, vos hacé que reaccione! —ordenó Laura—. ¡No quiero hacerle daño!

Europa intentó de nuevo. Esta vez, Amabaray sacó una segunda daga, pero Arturo desvió el arma antes de que pudiera usarse. Europa, sin dudarlo, tomó a Amabaray de la cintura y la alejó de Odadnac para evitar que dañara a los demás. Amabaray se liberó y le dio un golpe en la espalda, insuficiente para sacarla de la pelea.

Europa se prendió de sus hombros y le habló con desesperación:

—¿Recuerdas cuando me abrazaste después de lo de Eva?

La respuesta de Amabaray fue un cabezazo que tiró a Europa al suelo. Su nariz sangraba, pero no se rindió. Amabaray levantó su pie para aplastarla, pero Krøma la apartó con sus tentáculos, mientras Pablo y Arturo la empujaban con un golpe al pecho.

—Tené más cuidado —le dijo Arturo, ayudándola a levantarse.

Europa asintió, corrió nuevamente hacia Amabaray y la abrazó con fuerza.

—¿Recuerdas cuando me lastimé las piernas y me llevaste a casa?

Amabaray comenzó a golpearla furiosamente, pero Europa no se soltó. Los demás intentaron detener los puños que caían sobre ella.

—¿Recuerdas cuando estaba enojada y me diste esa tonta manzana?

Europa apoyó la cabeza en el pecho de Amabaray, sonriendo con lágrimas en los ojos.

—¿Recuerdas cuando te dije que me había enamorado de Arturo y prometiste ayudarme?

Amabaray gritó con rabia, desplegando unas majestuosas alas de cristal. Con Europa aún aferrada a ella, se elevó rápidamente.

—¡¡EUROPAAAA!! —gritaron todos desde el suelo.

Una vez en el cielo, Amabaray rugió furiosa. Sus ojos brillaban como llamas, y comenzó a golpear a Europa con puños metálicos.

—¿Recuerdas cuando estaba perdida en mi ira y lo veía todo negro, pero estuviste ahí?

Los golpes de Amabaray se intensificaron.

—¿Recuerdas cuando estaba embarazada de Gabriela y ponías tu cabeza en mi panza para escucharla?

Amabaray vaciló. Sus movimientos comenzaron a volverse erráticos, y sus ojos brillaban y se apagaban como una luz defectuosa.

—¡YO LO DESTRUIRÉ TODO! —gritó con furia.

Europa, con el último aliento, apoyó su cabeza en el pecho de Amabaray y comenzó a tararear. Pronto, su voz se transformó en una melodía suave y familiar: cantándole como solían hacer.

—Nunca te soltaré, siempre estaré aquí.

Quiero salvarte, pero necesito que tú también luches por ti.

Este no es tu lugar, no es donde perteneces.

Por favor, recuérdame, y recuerda quién eres en tu interior.

Regresa a nosotros, vuelve al hogar.

Nunca te abandonaré, jamás te dejaré atrás.

Amabaray comenzó a gritar mientras luchaba por liberarse del abrazo de Europa. Desde abajo, todos observaban con el corazón en un puño. La altura era peligrosamente alta, y las súplicas por el bienestar de Europa comenzaron a llenar el aire.

—En mi corazón siempre te esperé,

aunque en mi mente creí olvidarte.

En mis sueños nunca te alejaste,

hablándome, cuidándome, guiándome siempre.

Y ahora, después de tanto tiempo,

sigues velando por mí en silencio.

La melodía resonaba en el aire, pero la mente de Amabaray era un torbellino. Imágenes fragmentadas y voces extrañas se mezclaban en su cabeza. Esa mujer, esa humana que la abrazaba con tanta fuerza, ¿era realmente un enemigo? Sus instintos le decían que sí, que debía exterminarla. Después de todo, los humanos habían usurpado el poder de Keplant. Ellos debían ser sacrificados para ganar esa tormentosa guerra.

Pero… ¿por qué duele tanto?

Con cada golpe que daba, sentía que una parte de su corazón se desmoronaba. Su mente, en conflicto, le jugaba una sucia treta. ¿Quién era Jän? ¿Por qué sentía que la había estado esperando?

De pronto, un grito brotó desde lo más profundo de su ser:

—¡YO ODIO A LA HUMANIDAD!

Europa, aún aferrada a ella, respondió con dulzura:

—Amabaray, eso no es verdad,

odiar a alguien no está en tu lugar.

Solo pensarlo te hace doler,

porque en tu esencia no puede caber.

No está en tu ser, no lo harías jamás.

Amabaray rugió de ira.

—¡YO NUNCA TE CONOCÍ!

—Siento llegar tarde —susurró Europa con voz temblorosa—.

Perdona si llegué a olvidarte,

lo siento, no fue mi intención.

Por favor, no dejes que esto acabe,

no quiero perder tu corazón.

Las lágrimas comenzaron a correr por el rostro de Amabaray, mezclándose con el brillo furioso de sus ojos. Cada palabra de Europa perforaba su coraza.

—Sólo estás asustada, triste y confundida.

Entiende que no te voy a dejar.

Despierta, por favor.

Quiero volver a verte sonreír.

Esa sonrisa que borraba la amargura.

Así que, por favor, despierta de una vez.

Amabaray temblaba. Sus brazos, que antes golpeaban con furia, ahora apenas respondían. Los movimientos eran torpes y débiles.

—Estás asustada, triste y confundida,

pero no voy a dejarte, no tengas miedo.

Despierta, por favor, vuelve a sonreír,

esa sonrisa que me hacía ver el sol otra vez.

Así que, por favor, despierta de una vez.

Europa cerró los ojos, su cuerpo cediendo al agotamiento. Los golpes habían sido demasiados. Entonces, algo cambió. Los ojos de Amabaray perdieron su brillo furioso, volviendo a su color natural. Con ellos, regresaron sus recuerdos.

—¡¡¡JÄN!!!

Amabaray reaccionó al instante, lanzándose en picada para alcanzarla. La abrazó con fuerza y desplegó sus alas de cristal para amortiguar el aterrizaje.

En el suelo, todos corrieron hacia ellas. Amabaray ocultó sus alas, permitiendo que los demás se acercaran. Europa abrió los ojos lentamente y encontró el rostro de su amiga, inundado de lágrimas.

—Jän, Jän, Jän… —repetía Amabaray, su voz rota por la emoción.

Europa esbozó una leve sonrisa.

—Ya te oí la primera vez —dijo, con una chispa de humor en su voz.

Amabaray la abrazó aún más fuerte, como si temiera perderla otra vez.

Amabaray enterró su rostro en las mejillas de Europa mientras lloraba como una niña pequeña, abrazándola con fuerza para nunca soltarla. Después de trece años, por fin había regresado a su lado.

—¿No estoy soñando, verdad? —murmuró con una voz temblorosa.

—No, Amab. No es un sueño —respondió Europa con ternura.

En ese momento, Amabaray sintió los brazos de otras personas abrazándola también. Estaban llorando, no solo por la felicidad de tenerla de vuelta, sino porque la conocían desde que eran niños. Estaban allí: Europa, Arturo, Pablo, Mercedes, Krøma, Javier, Terry, Thuy Han, Laura y Rodolfo. Todos compartían una alegría indescriptible por la reunión.

Sin embargo, mientras el grupo celebraba y se sentía en paz, un estruendo cortó el ambiente como un trueno lejano. Procedía de unos cien metros más adelante, donde la figura de Odadnac se estaba haciendo cada vez más imponente.

El rostro de todos se tensó.

Hammya levantó la mano en señal de advertencia para que el grupo se reuniera de inmediato. El eco de ese ruido era una amenaza ineludible.

Cuando todos se agruparon cerca de la niña, escucharon atentamente el plan que ella había ideado para salvar a Candado. A pesar de que la misión parecía estar concluida, Hammya era la única que no compartía el entusiasmo por el regreso de Amabaray. Su preocupación seguía estando enfocada en Candado y no en la celebración.

—Tenemos lo que necesitamos, ahora es el momento de que nos seas útil —dijo Hammya con una frialdad que no pasó desapercibida.

—¿No estás siendo un poco grosera, Hammya? —advirtió Héctor con una mirada firme.

Hammya lo miró con una expresión fulminante, sus ojos reflejaban determinación y desconfianza.

—Tenemos que salvar a Candado primero, luego celebraremos —respondió, sin bajar la intensidad de su mirada.

Arturo frunció el ceño y se acercó.

—¿Cuál es el plan? —preguntó con una voz firme, tratando de mantener el ánimo en la situación.

Hammya respiró hondo y respondió con seriedad:

—Es ahí donde entran Amabaray y yo. Vamos a expulsar a Odadnac del cuerpo de Candado.

El grupo quedó en silencio. La tarea no sería fácil, pero la determinación de Hammya era clara. Cada uno entendió que no había tiempo que perder.