Después de que él respondiera eso, se dirigió a un recinto y sacó una bolsa pequeña de zanahorias.
—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó el señor Barret.
—Nada, voy a alimentar a Uzoori, nada más —dijo Candado mientras se retiraba de la cocina con el saco.
—¿Quién es Uzoori?
—Es el caballo de Candado —contestó la señora Barret.
—¿Caballo? ¿Ustedes tienen un caballo?
—Claro que tenemos uno, sino para qué carajos tendríamos un establo arriba —dijo el señor Barret.
—Guau, me encantaría verlo, si no es mucha molestia.
—Oh, claro querida que puedes verlo —dijo la señora Barret.
Hammya se puso de pie y luego se dirigió al segundo piso, siguiendo a Candado sin que este se diera cuenta. Cuando este abrió la puerta, Hammya se apresuró y entró detrás de él. Curiosamente, a pesar de ser un establo, no olía como uno, sino más bien a perfume con una fragancia de rosas. Hammya se ocultó detrás de un montículo de paja. Candado aún no se había dado cuenta de su presencia. La niña se acercó un poco más y pudo ver que él le daba zanahorias a un hermoso caballo blanco con melena negra. Hammya decidió acercarse aún más, ocultándose detrás de un muro cercano. Cuando ella estaba a una distancia bastante buena, Candado comenzó a hablar con su caballo.
—Lo siento, Uzoori, hoy estuve muy ocupado. Te prometo que mañana te voy a sacar a tomar aire.
Candado se sacó sus guantes blancos y comenzó a acariciar la cabeza del caballo. Este, de manera juguetona, le sacó la boina con los dientes. Candado intentaba recuperar su boina, pero no podía debido a la velocidad del caballo, que lo tenía de un lado a otro. Finalmente, Candado tropezó y cayó al suelo sentado. En ese momento, Uzoori le puso la boina sobre la cabeza, pero al revés. Candado se acomodó la boina y luego abrazó al caballo. Cuando terminó de abrazarlo, comenzó a sonreír. Hammya, por otro lado, decidió dejarse ver.
—Vaya, creo que es la primera vez que te veo reír.
—No, no lo hice —negó Candado con una expresión fría en el rostro.
—Sí, lo hiciste —afirmó Hammya.
—No, no fue así —volvió a negar Candado.
—Claro que lo has hecho —insistió Hammya.
En ese momento, Candado desenvainó su facón y lo puso en el cuello de Hammya.
—No, no lo hice —dijo Candado mientras tenía el facón en el cuello de la niña.
—Sí, tienes razón, no reíste ni sonreíste —dijo Hammya asustada.
Candado retiró su facón del cuello de Hammya y lo guardó de vuelta en su funda. Luego, tomó una bruza y comenzó a limpiar el lomo del caballo con delicadeza. Hammya solo miraba cómo Candado "limpiaba" a Uzoori.
—Tienes un caballo bonito, Candado.
—¿Bonito? No es bonito, es hermoso —aclaró Candado.
—¿Cómo lo obtuviste?
Candado dejó de cepillar al caballo un momento, miró a Hammya entrecerrando los ojos, luego bajó la mirada y continuó cepillándolo.
—Lo obtuve de mi abuelo, me lo dio cuando cumplí seis años —dijo Candado.
—¿Tu abuelo tenía un caballo?
—No, cuando él estaba paseando por el impenetrable chaqueño, encontró a una yegua muerta con su potrillo malherido. Él lo curó y lo crió.
—¿Por qué se llama Uzoori?
—Mi hermana le puso ese nombre, a pesar de que a mí no me gustaba. Cuando ella falleció, decidí dejarlo así.
—¿De qué murió tu hermana?
En ese momento, Candado se detuvo y recordó a su hermana en el hospital, cómo ella lentamente se apagaba debido a esa enfermedad. Candado puso el cepillo en el piso y miró a Hammya. Ella solo pudo decir:
—Lo siento, no debí preguntar.
Candado se puso de pie y se fue del lugar sin decir nada más, mientras que Hammya se quedó por unos breves minutos en el lugar, sintiéndose culpable por haber preguntado algo tan doloroso. Luego, se dirigió al establo y cerró la puerta detrás de ella.
Ella se dirigió a su cuarto con la cabeza gacha, llena de culpa. Se sentó en la cama y miró alrededor de la habitación. Después de unos segundos, su mirada se posó en un libro de la librería que le llamó la atención porque sobresalía de los demás al estar mal acomodado. Hammya se levantó y tomó el libro. Luego, volvió a sentarse en la cama. El libro tenía la forma de un cuaderno de apuntes, era de color verde con lunares blancos y una etiqueta que decía "LA INSPECTORA". A Hammya no le llamó mucho la atención, ya que ella también usaba apodos o seudónimos cuando era niña. Cuando hojeó las primeras tres hojas, le dio la impresión de que el cuaderno estaba vacío, hasta que vio la cuarta hoja. En ella, pudo ver una foto que ocupaba toda la página. En la foto estaban presentes Candado de bebé y su familia, incluyendo a la señora Barret sosteniendo a un bebé envuelto en una toalla naranja. También se veía al señor Barret sentado al lado de su mujer, con un bigote largo y prolijo en forma de herradura. En el suelo, estaba sentada una niña que ella no conocía, con el cabello largo y rubio, y unos ojos celestes. Detrás del sillón, se encontraban paradas seis personas: la abuela y el abuelo de Candado, el señor Hipólito, el policía Adolfo que había visto en la comisaría con su uniforme y los otros dos abuelos de Candado.
Después de ver esa foto durante unos minutos, pasó la página y encontró otra imagen de la misma niña que estaba sentada en el suelo al lado de Clementina. Esta vez, la niña cargaba a un bebé dormido y lo besaba en la frente. La foto llevaba el título de "Mi Candadito Hermoso". El título y la foto llenaron a Hammya de gracia y ternura.
—Su nombre era Gabriela, le encantaba hacer ese tipo de cosas —dijo Clementina, recostándose en su hombro junto a la puerta.
Hammya, sorprendida y aliviada al mismo tiempo, dijo:
—¿Gabriela? Lindo nombre.
Continuó:
—¿Qué pasó con ella? ¿De qué murió?
Clementina cerró la puerta detrás de ella, se acercó y se sentó al lado de Hammya. Luego, volvió a la página anterior.
—Esta foto fue la primera que me mostró la señorita Gabriela cuando me mudé aquí. Cuando la vi por primera vez, me sentí alegre. Alegre de ver cómo era Candado de bebé. Ahora parece que esa es la única vez en que se veía tan tranquilo.
—Ah, bueno —dijo Hammya de manera confundida.
—Verás, la señorita Gabriela estaba muy enferma, jamás supimos de qué exactamente, como también el por qué, lamentablemente ocurrió.
—¿Cómo era ella cuando vivía?
Clementina sonrió por un rato, pero después bajó la cabeza y su sonrisa desapareció. Al parecer, le dolía recordar, tanto que empezó a sentir un dolor agudo en la garganta.
—La mejor ser humana que haya existido —dijo Clementina con una sonrisa triste.
—No sabía que tenías sentimientos —dijo Hammya mientras abrazaba a Clementina.
—No es así, siempre tuve sentimientos desde que me armó el señor Alfred, por eso soy única —dijo Clementina mientras se secaba las lágrimas en los ojos.
—Dime, ¿Cómo era Candado antes del fallecimiento de Gabriela?
—Él era diferente, era un niño alegre, carismático y sociable. Siempre admiró a su hermana al igual que yo, pero cuando ella murió, ese niño alegre murió con ella, haciéndolo lo que es ahora.
—Describiste a Gabriela como "La mejor ser humana que haya existido", ¿en qué sentido?
—En todos los sentidos, ella era amable, gentil, inteligente y cariñosa. Vos no me viste, pero yo era algo "Tenebrosa" antes, yo no tenía piel como ustedes, no como ahora, tenía una cara blanca, parecía un autómata de esas películas, no tenía cabello, solo unos alambres en mi cabeza, mis ojos eran negros con puntos rojos, pero ella nunca me tuvo miedo, inclusive trataba de llevarse bien conmigo, siempre fue amable, siempre, era incapaz de burlarse o hacer maldades a otro ser. Recuerdo que una vez, nosotros estábamos caminando por Resistencia y vimos a un par de adolescentes tirando hondazos a un nido de pajaritos, y que Gabriela saltó a golpearles a los dos, recuerdo ver a los mocosos huir de ella. Yo en ese momento no entendía, "¿Por qué es tan amable, si no gana nada a cambio?" Los chicos le temían por ser seria, cuando en realidad nunca lo fue, solo era así en la escuela.
Hammya cambió de página nuevamente y vio dos fotos. En una se titulaba "El cumpleaños", en ella se veía a Candado en brazos de su padre soplando una vela de torta, con sus familiares. Gabriela no estaba allí. En la otra se titulaba "Cumpleaños N°8 de la Inspectora", o sea ella. En esta foto se veía a Gabriela soplando la vela de cumpleaños, pero con Candado en su regazo.
—Esto es muy curioso, la misma foto, pero con una sola diferencia, el cumpleañero —dijo Hammya.
—Sí, porque el joven patrón y la señorita Gabriela nacieron el mismo día, pero en diferente año. Gabriela nació el 12 de noviembre de 1992 y Candado el 12 de noviembre del 2000. Esas curiosidades extrañas solo pasan en la familia Barret.
—A mí no me parece curioso, más bien es algo... extraño.
Hammya comenzó a dar una ojeada rápida al cuaderno. Las siguientes páginas solo tenían pequeñas fotos de ella y otras con su familia y amigos, hasta que llegó a la última página. Tenía una foto grande, casi ocupaba toda la hoja. En ella, Candado ya era grande, al igual que su hermana. En aquella foto, aparecía la familia y sus amigos. Estaban en el jardín de la casa. Gabriela siendo adolescente, Candado, Clementina (ya con piel), la bebé Karen en brazos de la señora Barret, el señor Barret afeitado, sus cuatro abuelos, el policía Adolfo, Hipólito, los primos y sus amigos.
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—Esta foto no tiene título.
—Sí, Gabriela dijo que no había necesidad de ponerle un título, porque lo que está en ella, es tan hermoso que no necesita uno.
Hammya quedó mirando aquella foto. Estaba conmovida al ver a toda la familia de Candado con una sonrisa en el rostro, incluyendo a él.
En ese momento, afuera de la habitación, se escucharon los pasos de alguien que se dirigía a la pieza. Clementina, de manera rápida, agarró el cuaderno y lo ocultó debajo de la almohada. En ese preciso instante, entró Candado.
—Niña, venía a decirte que… Oh, Clementina también está contigo.
—Sí, joven patrón, estoy hablando con Hammya.
—Clementina, uno de estos días te voy a arrancar los engranajes.
—No lo dudo, pero sería gracioso que lo intentaras.
—Bueno, solo vine a decir que ya está servida la comida. En cuanto a ti, Clementina, quiero que saques tus malditos peluches del cobertizo ¡AHORA!
—Bueno, enseguida iré.
Clementina se fue de la habitación tapándose la boca debido a la risa que le daba. En cambio, Hammya se puso de pie y se dirigió a la cocina con rapidez, no porque tuviera mucha hambre, sino porque le daba mucho miedo Candado. Él no entendía lo que estaba pasando, ya que jamás se daba cuenta de que su enojo causaba temor. Antes de que Candado bajara, miró por un momento la habitación y la cama. Para él, era muy extraño que la almohada estuviera arrugada en una pequeña parte. Pero antes de que pudiera inspeccionar de qué se trataba, escuchó la voz de su madre que lo llamaba. Así que apagó la luz y decidió bajar.
Candado bajó y se sentó en el centro, al lado de su madre y de Hammya. El platillo era pollo al horno con ensalada de verduras. Como la mesa era rectangular, cabían todos en ella.
—¿Empezamos? —preguntó Hipólito.
—No, todavía hay que esperar a Clementina —dijo Candado.
—Entonces, ¿por qué mandaste a Clementina a…?
Cuando Hammya estaba a punto de terminar, Candado le pellizcó el muslo, haciéndola gritar de dolor.
—Hammya, ¿te sientes bien? —preguntó la señora Barret.
—Sí, no hay problema, solo fue un mosquito, nada más —dijo Hammya jadeando.
—Entonces, ¿dónde se fue Clementina? —preguntó Hipólito.
—La mandé a lavarse las manos, nada más —contestó Candado.
—Sí, eso era —dijo Hammya.
—¿Por qué estás aquí todavía, Hipólito? —preguntó Candado.
—Oh, qué tonto soy, me olvidé de decirte que a partir de hoy, voy a vivir aquí —contestó Hipólito.
—Me parece bien, me parece bien —dijo Candado.
—¿En serio? —preguntó Hipólito.
—No.
—Hijo, no seas grosero —dijo el señor Barret.
—Bueno, perdón.
Justo en ese momento llegó Clementina, sacudiéndose las manos y con una sonrisa en el rostro. Se sentó en el lado vértice de la mesa, al lado del señor Barret.
—Vaya, sí que tardaste —dijo la señora Barret.
—Je, algo así —dijo Clementina.
—Bien, ya que nadie falta, podemos empezar a comer —dijo la abuela.
—Estoy contigo, mamá —dijo la señora Barret.
Así, todos comenzaron a comer en paz, pero lamentablemente, eso solo duró unos minutos debido a que su madre dijo algo que no tenía que decir.
—Escuché por ahí que golpeaste al hijo del señor Andrés.
Candado, que tenía el tenedor cerca de la boca, lo bajó lentamente y lo puso en el plato.
—¿Qué escuchaste exactamente? —preguntó Candado.
—Lo que escuchaste —contestó la señora Barret.
—Sí, ¿pero quién lo ha hecho? —preguntó Candado nuevamente.
—¿Para qué? ¿Para qué lo golpeas por haberte delatado?
Candado cerró los ojos y dijo con una sonrisa.
—Sí, lo hice, estaba molestando a la niña.
—Está bien lo que hiciste, pero sabes muy bien que Andrés es el comisario del pueblo —dijo la señora Barret.
—Seguro, era mejor dejar que la molesten, solo porque es hijo del supuesto "comisario".
—No te pongas así, Candado —dijo la señora Barret.
—Siempre lo mismo, "no te pongas así" ¿Qué sabes vos cómo me siento?
—Hijo…
—¿Hijo? —gritó— ¡AHORA SOY TU HIJO! ¿¡AHORA SOY TU HIJO!?
—¡NO ME LEVANTES LA VOZ! —gritó la señora Barret.
—¡NUNCA ESTÁS EN CASA Y CUANDO ESTÁS, SOLO COCINAS Y TE VAS A DORMIR! ¡SOLO PEDISTE HORAS EXTRA PORQUE NO QUIERES AFRONTAR EL HECHO DE QUE GABRIELA HA MUERTO! ¡SOLO QUIERES PASAR LO MENOS POSIBLE EN ESTA CASA PORQUE TODO TE RECUERDA A ELLA, TODO!
En ese momento, la señora Barret le tiró agua en la cara.
—Anda, sí, solo huye.
Candado no dijo nada más, solo se retiró y se fue a su habitación. Clementina se disponía a ir con él, pero el señor Barret le hizo una señal para que no fuera. En su lugar, fue él. Ya era hora de actuar como un padre.
El señor Barret se dirigió a la puerta de la habitación, golpeó y preguntó.
—Hijo, soy yo, ¿puedo entrar?
—Adelante —contestó Candado.
Entonces, el señor Barret ingresó a la habitación, vio a Candado recostado en su cama, mirando el techo.
—¿Puedo sentarme? —preguntó el señor Barret.
Candado no dijo nada, solo asintió con la cabeza. Cuando lo hizo, el señor Barret se sentó en la cama.
—Papá, a veces siento que ella nunca quiso que naciéramos, Karen y yo, solo piensa en Gabriela.
—No, eso no es cierto, ella los ama a ambos.
—Me gustaría creer eso, pero ella lo hace muy difícil.
—Candado, tu madre los ama, nunca pongas eso en duda.
—Perdón, pero sigo sin creer esas palabras.
—Hijo, ¿recuerdas cuando estuviste enfermo?
—Sí, lo recuerdo, fue la primera y ultima vez.
—¿Quién fue la que estuvo a tu lado todo el día contigo para bajarte la fiebre? Tu madre. ¿Quién fue la persona que te compró esas lujosas prendas que usas? Tu madre. ¿Quién fue la persona que te enseñó a cocinar? Tu madre.
—Ese último no fue necesario.
—Perdón, pero ya sabes que ella te quiere, nunca pienses lo contrario, porque solo tus padres estarán en las buenas y en las malas contigo.
Candado se levantó y a continuación abrazó a su padre. Y este, entendiendo el dolor de su hijo, lo abrazó, apaciguando su angustia y consolándolo. Candado miró a su padre con sus ojos sinceros y tristes, pero sin lagrimas.
—Papá, quiero que pases más tiempo en casa. Por favor, te lo pido.
—Hijo, no será fácil, pero te prometo que voy a hacer todo lo posible.
Candado, inclinó la cabeza decepcionado luego se levantó y se acercó a la puerta. No sin antes mirar a su padre y con una voz tenue y tranquila dijo.
—A veces me gustaría que dijeras "Sí, prometo" en vez de decirme "Voy a hacer todo lo posible".
Después, Candado se fue de su habitación sin decir nada más, dejando a su padre solo. Su rostro reflejaba la culpa de no poder hacer algo más por su hijo. Tenía razón, desde que ella murió, solo han estado escapando de la realidad y escudándose en el trabajo. Triste y sin ningún motivo para levantarse, tomó un libro de debajo de la cama y lo abrió. En él había fotos de la familia. Arturo miraba con nostalgia los momentos que pasaron con sus amados hijos.
Candado bajó las escaleras y se dirigió al jardín por otra puerta. Cuando salió, estaba oscuro; solo la luz de la cocina y las estrellas proporcionaban una iluminación considerable. Candado, con las manos en los bolsillos, se sentó bajo el árbol, su árbol preferido, aunque era el único. Una vez que estuvo sentado, miró las estrellas en paz. Pero cuando estaba disfrutando de la tranquilidad, Tínbari se manifestó al lado de Candado, sentado y mirando el cielo.
—Ahhhhhh, es increíble que los humanos se sientan tranquilos por mirar esas estúpidas luces —dijo Tínbari.
Candado hizo un gesto con los ojos hacia arriba y dijo.
—Dejaste de ser humano hace mucho tiempo y entiendo tu odio por la humanidad, pero te importaría dejar de ser insensible.
—Haré lo posible, pero no prometo nada.
—Je, posible… posible, ahhhhh, como odio esa palabra. A veces me gustaría sacar toda mi furia e incinerar todo el mundo.
Tínbari miró a Candado con confusión y extrañeza.
—Ha, bueno, lo que digas —dijo Tínbari mientras sacaba una bolsa de uvas de su bolsillo.
—Tínbari, ¿de dónde sacaste eso?
—Esto lo compré en una verdulería.
—¿Qué? Eso es imposible.
—Ja, nada es imposible para mí.
Antes de que Candado siguiera discutiendo, se calló y se recostó.
—Tínbari, ¿alguna vez te peleaste con tu padre?
—Nunca conocí a mis padres, me crié con mis tíos —contestó Tínbari.
—Pero, dejando eso a un lado, ¿te peleaste con tus tíos alguna vez? —preguntó Candado.
—Sí, pero fue una vez, cuando tenía dieciséis años. Yo tenía que ir a una fiesta de uno de mis compañeros, pero mi tío no quería; decía que era peligroso. Así que cuando mi tío perdió de vista, me escapé por la ventana. Fui a la fiesta, me divertí y luego volví cuando salía el sol. Cuando entré por donde había salido, mi tío me estaba esperando furioso. Empezamos una discusión que duró más de tres horas.
—Pero, ¿alguna vez te arrepentiste? —preguntó Candado.
—Sí, pero a pesar de disculparme con él, sigo sintiéndome culpable —contestó Tínbari.
—Mmm, entiendo. Hay cosas que no se curan con disculpas. Eso, hasta yo lo sé.
—De todos modos, ¿por qué estoy hablando de esto contigo?
—Nada, olvídalo, solo estoy delirando, nada más.
—Genial, otra de tus penas —se quejó Tínbari.
Candado miró a Tínbari de forma descontenta. Parece que ese comentario lo molestó, aunque tratándose de Candado, todo lo molesta hasta el más mínimo detalle.
—No sé por qué te soporto, podría tranquilamente despedirte.
—Pero no puedes, porque me necesitas y además, tú jamás renunciarías a mí, porque los humanos siempre buscan el poder.
—Deja de hablar como si los humanos fueran basura, tú fuiste uno de nosotros.
—Eso ya pasó, gracias al cielo ya no soy uno de ustedes.
—¿Cómo puedes odiar a la raza humana? —preguntó Candado.
Tínbari lo miró de manera seria y dijo.
—La raza humana no tuvo problemas con arrebatarme a mis padres y a mis tíos. Tampoco tuvieron problemas con mandarme a una guerra que ellos habían empezado, como también no tuvieron problemas al arrebatarme a mi hijo y a mi mujer. Los mismos humanos, a los que fui a pelear en su guerra, y por si fuera poco, fueron ellos también quienes me secuestraron, torturaron y asesinaron. Sí, fue esa raza de cucarachas la que me hizo pasar por todos esos problemas.
—Sí, es cierto, pero decir que todos los humanos te trataron de esa forma es simplista para un narcisista que rima con nihilista.
—¿Qué?
—Me refiero a que la raza humana no te hizo eso. No, fue un grupo de pelotudos quienes te dañaron por culpa del sistema de gobierno de esa época. Que te quede claro, Tínbari, no todos somos iguales, no todos asesinamos, no todos pensamos igual y no todos somos desalmados.
Cuando Candado dijo eso, Tínbari se echó a reír y le dio un capón en la cabeza. Según él, lo hacía de manera cariñosa, pero que un demonio te hiciera eso era doloroso.
—Niño, tu forma de ver el mundo me causa risa y orgullo.
—Sí, bueno, ya suéltame de una buena vez.
Tínbari lo soltó, pero dejó a Candado todo despeinado, y Tínbari, de manera graciosa, le puso la boina al revés.
—Eres un adulto, por el amor de Isidro Velázquez, compórtate.
—Bien, lo que tú digas.
Mientras Candado y Tínbari hablaban, Clementina se presentó con dos vasos en las manos.
—Buenas, Clementina —saludó Candado.
—Vaya, ustedes dos son inseparables, son como uña y carne. Ah, y no se preocupen, es gaseosa —dijo Clementina mientras entregaba los vasos.
—Tuercas tiene razón —dijo Tínbari mientras bebía.
—No me llames así, tengo un nombre y es Clementina.
—¿Ya ves, Clemen?, ya ves cómo me siento cuando me dices joven patrón.
—Tiene razón, joven patrón.
—¡CÁLLATE! —gritó Candado enfurruñado.
—Ja, esto es divertido, un niño que se cree adulto y una niña que se cree humana.
—Silencio, tarado —dijeron Clementina y Candado.
—Bueno, chiquillos, tengo que irme. Gracias por el trago, Clementina, aunque hubiera sido mejor que me dieras cerveza en vez de gaseosa —dijo Tínbari mientras desaparecía.
—Bueno, ahora que Tínbari se fue, ¿le importaría entrar, señor?
—¿Señor? Mmm, me gusta —dijo Candado.
—Claro, tal vez algún día lo empiece a llamar así, o no.
Candado entró a la casa con Clementina, pero en vez de entrar por el mismo lugar por donde había salido, decidió entrar por la cocina, ya que sus padres ya no estaban allí.
—Parece que la hora de comer terminó —dijo Candado.
—Los patrones se han ido a dormir, mañana tienen que trabajar.
—¿Quién trabaja los jodidos domingos? —preguntó Candado.
—Ah, pues sus padres.
—Era retórica, Clementina, re-to-ri-ca.
—Bueno, lo siento, yo no leo mentes.
—Clementina, no quiero que digas nada más, no me hagas calentar más de lo que estoy —dijo Candado apretando los dientes con fuerza.
Clementina no dijo nada más, solo sonrió y se fue de la cocina, no sin antes llevarse una hogaza de pan que había en la mesa. Cuando Clementina se fue, Candado usó sus poderes para lavar los trastos. Elevó los cubiertos, los vasos y los platos. Con su mano izquierda comenzó a enjuagar los trastos con una esponja, una vez que terminó de hacer eso, bajó la esponja y el detergente en el mismo lugar. Cuando finalizó, usó su poder para abrir la canilla sin acercarse a ella, y comenzó a caer el agua. Candado empezó a pasar los platos en fila, cuando se terminaba de lavar uno lo ponía en un cajón y así sucesivamente, hasta que los lavó todos, y cuando guardó el último plato, su magia se apaciguó. Pero de la nada, comenzó a toser sangre. Candado puso su mano en la boca para que no se escuchara tanto, después de unos segundos, se sacó la mano de la boca y luego la miró, en ella vio como la palma de su guante blanco estaba manchada por gotas de sangre.
—Ja, hace dos días que no me pasaba esto, me estoy pudriendo lentamente —murmuró Candado.
Se quitó el guante y lo tiró a la basura que estaba al lado de la heladera, después apagó la luz y se fue de la cocina, se dirigió a su cuarto con las manos en los bolsillos, pero Candado no se había dado cuenta de que Hammya lo estaba viendo todo. Cuando él se encerró en su habitación, Hammya aprovechó y sacó de la basura el guante blanco con manchas de sangre. Era preocupante para ella, pero para Candado no lo era, más bien le parecía normal. Hammya estaba petrificada al ver aquel guante ensangrentado.
—¿Qué te sucede, Candado? —preguntó Hammya mientras miraba el guante.
Hammya se dirigió a su habitación con el guante en sus manos, perdida en los pensamientos de aquel hecho que había visto. ¿Sería por esa razón por la que Candado siempre está malhumorado? ¿O sería por otra cosa? Al parecer, ella trataba de sacar una respuesta a la actitud de Candado, que trataba de saber por qué escupió sangre.
Hammya se sentó en la cama, mirando fijamente el guante con sangre, hasta que irrumpió Clementina.
—Hola, Hammya, solo quería darte las buenas noches.
—Buenas noches, Clementina —dijo Hammya mientras guardaba el guante.
—Que descanses, señorita —dijo Clementina mientras cerraba la puerta.
Cuando Clementina cerró la puerta, Hammya quedó mirando el guante ensangrentado de Candado. Parecía que él tenía otro ser.