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13 La Sombra del Conquistador

Elior se erigía imponente, aún montado en el Invictus, observando el campo de batalla ahora silencioso. Para él, aquella contienda había sido poco más que un simple ejercicio, una prueba sin mayor desafío. Sin embargo, los habitantes de la fortaleza de caliza, que apenas habían resistido el embate de las fuerzas nigrománticas, lo miraban con devoción, como si fuera un dios hecho carne y acero.

Al bajar del coloso, los murmullos entre los moradores se intensificaron. Algunos cayeron de rodillas, inclinándose ante el querubín, incapaces de comprender la verdadera naturaleza de quien acababa de salvarlos. Elior, acostumbrado a estos gestos tras años de gloria, no les dio importancia y los ignoró, concentrándose en lo que realmente importaba: el siguiente paso en su travesía.

Poco después, su guardia personal llegó a la fortaleza, jadeantes y agotados tras intentar seguirle el ritmo. Al ver el panorama y el fervor con el que los habitantes veneraban a su líder, se dieron cuenta de la influencia que Elior ejercía incluso en los lugares más remotos. Sin perder tiempo, los diplomáticos del equipo comenzaron a establecer contacto con los líderes de la fortaleza.

Pronto, Elior y su guardia conocieron a los Shemet, un pueblo del desierto que había vivido en ese mar de dunas desde tiempos inmemoriales. Sin alas ni halos, los Shemet eran criaturas más cercanas a lo que los celestiales considerarían simples mortales, pero su inteligencia y organización revelaban algo más. Aunque físicamente más toscos y endurecidos por la vida en el desierto, eran indudablemente una raza avanzada a su manera, adaptados perfectamente a su hostil entorno.

Los celestiales, acostumbrados a su propio esplendor, quedaron sorprendidos al ver a seres que, aunque carecían de los atributos divinos que ellos consideraban esenciales, sobrevivían y prosperaban en un mundo tan duro. Los Shemet ofrecieron un banquete en honor de sus salvadores, una ceremonia que para ellos representaba el máximo respeto y gratitud.

Pero Elior, fiel a su carácter, no se presentó. No era por desprecio, sino porque la tarea de banquetes y celebraciones lo había cansado desde hace mucho tiempo. Se mantuvo en el Invictus, donde se sentía más cómodo, y esperó pacientemente los informes de sus diplomáticos. Sabía que la información era lo más valioso en ese mundo desconocido, y quería obtener una visión clara de la situación actual antes de avanzar más.

Mientras la celebración continuaba en la fortaleza, los diplomáticos celestiales se sentaban con los líderes Shemet. Hablaron sobre las dunas interminables, las extrañas criaturas que habitaban las arenas y los vestigios de antiguas batallas. Descubrieron que los Shemet tenían un vasto conocimiento del desierto y que, aunque no poseían la tecnología de los colosos, habían desarrollado sistemas ingeniosos de supervivencia.

Los informes comenzaron a llegar a Elior, detallando las costumbres, la geografía y, lo más importante, los peligros que les aguardaban. Aún quedaba mucho por descubrir sobre ese misterioso mundo, pero Elior sabía que estaba más cerca de desentrañar sus secretos. Y mientras se preparaba para dar el siguiente paso, sentía que una nueva etapa de su viaje estaba a punto de comenzar.

En las profundidades del desierto, donde el calor abrasador y las dunas interminables imponían un desafío a cada paso, Elior y sus celestiales se encontraban con una revelación inquietante. Los Shemet, agradecidos por el auxilio y deseosos de obtener la protección del invencible querubín, entregaron un antiguo mapa, tallado en piel curtida, que detallaba los vastos territorios de aquel mundo desolado.

En el centro de la fortaleza, alrededor de una mesa de piedra, Elior y su guardia observaban el mapa con atención. Mostraba la disposición de las diversas naciones que sobrevivían en ese infierno de arena, cada una agrupada en torno a los escasos oasis que proporcionaban la única fuente de vida en ese árido planeta. Aunque antes estas naciones eran pequeñas y fragmentadas, el mapa también revelaba algo más preocupante: una presencia maligna que había comenzado a invadir su mundo no hacía mucho tiempo.

Los Shemet contaban historias sobre esta invasión. Al principio, había sido solo una serie de rumores y desapariciones en las zonas más remotas. Pero luego, una fuerza oscura y corrupta, claramente ligada a las artes nigrománticas, había empezado a atacar sin descanso. Sus armas y ejércitos no eran tan diferentes de lo que Elior había enfrentado en su mundo, pero el factor más preocupante era que las naciones del desierto carecían de los recursos y el armamento para hacerles frente. El enemigo había barrido con facilidad a muchas de las civilizaciones más débiles, dejando solo las fortificaciones más resistentes o las tierras más inhóspitas como último refugio.

El mapa señalaba que la fortaleza en la que se encontraban no era más que uno de esos refugios. Varias naciones habían sucumbido a la oscuridad, y los Shemet solo habían logrado sobrevivir gracias a la inaccesibilidad de su territorio. Pero incluso eso no duraría mucho. Los enemigos avanzaban implacablemente, y el desierto estaba cada vez más asediado por la oscuridad.

Elior, analizando esta situación, sabía que no podían quedarse quietos. Decidido a no solo defender a los Shemet, sino a lanzar una ofensiva contra esta fuerza invasora, comenzó a planear su siguiente movimiento. Su mente estratégica trabajaba rápidamente, evaluando las posibilidades de avanzar sobre las posiciones enemigas antes de que el desierto fuera completamente reclamado por la oscuridad.

Mientras tanto, sus guardianes celestiales, encabezados por el capitán Serafín, trabajaban arduamente en la construcción de una torre de comunicaciones. Esta estructura improvisada, montada sobre las ruinas de una antigua torre de vigilancia de los Shemet, tenía un único propósito: establecer contacto con Kael y Auron, quienes aguardaban en la fortaleza del portal. La urgencia de la situación exigía que se enviara un mensaje lo antes posible, detallando todo lo que habían descubierto y los deseos de Elior de seguir adelante con la expedición.

La transmisión fue enviada al caer la noche, cuando la señal atravesó el silencio del desierto y se dirigió hacia el mundo celestial. Kael y Auron, al recibir el mensaje, quedaron sorprendidos por la magnitud de la amenaza que Elior enfrentaba. No era solo una expedición de exploración; ahora, la misión se había convertido en una batalla por la supervivencia y la preservación de las civilizaciones que quedaban.

El capitán de la guardia sugirió reforzar su posición en el oasis y preparar una línea defensiva. Elior, aunque asintió a la importancia de proteger la fortaleza del portal, sabía que quedarse a la defensiva no era una opción. La ofensiva sería la clave para eliminar la amenaza antes de que creciera más allá de su control.

Las órdenes fueron claras. Refuerzos vendrían del portal, pero Elior, impaciente como siempre, decidió que debía actuar antes. Si algo había aprendido de sus años de batallas era que la espera solo daba tiempo al enemigo. Con el mapa en mente y sus fuerzas organizándose, el imparable querubín estaba listo para llevar la guerra a las puertas de los nigromantes una vez más.

Elior, montado en su imponente Invictus, avanzaba implacablemente a través del desierto, guiado no solo por su habilidad, sino también por el susurro constante de Zakarius en su mente. Aunque Elior se mantenía concentrado en su misión, Zaharius no podía evitar dejar entrever sus propios pensamientos. Como ángel caído, observaba la situación con una mezcla de desdén y oportunismo, viendo en las débiles civilizaciones del desierto un blanco fácil para las Repúblicas Oligarcas.

Cada batalla era rápida y letal. Las hordas nigrománticas, que alguna vez habían sido un terror para los Shemet y sus vecinos, caían fácilmente ante la brutal eficiencia del Invictus. Los guardianes celestiales de Elior, aunque incapaces de seguir su ritmo completamente, lograban mantenerse cerca, cubriendo los flancos y consolidando las posiciones ganadas por el joven querubín.

La situación se volvía casi surrealista para los Shemet. Aquellos que habían vivido siempre con miedo, escondiéndose de los nigromantes en las fortalezas de los oasis, comenzaron a ver a Elior y su coloso como manifestaciones divinas. El Invictus, una máquina de guerra colosal, era para ellos un símbolo de poder inconmensurable, algo más allá de la comprensión. Comenzaron a adorarlo, rezándole y realizando rituales en su honor, convencidos de que era un dios enviado para salvarlos.

Pero Elior, ajeno a esas veneraciones, avanzaba sin prestarles atención. Para él, los Shemet eran simplemente una parte más del paisaje, habitantes de un mundo en ruinas que necesitaba ser limpiado de la corrupción nigromántica. Su misión era más grande que la de ser un salvador o un líder espiritual. La sombra de Zakarius, aunque latente, no había tomado control de sus acciones, pero influía en su perspectiva. Para Zaharius, las Repúblicas Oligarcas tendrían un camino fácil para dominar este desierto y subyugar a los pueblos que lo habitaban. Con tan pocos recursos y sin grandes defensas, el potencial para absorber estos territorios y convertirlos en vasallos era evidente.

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Mientras Elior continuaba marchando de victoria en victoria, Zaharius se deleitaba con la idea. Cada paso que daban más profundo en el desierto era una señal más de que el dominio de las Repúblicas Oligarcas podía extenderse hasta estos confines del mundo. La moral de los Shemet, que veían en Elior un salvador, solo facilitaría esa eventual conquista.

A medida que avanzaban, los informes de las batallas y conquistas eran enviados de vuelta a Kael y Auron. Aunque los refuerzos no habían llegado aún, Elior no los necesitaba. Para él, la guerra en este desierto era solo una extensión más de su interminable cruzada contra los nigromantes. Sin embargo, en su interior, algo más comenzaba a germinar. Una inquietud, una pregunta sobre el verdadero propósito de su misión. ¿Por qué había llegado tan lejos? ¿Qué buscaba realmente más allá de la derrota de los nigromantes?

Zakarius, en silencio, observaba cómo esa duda crecía. Sabía que tarde o temprano, el joven querubín tendría que enfrentar no solo a los enemigos externos, sino también a los fantasmas de su propia alma. Pero hasta entonces, el camino del conquistador debía continuar.

La marcha hacia el próximo oasis estaba en curso, y con cada victoria, el desierto caía más bajo la sombra de Elior, el imparable. Pero, ¿cuánto tiempo más seguiría antes de que se cuestionara a sí mismo y la verdadera naturaleza de su lucha? El futuro de este mundo desértico, y tal vez del propio Elior, estaba a punto de cambiar

Zakarius, ahora habitando completamente el cuerpo de Elior, avanzaba imparable, aplastando a las fuerzas nigrománticas que huían despavoridas ante el imponente Invictus. Sin embargo, por más victorias que sumaba, una sensación de vacío comenzaba a apoderarse de él. No era la ira que lo había motivado en el pasado, ni la envidia que había sentido hacia los querubines. Era algo más profundo: la falta de un reto digno.

Los nigromantes ya no eran una amenaza, solo meras sombras de lo que solían ser. Cada batalla era un desfile de superioridad abrumadora; aplastaba con tanta facilidad a sus enemigos que empezaba a aburrirse. No encontraba satisfacción en destruir a los débiles. Zakarius —bajo la apariencia de Elior— buscaba algo más, algo que ni él mismo podía describir.

Mientras los días pasaban y la monotonía de sus victorias le pesaba más, Zakarius comenzó a volcar su atención hacia su propia guardia personal. Los había seleccionado entre los mejores pilotos de colosos de las Repúblicas, pero hasta ahora no los había visto en acción real. Los miraba con creciente interés, evaluando su potencial para un desafío.

Finalmente, un día, tras otra escaramuza sin sentido, Zakarius se hartó de la mediocridad de los enemigos que enfrentaba. Les exigió a sus escoltas que lo enfrentaran en duelo. Quería ver de qué eran capaces, quería sentir el peso de un combate que lo hiciera recordar lo que era ser un verdadero guerrero.

—¡Demuestren su valía! —exigió Zakarius, su voz resonando desde el Invictus—. Si no pueden darme un verdadero desafío, ¿de qué sirven?

Los escoltas, sorprendidos y confundidos, intentaron rechazar la petición. Sabían que no podrían igualar al legendario Elior, y menos aún en su coloso, el Invictus. Sin embargo, la autoridad de su comandante era inquebrantable, y al final no les quedó más remedio que aceptar el duelo, aunque temían lo que pudiera ocurrir.

Uno a uno, los guardias se enfrentaron a Zakarius en el campo de batalla. Aunque lucharon con valor y habilidad, como se esperaba, ninguno fue capaz de hacerle frente. La abrumadora destreza y brutalidad de Zakarius los aplastaba con facilidad. A pesar de ello, Zakarius no sentía la emoción que buscaba; en lugar de adrenalina, lo que crecía dentro de él era una profunda frustración.

Al observar a los pilotos derrotados, Zakarius se dio cuenta de algo inquietante. En su interior, la chispa residual de Elior se agitaba. No era la consciencia completa, pero había algo dentro de él que aún anhelaba la emoción de los desafíos, pero también algo más… anhelaba justicia, honor, y un sentido de propósito que Zakarius no comprendía del todo.

Zakarius se detuvo un momento. Miró los colosos caídos de su propia guardia y una duda empezó a carcomer su mente: ¿había perdido el sentido de lo que realmente buscaba? ¿O es que, dentro de él, la pequeña chispa de Elior le estaba mostrando un camino que nunca había contemplado?

El vacío dentro de Zakarius se hacía más profundo, y aunque seguía buscando la emoción y la adrenalina del combate, una parte de él —tal vez la que pertenecía a Elior— comenzaba a cuestionar su propia naturaleza y su destino.

Elior —o más bien, Zakarius en el cuerpo de Elior— observaba a su escolta personal con desaprobación. Los pilotos habían demostrado ser incapaces de ofrecerle un reto significativo. Su falta de habilidad lo irritaba profundamente, pero en lugar de descartarlos, Zakarius decidió que los moldearía a su imagen. Si quería que fueran dignos de estar a su lado, tendría que convertirlos en guerreros formidables, sin margen para la debilidad.

—A partir de ahora, empezaremos un entrenamiento como nunca han visto —dijo Zakarius, su voz helada resonando desde el Invictus. Su tono no admitía réplica—. No quiero ineptos cerca de mí.

Lo que siguió fue un auténtico calvario. Los días empezaron con maniobras extenuantes a bordo de los colosos, simulando batallas en terrenos difíciles, combinando tácticas de combate con precisión quirúrgica. Las noches, lejos de ser momentos de descanso, se dedicaban al estudio intensivo de estrategias militares y al perfeccionamiento del manejo de armas. Nadie estaba a salvo del escrutinio de Elior; ningún error pasaba desapercibido, y cada fallo traía consigo duras consecuencias.

Pero, a pesar del agotamiento físico y mental, algo extraño sucedía entre los pilotos. En lugar de ser desalentados por el frío y despiadado Elior, empezaron a verlo como una especie de símbolo inalcanzable. Aunque no les importaba en lo personal, sabían que entrenar bajo sus órdenes era un privilegio. Después de todo, ¿quién no querría ser entrenado por el joven querubín legendario, el imparable héroe de las Repúblicas Oligarcas?

Uno de los pilotos, Eryon, expresó su admiración mientras ajustaba las placas de su coloso durante una breve pausa.

—Nos entrena él mismo... No puedo creerlo. —Su tono estaba cargado de asombro y cansancio—. Nos forjamos bajo las órdenes de Elior el Imparable.

Otro piloto, Lysara, aunque agotada, no pudo evitar compartir la emoción.

—Es duro, pero si esto significa que nos acercamos a ser la élite que Elior merece, vale cada maldito esfuerzo.

Elior, por su parte, los observaba desde el Invictus. Aunque sentía la chispa de orgullo en sus escoltas, no les ofreció reconocimiento alguno. Para él, esto no era una cuestión de admiración, sino de supervivencia. No podía permitirse tener debiluchos a su lado. Si realmente iba a enfrentarse a las fuerzas que creía escondidas más allá del portal, necesitaría un equipo que no le fallara.

Sin embargo, mientras entrenaba a su escolta, Zakarius empezó a notar algo peculiar. El deseo de poder que había sentido en su vida pasada como un ángel corrompido por la nigromancia se sentía diferente ahora. No buscaba subyugar a los demás; en cambio, quería que sus hombres se fortalecieran. Había un extraño sentido de responsabilidad dentro de él, algo que Zakarius no comprendía del todo. ¿Era esto una influencia de Elior? ¿O simplemente un eco lejano de lo que alguna vez fue su esencia más pura?

Mientras el entrenamiento se intensificaba, una cosa era clara para Zakarius: si iban a seguir adelante, su escolta sería tan implacable como él, o perecerían en el intento.

Y así, bajo la implacable guía del "Imparable", cada piloto fue forjado en una máquina de guerra tan letal y precisa como el propio Invictus, conscientes de que estaban siendo moldeados por un líder que ya no tenía la misma pureza que una vez lo definió.

La llegada de los refuerzos celestiales desde el mundo de Eternal fue imponente. Una gran flota de colosos y tropas angelicales descendió sobre el desierto, y en cuestión de días, las últimas fuerzas nigrománticas fueron aniquiladas sin piedad. Los habitantes del desierto, los Shemet, observaban con una mezcla de temor y asombro mientras los celestiales se alzaban como dioses ante sus ojos. Su poder, tecnología y dominio absoluto sobre las huestes nigrománticas los colocaba en un pedestal divino que los Shemet nunca imaginaron presenciar.

Mientras tanto, Kael, con su habilidad para la estrategia militar y la diplomacia, envió a sus embajadores para entablar negociaciones con los líderes de las tribus Shemet. El objetivo era claro: integrar a estas tribus a las Repúblicas Oligarcas Celestiales. Aunque los Shemet no poseían grandes recursos, sus tierras y ubicación estratégica junto a los portales diseminados a lo largo del desierto los convertían en piezas importantes para los celestiales. El proceso de negociación avanzaba rápidamente, pues los Shemet veían pocas alternativas frente a la abrumadora fuerza de los recién llegados.

Mientras las negociaciones continuaban, Elior, junto a su escolta cada vez más capaz, seguía explorando los vastos confines del desierto. Sus victorias habían dejado una huella imborrable en sus hombres y, aunque el peligro inmediato había sido erradicado, Elior —o más bien Zakarius en su interior— no se conformaba. Había un vacío que solo se llenaba con el continuo avance y descubrimiento.

Durante su travesía, se encontraron con múltiples portales ocultos entre las dunas y las ruinas de antiguas ciudades que alguna vez fueron prósperas. Cada portal parecía ofrecer un nuevo camino, pero ninguno de ellos daba pistas sobre lo que había al otro lado. Aunque sus escoltas le aconsejaron ser cauteloso, Elior apenas podía contener su curiosidad.

—Estos portales... podrían llevarnos a cualquier parte. —Uno de los pilotos, Taryon, observaba con preocupación—. Podrían ser trampas de los nigromantes, o quizás algo aún peor.

Pero Elior estaba convencido de que algo más grande lo esperaba, más allá de lo que cualquiera de ellos podría imaginar. La chispa residual de Elior y los instintos despiadados de Zakarius se fusionaban en ese deseo incansable de ir más allá, de trascender los límites del mundo conocido.

—El peligro es lo único que me mantiene vivo —murmuró Elior, observando los portales con una mirada firme—. Si quieren quedarse atrás, háganlo. Pero yo continuaré.

Sus escoltas, aunque exhaustos, sabían que no podían dejarlo solo. Habían sido moldeados por él, y aunque le temían, también lo veneraban. Aceptarían su destino, sin importar a dónde los llevara su líder.

Así, mientras el resto del mundo celestial consolidaba su dominio en el desierto y Kael negociaba con los Shemet, Elior se adentraba en lo desconocido, decidido a descubrir el secreto que los portales ocultaban, sin saber si estos caminos lo llevarían a una nueva gloria o a una trampa mortal.