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Amor Vincit Omnia (El Amor lo Conquista Todo) - Parte III

Siempre he preferido las mujeres fuertes, independientes y muy inteligentes. La mayoría de los hombres tienen una parte favorita de la anatomía femenina en la que fijan su interés: pechos, muslos, piernas, trasera (algunos incluso ocasionalmente reclaman que los ojos, narices o labios son sus partes favoritas, aunque sospecho que todos mienten). Me gustan las curvas y los órganos reproductivos tanto como a cualquier otro hombre, celibato forzado no obstante (y sí, a mi de verdad me gustan mucho los ojos, labios, narices, piernas, lóbulos de las orejas, pies, brazos, manos, y dedos también, además de otras partes selectas). Pero para mi incuestionablemente el órgano femenino más sexy de todos es el cerebro.

Los hombres somos sumamente fáciles de leer y entender, y no sólo cuando se trata de nuestras partes corporales o actividades recreativas favoritas. Somos tan fáciles de manipular como un gato en una habitación oscura por alguien empuñando un puntero láser. Pero las mujeres son una especie totalmente diferente. El hombre normal no puede entender más el funcionamiento de la mente de una mujer que puede explicar los puntos más finos de la mecánica cuántica, el enredo cuántico, o la física que subyacen a la acción fantasmagórica a distancia. (Bueno, para ser justo, Einstein, que era uno de los más brillantes entre nosotros, tampoco pudo explicar a lo que simplemente le dio un nombre.) Una mujer inteligente puede mirar a un hombre a los ojos por quince segundos y leer su corazón, su alma y adivinar su coeficiente intelectual con aproximadamente 95 por ciento de precisión--y probablemente también el saldo aproximado en su cuenta de ahorros. Un hombre inteligente mira a una mujer en los ojos y ve . . . azul, verde, gris, marrón o, más probablemente, senos. Las mujeres le prestan atención y se dan cuenta de T-O-D-O ya desde niñas--y, por desgracia, lo recuerdan para siempre sin excepción. La supervivencia de la especie depende de ello, ya que los hombres normalmente no se enteran si un hijo de tres años toma una siesta en medio de la carretera, juega con puercoespines o trata de montar un cachorro de oso como si fuese un pony si hay un partido en la tele (e incluso si no lo hay). Las mujeres son excelentes en multitarea. Los hombres generalmente podemos caminar y masticar chicle al mismo tiempo, pero eso es más o menos la extensión máxima de nuestra capacidad multitarea.

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Las mujeres a menudo esperan que los hombres sean capaces de leer sus mentes, sólo porque pueden leer ellas tan fácilmente las nuestras. (Por favor tomen nota de una importantísima noticias, mis muy queridas damas: NO PODEMOS. Sé que les resultará difícil creerlo, pero les aseguro que es así. Vosotras podéis torturarnos al respecto hasta que llueve oro y diamantes en vez de agua, pero eso no cambiará nada.) Y les encanta actuar como juez, jurado y verdugo en la determinación de nuestra culpa por transgresiones reales e imaginarias por igual—a la porra con los derechos constitucionales o los derechos del acusado. He sido sentenciado al tratamiento silencioso durante semanas sin saber qué transgresión horrible había cometido. Pedirle una explicación al juez a sobre los cargos—ni hablemos ya de tratar de montar una defensa en los raros casos que tengamos una leve idea de cual pudiera ser nuestro crimen—solo resulta en enfurecer a la juez y un asalto verbal capaz de derretir el acero, además de tiempo adicional añadido a la sentencia por desacato a la justicia—igual que le sucede a un futbolista que se queja después de recibir una tarjeta amarilla no merecida y le resulta una roja de inmediato por quejarse de la injusticia. (Al margen, el Fútbol, para mis amigos americanos, no es el lo ustedes piensan—me refiero al deporte del mundo, no al deporte con el mismo nombre adoptado en Estados Unidos que es esencialmente una forma más violenta de rugby con armadura corporal y reglas inescrutables). A diferencia de los jueces, es probable que las esposas literalmente (y no sólo metafóricamente) arrojen el libro (o cualquier otra cosa que este a mano) a los maridos que tienen la temeridad de cuestionar los cargos en su contra. Intentar realmente montar una defensa es el único crimen restante al cual la pena de muerte es aceptada alegremente por el sexo (normalmente) más justo.

Pero nada de eso es cierto en mi nuevo amor verdadero. Lo más que puedo obtener es una mirada suave y triste que podría interpretarse como una leve decepción —nunca ira o desaprobación—en la rara (pero no inaudita) ocasión en la que me comporto como un verdadero asno.