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1. Prólogo - 2

Nada más cruzar el umbral exterior del palacio, la princesa murmuró un antiguo hechizo entre dientes sin dejar de caminar. Un gran cuervo se materializó frente a ella entre volutas de fuego, haciendo que los soldados que montaban guardia en la escalinata de la entrada se apartasen de un salto. El espíritu era suficientemente grande como para poder cargar con ella y volar a gran velocidad. Lo había hecho antes, cientos de veces, durante sus misiones para el emperador. Era la manera más rápida de moverse, y el tiempo estaba en su contra.

Descendió planeando en picado hasta la ciudadela que se extendía bajo el castillo. En teoría, nadie entraba en la Ciudad Prohibida, donde el rey demonio tenía encerrados a todos aquellos que se habían enfrentado a él, pero Kiyoni había recorrido sus calles en más de una ocasión llevada por la curiosidad. La ciudadela era como un gran teatro, emulando una ciudad real, en la que todos los habitantes se habían convertido en marionetas de Oni. Guerreros legendarios recorrían las calles cargando con puestos ambulantes, como si fueran tenderos; artistas y nobles vivían encerrados mientras fingían cuidar animales o servir el té. Y durante sus visitas Oni se regodeaba en su poder sobre ellos y los usaba como quería. Kiyoni nunca se había cruzado con él en sus incursiones, ni había osado tocar a nadie, pero estaba segura de que su padre sabía de sus visitas. Mientras aterrizaba, se preguntó cuántos de sus hermanos se habían atrevido a explorar la ciudad sin el permiso directo de Oni.

No sabía dónde estaba la casa de bailarinas, pero tras exigir indicaciones a los habitantes de la ciudadela se dirigió hasta una de las calles interiores. Una pequeña mansión se erguía cerca, precedida por un arco de piedra y un jardín de bambú. Parecía que nadie quería ser involucrado en la huida, dejando la calle vacía, así que Kiyoni se dirigió directamente hacia el edificio de enfrente. Si habían escapado todos, probablemente no quedase nada nuevo que descubrir en la escena que Oni no hubiese encontrado ya, pero tal vez encontrase testigos que hubiesen visto algo desde los ventanales de enfrente.

El edificio resultó ser una casa de té. Kiyoni atravesó las primeras estancias, buscando la presencia de alguno de sus ocupantes, cuando una figura salió a recibirla. La mujer, mayor pero innegablemente hermosa, parecía molesta con que alguien hubiese penetrado al interior del edificio sin anunciarse, y estaba a punto de protestar cuando se percató de la piel negro ceniza de Kiyoni y de sus cuernos. Su expresión pasó de la irritación a la inquietud, pero forzó una sonrisa educada y se postró en el suelo con una reverencia.

—Disculpadme, señora, no esperaba ver a nadie aquí. ¿Qué puedo hacer por una enviada del emperador?

—¿Viste algo de lo que pasó anoche? —preguntó Kiyoni mientras se cruzaba de brazos, impaciente.

La dama levantó la cabeza y se quedó de rodillas frente a ella.

—¿Os referís a la huida? Sí, lo vimos todo. Estábamos atentos. Debía de ser mitad de la noche cuando escuchamos ruido fuera, así que miré por la ventana. Todos los habitantes de la casa de bailarinas se habían reunido junto a la entrada. Una de las figuras levantó los brazos, y todos empezaron a flotar en el aire. Supongo… supongo que eso debía de ser obra de la hechicera. Hizo otro gesto con las manos y comenzaron a volar hacia el oeste, fuera de la ciudad.

Kiyoni alzó una ceja, sorprendida por su franqueza.

—¿Visteis cómo escapaban y no hicisteis nada por detenerles? ¿Ni siquiera disteis la voz de alarma?

Inmediatamente, la mujer volvió a postrarse ante ella, ocultado su rostro.

—Señora, no pensábamos que fuesen a conseguir salir. No me pareció necesario llamar la atención de nadie y que corriese la noticia por la ciudad.

—No, supongo que no deberían haber podido escapar —la princesa resopló, pensando—. ¿Había una hechicera? ¿Quién más vivía allí?

—En su mayoría eran guerreros, señora. Se enfrentaron a vuestro padre hace años y el emperador les castigaba manteniéndoles en el encierro. Pero también había un pintor, y una hechicera. Ella es la cabecilla de todo el plan.

Se hizo el silencio durante un momento. Con una sospecha, Kiyoni se inclinó, poniéndose en cuclillas frente a la dama. Ella no elevó la cabeza, pero la oni le sujetó suavemente la barbilla y la obligó a levantar la mirada.

—¿Cómo sabes que era la cabecilla? Has dicho que estabais atentos. Sabes algo más, ¿no es así?

El labio de la mujer tembló ligeramente, pero no se apartó.

—Fue el pintor. Vino hace un par de noches. Nos contó que iban a marcharse, e intentó que les acompañáramos. No nos lo tomamos en serio; como he dicho, no pensé que fuesen a conseguir salir. O los guardias les capturarían, o no tendrían el valor de marcharse llegado el momento. No quisimos tener nada que ver con ellos.

—¿Y no te parece sospechoso —continuó ella, acercándose más—, que un grupo de prisioneros mentalmente dominados tenga la iniciativa de salir por su cuenta?

La mujer la miró moviendo los labios, pero sin decir nada. Resignada, Kiyoni la soltó y la apartó. La dama, como todos los habitantes de la ciudad, también estaba bajo el hechizo de Oni. No iba a conseguir mucho más de una marioneta. ¿Pero cómo habían puesto el plan en marcha los demás?

—¿Hay algo más que deba saber?

—Creo… creo que convencieron a alguien más. Una chica del teatro kabuki también desapareció anoche. No la llegué a ver, pero supongo que se marchó con ellos durante la noche.

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No tenía tiempo de ir hasta allí a preguntar. Kiyoni se dio la vuelta bruscamente y salió del edificio sin despedirse. No había necesidad. Una vez fuera, miró a su alrededor; no parecía que Heiji fuese a hacer acto de presencia. Probablemente había partido directamente en busca de los fugitivos en lugar de desviarse hasta la ciudadela. Apretó los dientes y se dirigió hacia la casa de las bailarinas, ahora vacía, deseando encontrar algo que justificara esa parada adicional.

Nada más cruzar el umbral exterior del palacio, la princesa murmuró un antiguo hechizo entre dientes sin dejar de caminar. Un gran cuervo se materializó frente a ella entre volutas de fuego, haciendo que los soldados que montaban guardia en la escalinata de la entrada se apartasen de un salto. El espíritu era suficientemente grande como para poder cargar con ella y volar a gran velocidad. Lo había hecho antes, cientos de veces, durante sus misiones para el emperador. Era la manera más rápida de moverse, y el tiempo estaba en su contra.

Descendió planeando en picado hasta la ciudadela que se extendía bajo el castillo. En teoría, nadie entraba en la Ciudad Prohibida, donde el rey demonio tenía encerrados a todos aquellos que se habían enfrentado a él, pero Kiyoni había recorrido sus calles en más de una ocasión llevada por la curiosidad. La ciudadela era como un gran teatro, emulando una ciudad real, en la que todos los habitantes se habían convertido en marionetas de Oni. Guerreros legendarios recorrían las calles cargando con puestos ambulantes, como si fueran tenderos; artistas y nobles vivían encerrados mientras fingían cuidar animales o servir el té. Y durante sus visitas Oni se regodeaba en su poder sobre ellos y los usaba como quería. Kiyoni nunca se había cruzado con él en sus incursiones, ni había osado tocar a nadie, pero estaba segura de que su padre sabía de sus visitas. Mientras aterrizaba, se preguntó cuántos de sus hermanos se habían atrevido a explorar la ciudad sin el permiso directo de Oni.

No sabía dónde estaba la casa de bailarinas, pero tras exigir indicaciones a los habitantes de la ciudadela se dirigió hasta una de las calles interiores. Una pequeña mansión se erguía cerca, precedida por un arco de piedra y un jardín de bambú. Parecía que nadie quería ser involucrado en la huida, dejando la calle vacía, así que Kiyoni se dirigió directamente hacia el edificio de enfrente. Si habían escapado todos, probablemente no quedase nada nuevo que descubrir en la escena que Oni no hubiese encontrado ya, pero tal vez encontrase testigos que hubiesen visto algo desde los ventanales de enfrente.

El edificio resultó ser una casa de té. Kiyoni atravesó las primeras estancias, buscando la presencia de alguno de sus ocupantes, cuando una figura salió a recibirla. La mujer, mayor pero innegablemente hermosa, parecía molesta con que alguien hubiese penetrado al interior del edificio sin anunciarse, y estaba a punto de protestar cuando se percató de la piel negro ceniza de Kiyoni y de sus cuernos. Su expresión pasó de la irritación a la inquietud, pero forzó una sonrisa educada y se postró en el suelo con una reverencia.

—Disculpadme, señora, no esperaba ver a nadie aquí. ¿Qué puedo hacer por una enviada del emperador?

—¿Viste algo de lo que pasó anoche? —preguntó Kiyoni mientras se cruzaba de brazos, impaciente.

La dama levantó la cabeza y se quedó de rodillas frente a ella.

—¿Os referís a la huida? Sí, lo vimos todo. Estábamos atentos. Debía de ser mitad de la noche cuando escuchamos ruido fuera, así que miré por la ventana. Todos los habitantes de la casa de bailarinas se habían reunido junto a la entrada. Una de las figuras levantó los brazos, y todos empezaron a flotar en el aire. Supongo… supongo que eso debía de ser obra de la hechicera. Hizo otro gesto con las manos y comenzaron a volar hacia el oeste, fuera de la ciudad.

Kiyoni alzó una ceja, sorprendida por su franqueza.

—¿Visteis cómo escapaban y no hicisteis nada por detenerles? ¿Ni siquiera disteis la voz de alarma?

Inmediatamente, la mujer volvió a postrarse ante ella, ocultado su rostro.

—Señora, no pensábamos que fuesen a conseguir salir. No me pareció necesario llamar la atención de nadie y que corriese la noticia por la ciudad.

—No, supongo que no deberían haber podido escapar —la princesa resopló, pensando—. ¿Había una hechicera? ¿Quién más vivía allí?

—En su mayoría eran guerreros, señora. Se enfrentaron a vuestro padre hace años y el emperador les castigaba manteniéndoles en el encierro. Pero también había un pintor, y una hechicera. Ella es la cabecilla de todo el plan.

Se hizo el silencio durante un momento. Con una sospecha, Kiyoni se inclinó, poniéndose en cuclillas frente a la dama. Ella no elevó la cabeza, pero la oni le sujetó suavemente la barbilla y la obligó a levantar la mirada.

—¿Cómo sabes que era la cabecilla? Has dicho que estabais atentos. Sabes algo más, ¿no es así?

El labio de la mujer tembló ligeramente, pero no se apartó.

—Fue el pintor. Vino hace un par de noches. Nos contó que iban a marcharse, e intentó que les acompañáramos. No nos lo tomamos en serio; como he dicho, no pensé que fuesen a conseguir salir. O los guardias les capturarían, o no tendrían el valor de marcharse llegado el momento. No quisimos tener nada que ver con ellos.

—¿Y no te parece sospechoso —continuó ella, acercándose más—, que un grupo de prisioneros mentalmente dominados tenga la iniciativa de salir por su cuenta?

La mujer la miró moviendo los labios, pero sin decir nada. Resignada, Kiyoni la soltó y la apartó. La dama, como todos los habitantes de la ciudad, también estaba bajo el hechizo de Oni. No iba a conseguir mucho más de una marioneta. ¿Pero cómo habían puesto el plan en marcha los demás?

—¿Hay algo más que deba saber?

—Creo… creo que convencieron a alguien más. Una chica del teatro kabuki también desapareció anoche. No la llegué a ver, pero supongo que se marchó con ellos durante la noche.

No tenía tiempo de ir hasta allí a preguntar. Kiyoni se dio la vuelta bruscamente y salió del edificio sin despedirse. No había necesidad. Una vez fuera, miró a su alrededor; no parecía que Heiji fuese a hacer acto de presencia. Probablemente había partido directamente en busca de los fugitivos en lugar de desviarse hasta la ciudadela. Apretó los dientes y se dirigió hacia la casa de las bailarinas, ahora vacía, deseando encontrar algo que justificara esa parada adicional.

El edificio emulaba un pequeño teatro tradicional. La mayoría de las habitaciones eran oscuras, con biombos y tapices decorando las paredes y dándole un aspecto más íntimo a los pequeños escenarios; sin embargo, las lámparas apagadas lo hacían parecer tétrico. Todo estaba ordenado, y no había signos de violencia; simplemente, se habían ido.

No tenía mucho tiempo que perder. Salió al exterior, donde se suponía que los prisioneros habían echado a volar. Cerró los ojos y se concentró en el flujo mágico; tal vez quedase algún rastro del hechizo que le diera una pista de hacia dónde continuar.

Volutas de esencia dorada comenzaron a formarse tras sus ojos cerrados. Habían pasado varias horas, así que el rastro era débil, pero con la urgencia de la huida la hechicera no se había preocupado en ocultar su rastro debidamente. Sonriendo, abrió los ojos e invocó de nuevo al cuervo, mientras seguía con la mirada las volutas elevarse en el aire en dirección al este, sólo visibles a sus ojos. Ya sabía por dónde continuar.