Elior, el Emperador Imparable, observaba desde la alta torre del Invictus cómo sus dominios se extendían por lo que una vez fueron los vestigios de la civilización primitiva del plano helado. Aunque su poder era indiscutible, sabía que gobernar solo por la fuerza no era suficiente. Los ciudadanos imperiales, antiguos habitantes de las Repúblicas, seguían aferrándose a los principios de libertad y autonomía que habían definido su forma de vida durante siglos. El equilibrio que buscaba no solo residía en la guerra y el poder militar, sino en la habilidad de consolidar su imperio sin provocar un levantamiento interno.
Tras largas reuniones con sus ministros, Kael y Myrta, Elior decidió adoptar un enfoque estratégico. No rompería del todo con el legado de las Repúblicas. En su lugar, presentaría un Imperio Constitucional, una estructura que retendría gran parte de los principios que los ciudadanos conocían, pero con modificaciones que garantizarían su autoridad absoluta en tiempos de crisis conocida como la cláusula imperial.
-Necesitamos que el pueblo sienta que este Imperio no es un enemigo de sus tradiciones- explicó Elior a sus ministros mientras trazaba los primeros puntos de lo que sería la nueva constitución imperial. -Quiero que sigan viendo las antiguas leyes reflejadas en sus vidas- pero deben comprender que cuando los tiempos aciagos vuelvan a amenazarnos, yo y solo yo, estaré al mando”.
El anuncio se dio a través de todos los medios imperiales, una combinación de solemnidad y pragmatismo. Los ciudadanos fueron informados de que los principios de libertad de expresión, la propiedad privada y los derechos de las personas serían preservados, pero con las modificaciones necesarias para asegurar la estabilidad del Imperio.
Uno de los puntos centrales fue la introducción de un nuevo artículo que permitía la suspensión temporal de la constitución en caso de amenazas externas o internas. Durante esas situaciones, el poder pasaría íntegramente al Emperador y sus ministros, quienes tendrían la capacidad de suprimir los derechos civiles y tomar las medidas que considerasen necesarias para garantizar la supervivencia del Imperio.
Elior lo presentó como una medida de emergencia, destinada únicamente a preservar el bienestar de los ciudadanos y la unidad del Imperio en momentos de crisis. No era una dictadura, explicaban los medios imperiales, sino un mecanismo de protección frente a los riesgos que los acechaban.
Además, se introdujeron nuevas leyes para proteger los símbolos imperiales. La bandera del Imperio, las estatuas de Elior, el Invictus y otros monumentos se convirtieron en patrimonio sagrado. Cualquier daño o falta de respeto hacia estos símbolos sería castigado con severas multas o incluso con trabajos forzados en las minas o fábricas imperiales.
El Imperio quería asegurarse de que su imagen, su identidad, se mantuviera intacta. Cada ciudad imperial tendría una estatua de Elior en sus plazas principales, recordando a los ciudadanos su grandeza y las hazañas que había logrado para unirlos bajo una sola bandera. Este nuevo orden visual consolidaba el poder del Emperador, haciendo que su presencia fuese sentida en cada rincón del Imperio.
Si bien se mantenía la libertad de expresión, Elior no era ingenuo. Sabía que el control de la información era esencial. Por eso, aunque permitió la existencia de medios independientes, estos serían rigurosamente vigilados. A su lado, los medios imperiales oficiales narrarían las gloriosas hazañas del Emperador y sus ministros, destacando su liderazgo y la prosperidad que habían traído al Imperio.
-El pueblo debe saber quién les da esta nueva era de estabilidad- comentó Myrta, la ministra de comercio y desarrollo, durante la discusión sobre la prensa. -Es una cuestión de enfoque- No se trata de suprimir todas las voces, sino de asegurarse de que las historias correctas sean las más escuchadas-.
Kael, como ministro de guerra, estuvo de acuerdo: -El pueblo necesita héroes. Si les damos esos héroes, seguirán nuestra causa sin dudar-.
El anuncio del Imperio Constitucional fue recibido con una mezcla de sentimientos. Muchos ciudadanos, especialmente aquellos más cercanos a los ideales de las Repúblicas, sintieron alivio al saber que gran parte de su vida cotidiana no cambiaría de forma radical. Las instituciones académicas, las propiedades y las pequeñas libertades personales seguían intactas.
Sin embargo, algunos miraban con recelo las nuevas cláusulas que permitían la suspensión de la constitución. Para estos sectores, la promesa de Elior de protegerlos no era suficiente para disipar el temor de que, en cualquier momento, el poder absoluto podría caer sobre ellos como una tormenta.
Los medios críticos expresaron su preocupación, aunque con cautela, conscientes de las nuevas leyes que protegían la imagen del Emperador. Comentarios sutiles sobre la posibilidad de que el Imperio se convirtiera en una dictadura disfrazada comenzaron a circular en ciertos círculos intelectuales. No obstante, la influencia del poder imperial mantenía estas voces limitadas a pequeñas audiencias.
Por otro lado, los sectores más leales a Elior, especialmente entre los militares y los altos funcionarios imperiales, vieron la nueva constitución como una medida necesaria. Para ellos, Elior no solo era un líder, sino una figura casi divina, un protector que haría lo que fuera necesario para mantener la paz y el orden.
A medida que las leyes entraban en vigor, Elior se encontraba satisfecho. Había logrado lo que pocos antes que él habían logrado: crear un Imperio sólido, que mantenía la esencia de las Repúblicas pero que, a la vez, lo consagra a él como el máximo poder. Sabía que su Imperio aún tenía enemigos internos y externos, pero con la nueva constitución en su lugar, tenía el control necesario para enfrentarlos cuando fuera necesario.
Al observar el horizonte desde el puente de mando de su coloso Invictus, Elior no pudo evitar sonreír ante el pensamiento de lo que había logrado. El Imperio estaba cimentado. Los antiguos republicanos no podrían detenerlo, y ahora el futuro de los celestiales estaba, sin duda, en sus manos.
Historia Paralela: La Perspectiva de un Ciudadano Ángel Tradicional
En una pequeña ciudad industrial, ubicada en la periferia de lo que una vez fue una de las Repúblicas Oligarcas, vivía Alecto, un ángel tradicional de clase media. Como muchos otros en su comunidad, había crecido bajo los ideales de las Repúblicas, con una fe inquebrantable en la libertad individual, la democracia, y el valor del esfuerzo personal. Su vida giraba en torno a su trabajo en los astilleros celestiales, donde fabricaban componentes para las diversas aeronaves innovadoras que generaban gran cantidad de puestos de trabajo, riqueza y con ello la prosperidad del comercio.
Cuando Elior, ahora Emperador del recién nacido Imperio Celestial, anunció la disolución de las Repúblicas, Alecto lo recibió con escepticismo. No era que no admirara a Elior; al contrario, como muchos otros, había seguido con orgullo las hazañas de Elior el Imparable en las batallas contra los nigromantes y la nueva era mas alla del portal. Pero Alecto, siendo un ángel con raíces profundas en las tradiciones republicanas, sentía que algo se estaba perdiendo.
En los tiempos de las Repúblicas, Alecto había disfrutado de la sensación de pertenecer a una comunidad que valoraba la igualdad entre los celestiales. En su ciudad, cada ángel, serafín y querubín tenía su lugar, pero ninguno estaba por encima del otro. Las instituciones públicas eran respetadas, y aunque había jerarquías, el sistema de valores se basaba en el mérito, no en el poder absoluto.
Era un tiempo donde los sindicatos de trabajadores podían negociar condiciones más justas y donde los ciudadanos participaban activamente en las decisiones que afectan sus vidas. Alecto nunca se consideró un revolucionario, pero creía firmemente que las Repúblicas, con sus sistemas de representación y su constitución, eran el mejor camino para preservar el bienestar de los suyos.
Con la llegada del Imperio de Elior, las cosas empezaron a cambiar. La transición no fue violenta, pero sí rápida. El anuncio de Elior de que respetaría gran parte de los artículos de la antigua constitución le dio a Alecto un poco de alivio, pero no pudo evitar notar los cambios de paradigma. Las nuevas leyes que protegían los símbolos del Imperio y la posibilidad de suspender la constitución en tiempos de crisis empezaban a generar murmullos entre sus compañeros de trabajo.
Las conversaciones en la fábrica se volvieron más tensas. Algunos, especialmente los más jóvenes, veían en Elior una figura heroica que había salvado a los celestiales de la destrucción. Pero otros, como Alecto, empezaron a preguntarse si el precio de esa seguridad no era demasiado alto. -¿Qué pasará si se declara una emergencia y todos nuestros derechos son suspendidos?-, murmuraban algunos entre las máquinas.
Alecto sentía que su voz, y la de muchos otros como él, empezaba a perder fuerza. El sindicato de trabajadores ya no tenía la misma influencia que antes, y cualquier intento de cuestionar las decisiones del Imperio era recibido con miradas cautelosas. Incluso los medios independientes parecían más suaves en sus críticas, sabiendo que las leyes para proteger la imagen del Emperador eran más estrictas que nunca.
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En su hogar, Alecto notaba cómo la división se infiltra en su propia familia. Su hijo menor, Thalios, había crecido escuchando historias sobre la grandeza de Elior y las victorias contra los nigromantes. Para él, el Imperio representaba un futuro lleno de oportunidades y grandeza. -Padre, ¿no ves que Elior está construyendo un futuro mejor para todos nosotros? Con él al mando, no habrá más guerras, ni amenazas-, decía Thalios con una ferviente creencia en la promesa imperial.
Pero Alecto no podía compartir ese optimismo. Para él, Elior no solo representaba un héroe, sino también un símbolo de lo que las Repúblicas podrían haber sido si hubieran seguido su propio camino. -Hijo, no es que no respete lo que ha hecho Elior, pero la libertad… la libertad es algo frágil. No podemos sacrificarla por promesas de poder y seguridad. ¿Qué seremos nosotros si renunciamos a ella?-
Su esposa, Ione, trataba de mediar en las discusiones familiares. -No podemos vivir siempre en el pasado, Alecto-, le decía.-Las Repúblicas ya no existen, y tal vez Elior es lo que necesitamos para protegernos de los peligros que aún nos rodean. Quizás, al final, las cosas no cambiarán tanto-
Con el paso del tiempo, Alecto empezó a notar cambios más profundos en su entorno. Las fábricas comenzaron a producir más, pero no tanto para las necesidades de la población sino para alimentar la maquinaria de guerra de Elinvictus. Cada vez más colosos y aeronaves salían de los astilleros, y Alecto sentía que su trabajo, antes una contribución a la prosperidad de las Repúblicas, ahora estaba enfocado en consolidar el poder militar de Elior
Las estatuas de Elior comenzaron a erigirse en todas partes. La plaza central de su ciudad, que una vez había albergado un monumento en honor a los caídos en las guerras contra los nigromantes, ahora tenía una imponente estatua del Emperador y su coloso Invictus. Alecto, cada vez que pasaba por ahí, sentía una mezcla de orgullo y melancolía. “Es un gran héroe, sin duda”, pensaba, pero -¿A qué costo estamos convirtiendo nuestras ciudades en santuarios de una sola persona?-
HISTORIA PARALELA: LA NUEVA PEDAGOGÍA IMPERIAL Y LOS MAESTROS SERAFINES
En el renombrado Instituto Celestial Imperial, Maestro Seraphion recorría los pasillos con el mismo orgullo de siempre, aunque en su mente luchaba contra un cúmulo de dudas. Desde el anuncio del Imperio Constitucional, las academias habían experimentado un cambio radical en sus directrices. La educación ya no buscaba formar ciudadanos críticos y conscientes de su entorno, sino súbditos leales al Emperador y al Imperio. Se habían introducido nuevas asignaturas en la currícula, enfocadas en la historia glorificada de Elior y en la importancia de mantener la unidad bajo el mandato imperial.
Uno de los nuevos módulos de enseñanza, llamado Lecciones de Lealtad y Valor, se centraba en las gestas heroicas de Elior el Imparable y en cómo los estudiantes debían emular su entrega hacia el Imperio. Las antiguas materias de ética y filosofía cívica, que habían formado el núcleo de la pedagogía de las Repúblicas, ahora ocupaban un lugar secundario, y los estudiantes se encontraban cada vez más sumidos en la devoción hacia el Emperador.
Seraphion se enfrentaba a un dilema diario. En cada clase, mientras relataba los principios de la Constitución Imperial y las cláusulas de emergencia que otorgaban poder absoluto a Elior, trataba de moderar su lenguaje y añadir matices, intentando que sus estudiantes entendieran que la libertad también implicaba la posibilidad de cuestionar. Pero cada vez que insinuaba una interpretación que pudiera considerarse crítica, veía miradas de alerta y murmullos entre sus alumnos, quienes ya comenzaban a considerar la duda como una forma de deslealtad.
Para los estudiantes más jóvenes, Elior era una leyenda viva. Su retrato colgaba en cada aula, y sus estatuas dominaban las plazas de sus ciudades natales. Seraphion intentaba inculcarles valores de empatía y justicia, pero a menudo era interrumpido por preguntas sobre cómo estos valores se alineaban con el deber de proteger el Imperio a cualquier costo. En especial, uno de sus alumnos más prometedores, Ilios, solía desafiar sus lecciones tradicionales, preguntando:
—¿Acaso el deber no es una forma superior de libertad, maestro? ¿No es el Imperio lo que nos da propósito, más allá de las viejas ideas de individualismo?
Seraphion sabía que Ilios no preguntaba con malicia, sino con la convicción de alguien que había crecido en la veneración del Emperador. Pero le preocupaba ver cómo sus estudiantes, antaño ávidos de conocimiento y con una mentalidad inquisitiva, ahora estaban más enfocados en repetir los dogmas del nuevo orden.
En las reuniones con otros maestros, muchos de los cuales compartían su preocupación, se discutía cómo conservar, aunque fuera en secreto, los valores de las Repúblicas. Hablaban de estrategias sutiles para seguir fomentando el pensamiento crítico sin llamar la atención de los supervisores imperiales. Algunos propusieron emplear lecturas y análisis de textos de la antigua literatura republicana, usando parábolas y metáforas para enseñar sobre la importancia de la autodeterminación y la ética personal sin mencionar directamente los ideales republicanos.
Sin embargo, el conflicto entre los ideales antiguos y el nuevo régimen no se resolvía fácilmente. Seraphion temía que si seguía inculcando estos valores, los estudiantes lo vieran como un obstáculo a la unidad imperial. Más de una vez escuchó a algunos susurrar que los viejos serafines eran reliquias de un tiempo de debilidad, de una era en la que las Repúblicas habían permitido que las fuerzas nigrománticas se fortalecieron. En esta generación de jóvenes imperiales, la idea de un gobierno de derechos compartidos se veía cada vez más como una amenaza al orden y la seguridad.
Aún así, Seraphion no renunciaba. Comenzó a encontrar métodos de enseñanza indirectos, escondiendo pequeñas lecciones sobre la libertad y el respeto mutuo en sus clases de historia. Usaba anécdotas de héroes antiguos que habían defendido la libertad no solo con armas, sino con palabras y sacrificios personales, esperando que al menos algunos de sus alumnos entendieran el valor de estos ideales.
Al final de cada jornada, Seraphion solía quedarse a solas en el aula, contemplando el retrato de Elior que colgaba en la pared. El Emperador lo observaba desde lo alto, su semblante frío y autoritario, y el maestro no podía evitar sentir que, a pesar de todo, su deber no era hacia el querubín en el retrato, sino hacia los principios que alguna vez habían unido a las Repúblicas. Sabía que estaba librando su propia batalla silenciosa en un mundo que poco a poco dejaba de reconocer el valor de la duda, y en cada lección que impartía, se esforzaba por mantener viva la chispa de la antigua libertad.
Historia Paralela: La Llegada de los Nuevos Maestros Serafines
En la Academia Imperial Celestial, donde generaciones de jóvenes celestiales se preparaban para enfrentar el futuro, la llegada de los nuevos maestros serafines se sintió como un cambio de era. A diferencia de los antiguos mentores, formados en el ambiente libre de las Repúblicas Oligarcas, estos nuevos maestros habían crecido bajo la influencia directa de la figura de Elior, el Emperador Imparable, y la visión del nuevo Imperio. Para ellos, la educación ya no era solo un medio de transmisión de conocimientos, sino una herramienta fundamental para consolidar el orden imperial.
La transición no fue sencilla. Muchos de los antiguos profesores, serafines experimentados que habían educado a jóvenes en los principios de la libertad, igualdad y autonomía que definían a las Repúblicas, ahora debían adaptarse a una visión que, aunque pretendía respetar esos valores, los subordinaba a la autoridad indiscutible del Emperador. Entre ellos se encontraba Serafiel, un maestro veterano que había enseñado en la academia por más de un siglo, testigo de la gloria y caída de las Repúblicas.
Serafiel había dado clases a los jóvenes celestiales con el objetivo de inculcar en ellos la responsabilidad y el compromiso con su comunidad, y no con ninguna figura en particular. Creía fervientemente en que el conocimiento era una herramienta de liberación, no de sumisión. Sin embargo, con el surgimiento del Imperio, los contenidos y métodos de enseñanza comenzaron a cambiar. Ahora, el heroísmo de Elior, sus batallas contra los nigromantes y la promesa de seguridad imperial se convirtieron en temas centrales.
La llegada de los nuevos maestros serafines fue vista con emoción por los estudiantes más jóvenes, quienes admiraban las historias de Elior y su invencible coloso, el Invictus. Estos nuevos maestros, serafines que habían vivido la guerra desde la óptica imperial, estaban allí para transmitir los valores de lealtad absoluta, sacrificio por el Imperio y, sobre todo, el respeto hacia la figura del Emperador.
El Maestro Lysandre, uno de los nuevos instructores, llegó a la academia con la misión clara de reconfigurar la pedagogía imperial y formar a los futuros soldados y líderes con una lealtad férrea hacia Elior y el orden que representaba.
Lysandre se presentó ante sus alumnos con un carisma imponente. Con su túnica adornada por los símbolos del Imperio, comenzó su primera clase hablando sobre el sacrificio y el deber, temas que resonaban con fuerza en su propia vida como veterano de las batallas recientes.
“Somos parte de algo más grande que nosotros mismos,” decía Lysandre, su voz firme y profunda. “El Emperador Elior no solo es un líder; es la mano que ha conducido a nuestra civilización a la victoria y la seguridad. Cada uno de ustedes es un eslabón en la cadena de este gran Imperio. Deben pensar en el todo, no en el individuo.”
Los jóvenes se sentían inspirados por sus palabras, y el ambiente en la academia comenzó a transformarse. Los antiguos discursos sobre la libertad y el pensamiento crítico daban paso a lecciones sobre disciplina, obediencia y sacrificio. A medida que los nuevos maestros serafines se integraban, incluso los profesores tradicionales, como Serafiel, sentían la presión de adaptarse.
En el salón de profesores, las conversaciones se volvían tensas. Serafiel, quien había pasado décadas enseñando sobre la responsabilidad ciudadana y el papel de cada celestial en el tejido social de las Repúblicas, se encontraba en desacuerdo con la postura de Lysandre. Aquel enfoque militarizado, centrado en la devoción al Emperador, contradecía sus principios.
“No podemos construir un futuro solo con obediencia ciega,” le decía Serafiel a Lysandre durante uno de sus debates. “Elior es sin duda un gran líder, pero la verdadera fortaleza de un Imperio reside en la diversidad de pensamientos y en la libertad de sus ciudadanos. Sin estos elementos, nuestro Imperio será frágil, una estructura vacía.”
Lysandre lo miró con una mezcla de respeto y desdén. “Serafiel, el mundo ha cambiado. Los ideales que tú enseñas son dignos, pero son un lujo que ya no podemos permitirnos. Las amenazas que enfrentamos requieren unidad, no debate. Elior es nuestra garantía de supervivencia, y si para preservar la paz necesitamos eliminar ciertas libertades, que así sea. No podemos arriesgar nuestro futuro por caprichos de independencia.”
A pesar de sus diferencias, ambos maestros sabían que su trabajo era crucial para los jóvenes celestiales que pasarían por sus manos. Amara, una estudiante querubín de talento excepcional, se encontraba dividida entre ambas posturas. Admiraba la valentía y determinación de Lysandre, pero también encontraba en las palabras de Serafiel una verdad profunda que resonaba con su espíritu libre. A menudo buscaba a Serafiel para obtener una perspectiva diferente, ansiosa de entender el significado del equilibrio entre la libertad y la lealtad.
“¿Es posible, maestro, honrar al Imperio sin perder nuestra autonomía?” preguntó Amara un día después de clase, reflejando la incertidumbre de muchos de sus compañeros.
Serafiel sonrió con melancolía y le respondió: “Ese es el desafío de nuestra era, Amara. Honrar al Emperador no debe significar perder nuestra identidad. El verdadero respeto hacia nuestros líderes es ser honestos con ellos y con nosotros mismos. Elior nos ha dado un nuevo mundo, pero es nuestra responsabilidad asegurarnos de que ese mundo sea digno de vivir en él.”
La presencia de los nuevos maestros serafines en la academia generó un cambio profundo. Los estudiantes comenzaron a adoptar una visión más militarizada de su papel en el Imperio, mientras que las clases sobre historia y filosofía de las Repúblicas pasaron a segundo plano. Las asignaturas se reformularon para incluir lecciones sobre táctica militar, tecnología de colosos y propaganda imperial. Los valores de sacrificio, disciplina y lealtad al Emperador se convirtieron en la columna vertebral del currículo.
Sin embargo, la influencia de los antiguos maestros no se extinguió por completo. Serafiel y otros profesores tradicionales continuaron impartiendo sus enseñanzas, aunque en un tono más reservado, aprovechando los momentos privados para sembrar en los jóvenes la semilla del pensamiento crítico y la reflexión.
Con el paso de los años, los estudiantes que egresaron de la academia reflejaban este nuevo orden: jóvenes preparados para seguir órdenes y luchar por el Imperio, pero que aún llevaban en sus corazones el eco de las antiguas Repúblicas. Para algunos, como Amara, este conflicto interno sería una fuente de fortaleza, una mezcla de lealtad y autonomía que les permitiría servir al Emperador sin perder su sentido de identidad.
La academia se convirtió en un reflejo del propio Imperio: un lugar donde coexisten, a veces en armonía, a veces en tensión, la tradición republicana y la disciplina imperial. Cada generación de estudiantes sería el resultado de esta fusión, herederos de un legado complejo, atrapados entre la admiración por Elior y el recuerdo de las libertades que una vez definieron su mundo.