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LAZOS

Era lunes 15 de julio, el último día de clases para todos. Aunque previamente no habían tenido clases debido a un paro docente, este sí sería el verdadero último día. Candado, quien había ganado fama de "mafioso" por dos razones: su personalidad, actitud y carácter, y por llevar siempre una maleta negra que daba la impresión de que cargaba un arma, estaba inusualmente feliz esa mañana. Mostraba una sonrisa de oreja a oreja, y llevaba así desde que se despertó. Por lo general, Candado odiaba levantarse temprano, así como cualquier ruido o voz a su alrededor, pero lo que más detestaba eran las preguntas, fueran inteligentes o completamente tontas.

Sin embargo, esa mañana algo era diferente. Estaba tan feliz que incluso incomodaba a Clementina y a Hammya, todo porque su madre lo había abrazado esa mañana, liberando toda su amargura y dolor en él.

Mientras caminaban hacia la escuela, Candado balanceaba su maleta de un lado a otro.

—Es una lástima que mis padres no pudieron llevarme a la escuela esta mañana —dijo Candado.

—Sí, una lástima —respondió Clementina, evitando mirar la espalda de Candado por la incomodidad que sentía.

—Pero dijeron que vendrían a recogerme hoy. No puedo esperar a que sean las 12:30, estoy muy ansioso.

—Es cierto, debe ser todo un logro —agregó Hammya con su habitual sonrisa.

El trío llegó hasta el portón de la escuela, que estaba abierto. El conserje limpiaba y silbaba, también de buen humor. Candado caminó hacia su salón, con Hammya y Clementina a su lado. Inhaló profundamente, luego exhaló, y puso su mano en la perilla para abrir la puerta.

—¡Hola, amigos! —dijo Candado alegremente.

Pero ese saludo dejó tensos a los presentes: Declan, Lucas, Walsh, Héctor, Viki, Germán y Clementina (Hammya no tenía idea de lo que estaba sucediendo). Especialmente Clementina, quien quedó con la boca abierta. En el salón había una chica. Era bonita, con ojos marrones, una cicatriz en el ojo izquierdo, y el cabello largo, castaño oscuro, atado en una cola de caballo con trenzas, adornada con moños blancos. Llevaba unos aretes con pequeños diamantes colgantes, una boina azul oscura, pantalones largos y finos de color negro, zapatos del mismo tono con hebillas doradas, una camisa blanca, un pulóver azul con corbata roja, y guantes blancos con el símbolo de un corazón negro en la palma.

—Hola, tanto tiempo —dijo la chica, levantando la mano exageradamente mientras sonreía.

Candado no dijo nada. Se quedó petrificado, con la misma expresión con la que había llegado.

—Candado, no es lo que piensas —intervino Héctor.

En ese momento aparecieron Liv, con su uniforme escolar, y Pucheta, con su habitual atuendo.

—Oh, pero si es Luis.

—¿Luis? —preguntó Hammya.

Candado dejó caer su maleta y corrió hacia Luis, con el puño bien cerrado. Luis lo esquivó rápidamente, y en su lugar, Candado golpeó la pared. Su cara de alegría cambió lentamente, pasando de una felicidad fingida a una expresión casual, luego seria, fría, disgustada, enojada y, finalmente, furiosa, con los ojos llenos de ira. Parecía un robot al cambiar de personalidad.

El Candado feliz solo había durado unas pocas horas. El nuevo Candado había vuelto, y esta vez más sanguinario.

—Te lo dejé muy claro aquella vez: si volvía a verte, te haría pedazos.

—Sí, lo escuché fuerte y claro —respondió Luis con indiferencia.

Candado volteó, levantó el brazo y apuntó hacia Luis. La tensión en el ambiente aumentaba; todos sabían lo que vendría.

—¡Candado, detente! —gritó Héctor, vacilante.

En ese momento, Héctor, Declan, Germán y Lucas se lanzaron sobre él, tirándolo al suelo, intentando tranquilizarlo.

—¡Candado, detente! Vas a destruir la escuela —insistió Germán, tratando de detener su brazo.

—Que se destruya, tengo suficiente dinero para reconstruirla cuantas veces sea necesario —respondió Candado con frialdad.

—Ese no es el punto —dijo Héctor.

Candado forcejeaba cada vez más, mientras Luis observaba todo desde el escritorio del profesor, sentada y con una sonrisa despreocupada. Esto enfurecía aún más a Candado, quien poco a poco se liberaba de sus compañeros, fortalecido por la rabia.

Hammya, comprendiendo lo que sucedía, caminó hasta ponerse entre Candado y Luis, llamando la atención de esta última.

—Señorita... —vaciló Clementina.

Hammya giró hacia Candado, cerró los ojos, inhaló y exhaló profundamente. Luego los abrió y miró atentamente a un Candado completamente furioso.

—¿Sabes que si destruyes la escuela, también destruirás la bandera? —dijo Hammya con serenidad.

Al escuchar esto, Candado se detuvo instantáneamente, lo que permitió que sus compañeros lo soltaran lentamente. Luego, se arregló la ropa, miró por un momento a Hammya, y después fijó su atención en Luis, mostrando claramente su repugnancia hacia ella. Metió las manos en los bolsillos y salió del salón.

—¿A dónde va? —preguntó Hammya.

—Se fue a disculparse con la bandera —dijo Lucas mientras se limpiaba el sudor de la frente.

Luis bajó del escritorio y caminó hacia Hammya, extendiéndole la mano con una sonrisa.

—Hola, nunca pensé que alguien como tú pudiera hacer algo así. Me alegra que...

—¿Quién sos? —interrumpió Hammya.

—Antipática —respondió Luis.

—¿Quién sos? Candado nunca reacciona así.

Luis bajó el brazo y, de manera suave, pegó su frente contra la de Hammya, sonriendo traviesamente.

—¿Qué sabes de él?

Declan caminó hacia ellas y puso una mano en Luis.

—No te atrevas.

Luis volteó para ver a Declan sosteniendo el mango de su espada.

—Oh vaya —dijo Luis, alejándose de Hammya y llamando la atención de todos—. Por favor, solo vine de visita al pueblito del Cerrito.

—¿Por qué? —preguntó Clementina.

—Por diversión.

En ese momento, sonó el timbre, y Luis huyó por la ventana, prometiendo que volvería. Hammya se quedó mirando por la ventana, observando su partida.

—Tienes que formar, niña —dijo Declan con tono molesto.

Hammya vaciló un momento antes de adelantarse a Declan, dejándolo atrás.

Cuando todos estaban afuera, formando filas para izar la bandera, Candado ya estaba allí, atando la bandera al mástil. Al sonar el segundo timbre, comenzó a izarla lentamente, con la frente en alto y sin su boina. El himno sonaba mientras la bandera ascendía, y cuando finalmente tocó el cielo, la música se detuvo. El director dijo unas breves palabras y luego permitió que los estudiantes regresaran a sus salones. Sin embargo, Candado se quedó un poco más en su lugar. El director lo observó con una sonrisa.

—¿Quiere que le llame la atención? —preguntó el subdirector, mirando al muchacho con desprecio.

—No, no, no. Es bueno ver que alguien respete los símbolos patrios. Personas como Candado me recuerdan por qué me gusta dar clases —dijo el director, sonriendo mientras enrollaba los cables del micrófono.

El subdirector refunfuñó, pero no dijo nada más.

Las clases comenzaron, pero Candado seguía visiblemente molesto. Ni siquiera la lectura lograba mejorar su humor. Su cuaderno y útiles estaban sobre la mesa, pero no los había usado en toda la clase. Intentaba relajarse, pero saber que Luis estaba presente lo alteraba profundamente. La ira de Candado preocupaba a Hammya. ¿Qué había hecho ella para ponerlo así? Era la pregunta que rondaba su cabeza.

Cuando llegó la hora del recreo, ocurrió casi un milagro: Candado había logrado contenerse hasta ese momento. Todos los alumnos se dirigieron al patio, incluso los hermanos Bailak, excepto los compañeros de Candado.

Walsh fue el primero en levantarse. Caminó hasta su amigo y le puso una mano en el hombro izquierdo.

—¿Vas a salir, verdad?

Candado cerró su libro con fuerza y mostró una espeluznante sonrisa.

—Por supuesto que sí.

Walsh suspiró, pero se colocó frente a él.

—Candado...

—Dime —respondió Candado, poniéndose de pie y dirigiéndose a la puerta.

—¿Puedo hablar contigo un momento? —Walsh alzó la mano derecha y mostró tres dedos.

Al hacerlo, todos los demás se levantaron y se dirigieron al patio. Sin embargo, cuando Hammya estaba por hacer lo mismo...

—Tú no, niña. Mira sus dedos —dijo Candado, manteniendo la vista fija en Walsh.

Declan miró a Hammya con disgusto antes de cerrar la puerta detrás de él, siendo el último en salir. Cuando todos se habían ido, Candado habló.

—Bien, dime. ¿Qué quieres? ¿Sermonearme?

Walsh suspiró y tomó una silla para sentarse.

—Candado, siéntate.

Candado accedió, mientras Hammya los observaba desde su lugar.

—Supongo que será largo —dijo Candado.

—Eso depende de ti, amigo.

Candado frunció el ceño, pero luego se calmó y miró a Walsh a los ojos.

—Habla.

—Candado, tanto tú como yo sabemos lo que ella hizo... o al menos, lo que te hizo a ti.

—Una aberración. Solo su existencia me da náuseas.

—Sin embargo, no tienes por qué dejarte llevar de esa forma, ella no pidió eso.

—Lo haya pedido o no, no cambia nada, la agonía de este mundo es de los humanos, no de ella.

Candado se levantó del asiento y abandonó el salón. Antes de irse, miró la espalda de Walsh.

—Ella jamás será perdonada, jamás.

Abrió la puerta y se fue, dejando solos a Walsh y Hammya.

—Siento que hayas tenido que presenciar eso —dijo Walsh.

—No te preocupes, Candado estará bien —respondió Hammya, aunque su sonrisa era algo dudosa.

Walsh se acercó y se sentó a su lado.

—Sabes, desde el primer día que te vi, supe que vos eras la causa del cambio en Candado.

—¿Cambio?

—Sí, verás, Candado vivía encerrado en sí mismo. Aunque nosotros intentábamos que se abriera, nunca lo hizo. Para él, nuestra amistad era la de un jefe con empleados. Las conversaciones con él duraban solo nueve minutos. Pero contigo…

—¿Conmigo?

—Tú lo cambiaste, lo hiciste mejor. Ese día, cuando lo vi interactuando con los demás, me di cuenta de que estaba mejorando. Y cuando él me estrechó la mano, vi tu sonrisa y supe que pensabas lo mismo.

Hammya sonrió y jugueteó con sus pulgares.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Lo que quieras, cariño.

—¿Cariño?

—Perdón, es como hablo con mi hermana. ¿Te molesta?

—No, para nada. Bueno... ¿Quién es Luis?

Walsh bajó la mirada, melancólico.

—Bueno, Candado la odia, pero ella no es mala. Su imagen... desata y abre su herida más dolorosa.

Hammya se quedó en silencio.

—Luis es el clon de Candado, pero en cuanto a sangre y fuerza. Su aspecto físico, sin embargo, pertenece a Gabriela.

—Entonces...

—Sí, lleva la sangre de Candado, pero la apariencia de Gabriela. No lo notaste porque Gabriela se veía así cuando tenía trece años. Por eso, cada vez que él la ve, cada vez que la escucha, su corazón se llena de frustración, de dolor, de ira. Pero lo que más lo consume es... la indignación consigo mismo, con su propia existencia.

En el tejado de la escuela:

—No tenías por qué volver —dijo Candado con rabia en el rostro, mirando la espalda de Luis.

En el salón:

—Candado se lastima cada vez que la mira. Aunque su aspecto es casi idéntico al de él, fue creada con el ADN de Gabriela: su voz, su personalidad, sus gustos, sus miedos.

—No puedo creerlo.

—Es más el clon de Gabriela que el de Candado.

En el tajado:

El viento soplaba suavemente cuando Luis se giró para mirarlo.

—Me alegro de verte.

Candado, indignado, puso su mano en la espalda, tocando el mango de su facón.

—Estás muy cerca de acabar con mi paciencia, aberración.

Luis cerró los ojos y esbozó una sonrisa.

—No importa lo que digas, nunca podrás hacer que abandone lo que siento por ti.

—Esos sentimientos no te pertenecen. Fuiste creada solo por los caprichos de ese doctor. Nada de lo que eres te pertenece, ni siquiera el afecto que sientes.

Luis abrió los ojos, seria.

—Candado, Sheldon está en tu contra.

—No me importa lo que él haga.

—Se unió a Desza.

Candado desvió la mirada y cerró los ojos un momento.

—¿Pasa algo?

—No quiero tus preocupaciones.

—¿Ah? Ah, eso, no pasa nada, siempre me preocupare, cueste lo que cueste.

—¡CÁLLATE!—gritó Candado.

En ese momento, Candado recordó que Gabriela le había dicho algo parecido.

—Perdón, perdón por haber existido. Pero sabes, me odies o no, tengo que protegerte.

Candado frunció el seño y, sin voltear, dijo:

—Hemos terminado.

Antes de poder dar un paso al frente, Luis se abalanzó sobre él y lo abrazó. Candado quedó inmóvil, incapaz de luchar o reaccionar.

—Eres mi hermano, Candado. Para ti seré una aberración, un error, pero para mí eres mi hermano. ¿Nací solo para eso? Pude matarte muchas veces, pero no lo hice. Te protegí y lo sigo haciendo. Sheldon te odia, quiere matarte, pero yo no lo permitiré. Siento envidia de esa niña, Gabriela.

Luego, Luis lo soltó, y cuando Candado volteó, ella ya no estaba.

—Aberración —murmuró Candado, mirando a la nada con una expresión fría.

Cuando Candado volvió al salón, estaba visiblemente deprimido. Sostenía su libro con una mirada triste y vacía. Sus ojos estaban fijos en las páginas, pero no leía. Hammya, al notarlo, se preocupó por él, viendo su semblante vacío. Candado bajó el libro y miró hacia el pizarrón.

Hammya tocó su mano rígida. Candado tardó un momento en reaccionar. Alzó la cabeza y miró la mano de Hammya, cuyos dedos índices, anular y pulgar descansaban sobre su palma. Al mirarla a los ojos, su mirada era la de alguien roto, pero Hammya le sonrió.

—No olvides que tus padres vienen hoy.

Los ojos de Candado parecieron volver a la realidad, como si hubiera estado dormido y esas palabras lo despertaran.

—Cierto —respondió mientras retomaba el libro—. Cierto.

Aunque esas palabras lo calmaron, no mostraba contento, solo su habitual expresión.

—Ludmila, Uva, Inspectora, Sirena.

—¿Perdón?

—Junta las iniciales de las palabras que escuchaste.

—L… U… I… S. Espera... —Hammya volteó—. ¡Luis! ¡LUIS! —exclamó sorprendida.

—Ludmila era su segundo nombre, las uvas sus frutas favoritas, su seudónimo era la Inspectora, y las sirenas eran sus criaturas mitológicas preferidas.

—Entonces, Luis…

—Básicamente, su nombre está compuesto por los gustos de ella, rebuscado y estupio, pero ella eligió ese nombre.

Candado miró hacia el techo con los brazos cruzados, luego cerró los ojos.

—Qué día más...

—Bueno —lo interrumpió Hammya.

Candado abrió los ojos y la miró mientras bajaba la cabeza.

—¿Ah?

—Tus padres, Candado. No los olvides.

—Cierto, cierto.

Candado se recostó contra el respaldo de la silla y miró el pizarrón, mostrando una sonrisa. Era como si se hubiera liberado de un gran peso, pero era la sonrisa de un niño amargado y venenoso.

Aunque me gustaría decir que esa sonrisa se mantuvo, fue todo lo contrario: empeoró. Al relajarse, sus manos tocaron instintivamente su bolsillo derecho. Candado lo palpó dos, tres, hasta cuatro veces.

—Mi billetera… —susurró.

—¿Eh? ¿Pasa algo con eso?

El rostro de Candado se cubrió de sudor. Se puso de pie rápidamente y comenzó a revisar todos los bolsillos de su ropa. Palmada aquí, palmada allá, hasta que sus manos se detuvieron en su pecho. Su expresión pasó de asombro a pensativa y, finalmente, a macabra.

—¡Hija de…! ¿Me bolsilleó?

Candado corrió hacia la ventana, la abrió y saltó.

—¡HIJA DE PUTAAAAAAAAAAAA!

Su grito se desvanecía a medida que se alejaba.

—¿Qué? ¿Billetera? ¿Hija de…? ¿Eh? —se preguntaba la profesora, demasiado tranquila y bondadosa como para hacer algo al respecto.

Hammya, perdida en el momento y en el breve episodio de locura de Candado, giró la cabeza hacia las mellizas, quienes estaban sentadas detrás de ella y Candado.

—¿Qué pasó? —preguntó con curiosidad.

Lucía intercambió una mirada con su hermana antes de responder.

—Parece que Luis le robó la billetera —respondió Erika.

—¿Luis? —Hammya frunció el ceño, sorprendida—. Pero pensé que...

—Nosotras también lo pensábamos —interrumpió Lucía.

—Luis lo quiere mucho —continuó Erika—. Hace esas pequeñas bromas para que Candado le preste atención, para que sepa que ella es Luis, no Gabriela.

—Es como un niño buscando la atención de sus padres —añadió Lucía.

—Exacto, algo así —Erika asintió, luego miró a su hermana con una sonrisa—. ¿Te acuerdas de cuando Candado comió tiza por accidente?

Lucía soltó una pequeña risa.

—¿Cómo olvidarlo? Pensaba que eran facturas cubiertas de azúcar. Ese día solo estábamos nosotras y Germán en el gremio.

Hace seis meses.

Candado estaba sentado en su escritorio, leyendo el diario, cuando extendió la mano hacia lo que creía que era una medialuna sobre la mesa. La llevó a su boca y le dio un mordisco. Al instante, escupió, tosiendo violentamente, mientras una nube de polvo blanco cubría sus labios.

—¡Mierda! —exclamó, llevándose la mano a la garganta.

Miró la caja de las supuestas medialunas, inspeccionando detenidamente su contenido. Su expresión cambió al descubrir la verdad.

—¡La puta madre! ¡Esto es tiza con azúcar! —gritó, escupiendo los restos en el tacho de basura.

Erika, notando el desastre, le pasó un vaso de agua.

—¿Qué pasa, Canda? —le preguntó, preocupada.

—Esto es cosa de Luis —dijo, agitando una carta que venía con la caja.

Germán tomó la carta y la leyó en voz alta.

—"Muchas gracias por tu postre" —citó.

Candado se levantó de un salto.

—Esa malparida me hizo comer tiza. ¡Le voy a hacer tragar un pizarrón! —gritó furioso, abriendo la puerta de una patada—. ¡LUIS!

Presente.

Las mellizas estallaron en carcajadas.

—Perdón, es que recordarlo es demasiado gracioso —dijo Erika, limpiándose una lágrima.

—Debiste ver lo enfadado que estaba —agregó Lucía, con una sonrisa maliciosa.

—Es cruel —comentó Hammya, aunque sonrió un poco.

—Aunque sea cruel, Luis lo quiere de verdad —respondió Erika—. Hasta ahora, la única manera que ha encontrado para acercarse a él es haciéndolo enojar.

—Pero parece que él la odia —murmuró Hammya.

—Si Candado realmente la odiara, ella ya no estaría molestándolo —sentenció Lucía.

—No seas tan dura, Lucía. Candado nunca sería capaz de odiarla de verdad —le recriminó Erika.

Hammya, ignorando la conversación, miró por la ventana por la que Candado había saltado.

—¿Qué estará haciendo ahora? —susurró para sí misma.

En algún lugar del bosque.

Candado corría a toda velocidad por un sendero lleno de vegetación.

—Yegua, yegua, yegua, yegua, yegua —repetía una y otra vez, como un mantra, para mantener fresco su propósito.

Corrió sin descanso, siguiendo las rutas más accesibles para alejarse del pueblo.

—¿Dónde estás? —se preguntaba, jadeando, mientras miraba a su alrededor.

Finalmente, la vio. Estaba sola, sentada sobre un árbol muerto, de espaldas a él.

Candado se acercó sigilosamente.

—Se acabaron los juegos. Dame mi billetera —ordenó, con voz fría.

—Pensé que no te importaba el dinero —respondió Luis, sin siquiera girarse.

—No me importa el dinero —Candado sacó su facón—, pero devuélveme lo que es mío.

Luis se dio la vuelta, su expresión era seria. Metió la mano en su escote y le lanzó la billetera.

Candado guardó rápidamente el cuchillo y abrió la billetera con ansiedad. Suspiró aliviado al ver lo que buscaba: una foto de él, de cinco años, en el regazo de Gabriela.

—Iba a hacerte una broma —dijo Luis, observándolo—, pero cuando vi la foto, me sentí mal. Por eso te esperé.

Candado la miró con furia. Cerró la billetera y la guardó en su bolsillo sin decir una palabra.

—Perdón, ella fue importante para ti, ¿no? —dijo Luis, mirándolo con seriedad.

Candado lo fulminó con la mirada, apretando el puño sobre el facón.

—¿Tú qué sabes del dolor? —respondió con voz dura—. Eres un engendro de la ciencia, nacida de un maldito y envidioso científico. Todo lo que has pasado, lo que sientes, lo que te gusta o te duele, todo eso te fue implantado. Nada es real.

Luis se puso de pie lentamente, sus ojos reflejaban una mezcla de tristeza y determinación. Caminó hacia él, pero Candado levantó el facón otra vez, apuntando directo hacia él.

—Atrás. No te acerques —gruñó.

Luis se detuvo por un momento, pero siguió caminando, alzando una mano con calma. Tomó la mano rígida de Candado, aún preparada para atacar, y, con un gesto lento y firme, logró que bajara el arma. Sin decir una palabra, lo abrazó.

—No planeaba decírtelo, pero Ocho se unió a los Testigos —susurró Luis.

Candado lo apartó bruscamente y lo miró con desdén.

—¿Me hablas de esa traidora? —dijo, con el ceño fruncido—. Me sorprende que sepas de ella, considerando que ni siquiera existías cuando yo la conocí.

Luis mantuvo la mirada, dolida, pero sin responder a la provocación.

—Ella está en mis recuerdos —dijo, bajando la vista.

—¿Tus recuerdos o los de mi hermana? —replicó Candado con veneno en la voz.

Luis apretó los labios, ignorando el comentario, y continuó.

—Ocho planea un ataque en tu contra, Sheldon y los testigos, al parecer tienes más enemigos ahora.

Candado entrecerró los ojos, intrigado y furioso al mismo tiempo.

—¿Cuándo? —preguntó, su tono más controlado.

—No lo sé —contestó Luis, encogiéndose de hombros.

—¿No lo sabes? ¿Me avisas de algo que ni siquiera sabes con certeza? —Candado lo miraba con incredulidad.

—No. Pero sí sé algo —respondió Luis, desviando la mirada—. Dijeron que atacarían cuando... cuando la música llegara a mis oídos.

Candado se quedó en silencio, perplejo.

—¿Qué? —preguntó, como si no hubiera escuchado bien.

—La información me la dio un infiltrado. Le puse un grabador para escuchar sus conversaciones —explicó Luis, más tranquilo.

Candado se sentó en el suelo, pensativo, con la mirada fija en algún punto lejano.

—Todos somos desquisiados... —murmuró para sí.

—¿Qué has dicho? —preguntó Luis, frunciendo el ceño.

Candado se levantó de golpe y le dio la espalda.

—Gracias, Luis —dijo con tono distante.

—Candado, espera —insistió Luis, preocupándose—. ¿Qué significa?

—Desza está jugando. Sabe que hay un infiltrado. Quiere que sigas su juego, que lo persiga hasta el fin del mundo.

—¿Y el ataque? —preguntó Luis.

—Lo hará —afirmó Candado—, pero no hoy, ni mañana. Esperará hasta que yo haga el primer movimiento, se agradece la información, pero no haré nada, la O.M.G.A.B. ya lo hace.

Luis esbozó una sonrisa leve.

—Entonces me quedaré unos meses aquí —anunció de pronto.

Candado la miró aturdido.

—¿Qué dijiste?

—Que me quedaré unos meses aquí —repitió Luis con tranquilidad.

Candado inclinó la cabeza, pensativo, y luego soltó un suspiro.

—A veces me pregunto si esto funcionará —murmuró Luis, casi para sí misma.

— ¿Qué cosa?

—Nada de nada, seguró que sí funciona ¿Verdad?

—Pero qué…ya… mejor ni me caliento por eso.

Candado decidió ya no intentar y se marchó por el mismo camino por el que había venido, dejando a Luis atrás.

De vuelta en la escuela, solo había pasado una hora desde su partida. Candado bordeó el edificio y llegó hasta una de las ventanas del aula, que aún no habían cerrado. Con un impulso, saltó hacia adentro, rodando por el suelo y sorprendiendo a todos, incluido el profesor. Se levantó rápidamente, se sacudió el polvo y miró a sus compañeros. Erika y Lucía se reían a escondidas; Hammya estaba petrificada, con el borrador aún en la mano, interrumpida en mitad de su tarea. Héctor se tapaba los ojos, abrumado por la vergüenza ajena. Declan, German, Ana, Lucas y Viki lo observaban maravillados, aplaudiendo en silencio con exageración. Matlotsky, como siempre, dormía en su escritorio, incapaz de adaptarse a las mañanas, incluso después de cuatro años. Los hermanos Bailak soltaron risillas, mientras Walsh observaba preocupado. Esteban lo miraba sin ninguna expresión visible en su rostro. Anzor y Liv, por otro lado, ni siquiera prestaban atención.

A pesar de la conmoción general, el profesor de Ciencias Sociales, un hombre de cuarenta años, pelirrojo y con un bigote estilo candado, recuperó la compostura. Sus ojos verdes y su semblante severo lo hacían ideal para tratar con los alumnos más revoltosos. Vestía un guardapolvo blanco, con corbata azul, pantalones oscuros y zapatos negros, y su expresión estaba cargada de molestia mientras observaba a Candado desde su escritorio.

—Bien, señor Barret —dijo el profesor, cruzando los brazos—. ¿Tiene algo que decir para explicar su entrada triunfal?

—Es gracioso que lo pregunte, no.

—Barret—dijo el profesor.

—Dígame.

—A la dirección.

Declan se enfureció y puso su mano sobre el sable, pero fue detenido por su compañero de banco, Anzor.

—Mira Barret, la profesora de Lengua me lo contó.

—¿Su novia?

—No, Candado, no es mi novia.

—¡OHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!—Gritaron todos, excepto la brigada de Candado.

—¡CALLENSE!—El profesor, molesto, golpeó el escritorio con fuerza.

—Disculpe mi osadía, me dirigiré inmediatamente a la dirección —dijo Candado con calma.

—Sí, será mejor señor.

Candado hizo un gesto con la mano izquierda a sus compañeros, indicando que mantuvieran el orden. Luego caminó hasta la dirección y abrió la puerta, donde lo esperaba el director.

—Oh, es la octava vez que te veo, y eso que te dirigí unas muy buenas palabras.

—Novena, señor, novena, pero gracias por las bellas palabras—respondió Candado mientras se sentaba frente a él.

—¿Qué fue esta vez?

—Salté por la ventana y malas palabras.

—Vaya, vaya—El director abrió un cajón y le ofreció una lata de gaseosa.

—Gracias—dijo Candado mientras la abría con su facón.

—Te dije muchas veces que no trajeras eso a la escuela.

—Ah, lo olvidé.

—Eres idéntico a tu padre.

—¿En serio? Todos dicen que me parezco más a mi mamá, Rodolfo.

—Mi nombre no es Rodolfo, es Rudolph. No sé por qué me llamas así.

—Mamá te llamaba así.

El director suspiró.

—¿Cómo están tus padres?

—Bien. Deberías venir a comer con nosotros un día de estos.

—Ojalá pudiera, tengo muchas responsabilidades.

—Sí, lo veo, sentarse y decir que tiene responsabilidades.

—Osado señor Barret, muy osado.

—Sigue habiendo robos en esta escuela.

—Eso ya no, se terminó, Candado. Ya no habrá más saqueos legales.

—¿De verdad?

—Claro, no miento.

—Je, ya veo, eres el legendario niño de hielo.

—Y uste el Candado sin llave.

—¿Quién dice eso?

—Todas las personas que conozco.

—¿Son treinta, verdad?

—Sí.

—Bueno, si vos lo decís.

—Cambiando de tema, ¿cómo le va a Saillim?

—Bien, bien. Tenerla bajo el mismo techo es algo insoportable, pero está bien.

—Eso es nuevo. ¿Vive contigo?

—Claro.

Rodolfo se reclinó en su silla.

—Huelo a romance escandaloso. Es bueno ser joven.

—Últimamente me lo están diciendo bastante, por lo visto parece que nadie sabe mantener una relación de amistad con alguien un sexo distinto, pobres infelices.

Luego procedió darle un sorbo a su gaseosa.

—Tu madre era igual. Aunque ella fue la enamorada de tu padre, recuerdo que era toda una estrella inalcansable.

—La verdad, aún no se lo he preguntado, pero cuéntame.

Rodolfo se reclinó aún más.

—¿En serio?

—Voy a estar aquí hasta que termine la clase, así que cuéntame—dijo mientras volvía a tomar su gaseosa.

—Bueno, tu madre era una persona igualita a vos. De hecho, sacaste su mirada intimidatoria y sus gustos en la forma de vestir.

—Sí, esa parte la sé, lo vi en una foto.

—Todo empezó cuando tu madre nos llamó a nosotros: a mí, a Laura (la madre de Héctor), a Mercedes (madre de Joaquín y Kruger) y a Han (Thuy Han).

—Vaya, ¿sólo ustedes?

—En ese momento sí. Recuerdo que tu madre nos llevó a Villa Ángela.

Hace 26 años:

—¿Qué sucede, general?—preguntó la enérgica Laura.

—Hoy hemos hecho mucho trabajo, es hora de un descanso.

—Genial, después de un duro combate, es bueno vaguear un poco—dijo Mercedes.

—Bien, peleemos.

—Olvídalo, Laura. Estoy cansada, y en verdad, quiero descansar un poco. Me duele todo el cuerpo.

—Es bueno tomar un descanso, relaja los huesos y la mente.

—Lo has dicho Thuy, vamos a flojear.

—De dónde sacas tanta energía Ramírez, y eso que ayer te dieron de alta en el hospital.

—Que ingenuo Rodolfito, siempre doy el 100% de mi potencial en el día—dijo Laura.

—Sólo Europa tiene permitido llamarme así.

—Majadero.

—Eres una….

—¿De dónde sacas tanta energía, Ramírez? Y eso que ayer te dieron de alta en el hospital.

—Qué ingenuo, Rodolfito. Siempre doy el cien por ciento de mi potencial cada día —dijo Laura.

—Solo Europa tiene permitido llamarme así.

—Majadero.

—Eres una…

—Suficiente —Mercedes se interpuso entre ambos—. No deben pelear aquí, sobre todo si está Europa presente.

—Hablaremos luego —dijo Rodolfo.

Europa aclaró la garganta.

—Siento mucho haberlos preocupado de esa manera. No es muy… perdón, es bastante común que yo no diga nada a las personas que me rodean, así que lo siento. No obstante, los llamé a todos para poder compensar mi descortesía. Hoy nos divertiremos.

—¡Vamos a ello!

—Tranquilízate, Laura. Abrirás tus puntos.

Laura la ignoró y comenzó a correr por el parque, riendo a carcajadas. Sin embargo, mientras corría, un balón la golpeó en la cara, haciéndola caer de espaldas.

—¡Soldado herido, soldado herido! —repetía una y otra vez mientras se arrastraba por el suelo, simulando una herida de bala.

Sus compañeros llegaron hasta donde estaba ella, tendida boca arriba, con la cara lastimada y la lengua afuera, como si fuera un cadáver. Mercedes fue la primera en llegar.

—¿Estás bien? —preguntó Thuy Han.

Mercedes le dio un débil puñetazo en el abdomen, en la zona de su herida.

—¡MIS PUNTOS! —gritó Laura, retorciéndose de dolor en el suelo.

—Está muerta —dijo Mercedes mientras se quitaba la boina blanca.

—¡Estoy viva, estoy viva! —decía Laura, con un dolor fingido en su rostro.

Todos comenzaron a reírse. Europa miró un momento la pelota, se acercó a ella y la tomó.

—¿Y esto?

Miró a su alrededor y vio a un muchacho que venía hacia ella levantando la mano, señalando que él era el dueño del balón.

—Eso es mío —dijo, y luego colocó sus manos en la pelota, arrancándola de las manos de Europa—. Muchas gracias y adiós.

Europa se sintió molesta, sacó de su manga un gancho y lo envolvió en su tobillo izquierdo, arrastrándolo hacia ella, poniendo su pie en su pecho y mostrando una actitud fría.

—Discúlpame si tienes prisa, pero golpeaste a una amiga. Creo que lo mínimo que debes hacer es disculparte, ¿verdad?

—¡CHICOS! ¡AYUDEN!

De la nada, una cadena salió del suelo, donde estaba el sujeto a sus pies, y rozó la mejilla de Europa, obligándola a alejarse de él bruscamente y cayendo en los brazos de Mercedes.

—¿Qué fue eso? —preguntó Laura mientras se ponía de pie y cubría a su amiga.

El muchacho logró liberarse de las ataduras de Europa y se alejó lo más que pudo de ella, ocultándose detrás de su salvador.

—Es de mala educación tratar así a mi hermano, mocosa —dijo un niño pelirrojo mientras la cadena del suelo se enrollaba en su antebrazo.

Rodolfo dio un paso al frente y se interpuso entre Laura, quien cubría a Mercedes y Europa.

—Muy valiente, muy valiente—dijo el sujeto.

Rodolfo no contestó, pero sus puños de hielo lo hicieron en su lugar.

—¡ALTO! —gritó una voz a las espaldas del desconocido.

A su espalda, un muchacho venía corriendo a toda velocidad, acompañado por cuatro personas más. Cuando llegó, el individuo estaba muy cansado, sin aliento.

“Qué patético”, pensó Europa.

—Vaya por Dios y los cielos, te quito los ojos de encima por unos segundos y ya estás ocasionando problemas.

—Ellos estaban atacando a Felipe.

—¿Ellos?

—No, fue mi error. ¡Fue ELLA! —dijo el sujeto señalando a Europa.

—Oh, ya veo —dijo, interponiéndose entre él y Rodolfo, provocando que los demás rodearan a Europa para protegerla. Aún estaba débil después de ese último combate, sin embargo, no servía de mucho, ya que él medía un metro setenta y ella un metro cuarenta y cinco, siendo la más baja del grupo. Rodolfo era un poco más alto, con un metro cincuenta y nueve.

—Relájense, no quiero pelear. Soy una persona agradable, como ustedes —dijo el desconocido.

—Aléjate de ella —respondió Mercedes, frunciendo el ceño.

—No quiero hacerle nada.

—¡Mientes! Todo el mundo la odia e intenta lastimarla. ¿Por qué vos tendrías que ser diferente? —Laura abrazaba con fuerza a Europa.

—¿Eh? ¿Cómo pueden odiar a una chica linda?

Europa miró al grandote con confusión.

—Laura, suéltame —dijo con frialdad.

—No soltaré a mi bebé. Nadie se llevará tu lindura, ni siquiera él.

—Soltame te digo —respondía mientras forcejeaba sin éxito alguno.

Mercedes tomó a Laura por la espalda y la alejó de Europa.

—Pesada, ruidosa y escandalosa. Europa quiere su espacio.

—No, no, no, quiero estar al lado de ella.

—Otra vez exagerando —dijo Thuy Han.

Una vez que Laura la soltó, Europa comenzó a arreglarse la ropa arrugada. Hizo una seña para que le abrieran paso. Cuando Rodolfo, la última barrera, se hizo a un lado, Europa pudo apreciar al sujeto que tenía enfrente.

—Oh, vaya, eres bajita.

Europa no respondió.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó el muchacho, incómodo.

—¿Cuántos tienes tú?

—¿Yo? 16.

—Ayer cumplí 13.

—Guau, eres una niña.

—Sí, ¿y qué hay con eso? Señor…

—Oh, qué tonto soy, mi nombre es Arturo Storni.

—Europa Barret.

—Vaya, dama, quisiera disculparme por lo que ocurrió. Verás… mi amigo Bacone no es bueno siendo… ya sabes… “cordial”, así que me disculpo.

Europa se cruzó de brazos.

—Espero que no se vuelva a repetir.

—No lo hará, lo juro.

—Lo siento, pero no confío mucho en los desconocidos que dan su palabra.

Arturo se llevó la mano derecha al mentón y pensó.

—Tiene lógica. Yo pensaría lo mismo si estuviera en tu posición. Por eso… —Arturo se arrodilló y tomó su mano, sorprendiendo a Europa— haremos esto.

—¿Qué haces? —preguntó ella, entrecerrando los ojos.

Arturo sonrió.

—Un juramento gremial antiguo. Se dice que cuando Jack Barret iba a la ciudad de Italia para ayudar a la resistencia, hizo un juramento con Rosa Velázquez, tomando su mano y otorgándole un preciado objeto.

Arturo sacó de su bolsillo una armónica roja y se la entregó a Europa.

—Ten, una ofrenda de paz de un gremial. La armónica de mi difunto padre.

Europa miró la armónica detenidamente.

—No eres un gremial, lo dices no es una muestra de buena voluntad, y no se practica.

—Diablos…que mal, siento mentirte, jaja. Pero la historia es cierta.

—Lo es, pero si quieres tener una buena realción contesta a una sola pregunta, ¿Eres un Circuito?

—Claro, no me avergüenzo de ello.

Europa lo miró detenidamente, sin saber cómo reaccionar. Pues pudo notar que no mintió esta vez. Sin embargo, al ver lo que él había hecho un ritual extraño de buena voluntad, decidió probar ese método.

—Bueno, no veo mentira en tus palabras, así que…

Europa se quitó la boina, dejando al descubierto su cabello largo y negro, lo que maravilló a todos.

—Creo que es la primera vez que te veo sin tu… gorro —dijo Mercedes, sorprendida.

—Bueno, no me parece justo que solo tú hagas algo así. Así que ten —Europa puso su boina en la mano de Arturo, como si fuera un perchero—. Es una boina que me compró mi madre, es muy importante para mí.

Arturo sonrió nuevamente.

—Bien, lo haré, Europa.

Presente.

—¿Quién lo hubiera dicho? Más tarde, Jän habría salido con ese hombre. La verdad, no lo puedo creer.

—Oye, estás hablando de mi padre.

—La verdad, cuando Jän me dijo que estaba embarazada pensé que… dios mío. Ella sólo tenía 16 años cuando llevaba su tercer mes.

—Ve al punto, ¿Qué pensaste de él?

—Que era un violador.

Candado no dijo nada y solo trató de procesar la información que había obtenido de Rodolfo, una información muy cruda.

—Oh, ¿No pensaste, aunque sea un poquito, que fue amor?

—Tu madre tenía 16 años y tu padre 20. ¿Qué querías que pensara? Ante mis ojos, solo era una adolescente y tu padre, un adulto, dime lo que quieras, pero eso haza usted lo sabe que es un delito.

—Eran otros tiempos, aun así, siguen siendo mis padres.

—Es factico sí… en verdad ella lo ama.

—Por supuesto.

En ese momento, el timbre sonó.

—Vaya, tu tiempo se acabó.

Candado se puso de pie, tomó su maleta y le dio un apretón de manos.

—Fue bueno charlar con usted.

—Lo mismo digo.

Candado se ajustó la boina.

—Nos vemos mañana como civiles.

—Sí, mañana.

Candado se colocó la boina y abandonó la habitación a toda prisa.

—Oh, Canda, has salido —dijo Lucas.

—¿Nos reunimos en el gremio?

—Me temo que no, Walsh. Hoy mis padres vienen.

En ese momento, Hammya corrió hacia él y tomó su mano.

—¡Apúrate, vi el auto! —decía mientras lo arrastraba a toda velocidad.

—Nos vemos mañana, chico.

—Nos vemos, Candado —se despidieron todos.

—Hammya, no hace falta que hagas esto.

—Solo guarda silencio.

Candado y Hammya frenaron a las afueras de la escuela, donde estaba Clementina esperándolos.

—Oh, joven patrón, estás aquí.

—No molestes.

—¡Ahí vienen! —señaló Hammya.

Candado sonrió.

—Sí, aquí están.

El auto rojo, marca Perono (modelo creado por la empresa automotriz Barret), era conducido por Europa, mientras su esposo estaba sentado a su lado.

—¡Suban, chicos! —dijo Arturo mientras les abría la puerta.

Clementina se hizo a un lado para dejar pasar a Hammya, luego a Candado, quedando ella en medio de los dos.

—Oh, vaya. ¿Cómo están? —preguntó Europa, como si fuera una taxista.

—Bien —contestaron todos con una sonrisa.

—¿Cómo les fue en la escuela?

—Bien —dijo Clementina.

—Normal —dijo Candado.

—Divertida —dijo Hammya.

—Genial.

Luego, Europa miró por la ventana y vio a Rodolfo observando desde su casa, con una sonrisa.

—Benjamín Rodolfo, muy buenas, gracias por cuidar a mis niños.

—(Su cambio de actitud me abruma) —pensó Rodolfo y continuó con—. Solo hago mi trabajo, cuídense.

—Igualmente dulzura.

Europa arrancó y se puso en marcha.

—Espero que se hayan divertido hoy —dijo Arturo.

—¿Por qué la señora Barret está vestida de forma casual?

—Hoy no trabajo y solo fui a buscar a mi cariño al trabajo.

—¡Qué romántico! —dijo Hammya.

—Sí, lo soy —respondió él, guiñándole un ojo a Arturo.

—Oh, vaya, tus padres son lo mejor, Candado—dijo Hammya burlandose.

—No conozco a otros padres, pero sí, son buenos.

—Cuando hablas de esa forma, eres igual a tu madre—dijo Arturo.

—Oye, no lo digas de esa forma.

Todos se rieron, excepto Candado, quien solo mostró una sonrisa en su rostro, cautivando a Hammya.

—Oye, Candado.

—Dime.

—Tienes una hermosa sonrisa.

—Aduladora Esmeralda, aduladora.