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Obertura

La tarde avanzaba tranquila mientras Biel y Bastián deambulaban por las calles menos concurridas de la ciudad. Hacía tiempo que no tenían una aventura juntos, y ese día parecía el momento perfecto para explorar lugares desconocidos. 

—Seguro que aquí hay algo interesante? —preguntó Biel, observando los edificios viejos y descoloridos a su alrededor. 

—Nunca sabes lo que puedes encontrar en lugares como este. Y si no, al menos tendremos algo de qué reírnos —respondió Bastián con una sonrisa despreocupada. 

Mientras caminaban, una pequeña tienda llamó su atención. Era peculiar, con una fachada gastada y un letrero medio borrado que decía: “Antigüedades y Rarezas”. El escaparate mostraba objetos extraños: relojes antiguos, mapas desgastados y algo que parecía una máscara ceremonial. 

— ¿Entramos? —preguntó Bastián, mirando a Biel con curiosidad. 

—No sé, parece... raro. 

—Precisamente por eso. Vamos, ¿o tienes miedo? 

Biel resopló, fingiendo indignación. —Claro que no. Tú primero. 

Bastián empujó la puerta, que emitió un largo chirrido, como si no se hubiera abierto en años. Adentro, el aire olía a madera vieja y algo más indefinible, quizás incienso o polvo acumulado. Los estantes estaban repletas de objetos que parecían sacados de un museo: espadas oxidadas, gemas de colores, libros encuadernados en cuero. 

Detrás del mostrador, un hombre mayor los observaba con atención. Su rostro estaba parcialmente oculto por la sombra de un sombrero negro, pero sus ojos claros brillaban con una intensidad que hacía que los dos jóvenes se sintieran expuestos. 

—Bienvenidos, jóvenes. Aquí no entra mucha gente. Miren lo que quieran, pero recuerden: cada cosa tiene su precio —dijo el hombre, con una voz grave pero amable. 

— ¿Eso incluye tocar? —preguntó Bastián, acercándose a una figura de cristal con forma de dragón. 

—Depende. Algunas cosas son más sensibles que otras. 

Biel caminó entre los estantes, dejando que sus dedos rozaran los objetos con cuidado. Había algo en el ambiente, algo que lo atraía, aunque no sabía exactamente qué. Fue entonces cuando lo vio: un cristal fragmentado en un pedestal sencillo, rodeado de una luz tenue que parecía palpitar como un corazón. 

—Oye, Bastián, ven a ver esto —llamó. 

Bastián se acercó, y su expresión pasó de la curiosidad al asombro. —Eso sí que es extraño. 

—Eso, jóvenes, es el Fragmento del Infinito —dijo el hombre, acercándose lentamente. 

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—¿El qué? —preguntó Bastián, alzando una ceja. 

—Un artefacto muy antiguo. Según las historias, conecta mundos y tiempos. Algunos dicen que tiene voluntad propia, que elige a quienes... transforma. 

El hombre hizo una pausa, como si estuviera decidiendo cuánto decir. Luego agregó con un tono enigmático: 

—Otros creen que no es un objeto, sino una prueba. Que sólo los destinados pueden tocarlo sin consecuencias fatales. 

Biel frunció el ceño. —Y ¿cómo funciona? 

—Esa es la cuestión, muchacho. Nadie lo sabe con certeza. Pero te advierto, no es un juguete. 

Bastián soltó una carcajada. —¿Un juguete? Por favor, es sólo un cristal. ¿Qué tan peligroso podría ser? 

Antes de que Biel pudiera responder, Bastián extendió la mano hacia el Fragmento. Biel, dudando por un momento, hizo lo mismo. 

-¡No! —gritó el hombre, pero era demasiado tarde. 

Tan pronto como sus dedos tocaron el cristal, una luz cegadora llenó la tienda. El aire pareció electrificarse, y un sonido similar a un estallido los envolvió. Biel sintió como si el suelo desapareciera bajo sus pies, y una fuerza invisible lo arrastrara hacia un abismo desconocido. 

—¡Biel! —alcanzó a gritar Bastián, pero su voz se desvaneció en la nada. 

Un mundo nuevo 

Cuando Biel despertó, estaba acostado sobre hierba fresca, pero algo en ella era diferente: el olor era más dulce, casi embriagador, y su textura, más suave que cualquier cosa que conociera. Abró los ojos lentamente, parpadeando ante un cielo extraño, con tonos púrpuras y azules que parecían bailar entre sí. Las estrellas brillaban a plena luz del día, como si desafiaran las leyes de la naturaleza. 

Se incorporó con dificultad, sus músculos tensos y su mente embotada. El mareo y la confusión lo invadieron. 

— ¿Dónde estoy? —murmuró, mirando a su alrededor. 

El paisaje era tanto hermoso como inquietante. Los árboles eran gigantescos, con hojas que parecían hechas de cristal, y pequeñas luces flotaban entre las ramas, como si fueran luciérnagas mágicas. Sin embargo, había algo en el aire, algo casi imperceptible, que lo hacía sentir vulnerable, como si estuviera siendo observado. 

—¡Bastián! —gritó, con la esperanza de obtener una respuesta. Pero lo único que escuchó fue el eco de su propia voz. 

El silencio del bosque lo envolvió, y un escalofrío recorrió su espalda. La sensación de soledad comenzó a asentarse, pero también una chispa de curiosidad. 

Sin otra opción, comenzó a caminar, tratando de encontrar algo o alguien que pudiera explicarle qué estaba pasando. Los sonidos del bosque eran extraños: un susurro constante, como si las hojas hablaran entre ellas, y un zumbido bajo que parecía venir del suelo. Cada paso que daba lo llenaba de ansiedad, pero también de una inexplicable fascinación. 

Después de lo que parecieron horas, llegó a un claro. En el centro había una fogata, y junto a ella, una figura encapuchada. La luz de las llamas iluminaba parcialmente su silueta, pero su rostro permanecía oculto. 

Biel se detuvo, inseguro. La figura levantó la cabeza, como si hubiera sentido su presencia, y habló con una voz suave pero firme: 

—Te estaba esperando, Biel. 

Biel dio un paso atrás, sorprendido y asustado. —¿Quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre? 

La figura se acercó un poco, pero aún mantuvo su rostro en las sombras. 

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