A menudo he dicho que cada mujer es hermosa a su manera en todas las edades (por lo que me refiero a la abrumadora mayoría de las mujeres con algunas excepciones notables, si voy a ser completamente honesto). Sé que esto es verdad. Siempre he sido parcial a las mujeres pequeñas, y me enamore de un par de ellas en mi vida. Mi nuevo amor también se adapta a esa categoría, aunque ella es muy leve hasta para mi gusto. Sin embargo, encuentro que su cuerpo no es nada menos que perfecto: curvas duras y hermosas, aunque ella sea muy pequeña, lo cual solo me hace querer protegerla. No me malinterpreten, ella es sólida como una roca y es más que capaz de romperle el cráneo a cualquier aspirante a hacerle daño. Ella puede más que cuidar de sí misma. Sin embargo, a diferencia de mi esposa, cualquier hombre que la mire, no siendo a través de mis ojos, probablemente no la encontraría objetivamente hermosa. Hay pocas posibilidades de que los trabajadores de la construcción irrumpieran en la canción “Algunos chicos tienen toda la suerte” como sucedió en varias ocasiones cuando mi esposa (novia de aquellas) y yo caminamos por la calle pasando un área de construcción. (Historia verdadera: una vez me cansé de esa idiotez tanto que me volví al pasar y respondí “algunos chicos se lo merecen” al descarado imbécil mientras miraba fijamente a mi esposa con ojos hambrientos.) Pero eso importa poco. La belleza exterior se desvanece con el tiempo, hasta para las mas bellas mujeres, de las que he conocido algunas. No así la belleza interna de mi verdadero amor que ha sido suya mucho antes de yo conocerla y será suya mucho después de que yo me vuelva cenizas.
Algunas mujeres sufren los efectos desafortunados del síndrome premenstrual, y unas pocas una condición trágicamente terminal que hace mucho tiempo he nombrado SPP (síndrome premenstrual perpetuo) que parece afligirlas desde la cuna hasta la tumba. Pero mi amor siempre tiene la más dulce disposición. Ella nunca está de mal humor, desagradable u hormonalmente desequilibrada de ninguna manera. Le encanta ir con el flujo. Por el contrario, salir a cualquier lugar con mi esposa ha sido un problema durante años. Me vestiría y estaría listo para salir—en la mitad del tiempo que ella necesita para arreglarle—sólo para que al punto de finalmente salir me señale con completa incredulidad y exclame “¿Vas a salir así?” Eso siempre me da un escalofrío, ya que sé que no recibiré la mínima ayuda en cuanto a lo que quiere decir con eso y a mi me es imposible saber que problema ella encuentra en lo que llevo puesto. No importa lo que lleve puesto, les aseguro que está limpio, libre de agujeros (ya sean los de moda cuales algunos idiotas pagan extra parta obtener, o los gratis que obtenemos gracias a las polillas y lavadoras “energéticamente eficientes” que lavan diez kilos de ropa sucia en dos dedales de agua con dos o tres gotas de detergente a base de ácido sulfúrico).
Aunque sé que preguntar sólo empeora mi situación, invariablemente caigo en mi propio Kobayashi Maru personal, el infierno de un escenario sin la posibilidad de obtener la victoria—y sin la capacidad de James T. Kirk para reprogramar el software para proveer una posibilidad de evitar el desastre. En realidad, para casi todos los hombres, el matrimonio en sí mismo es una interminable iteración de un Kobayashi Maru personal, algo así como el infierno, excepto que no es necesariamente eterno (solo aparenta serlo). Así que, idiota que soy, pregunto invariablemente, “¿Que pasa con lo que llevo puesto?” Eso solo conduce a dos posibles respuestas: 1. Un movimiento de ojos al cielo con el ceño fruncido seguido por un trato silencioso de tiempo indeterminado; o 2. Una respuesta algo como “Si en este momento eres demasiado idiota para saber la respuesta, yo no te la daré.”
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Ahora, por favor entiendan, no es como si estuviera vistiendo un mameluco para ir a la ópera o zapatos blancos después de fines de agosto (que, según tengo entendido, ya no es penado por muerte en Nueva York). Lo cual me deja pensando, “¿qué diablos pude haber hecho mal ahora?” Por supuesto, miro subrepticiamente lo que ella lleva puesto mientras ella sigue estocando sus zapatos con impaciencia, con los brazos cruzados bajo sus hermosos pechos, esperando a que yo consiga una pista. Por ejemplo, si ella lleva vaqueros negros y una blusa de diseñador y yo llevo pantalones vaqueros azules y un jersey amarillo de diseñador, me preguntaré: ¿Es el color? Lo he usado antes sin que la policía de moda viniera por mi empuñando armas para arrestarme. Me quito el jersey y lo inspecciono. Está limpio, sin arrugas, agujeros o manchas. No hay problema. ¿Sera el color entonces? ¿O querrá que lleve una camisa casual en lugar del polo de Ralph Lauren que llevo? ¿Sera que llevo un polo y ella quería que usara una camisa de henley (ya saben, botones, pero sin cuello) en su lugar? ¿O tal vez pensó que debería usar algo más casual? ¿Tal vez son sólo los vaqueros el problema? ¿Querría que coincidiera con su atuendo usando pantalones negros en lugar de azules? ¿O fue sólo la combinación de azul y amarillo a la que se opuso? No pueden ser los zapatos, ya que opté por mocasines marrones oscuros neutros. Ahora bien, si me hubiera puesto los vaqueros negros con los zapatos marrones tal vez que pudiera haber sido eso, o si me hubiera puesto calcetines grises con los zapatos marrones ¿quizás? Pero no, no podrían ser los zapatos, o calcetines, ¿verdad? ¿Debería probar las zapatillas Nike en su lugar?
Por supuesto, mientras todo esto está pasando en mi agobiada mente, El Monte San Esposa está a punto de volarse la parte superior en cualquier momento debido a mi incapacidad de leer su mente y hacer las paces por cualquier crimen de moda imperdonable que obviamente cometí.
Si tengo mucha suerte, quizás pueda adivinar el problema y cambiar el polo por el henley, o tal vez probar los vaqueros negros con medias negras, mocasines negros y una camisa negra para mostrar adecuadamente que estoy de luto por la pérdida de la libertad de vestir como me de la santísima gana por estos últimos 29 años. De cualquier manera, sólo tengo una oportunidad sin la ayuda del volcán a punto de explotar. Si me equivoco, eso es todo: se quita la ropa, se pone sus pijamas, y se tira en el sofá tomando cantidades industriales de helado Heagen-Dazs mientras chilla interminablemente que nunca puede ir a ningún sitio conmigo y que no ha nacido ser humano desde Adán tan estúpido como su marido. Una vez iniciada, la erupción durará un mínimo de media hora con flujos de lava de agravios familiares quemando todo a su paso, dejando atrás un terreno completamente destruido en la cual sólo otros agravios podrán crecer en el futuro.
Al cambio, si pude adivinar mi crimen correctamente y cambiar el polo por el henley y evitar la erupción catastrófica del Monte San Esposa, todavía habrá un infierno que pagar ya que las fuerzas sísmicas han sido perturbadas y temblores seguramente seguirán sintiéndose por un largo rato. Tal vez en el camino a donde quiera que vamos hoy perderé la honda de su monólogo de veinte minutos sobre cualquier cosa que cruce su mente por un momento, quizás tratando de recapacitar en que pecado mortal cometí yo para ser condenado a este infierno aun antes de la muerte, cuando siento la temida pregunta: “¿Me has oído?” Si contesto “No,” ella despotricará sobre mi necesidad de conseguir una audífono. Si contesto “Sí” temblando a sentir la temida pregunta de seguimiento: “¿Qué acabo de decir?” Esa es la señal automática para recargar un nuevo escenario Kobayashi Maru con una inevitable erupción de Monte Santa Esposa a seguir.
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