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Candado (La boina azul) [spanish]
CANCIÓN DE UNA PROMESA

CANCIÓN DE UNA PROMESA

Era las 8:30 de la mañana de un 23 de julio.

Candado se despertó sintiendo un ambiente cálido a su alrededor. No era extraño: su madre estaba a su lado, abrazándolo, mientras la estufa encendida mantenía a raya el frío exterior.

—Mamá... —murmuró.

Candado sonrió y posó una mano sobre la mejilla de ella, disfrutando el momento.

—No quisiera levantarme si estás conmigo.

Con los ojos aún entrecerrados, intentó volver a dormirse. Pero entonces, la puerta de la habitación se abrió con un leve chirrido. Una figura entró de puntillas. Era Hammya.

Candado, instintivamente, cerró los ojos y agudizó el oído. Cada paso de la niña resonaba en el suelo limpio, libre de obstáculos. Ella se acercó hasta la cama, y él entreabrió un ojo con disimulo. En la penumbra, distinguió el brillo de los ojos rojos de Hammya, intensos como brasas en la oscuridad. Su expresión parecía preocupada, algo que Candado entendió de inmediato por la situación en la que él se encontraba.

Hammya extendió una mano, posándola suavemente sobre la cabeza de Candado, sin saber que él estaba despierto. Después de unos segundos, sonrió y susurró:

—Recupérate, Candado... Todos te esperan. Yo te espero.

—Gracias.

—¿Eh? —La sorpresa de Hammya quedó atrapada en su garganta.

Candado sostuvo la muñeca de Hammya y, con cuidado, se incorporó. En la oscuridad, sus ojos no podían captar sus expresiones faciales, pero seguía viendo el resplandor de los de ella.

—Buenos días, Hammya —dijo en un susurro.

Ella intentó no gritar, mordiéndose los labios y asintiendo rápidamente.

Candado soltó su mano y volvió a centrarse en su madre. Con ternura, acarició la mejilla de ella.

—Ya salió el sol, mamá —dijo con suavidad.

Europa frunció ligeramente el ceño y arrugó la nariz, despertándose poco a poco.

—¿Cielo...?

—No, soy yo, mamá.

Los ojos de Europa se abrieron de golpe, y en un instante abrazó a su hijo con fuerza, su rostro iluminado por una sonrisa de satisfacción.

—Buenos días, mamá.

—¿Buenos? No... son maravillosos días.

Tras un largo abrazo, Europa miró a Hammya y la envolvió también entre sus brazos.

—O... oye... —balbuceó la niña, incómoda.

—Buenos días para ti también, árbol sin clorofila.

—(¡Oh! Ya veo de dónde sacó ese humor Candado...)

Europa se levantó, estiró los brazos y sonrió a ambos.

—Iré a preparar el desayuno.

—Por favor —pidió Candado.

—Gracias —dijo Hammya.

Europa salió de la habitación, dejando a los dos solos.

Candado se levantó de la cama, mostrando un pijama púrpura con su nombre bordado en blanco con elegante cursiva.

—Muy bien, voy a cambiarme. Si puedes irte, perfecto. Y si no... bueno, no tengo problemas.

Extendió el brazo derecho, y Hammya, ya anticipando lo que venía, levantó las manos.

—¡STOP!

—¿Qué?

—Ah, digo, ya me voy —respondió Hammya, sonriente.

—Bien. Hazlo.

Ella salió de la habitación riendo para sí misma. Candado chasqueó los dedos y comenzó a vestirse, eligiendo cuidadosamente cada prenda. Tras ajustar su chaleco, guantes y corbata, se peinó con un estilo hacia atrás.

Se miró en el espejo y, al posar una mano en el cristal, murmuró:

—Parece que la jaula está funcionando otra vez...

Suspiró, apartándose del espejo, y salió de la habitación.

En el pasillo, Hammya lo esperaba.

—¿Feliz esta mañana? Vaya —comentó él en voz baja.

—¿Quieres saber por qué?

—(¡Qué gran oído...!)— Pensó, antes de responder:

—No sé por qué, pero no quiero preguntar.

—¿Ah, no?

—No.

Hammya hizo un puchero, pero rápidamente volvió a sonreír. Mientras Candado caminaba delante de ella, sacó las manos de detrás de su espalda. En ellas sostenía la boina de él.

—Sorpresa —dijo, colocándosela de un movimiento rápido.

Candado se detuvo y tocó el copete de la boina.

—Oh, vaya. Eres muy...

—¿Muy linda?

Él la miró en silencio, sin responder.

—¿Qué?

Candado bajó las escaleras ignorando a Hammya, que lo seguía de cerca mientras trataba de obligarlo a contestarle. Al llegar al living, vio a Clementina sentada en el sillón, con Karen en su regazo, viendo la televisión.

—Buenos días, Clementina —saludó Candado.

—Buenos días, joven patrón.

—Olvida lo que te dije —respondió Candado, mostrando un destello flameante en sus ojos.

Clementina hizo una mueca de advertencia, señalándole con la mirada la presencia de Karen. Antes de que la pequeña pudiera voltear, Hammya reaccionó rápidamente y le tapó los ojos a Candado.

—¿Qué…? —dijo él, confuso.

—¿Pasa algo con Canda? —preguntó Karen, ladeando la cabeza.

—No, nada. Es solo que… estamos jugando —improvisó Hammya con una sonrisa nerviosa.

Candado tomó las manos de Hammya con calma.

—Ya está, puedes soltarme.

Hammya retiró las manos con una expresión de duda. Mientras tanto, Candado se acercó a Karen, y ella, sin previo aviso, se lanzó a abrazarlo.

—¿Algo que reportar? —preguntó Candado con ternura mientras la alzaba en brazos.

—Karen se portó bien —informó Clementina, sonriente.

—Me alegra. Eso es muy bueno.

—¿No es preciosa? —presumió Clementina, acariciando suavemente la cabeza de Karen.

—Sí, lo es —admitió Hammya conmovida.

En ese momento, Hipólito apareció en la sala, interrumpiendo la conversación.

—Chicos, es hora del desayuno.

—Eso fue rápido —comentó Candado mientras devolvía a Karen a su sillita.

—Claro que sí —respondió Hipólito con una sonrisa.

—No exageres, anciano —bromeó Candado con sarcasmo.

—De acuerdo, muchacho.

Candado lanzó una mirada significativa a su familia y se dirigió a la cocina junto a Hammya, Clementina y Karen.

—Genial —dijo al ver a todos reunidos alrededor de la mesa.

Antes de sentarse, ayudó a Karen a ocupar su sillita especial. Aunque frunció el ceño al verla, no protestó demasiado. Sabía que, aunque prefería sentarse como los mayores, la silla era necesaria por su seguridad.

—¿Otra vez esta silla? —refunfuñó Karen.

—Es por tu bien, pequeñita —le dijo Candado con una sonrisa amable mientras la aseguraba en su asiento.

Karen lo miró con disgusto fingido, pero al final le sonrió, resignada.

Candado tomó su lugar entre Europa y Hammya.

—Bien, ¿qué tenemos hoy? —preguntó.

—Leche para los niños y café para los adultos, acompañado de medialunas y bizcochos dulces —anunció la abuela Andrea mientras servía las tazas.

El desayuno transcurrió con normalidad, pero Andrea no pudo evitar notar la tensión oculta en Arturo y Europa. Aunque ambos mantenían sonrisas en sus rostros, su madre sabía que estaban profundamente preocupados. Algo en ellos le recordaba los días más oscuros tras la muerte de Gabriela.

Andrea observó a Candado, quien parecía tranquilo, incluso distraído, pensando en sus planes para el día. Cuando sus ojos se encontraron, él le sonrió con serenidad, como si intentara decirle: "Todo estará bien."

Andrea devolvió la sonrisa, aunque una parte de ella seguía inquieta. ¿Qué más podía hacer una madre en momentos así?

Tras unos minutos más de conversación sobre anécdotas familiares y temas cotidianos, el desayuno terminó. Candado se levantó, recogió mágicamente los platos y los llevó al fregadero, donde Hipólito y Clementina ya lavaban. Después, tomó a Karen en brazos y regresó al living.

Allí, Candado la sentó en su regazo y encendió la televisión. Eligió con cuidado un canal infantil, evitando cualquier contenido violento o aterrador. Karen se acomodó en sus brazos, completamente absorta en los dibujos animados.

Candado hojeaba distraídamente los canales de televisión con el control remoto en la mano.

—Candado está eligiendo el canal otra vez —comentó Andrea desde la cocina.

—¿Ah, sí? ¿Siempre lo hace? —respondió Hipólito con curiosidad.

—Sí, le gusta ver dibujos animados con Karen —interrumpió Clementina mientras secaba un plato.

Andrea suspiró con una sonrisa nostálgica.

—Gabriela hacía lo mismo con él cuando era pequeño.

De pronto, Clementina dejó el plato a un lado y se dirigió a Candado.

—Clementina, necesito que me acompañe a la casa de un amigo.

—Por supuesto. Nos vemos, señorita Hammya.

—Hasta luego —respondió Hammya con un gesto vago.

Andrea y Clementina salieron de la casa, dejando a Candado con Karen y Hammya en el living. Ella, sin perder tiempo, se dejó caer al lado de Candado en el sillón.

—¿Qué haces?

—Hablando por teléfono, ¿qué más parece? —respondió Candado con ironía, sin apartar la vista de la pantalla.

Hammya ladeó la cabeza, divertida.

—Veo que vuelves a ser el mismo de siempre.

Candado frunció el ceño y, alarmado, miró hacia Karen.

—Karen, ¿escuchaste algo?

La niña, absorta en la televisión, no mostró señales de haber escuchado la conversación. Miraba la pantalla como si el mundo a su alrededor no existiera, con esa seriedad casi cómica que siempre la caracterizaba.

—Gracias a Isidro, no me oyó —murmuró Candado, aliviado.

—Tu hermana es… interesante —comentó Hammya, sin apartar la vista de Karen.

—Está disfrutando la tele.

—¿Cómo te sientes?

—Bien, bien… Parece que vuelvo a tener control sobre mi cuerpo.

Hammya se inclinó hacia él, con una expresión más seria.

—¿Quién era esa persona?

Candado parpadeó, confundido.

—¿Persona?

—Sí, ya sabes, el vos negro.

El chico se acomodó en el sillón, incómodo, pero dispuesto a explicarse.

—Ah, te refieres a Odadnac. Así lo llamó Gabi.

—¿Odadnac?

—Sí, es complicado de explicar, pero no es un secreto, así que puedo contártelo.

Hammya asintió, intrigada.

—Adelante.

—Odadnac nació de mi ira, celos, enojo, dolor y miedo. Es la personificación de lo negativo en mí. Según mi abuelo, todos tenemos una parte así, algo que se activa cuando estamos en peligro. En mi caso, le di vida con mis poderes. No soy el único; mi bisabuelo tuvo algo similar, por lo que me dijeron.

—Vaya… Es increíble, como aterrador —dijo Hammya, aún tratando de asimilarlo.

Candado continuó, sus ojos se nublaron brevemente.

—Lo curioso es que Odadnac era diferente. Amaba a Gabriela. Fue ella quien le dio su nombre.

—¿Odadnac?

—Sí, es mi nombre al revés.

—¡Oh! —Hammya se llevó una mano a la boca—. Ahora tiene sentido.

—¿Apenas lo notaste? —Candado sonrió con cierta ironía antes de seguir—. Pero lo cierto es que Odadnac me odia. Yo lo encerré dentro de mí, y eso lo enfureció. Cuando mi salud se debilitó, su prisión comenzó a romperse, y logró salir.

Hammya colocó una mano en su mejilla con ternura.

—No tienes que disculparte por nada.

Candado asintió, aunque retiró suavemente la mano de ella.

—Lo extraño es que siento que hay algo que olvidé. Cada vez que intento recordarlo, aparecen fragmentos de imágenes, pero luego desaparecen. Intenté escribir todo lo que veía.

—¿Cuántas veces lo hiciste? —preguntó Hammya.

—Doscientas veces, según mis notas.

—¿Doscientas? Eso es una locura.

—Lo sé. La última página tenía una súplica escrita con mi letra temblorosa: “No lo intentes de nuevo. No será nada agradable”.

—¿Por qué crees que escribiste eso?

—Debió ser algo demasiado doloroso —admitió Candado, frotándose los ojos con las manos—. Las hojas estaban arrugadas, como si hubiera llorado sobre ellas.

—Relájate, no te esfuerces más.

Karen, como si percibiera el cambio de ánimo, dejó de mirar la televisión y se abrazó a Candado, sonriendo con dulzura.

—No crezcas nunca —murmuró Candado, apretándola contra su pecho.

—Vaya personalidad la tuya —bromeó Hammya, poniéndose de pie.

Candado se rió y, antes de que Hammya se marchara, le hizo una petición:

—Quiero que vayas al gremio por mí. Hoy no tengo ganas de salir.

—¿Por qué?

—Estoy con Karen.

Hammya sonrió y revolvió el cabello de Candado antes de dirigirse a la puerta.

—Está bien, iré. Nos vemos.

—Sí, nos vemos, Hammya.

Con una sonrisa en los labios, la niña se despidió de Candado, quien observó su partida antes de decidirse a recorrer el camino al gremio. Sin embargo, no tenía prisa. Hacía tiempo que no disfrutaba de un paseo tranquila; las vacaciones habían sido un torbellino de ocupaciones, incluso tiñéndose el cabello, otra vez, de verde en un arrebato que ahora le parecía innecesario. "Al menos Candado dijo que me veía linda", pensó con una risita mientras tarareaba una melodía despreocupada. Ahora ya no le molestaba o se avergonzaba por el color rojo de su cabello.

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Al cruzar una esquina, se topó con Natalia, a quien muchos conocían como Pio, en animada conversación con otra chica, llamada Tarah.

—¡Hammya! —la saludó Natalia con entusiasmo.

—Hola, Pio. —La "pelirroja" sonrió y luego dirigió su mirada a la otra joven—. ¿Y tú quién eres?

—Soy Tarah Camila Ortega, líder del gremio Azulejo. —La chica extendió la mano, gesto que Hammya correspondió.

—¿Eres tú quien nunca usa zapatos? —comentó Hammya con una pizca de curiosidad.

Tarah miró sus pies descalzos y se encogió de hombros.

—No me gustan, siempre me lastiman.

Natalia se apresuró a añadir:

—Es la hija del intendente, por eso la ciudad siempre está impecable.

Hammya asintió con aprobación y luego, recordando su misión, continuó:

—Bueno, yo estoy aquí porque Candado me envió al gremio.

—¡Ah! Así que el jefe está volviendo a ser el mismo de antes. —Tarah dejó escapar una pequeña risa.

La conversación se tornó más personal cuando Natalia comentó:

—Nosotras solo pasábamos cerca.

—¿Cerca? —Hammya alzó una ceja.

—Voy a visitar a mi novio —dijo Tarah con orgullo.

—¿Novio? ¿Quién es?

—Esteban.

—¿Él? —Hammya no pudo disimular su incredulidad.

—Sí, me gusta cómo es, estoy muy enamorada.

—No lo entiendo.

Tarah rio con ternura.

—Cuando encuentres a tu media naranja, o tu media manzana, lo entenderás.

Natalia, divertida, soltó una risita contenida.

—¿Otra vez metiéndote con mi cabello? —protestó Hammya.

—Cariño, cuando era verde perdí la oportunidad de hacer bromas, pero ahora que es rojo, no la dejaré pasar.

Tarah consultó la hora.

—Santa Rita, ¡se nos hace tarde! Nos vemos.

Tras despedirse, Hammya siguió su camino con renovado ánimo, brincando de alegría y sintiendo el viento fresco acariciar su rostro. De repente, se encontró frente a Andersson, quien ajustaba las letras de una pizarra en un negocio.

—Hola, Hammya. ¿De compras?

—No, voy al gremio. ¿Y tú? ¿Qué tal todo?

—Bien, aunque mis hermanos aún están durmiendo. —Andersson giró hacia adentro del local al escuchar su nombre.

—Andersson, cuando termines, descansa, ¿de acuerdo? —se oyó una voz autoritaria.

—Sí, señor.

De vuelta a la charla, Andersson comentó:

—¿Cómo está Hänglås?

—¿GLaDOS?

—No, Hänglås, que es Candabo...candado, en sueco. Me cuesta mucho pronunciar su nombre en español.

Hammya rió ante la confesión.

—Hablar otro idioma no es fácil, pero sigue intentando, ¿Bien? Seguro que mejorarás.

—Gracias, Hammya.

—¡Nos vemos luego!

Con una despedida amistosa, Hammya se alejó, saludando a varias personas en el camino antes de finalmente llegar al gremio.

—Uf, qué frío. —Se frotó las manos mientras subía las escaleras y golpeaba la puerta.

—¿Quién es? —preguntó una voz al otro lado.

—Hammya.

Un incómodo silencio siguió a su respuesta.

—¿Declan? ¿Por qué no abres la puerta? —otra voz se escuchó acercándose.

—No quiero abrirla.

—Hace demasiado frío para dejarla afuera.

—Tiene un techo al que volver.

Hammya, cruzando los brazos, suspiró con una leve frustración mientras esperaba que, finalmente, alguien decidiera dejarla pasar.

Luego se escucharon un par de forcejeos.

—¡Ya basta, Wilson! —gritó Lucas, mientras trataba de zafarse—. ¡Quítame las manos de encima!

Declan y Lucas seguían peleando, ignorando por completo la presencia de Hammya, que permanecía inmóvil, sin saber qué hacer.

—Vaya... aún me odia —susurró ella, con una leve sonrisa incómoda.

De repente, una voz femenina interrumpió desde el otro lado de la puerta.

—Disculpen, ¿podrían abrir la puerta?

—¡VETE, ERIKA! —gritaron Declan y Lucas al unísono.

Un estruendo sacudió el lugar, haciendo eco por toda la entrada.

—¡NO LE GRITEN A MI HERMANA! —se oyó un rugido.

Hammya dio un paso hacia atrás, con el corazón acelerado.

—(Ya no quiero entrar. Esto da miedo...)

Giró sobre sus talones, intentando huir.

—Descuiden, volveré en otro momento...

Sin embargo, antes de que pudiera alejarse, la puerta se abrió lentamente. Del otro lado apareció Erika, con una sonrisa tan elegante como inquietante. Cualquier observador habría encontrado la escena extraña: la inocente expresión de Erika contrastaba con el caos detrás de ella. Lucas estaba incrustado en la pared, mientras Lucía golpeaba a Declan en el suelo con sus puños, aunque este lograba defenderse parcialmente.

—Perdona por el desastre —dijo Erika, como si nada ocurriera—. Esto pasa solo cuando Candado no está presente.

—Ya veo... —respondió Hammya, con evidente duda. Luego inclinó la cabeza y saludó—. Hola, Lucía.

—¡Hola, dulzura! —contestó Lucía, aún sosteniendo a Declan por la solapa de su gabardina, con el puño levantado en señal de amenaza.

—Hola, Declan.

—Hola, bestia —gruñó él, sin emoción alguna.

Hammya entró a la casa, aprovechando la distracción, y saludó a Erika con un beso en la mejilla.

—Hola, Erika. Me alegra que estés bien.

—Igualmente. —Erika cerró la puerta detrás de ella—. ¿Qué te trae por aquí a estas horas de la mañana?

—Me sorprende que sean tan madrugadores.

—Generalmente nos levantamos a las seis o siete para administrar el gremio. Aunque, claro, es un poco raro hacerlo sin Candado.

—Ya veo. ¿Está Héctor?

—Sí, está en la oficina con...

—¡LA PUERTA, ERIKA! —interrumpió Lucía, furiosa.

Erika abrió la puerta de golpe, obedeciendo por reflejo. Lucía tomó a Declan de la solapa nuevamente y lo lanzó fuera de la casa, directo al barro del jardín, resultado de la lluvia de la noche anterior. Declan se levantó, observando sus ropas arruinadas. Apretó los puños con tanta fuerza que los nudillos se pusieron blancos. Sus dientes rechinaron y sus ojos se inyectaron de sangre, irradiando una ira contenida.

Con un movimiento veloz, desenfundó su espada, sostenida en su mano izquierda. Al hacerlo, sus ojos comenzaron a brillar con un intenso color verde.

—Ay, no... Esto se puso feo —murmuró Erika, preocupada.

Lucía sonrió con diversión. Corrió hacia Declan y, justo al salir de la casa, pegó un salto, extendiendo una pierna que se convirtió en oro.

—Hasta la vista, irlandés.

—Eres una... —comenzó Declan, pero no terminó la frase.

Lucía aterrizó sobre la espada de Declan, desviándola, y le propinó una patada en la cabeza que lo mandó al suelo.

—Esto es un desastre... —susurró Hammya, cerrando la puerta con delicadeza.

—¿Pero...? —intentó decir Erika.

—Tranquila. Estarán bien —respondió Hammya, tomando la mano de Erika con calma—. Sígueme, necesito hablar con Héctor.

—Bien... —murmuró Erika, lanzando una última mirada a la puerta, dudando si debía intervenir o no.

Al pasar junto a Lucas, que se sacudía el polvo tras salir de los escombros, Hammya lo saludó.

—Hola, Lucas.

—Hola, Hammya —respondió él, sacando un teléfono del bolsillo y marcando un número—. Matlotsky, te necesito para reparar algo... otra vez.

Hammya y Erika llegaron finalmente a la oficina de Héctor, aunque, técnicamente, pertenecía a Candado.

—Vaya, creo que es la primera vez que entro aquí —comentó Hammya, observando la puerta.

—Sí. Por lo general, Candado está adentro administrando el gremio, hablando con los otros presidentes... o mirando por la ventana durante horas, pensando en una solución para cualquier problema que se le atraviese.

—Ya me hago una idea de cómo es su rutina.

Hammya tocó la puerta con suavidad.

—Adelante —respondió una voz desde el otro lado.

Al entrar, Hammya quedó maravillada por la oficina. Las paredes eran de madera pintada en un elegante verde, y al frente había una única ventana sin barrotes, decorada solo con una cortina blanca que dejaba pasar la luz. A los lados, dos cuadros colgaban en lugares de honor. A la izquierda, el retrato de Gabriela Esperanza Barret, sonriendo con serenidad. A la derecha, Alfred Velázquez Barret, joven y radiante. Una placa con su nombre confirmaba la identidad del segundo cuadro.

Flanqueando cada retrato, había vitrinas de cristal que contenían una gran variedad de objetos, aunque ninguno era un libro. Esto llamó la atención de Hammya, quien notó que en toda la oficina solo había cuatro libros, cuidadosamente dispuestos sobre una mesita.

El suelo de azulejos blancos y amarillos relucía, y al centro de la habitación destacaba un escritorio negro de madera, despojado de decoraciones. Solo un enorme cuaderno reposaba sobre él. Frente al escritorio, dos sillones rojos llamaban la atención, sobre uno de los cuales Viki estaba recostada de manera despreocupada.

—¿Sucede algo? —preguntó Héctor con una sonrisa amable.

—Nada, es que… Candado no quería venir.

—Ya veo —suspiró Héctor mientras cerraba el libro—. Debí imaginarlo. Pensé que mandaría a Clementina, como suele hacer, pero esto es bastante inusual.

—Eso significa que Candado confía en ti —dijo Viki con leve entusiasmo.

—Tal vez, tal vez.

Héctor se puso de pie y caminó hasta donde estaba Hammya.

—¿Qué sucede? En realidad quería que Candado viniera, pero parece que tú estás aquí en su lugar. Ah, parece que no le importa la situación…

—Sinceramente, no creo eso —interrumpió Hammya.

—Explícate.

—Bueno, ¿recuerdas que Candado te golpeó en el pecho aquella vez?

—Sí, aunque vale la pena aclarar que no era él, sino Odadnac.

—Bueno, creo que se siente algo arrepentido y no sabe cómo disculparse.

Héctor se quedó pensando por unos momentos.

—Creo que sería mejor hacerle una visita.

—¿Ah? ¿En serio?

—Claro, Viki. Esto no es la primera vez que pasa —respondió Héctor mirándola.

—¿Primera vez? ¿Esto ya había pasado?

—Oh, claro, tú no estabas ahí. En el jardín había un chico que lo molestaba, pero Candado nunca hacía nada para defenderse. Cabe destacar que yo no era su amigo en ese entonces. Un día, este chico se pasó de la raya y le escondió la boina. Eso provocó que Candado entrara en una ira enorme. Yo siempre vi en él amabilidad y quería que siguiera siendo así, pero cuando su puño se dirigía hacia el matón, instintivamente me interpuse, recibiendo el golpe.

—Vaya —dijo Erika sorprendida.

—¿No lo sabías? —preguntó Hammya.

—No, en absoluto.

—Bueno, el asunto es que Candado se sintió muy mal y faltó al jardín por unos días, hasta que decidí hacerle una visita a su casa. Afortunadamente, lo encontré en la plaza jugando solo. Fue en ese momento cuando se me ocurrió que estar con él sería divertido. Desde ese día le ofrecí mi amistad, y él me ofreció una corbata —Héctor tocó su pecho—, esta corbata.

—Qué cursi —comentó Viki.

—Siento envidia en esas palabras cariño —se burló Héctor.

—Qué gran historia —se enterneció Erika.

—Ya veo, eso explica por qué siempre llevas esa corbata blanca —comentó Hammya, sin la más mínima intención de ofender.

—¿Será mi imaginación, o estás insinuando que soy una persona de bajos recursos?

—No, nada de eso. Por cierto, ¿puedo hacerte una pregunta? —desvió rápidamente Hammya.

—Claro, adelante.

—Siempre he tenido curiosidad: ¿Quién estuvo más tiempo con Candado?

—Oh, eso. No es ningún secreto. Supongo que quieres saber quiénes fueron los pioneros de este “gremio”.

—Exacto.

—Bueno, yo, Krauser, Joaquín, Ocho y Declan. Nosotros lo visitábamos mucho en su casa en Irlanda. Él no hablaba español, pero lo entendía. Luego, en primer grado, se unieron Lucas, Germán, Matlotsky, Erika y Lucía. En segundo grado llegaron Walsh, Pio, Antonela y Frederick. En tercer grado, Candado se hizo amigo de alguien, pero esa persona no quiso unirse al gremio. Su nombre era Glinka, y daba mucho miedo acercarse a ella. En cuarto grado se nos unió Ana María Pucheta. En quinto, Viki y Anzor. En sexto no se unió nadie nuevo. Y este año, que es séptimo, conocimos a ti y a Liv, Andersson no cuenta porque formalmente no forma parte del gremio.

—Vaya.

Héctor sacó un sobre de su bolsillo y se lo dio a Hammya.

—Nelson mandó esto hace unas horas. Ese anciano parece que no duerme; lo recibí a las cinco de la mañana.

—¿Qué hay adentro? —preguntó Hammya.

—No lo sé. No lo he abierto.

—¿Puedo abrirlo?

—No, esto es de Candado, no tuyo.

—Buuu…

—Ya. Envíaselo a Candado. Personalmente quería que él lo retirara, pero si Nelson lo mandó tan temprano, debe ser importante.

—Sabes que son las 9:16 a.m., ¿verdad? —intervino Erika.

—Me comuniqué con Nelson y le pedí que esperara unas horas para que Candado pudiera descansar un poco. Él estuvo de acuerdo.

—Bien, me encargaré de entregárselo.

Héctor colocó un dedo en la frente de Hammya.

—Sí, muy lindo y todo, pero ni se te ocurra abrirlo.

—Lo entiendo.

—Héctor, no seas grosero —dijo Erika, apartando su dedo.

Héctor vio por la ventana que estaba Lucía viendo la escena con intensidad, incomodando un poco al Héctor, quien apartó su mano rápidamente y le dio un saludo. Lucía suspiró empeñando el vidrio y se fue, dando a Héctor un suspiro de alivio.

—Gracias y adiós —apresuró Héctor.

—¿Eh? Bien, si lo dices —dijo Erika

Hammya salió de la habitación. Mientras caminaba por el pasillo, vio a Lucas y Matlotsky reparando el muro.

—Esto es increíble, lo has dejado como nuevo. Estoy sorprendido —comentó Lucas.

—Lo que me sorprende es cómo rayos rompiste este muro de hormigón con tu espalda —respondió Matlotsky.

—Fue durante una pelea con Declan.

—Ya sabía que los negros eran duros, pero no tanto.

Lucas se rio del comentario.

—Hola, muchachos.

—Hola, Hammya —respondieron ambos.

—Veo que repararon el muro.

Matlotsky, fingió estar avergonzado.

—No seas payaso —respondió Lucas

—Cállate, retrato del espacio exterior —bromeó Matlotsky.

Lucas ignoró el comentario.

—Bueno, veo que tienes prisa, así que no te detendré.

—Gracias, que tengan un buen día.

Tras decir eso, Hammya salió de la casa. Planeaba despedirse de Lucía y Declan, pero estos seguían peleando como si su vida dependiera de ello, así que optó por no interrumpir.

Mientras tanto, en la casa de Candado, este estaba en su sillón jugando adivinanzas con su hermana Karen.

—¿Qué número, sumado dos veces, da cuatro?

—Dos —respondió ella rápidamente.

Candado aplaudió y continuó.

—¿Qué pasa por el mar y no se moja?

—La sombra.

Candado volvió a aplaudir con entusiasmo.

—¿Qué es redondo, pero hueco, y vuela por el aire?

—Las ruedas de un avión.

—¡Bravo! —exclamó Candado con una sonrisa.

—Otra, otra, otra —pidió Karen, emocionada.

—De acuerdo... ¿Qué es grande y fuerte como un león?

Karen levantó su dedo índice y declaró con firmeza:

—Vos.

Candado quedó perplejo.

—Exac… ¿Qué?

—Vos —repitió Karen sin dudar.

Candado ajustó su boina, bajándola sobre sus ojos.

—¿Puedo...? ¿Puedo saber por qué?

Karen lo miró con seriedad y respondió:

—Candado es grande, porque siempre me da las cosas que no alcanzo. Candado es fuerte, porque siempre me levanta en brazos, incluso con cajas pesadas. Y Candado es como un león, porque siempre me protege.

Candado, ahora incapaz de ocultar su emoción, se cubrió el rostro con ambas manos.

—Por Isidro... nunca me lo esperé.

Desde un rincón, Clementina, la androide, observaba la escena con una cámara en mano. Debido a que las "cámaras" de sus ojos tenía lleno su almacenamiento de puras fotos que hacía, por lo que se compró una cámara que cumpliera la misma función.

—Para el álbum —dijo mientras capturaba el momento.

Cuando Candado se recuperó de la vergüenza, abrazó a Karen con ternura.

—Eres muy linda, Karen. Quisiera que nunca crecieras.

—Eso es imposible, vos y yo lo sabemos —respondió ella con sabiduría infantil.

En ese momento, Arturo irrumpió en la sala.

—¿Jugando a la casita?

—No, a las adivinanzas —respondió Candado.

—Ya veo —dijo Arturo mientras se sentaba junto a ellos—. Continúa jugando con tu hermanita.

Candado acomodó a Karen en su regazo.

—Eso estoy haciendo.

Arturo esbozó una sonrisa.

—Por cierto, ¿Cómo te sientes?

—Muy bien —respondió Candado.

—¿No tienes dolores?

—No, nada.

Arturo acarició la cabeza de Candado con afecto.

—Ya veo.

—Yo también —añadió Karen, inclinándose para recibir caricias también.

Arturo sonrió y acarició su cabeza.

—Sabes, cuando te veo con Karen, me recuerdas mucho a Gabi. Ella era muy cariñosa contigo.

Candado bajó la mirada.

—Sí... era la persona más grandiosa que conocí. Esa bondad suya, esa sonrisa tan característica... Siempre veía lo bueno en las personas, decía que solo necesitaban otra oportunidad.

—Es doloroso pensar que ya no está aquí.

Un silencio pesado llenó el ambiente.

—Muchas veces me mentía a mí mismo —continuó Arturo—. Cada vez que abría la puerta, deseaba que ella viniera corriendo a abrazarme como solía hacerlo después del trabajo. Quería creer que estaba en la casa de una amiga o de excursión.

—Nunca iría a una excursión —dijo Candado, esbozando una pequeña sonrisa.

—Lo sé... pero quería creer que aún estaba viva. Es muy doloroso para un padre perder a un hijo por una enfermedad que lo consume poco a poco.

Candado levantó la vista, con un brillo de esperanza en los ojos.

—Donde sea que esté, pienso que nos está mirando con una sonrisa.

Arturo asintió, acariciando su cabeza.

—Papá...

—Lamento tanto haber sido un mal padre. Perderla me destrozó, y te descuidé. Fui egoísta, pensando solo en mi dolor. Tú también sufriste, y debiste odiarnos mucho.

Candado negó con vehemencia.

—Papá, nunca los odié. Los quiero mucho.

En ese momento, Hammya irrumpió en la casa, jadeando y sudando.

—¡Candado!

Padre e hijo la miraron con sorpresa.

—¿Pasa algo? ¿Por qué estás tan agitada? —preguntó Arturo.

—Vine corriendo —respondió Hammya, secándose el sudor con la manga.

—Creo que los dejaré solos —dijo Arturo, poniéndose de pie con incomodidad—. Nos vemos más tarde.

Cuando Arturo se marchó, Candado se dirigió a Hammya.

—¿Y bien?

Hammya le extendió un sobre.

—Esto es para vos.

Candado lo tomó con curiosidad y suspiró.

—¿Y ahora qué?

—Quiero saber qué hay dentro.

—Eres una chismosa.

—Vamos, me fui con este frío a ver a Héctor. Lo mínimo que podés hacer es mostrarme el contenido.

Candado exhaló resignado y abrió el sobre. Al ver lo que contenía, su expresión cambió.

Sacó una fotografía tamaño A4. Mostraba a una mujer de cabello lila, piel violácea y ojos cerrados.

De inmediato, Candado guardó la foto y miró hacia atrás con nerviosismo.

—Tranquilo —susurró una voz que surgió del humo negro—. Ella no está aquí.

—¿Dónde está ahora, Tínbari? —preguntó Candado, en un murmullo.

—Está en el jardín, haciendo gimnasia.

Candado se levantó del sillón.

—Clementina.

La androide salió de su escondite, ocultando torpemente la cámara detrás de su espalda.

—Dígame, joven patrón.

—Me guardaré los insultos, por ahora quiero que cuides de Karen.

—¿A dónde vas, Canda?

—¿Yo? —preguntó nervioso—. Tu hermano va a hacer un trabajo, enseguida vuelvo.

—No tardes.

—No lo haré —respondió con una sonrisa.

—¿Qué pasa? ¿Quién es esa chica?

—Hammya, haz...

—¿Chica? —interrumpió Europa mientras salía de la cocina con un pantalón negro ajustado y una remera azul sin mangas.

—Mamá, ¿qué haces aquí?

—¡Qué musculosa! —admiró Hammya.

—Gracias, Hammya. Y en cuanto a ti, Candado, esta es mi casa. No hay ningún problema con que venga al living, ¿o sí?

—No, claro que no, ningún problema.

—Escuché algo sobre una chica.

—Sí, la verdad es que…

Candado le tapó la boca a Hammya y la arrimó hacia él.

—No es nada, no te preocupes.

Europa sonrió con picardía.

—Vaya, mi hijo está en la etapa en la que las chicas de su edad lo buscan.

—Mmhmm, mhmm, mhmm —murmuró Hammya bajo la mano de Candado.

—Sí, lo entiendo. Candado es muy lindo, ¿no es así, Hammya? —preguntó Europa, divertida.

Hammya se puso roja como un tomate.

—¡Di que no o cállate! —susurró Candado.

Hammya vaciló y comenzó a mover la cabeza de arriba abajo.

—¡Eso no! —susurró de nuevo, exasperado.

—¿Verdad? No es guapo mi hijo.

—Mamá, creo que...

—Entonces los dejo solos. Ah, la juventud.

Europa regresó a la cocina y, tras unos minutos, se dirigió al patio para continuar ejercitándose. Cuando la puerta del jardín rechinó al cerrarse, Candado soltó a Hammya.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella, molesta.

—No hizo nada malo, señor —intervino Clementina—. Sólo dijo que eras lindo.

—No tengo ningún problema con que me diga eso, pero no frente a mi madre.

—¿Te avergüenza? —preguntó Clementina con frialdad.

—Canda es lindo —comentó Karen con inocencia.

Candado se enterneció, pero rápidamente recuperó su seriedad.

—No, pero mi madre se pasaría una hora alabándome y hablando de mí.

—Entonces te avergüenza —afirmó Hammya.

—¿Hablaría de tu infancia? —preguntó Clementina, intrigada.

Candado la miró, serio.

—Créeme, no querrás oír sobre mi infancia.

Hammya sonrió.

—Da igual. —Candado tomó a Hammya de la muñeca—. Vamos a mi habitación.

Dicho esto, se echó a correr llevándola a rastras.

—¡Suerte, Hammya! —dijo Clementina con una sonrisa.

—Clem, dulce, dulce —pidió Karen mientras Clementina la alzaba en brazos.

—Ya te daré algo, cariño —respondió con ternura.

Cuando Candado llegó a su habitación, Tínbari apareció nuevamente.

—Vaya escenita.

—Silencio y verifica que no nos escuche nadie.

—Ya voy, ya voy.

—¿Qué pasa, Candado? —preguntó Hammya, confundida.

—¿En qué estará pensando ese anciano...?

—¿Un sobre?

—Sí, Tínbari, pero el sobre no importa, sino lo que está dentro.

Candado sacó una fotografía, lo que alarmó a Tínbari, quien hasta ese momento se mostraba carismático.

—¿Ella es…?

—Ahmm, Candado…

—Sí, es ella.

—¡Canda…!

—No puedo creerlo —expresó Tínbari.

—¡HEY! —gritó Hammya, enfadada.

—¿Qué sucede?

—Eso quiero saber yo. ¿Qué pasa, quién es ella y por qué están tan sorprendidos?

Candado le entregó la fotografía a Hammya y luego se dejó caer en la silla de su escritorio.

—Su nombre es Amabaray.

—¿Un Bari?

—Sí y no. Es una Baray, que significa "madre" en Roobóleo. Ella sirvió a mi madre. Como Tínbari, era la Baray del amor y el deseo.

—¿Era?

—Mamá tenía un problema cuando yo iba a nacer. Estaba muy débil, y parecía que no sobreviviría al parto.

—¿Tú?

—No, mi madre. Los doctores dijeron que sólo uno de los dos viviría. Mamá había consumido demasiado su espíritu para salvar al mundo de una guerra. Lamentablemente, había utilizado su fuerza estando embarazada de tres meses, lo que la dejó enfermiza.

—¿Qué pasó?

—Pasó lo que tenía que pasar. Mamá estaba dispuesta a salvarme a mí, pero Amabaray no quería eso. Ella quería que su amiga pudiera verme. Así que decidió sacrificarse.

—¿Sacrificarse?

—Intervino en la vida de un humano y detuvo la muerte de ambos usando su energía vital. Sólo la energía de la vida puede salvar otra vida. Fue la primera Baray en salvar a un humano a costa de la suya —explicó Tínbari.

—Vaya… ¿Por qué le ocultaste esto a tu madre?

—Ella no lo recuerda. Sólo lo sabemos mi padre, mi abuelo, mi hermana y yo, porque Amabaray borró sus recuerdos. Es como si nunca se hubieran conocido.

—¿Cómo sabes todo esto? Es extraño.

—Gabriela me lo contó cuando era niño. Siempre lloraba al hablar de ella. Debieron estar muy unidas.

—Ya veo.

—Pero aquí hay algo extraño.

—¿Qué cosa? —preguntó Hammya, intrigada.

—¿Cómo sabe Nelson que yo conozco esta historia? Jamás se la conté a nadie. Debería creer que la ignoro.

—Esa foto es reciente, Candado —dijo Hammya con seriedad.

—¿Sabes dónde decidió dormir? —preguntó él, sin apartar la mirada de la fotografía.

—No. Ella desapareció una noche. Todo lo que pudimos encontrar fue una carta y un collar… el mismo que usa tu madre ahora.

Candado guardó silencio unos segundos, su mente trabajando a toda velocidad. Finalmente, se levantó y caminó hacia la ventana, con la mirada fija en el horizonte.

—Quienquiera que sea —murmuró—, alguien sabe algo. Quizá incluso más que yo.

—¿Qué harás? —preguntó Hammya, siguiendo sus movimientos con atención.

—Hablaré con Héctor.

Candado abrió un cajón y sacó su teléfono. Marcó rápidamente un número mientras Hammya y Tínbari lo observaban en silencio.

Un minuto.

Nadie contestaba.

Dos minutos.

Candado comenzaba a impacientarse.

Cinco minutos.

—¡Que alguien agarre el maldito teléfono! —gruñó con irritación.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, una voz temblorosa contestó:

—¿Diga?

—¡YA ERA HORA! —gritó Candado.

—¿Ca-Candado? —balbuceó Héctor al otro lado de la línea.

—Oh, lo siento —dijo Candado, con un tono algo más calmado.

—No sabes cómo está mi corazón después de ese grito…

—Y tú ni mi paciencia.

—¿Qué?

—Nada. Solo quiero saber: ¿quién te envió el sobre?

Héctor guardó silencio por un momento antes de responder:

—Supongo que ya lo sabes. ¿Cómo lo descubriste?

—Había ciertas cosas que no concordaban.

Héctor suspiró al otro lado de la línea.

—Es verdad. El sobre no lo envió Nelson. Lo siento. No planeaba mentirte, pero pensé que vendrías si creías que lo había enviado él.

Candado chasqueó la lengua.

—Ah, ya veo. ¿Cómo llegó el sobre a ti?

—Lo dejaron a las cinco de la mañana. Una persona extraña me lo entregó en mano.

—¿Puedes describirla?

—No pude verle la cara. Estaba muy oscuro, pero su voz… era suave y cordial.

—¿Suave y cordial? —repitió Candado, con el ceño fruncido.

—Sí, algo como la de Germán. Aunque dudo mucho que fuera él, porque la voz era muy femenina.

Candado permaneció en silencio un momento, procesando la información.

—¿Dijo algo más?

—Sí. Me pidió que te saludara y que te reunieras con Nelson esta noche. Luego… dijo algo extraño, como una melodía:

“ Luna del sueño, brilla en el cielo, Tu luz es mi guía, mi faro y anhelo. Iluminas el sendero de la niña que canta, Con sus ojos al cielo, su alma se encanta. ”

—“… Luna del cielo, hazme el favor, Baja a mi encuentro, ven con tu amor. El deseo florece, mi alma te llama, Y en tu luz encuentro la paz que reclama. ” —completó Candado en voz baja.

—¡Exacto! ¿Cómo lo sabías?

—Es una canción de cuna.

—¿Canción de cuna?

—Sí, una que le cantaban a mi madre cuando era niña.

Héctor pareció meditar en silencio un momento.

—Hmm… ¿pasa algo? —preguntó finalmente.

—No, nada importante. Sigue trabajando.

—¿Quieres que vaya contigo esta noche?

—No. Sé que he ocultado muchas cosas, pero esta vez quiero hacerlo sin que mis amigos se enteren. Por favor.

Héctor soltó una risa ligera.

—¿Amigos? ¿Has dicho amigos?

—Sí, ¿algún problema?

—¿Cuándo fue la última vez que te escuché decir eso con tanta sinceridad? Está bien, no haré nada, pero quiero que nos cuentes todo después.

—Lo prometo.

—Nos vemos, Catriel.

Candado guardó el teléfono y se giró hacia Hammya y Tínbari, que lo miraban expectantes.

—¿Qué sucede? —preguntó Hammya.

—No lo sé. Tú dime.

—¿Qué?

—Oh, perdón. Estaba pensando en otras cosas.

—¿Qué harás, Candado?

—Iré a ver a Nelson.