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Los Niños Perdidos (I)

—Naciste como guerrero, actúa como tal.

Era una frase que Clayton solía decirle a su hijo cuando, de niño, se sentía agotado por el trabajo o frustrado por no poder aprender alguna actividad con rapidez. Esa máxima resonaba en su memoria, aunque a menudo le resultara más una carga que un consuelo.

En aquellos días, Drake y su padre vivían solos en una finca de 190 hectáreas llamada Los Potros Salvajes, dedicada a la ganadería, ubicada en Arnold, una ciudad del país de Trisary. La vida en esa casa estaba regida por una estricta disciplina y el trabajo duro. Drake siempre había definido a su padre, Clayton, como un hombre frío, casi como una piedra, o incluso como un témpano de hielo. A veces, sin embargo, ese hielo se derretía momentáneamente bajo una vorágine de cólera, pero jamás llegó a desbordarse de manera peligrosa. Aunque la crianza de Drake careció de cariño, tampoco estuvo marcada por abusos extremos.

A medida que crecía, Drake comenzó a notar el trato cariñoso que otros padres daban a sus hijos. Esto le producía una sensación fantasmagórica, un vacío en el pecho. Carecía de recuerdos de ese tipo de afecto en su infancia, agravado por la ausencia de una madre, lo que lo dejó con una necesidad insaciable de amor.

Clayton no era afectuoso. Apenas abrazaba a su hijo, y lo más cercano a un gesto de cariño eran las historias de héroes que contaba en raros momentos de ternura. Drake recordaba con cariño esos relatos, especialmente las anécdotas sobre las aventuras del Pistolero y el Dios de la Guerra en tiempos contemporáneos o del reinado de los dragones durante la Era Heroica hasta su final en la Segunda Titanomaquia; mucho antes de la Era de los Cuatro Credos.

Aquellos relatos encendían la imaginación del niño. Los dragones se convirtieron en sus criaturas favoritas, y soñaba con vivir aventuras como las de aquellos héroes que luchaban por la justicia.

Esos momentos eran los únicos en los que la frialdad de Clayton parecía resquebrajarse, aunque no lo suficiente para avivar su corazón. Siempre faltaba algo en esa familia, una carencia que mortificaba a Drake.

No había ningún rastro de la madre en la familia Réquiem. Ninguna fotografía, ningún recuerdo. Era como si esa mujer jamás hubiera existido. Drake nunca la conoció, y su desconocimiento sobre ella le producía un vacío profundo que anhelaba llenar.

Cuando, en su niñez, le imploraba a Clayton que le hablara sobre su madre, este simplemente negaba con la cabeza y volvía a sus tareas, advirtiendo sin palabras que insistir solo traería consecuencias. Drake sabía que las reprimendas por este tema serían severas.

Las discusiones entre padre e hijo se hicieron frecuentes durante la adolescencia de Drake. Ambos se irritaban fácilmente, como perros y gatos, y sus enfrentamientos se volvieron una constante. A pesar de todo, y aunque no lo dijeran en voz alta, se querían. Eran lo único que el otro tenía, un vínculo fuerte pero oculto bajo la muralla de frialdad de Clayton.

Desde niño, Drake había escuchado rumores sobre él, la mayoría afirmando que era un bastardo legitimado. Clayton era conocido por su promiscuidad y sus múltiples amantes. A menudo, Drake imaginaba que su madre podría haber sido alguna prostituta de los burdeles locales. Sin embargo, esa idea se desvaneció cuando descubrió que su padre había llegado a Arnold con él ya en brazos, lo que significaba que su madre no era de esa ciudad. Nadie en el pueblo sabía quién era su progenitora.

Cuando Drake cumplió once años, después de un largo día de trabajo en el campo, Clayton llegó a casa acompañado por dos mujeres de belleza exuberante, cuyos pechos y caderas prominentes dejaban poco a la imaginación. Las damas lo saludaron con una jovialidad que le resultó incómoda, llenándolo de mimos y halagos, jalándole las mejillas como si fuera un cachorro.

«Tal vez alguna de ellas podría ser mi madre», pensó el joven, influenciado por su inocente imaginación.

La llegada de mujeres a la casa era la señal para que Drake saliera a jugar o se encerrara en su habitación. Vivían en una casa de dos pisos, con un corral y un granero rodeados por extensos potreros verdes. La finca era digna de un noble, una recompensa que Clayton había recibido por sus años de servicio como guardián, especialmente por su participación en la Guerra Civil de Guardianes. Aquella rebelión lo dejó mutilado; una prótesis mecánica reemplazaba su pierna perdida y debía tomar medicamentos debido a una lesión en la espalda.

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Clayton, un héroe de guerra, pasaba sus días sentado en una silla mecedora en el porche de la casa, hundido en pensamientos sombríos. Sus ojos, de un café oscuro, carecían de brillo, como los de un hombre que solo espera la muerte. A pesar de vivir juntos, Drake siempre sintió que nunca llegó a conocer por completo a su padre, como si una barrera invisible los separara.

El pistolero, cubierto de tatuajes rúnicos y cicatrices, había sido un hechicero licenciado. Sin embargo, para desgracia de Drake, no heredó ni las habilidades mágicas ni la destreza con las armas de fuego de su padre, lo que lo llenaba de complejos, sintiéndose un producto defectuoso.

Después de que las mujeres se marcharon, Drake se acercó sigilosamente a la sala. Clayton, sentado en un sillón, a medio vestir, sostenía una botella vacía de cerveza marca la Delicia, en su mano derecha. A pesar de su deterioro, Drake era el reflejo juvenil de su padre, con la diferencia de la descuidada barba del hombre. Pero la mayor distinción entre ambos eran sus ojos: mientras Clayton tenía una mirada apagada y avellana, los ojos de Drake eran de un rojo intenso, como la sangre fresca, llenos de coraje.

Al percatarse de la presencia de su hijo, Clayton lo tomó del brazo y lo sentó en su regazo, envolviéndolo en un abrazo sorprendentemente asfixiante.

—Hijito, no sabes cuánto te amo... —murmuró.

Esas palabras rara vez salían de la boca de Clayton. Para Drake, fue de las pocas veces que escuchó un "te amo" de su padre. Su corazón dio un vuelco de emoción, y no dudó en corresponder al abrazo, escondiendo su rostro en el pecho de Clayton, sin importarle el fuerte olor a alcohol. Mientras presionaba la cara contra la camisa, luchó por contener las lágrimas de emoción.

—Aunque a veces soy duro contigo, es porque quiero que seas un hombre de bien —continuó Clayton, con una voz adormilada y el aliento cargado de alcohol. Apenas se le entendía—. Cuando seas mayor, te enseñaré los placeres de la vida.

Estaba claro que estaba borracho. Y como decía el refrán, los borrachos siempre dicen la verdad. Drake vio una oportunidad única, algo que quizás jamás se repetiría.

—Viejo... cuéntame de mi madre, por favor —pidió, con temor de recibir la misma respuesta fría de siempre.

Clayton eructó primero, todavía aturdido por la bebida. La actitud cariñosa se desvaneció, dejando lugar a la dura roca de siempre en su expresión.

—Cuando seas mayor, hijo.

Drake se sintió decepcionado al principio. Una vez más, se hundió en ese foso de incertidumbre, oscuro y desolado. Sin embargo, esta vez algo fue diferente. Una pequeña luz de esperanza se encendió en su interior. No hubo silencio frío ni reprimenda; esta vez hubo una respuesta. Era una señal de que, detrás de la dura roca de hielo que separaba a Clayton de su hijo, aún había algo más. Drake no iba a rendirse tan fácilmente, no después de haber llegado tan lejos.

—Pe-pero... —tartamudeó—. ¿Podrías al menos decirme algo sobre ella? ¿Aún vive? ¿Quién era? ¿Cómo se llamaba? ¿En qué me parezco a ella?

Las palabras salieron atropelladamente. Se había dejado llevar por la emoción, bombardeando a su padre con preguntas que apenas tuvo tiempo de pensar.

—En los ojos, tienes sus ojos —respondió Clayton con voz trémula, como si hablara desde lo más profundo de su añoranza—. Cada vez que te veo... siento que ella está cerca. Los dos se parecen tanto. Tienes mi físico, pero... Dios te dio el corazón de tu madre.

Clayton puso su mano en el hombro de su hijo al decir esto. Drake, conmovido por aquellas palabras, sintió cómo sus ojos carmesíes se llenaban de lágrimas.

—¿Cómo era ella? —preguntó en un susurro.

—Era una mujer de pocas palabras, y amaba leer; casi todos los libros que tengo los leyó. Siempre quería aprender algo nuevo. Solía ser bastante testaruda y competitiva; tenía su genio si la llegabas a provocar —continuó su padre, la voz teñida de una dulzura que rara vez mostraba—. Tenía una ternura que ninguna persona en este mundo podría igualar. Cada vez que sonreía... no importaba lo triste o enfurecido que estuviese, siempre ella... siempre podía hacerme sonreír.

"Era". Esa palabra lo dijo todo. El corazón de Drake se rompió en mil pedazos al descubrir que nunca conocería a su madre. Las lágrimas, ya incontrolables, comenzaron a caer.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó una última vez, sin miedo ni vacilación. Si no podía conocerla, al menos deseaba darle un nombre a la mujer que aparecía en sus sueños.

Clayton, tambaleándose en los límites del sueño, susurró un único nombre, uno que había mantenido oculto durante años, enterrado en lo más profundo de su corazón.

—Claire... su nombre era Claire. Ella te amaba mucho... más que a cualquier cosa en este mundo...

Tras esa confesión, el pistolero se dejó caer en los brazos de Morfeo, hundido en un sueño profundo.

Aquello fue lo último que Drake supo sobre su madre. Y, aunque deseaba saber más, en ese momento, fue suficiente. Saber que Claire lo había amado llenó su corazón de gozo. Ese nombre, Claire, prostituta o no, sería un nombre que el futuro guardián llevaría tatuado en su memoria para siempre, como el mejor regalo que su padre podría haberle dado.