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Prólogo (I)

En las profundidades del bosque, bajo un cielo plomizo que presagiaba la llegada del crepúsculo, los senderos de tierra entre los imponentes árboles se veían surcados por una caravana de camiones. Mercenarios a pie, armados hasta los dientes con rifles de asalto, se mezclaban entre las sombras de los árboles, envueltos en pieles de bestias como si fueran parte de la propia naturaleza hostil que los rodeaba. Eran avanzadillas de fuerzas invasoras, saqueadores de plantas industriales y mineras.

En la retaguardia de la fila de vehículos, un grupo armado viajaba en uno de los camiones. Sentados en bancos en dos filas, entre ellos destacaba una figura singular: una joven encapuchada, envuelta en una capa roja, con una robusta maleta en el suelo, a sus pies. A su lado, como su escolta principal y teniente del grupo, se encontraba una mujer atlética, envuelta en una capa verde como la hoja más fresca del bosque, su coraza resplandecía con gemas esmeraldas que parpadeaban con misteriosa energía, entrelazadas por líneas como venas y grabados en forma de circuitos al parecer de naturaleza mágica. Ambas compartían una única característica: un colgante con un rubí oculto entre sus ropas.

El rostro de la mujer de capa verde era pálido y delicado, como el de una muñeca de porcelana, pero sus rasgos poseían una dureza que no se podía ignorar. Sus orejas puntiagudas, descubiertas con orgullo en un corto cabello verde menta, revelaban una naturaleza distinta a la humana. Un parche cubría uno de sus ojos, mientras que el otro, de un profundo color púrpura, emitía una mirada helada y desafiante hacia la figura de la caperuza, con los brazos cruzados en un gesto de amargura.

Todos los mercenarios la observaban con respeto reverencial, inclinando la cabeza ante su presencia. Para ellos, esta mujer de verde era más que una líder: era una deidad en la tierra, una imagen de adoración ante la cual no podían evitar rendirse. En contraste, la figura de la caperuza era evitada, mantenida a distancia como si fuera una sombra indeseada en aquel santuario de poder y respeto.

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—Creo que necesito ir al baño, Risha... —dijo la caperuza en voz áspera al inclinar la cabeza por encima del hombro.

—Su padre me ha solicitado cuidar de usted en todo momento, princesa — respondió la mujer de verde en faz gélida—. Pronto llegaremos a la ciudadela. Salir en medio de la noche a los bosques es peligroso, quien sabe qué horror puede acechar ahí. La guerra no solo atrae muerte... también...

—¡Lo sé! solo necesito un minuto a solas, y prefiero que me llamen Liliana —insistió la joven—. La caravana de mi padre no debe estar lejos.

—Podría acompañarla... ambas somos chicas y...

—Y debo quitarme los guantes, sabes exactamente mis razones. —La interrumpió al alzar la mano. Tal sentencia perturbó a todos los hombres bien armados curtidos en batalla, muchos retuvieron un quejido inclinándose hacia atrás lo más lejos posible de la princesa.

—Esperado. —Liliana gruñó con desprecio.

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—Bien, pero tenga cuidado... —concluyó Risha al alzar la mano para que frenaran, y avisar a parte del grupo que tomaran un descanso.

La frialdad de la escolta hizo que un escalofrío recorriera la columna de Liliana. Incapaz de soportarlo un segundo más, se alejó a paso veloz, sin mirar atrás, saltando de la parte trasera del vehículo. No podía enfrentarse al rostro de Risha por más tiempo, y sintió su mirada clavada en ella mientras se perdía entre las líneas de árboles. En los ojos de su escolta, Liliana discernía un deseo de muerte dirigido hacia ella, un odio profundo que, sin embargo, Risha no se atrevería a llevar a cabo, retenida por la condición y el título de Liliana.

En la vastedad silente de los campos Liliana deambulaba como un espectro sin destino, arrastrando consigo el peso de su soledad; Sus pasos errantes la condujeron hasta la presencia imponente de un roble anciano, cuyas ramas retorcidas parecían susurrar secretos olvidados. Con un gesto decidido dejó caer su maleta al suelo y se tumbó sobre la hierba, bajo la sombra protectora del árbol milenario.

Un suspiro escapó de sus labios, liberando la tensión acumulada por el constante escrutinio de los soldados, cuyas miradas de desprecio la martirizaban. Ansiaba que aquel momento de serenidad se prolongara indefinidamente; pero, la cruda realidad la obligó a regresar. Aprovechando los escasos instantes de calma, abrió su maleta y extrajo un frasco, dispuesta a recolectar las hierbas que crecían en los alrededores para sus experimentos medicinales. Aquel ritual de recolección, su pasatiempo predilecto, era su única fuente de consuelo en medio de un mundo que la rechazaba.

Con manos expertas, seleccionó cada hierba con reverencia, como si cada una guardara el secreto de su redención. En aquellos momentos de comunión con la naturaleza, Liliana encontraba refugio en el conocimiento, en la certeza de que, aunque el mundo la repudiara, las plantas no juzgaban su oscura existencia.

Lejos de aquella caravana en la que podía escuchar los susurros de los guardaespaldas que la seguían según sus padres “para proteger sus espaldas”, retumbaban en su mente algunos de los comentarios hirientes a los que con tristeza parecía estar más que acostumbrada: "¿Es ella a la que llaman la princesa monstruo, una mutante defectuosa?" "¡Tengan cuidado, podría ser peligrosa si desata su poder! ", "¿Cómo dos seres tan magnánimos como nuestros señores, pudieron concebir una aberración así?" "Pobre criatura, estaría mejor muerta".

Las manos enguantadas de la joven temblaban, y acabó resbalándosele el frasco con hierbas, que estaba recolectando. Una mezcla de rabia y frustración anidaba en su pecho.

—Ojalá arranquen la lengua a cada uno de ustedes, cabrones... —espetó al contener un alarido, al posar sus manos sobre su angustiado corazón, como si quisiera contenerlo en sus entrañas.

Repentinamente, una sensación extraña se apoderó de su ser, un estremecimiento que ascendía por su espalda y la hizo volverse hacia la espesura de la hierba alta. Al principio, el miedo se apoderó de su espíritu al sentirse invadida por una fuerza invisible, seductora, que la llamaba con la misma atracción que ejerce un amante. No eran palabras lo que percibía, sino una atracción inexplicable que la sumía en la oscuridad de lo desconocido, prometiéndole un placer efímero que parecía capaz de resolver todos sus problemas, tanto físicos como mentales. Este deseo alimentaba su incesante hambre de conocimiento, anhelando liberarse de las cadenas de una vida monótona, plagada de miradas de desprecio y de confinamiento.

A pesar de los gritos internos que le instaban a retroceder y huir de vuelta hacia las caravanas, en busca de sus padres, Liliana se encontró avanzando entre el pasto alto, como si su cuerpo se moviera por voluntad propia. Ignoraba qué podría ser peor que seguir rodeada de protectores falsos. Apartando los matorrales con manos temblorosas, se adentró en un paraje húmedo, donde divisó una ciénaga oscura rodeada de juncos susurrantes y apenas iluminada por la agonizante luz del día.

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