Era un día muy soleado en la Fortaleza Oscura, la academia militar de guardianes en Trisary. El golpe de calor era capaz de cocer la piel y cada vello del cuerpo, al poco rato de salir al exterior como si fuese una estufa, capaz de poner de malas o marear a cualquiera.
Alrededor de una veintena de niños corrían por el patio de forma extenuante, sin importar que el intenso sol de mediodía los sofocara lentamente. Habían realizado varias vueltas ininterrumpidas, al borde de sentir cómo sus piernas se quebraban, los músculos se desgarraban y las lenguas se marchitaban en intensa sed.
La tentación de dejarse caer en la arena y perder el conocimiento se sentía palpable en cada tierno rostro enrojecido de los infantes jadeantes. Los pulmones ardían como calderas hirvientes, cercanos a explotar si continuaban esa carrera; un sufrimiento mucho mejor que la condena que se esperaba si alguno llegaba a desfallecer.
Lo que debía ser una carrera se trataba de una huida desesperada. Los infantes eran perseguidos por un instructor que sostenía un garrote de madera en sus manos, con la intención de golpear sin piedad a cualquiera que cayera. La vida en los barracones albergaba una lucha constante por sobrevivir.
En ese lugar se diferenciaban los fuertes, que pasarían a volverse defensores de los reinos civilizados. Era común que algunos murieran durante las pruebas; debían eliminarse a los débiles. Se trataba de una inexpugnable ley espartana, que dominaba en los entrenamientos dentro de las barracas.
Nadie iba a extrañar a esos niños huérfanos. Bebés abandonados a las puertas de ese monasterio, niños dejados por sus padres o a quienes la guerra les había arrebatado todo, o tal vez "Niños Destinados".
La típica historia: un infierno que no dejó rastros de civilización en un poblado, un niño que lo había perdido todo y un encuentro destino. "Niños destinos" así llamaban a aquellos huérfanos que los guardianes recogían, reclutándolos como posibles aspirantes.
En Trisary se tenía la creencia de que, si un guardián traía a un niño de un contrato, era porque sus destinos estarían vinculados para siempre. Una tradición inquebrantable relataba que ese cazador se volvería el padrino de ese niño destinado.
No importaba el sexo, el origen era irrelevante; un guardián podía surgir del seno de cualquier parte del mundo. Era una personificación de la neutralidad ante los credos, convertidos en la espada y escudo de los reinos dominantes.
En el grupo de aspirantes había un niño que destacaba, recién llegado desde hacía unas pocas semanas desde Nyashta, en el norte del continente. Fue traído por el director de la Balsa y lo adjudicaron como su "niño destino", abandonándolo en las barracas como a cualquier otro de los pupilos, sin posibilidad de trato especial, pero con dos únicas condiciones: el niño debía asearse por separado y, si se atrevían a quitarle la máscara, los involucrados recibirían azotes con un látigo de siete colas en público.
Esas extrañas reglas despertaban la curiosidad de instructores y alumnos, ninguna fue saciada por verse eclipsada ante el miedo que generaba el director de la academia. En cuchicheos y susurros, pensaban teorías sobre un rostro mutilado por torturas o tal vez alguna especie de enfermedad degenerativa.
El enigmático niño llamado Lance Fudo llevaba una máscara negra que cubría por completo su rostro y unos guantes del mismo color. La prenda era tradicional entre los miembros del Eclipse, delatándolo como uno de esos niños en entrenamiento de esa orden de asesinos de peor reputación, que había tenido la fortuna casi imposible de lograr desertar sin ser ultimado, o que el lavado de cerebro realizado a sus miembros en un entrenamiento psicológico lo hubiera orillado a quitarse la vida por cualquier misión que fallara a su corta edad.
No hubo detalles o menciones de la razón por la que escapó, ni de cómo el director lo tomó bajo su tutela; nadie podía decir nada. Lo único que se sabía era que ese niño era un león rodeado de pequeños gatitos, gracias a las extremas habilidades adquiridas en los monasterios de asesinos oscuros. El poco tiempo que Lance estuvo allí lo aprovechó de la mejor manera, y solo se había llevado una pertenencia.
Un sable oscuro y largo de Magnamis, al que llamaba "Ronin", tal como el sobrenombre que daban de forma despectiva a los desertores del Eclipse. Era obvio que no era la denominación original de la espada; por alguna razón, él la había cambiado.
Era callado y de porte sombrío, apenas se relacionaba con sus compañeros, y sorprendentemente, Lance rechazaba la espada negra. No quería usarla en las prácticas ni guardarla bajo la cama.
Cuando Lance llegó a la Academia, entregó la herramienta mágica al director y dijo:
—No me la regreses hasta que me gradúe... no soy digno de ella todavía.
Durante la carrera, Lance iba a la cabeza de los niños, incluso rivalizaba con Alicia Wilson, quien corría a su lado. Se prometían que ellos dos serían de los mejores guardianes.
Finalmente, lo inevitable sucedió: uno de los niños dio un paso en falso, interrumpió su ritmo y cayó de cara contra la arena, incapaz de levantarse al sentir todo su cuerpo pesado. Como una bestia al acecho, la visión del instructor se posó en el primer aspirante derrotado.
Los niños lo miraron de reojo y siguieron adelante; algunos sintieron pena e impotencia, susurrando oraciones por el caído, mientras mantenían oculto el pensamiento de "mejor él, y no yo".
El niño empezó a ser golpeado sin piedad por su perseguidor. A pesar de sus esfuerzos por levantarse, cada golpe lo hacía caer de nuevo al suelo, su cuerpo exhausto y dolorido. Lance, observando la escena de reojo, sentía una creciente agitación en su interior.
Recordaba momentos de su propio pasado, momentos de dolor y lucha que había intentado enterrar. La impotencia y la tristeza se mezclaban en su mente, desatando una tormenta de pensamientos contradictorios. Quería seguir adelante, convencido de que debía concentrarse en su propia supervivencia, pero no podía evitar sentir un destello de compasión por el niño caído. La situación era demasiado familiar, y su corazón se debatía entre el deseo de ignorar el sufrimiento ajeno y la urgencia de intervenir.
No era la primera vez que Lance, el futuro asesino oscuro, presenciaba algo así; estaba firmemente consciente de que no sería la última. Había atravesado entrenamientos brutales, cada uno más desgarrador que el anterior, donde el dolor y la violencia eran moneda corriente. En ese momento, se sentía distante de sus compañeros, casi un espectador en un teatro de sombras, y creía que no debía sentir nada, que solo podía permitir un atisbo de lástima. Pero esa idea estaba muy lejos de la realidad.
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Quería ignorar el sufrimiento, seguir adelante con su carrera, convencido de que solo los fuertes, aquellos con un espíritu indomable, podrían sobrevivir. Sin embargo, los quejidos del niño eran penetrantes, taladrando su mente como un eco persistente. Cada lamento resonaba en su interior, arrastrándolo hacia recuerdos oscuros de su propio pasado, en el que los llantos de otros infantes lo perseguían en pesadillas macabras, como sombras que nunca se desvanecían.
Angustiado, Lance se llevó ambas manos a los oídos, intentando ahogar esos lamentos desgarradores, pero cuando trató de recuperar la mirada al frente, el tiempo pareció ralentizarse. En ese instante, unos cabellos oscuros pasaron a su lado, y sus pensamientos se cortaron de golpe, como si espadas de acero Magnamis hubieran atravesado su mente.
Alice se dio la vuelta, sus ojos decididos iluminados por una chispa de valentía. Sin dudarlo, corrió junto a Lance, dirigiéndose al rescate del niño que estaba sufriendo en medio de la paliza. Los gritos de dolor del infante resonaban en el aire, desgarradores y desesperados, pero esos lamentos fueron rápidamente contrarrestados por el alarido belicoso de Alice.
Con una determinación feroz, saltó sobre la espalda del instructor, taclearlo por la cintura como un toro en plena carga. La sorpresa se pintó en el rostro del hombre, y en un instante increíble, su cuerpo, robusto y temido, cayó desplomado al suelo, ante la mirada atónita de todos los aspirantes a guardianes. Entre ellos estaba Lance, quien, como una respuesta biológica de un alfa que encuentra un igual, se detuvo en seco.
Su corazón latía con fuerza, y una mezcla de asombro y admiración llenó su ser mientras presenciaba el desarrollo de los eventos que estaban a punto de desatarse. La escena ante él se transformaba en algo más que una simple pelea; era un acto de rebeldía, un grito de resistencia que resonaba en el corazón de todos los niños presentes.
—¡¡Drake, tienes que defenderte!! —gritó Alice, su voz resonando con urgencia mientras se apresuraba a ayudar a su compañero, quien se levantaba torpemente del suelo, tambaleándose como un pez fuera del agua—, ¡No seas...!
Su regaño fue brutalmente interrumpido por el sonido sordo de un garrotazo que impactó su espalda, empujándola de cara contra el suelo. El golpe fue doloroso y la dejó aturdida, pero la furia en el rostro del instructor era aún más aterradora. Furibundo por la humillación de ser derribado por una niña, el instructor dejó de lado cualquier vestigio de compasión. Su mirada ardía con rabia, y se centró únicamente en cobrar venganza, olvidando por completo al otro niño, al que consideraba ya derrotado y sin valor.
Lance, observando desde un rincón, sintió un torbellino de emociones al ver cómo Alice caía.
Cuando el instructor se preparaba para rematar a la aturdida Alice, aún tendida en el suelo, Drake, consumido por una rabia salvaje, se lanzó sobre la espalda del hombre. Con la determinación de un animal acorralado, se aferró a él, sus pequeñas manos buscando un agarre en medio del caos. En un acto que desafiaba su corta edad, mordió con furia el hombro del instructor, sus dientes de leche hundiéndose en la carne como si fueran colmillos de un depredador.
El instructor gritó, un sonido que mezclaba sorpresa y dolor, mientras Drake arrancaba un trozo de carne. La escena era grotesca; de la herida brotó un líquido sanguinolento, y algunos hilos de nervios se desenredaron como hilos de una red rota. El instructor, atrapado entre la ira y la agonía, perdió momentáneamente el control, sus manos buscando deshacerse de la pequeña criatura que lo atacaba.
El agarre en el garrote se volvió endeble, y se resbaló de entre los dedos del instructor. En medio de la cólera el instructor tomó a Drake de los cabellos, y lo arrojó lejos él.
Drake cayó pesadamente sobre su estómago, rodando por el suelo antes de levantarse de rodillas. Con desprecio, escupió el trozo de carne, un acto que resonó con una rabia desatada. Su rostro, manchado de tierra y sangre, reflejaba un estado primitivo; las venas marcadas de su única mirada carmesí resplandecían con un odio psicótico dirigido hacia el instructor, que aún chillaba de dolor mientras intentaba presionar la herida sangrante.
El niño, su piel surcada por moretones y salpicada de restos de sangre seca, alzó los puños en una postura defensiva, como un boxeador dispuesto a pelear. Su aliento entrecortado no mostraba debilidad; en cambio, la tenacidad brillaba en sus ojos, desafiando cualquier noción de rendición. Aun jadeante, se mantenía firme, preparado para luchar hasta el final, como un guerrero en el fragor de la batalla.
Aprovechando la confusión, Alice se lanzó hacia el garrote que yacía en el suelo. Al levantarlo, el peso del arma la hizo sentir una chispa de valentía, y con una determinación renovada, propinó un golpe certero en la pierna del instructor. El sonido seco del impacto resonó en el aire, seguido por un quejido de dolor que brotó de sus labios. Sin perder tiempo, Drake, aún cargado de furia, lanzó una patada que se estrelló contra la cara del hombre.
El instructor, aunque tambaleándose, logró aferrarse al suelo y se impulsó hacia arriba con un alarido bestial, sus brazos alzándose como garras listas para atacar. El grito era un eco de su rabia, y tanto Alice como Drake retrocedieron, preparados para cualquier contraataque.
Como dos pequeños lobos, sus ojos inyectados de sangre reflejaban un fuego feroz mientras rodeaban al instructor. A pesar de la desventaja, la ferocidad de su espíritu era palpable; la adrenalina les otorgaba un coraje inesperado. En medio de la tensión, el instructor se preparaba para desenvainar un puñal que ocultaba en su cinturón, pero Lance, sintiendo la llamada del valor en su interior, se lanzó a la contienda. Con una patada precisa, golpeó la espalda del instructor justo antes de que pudiera usar su arma, haciendo que el cuchillo se deslizara lejos, perdido en la arena.
Enloquecidos por el maltrato constante, los tres niños se lanzaron en un ataque desbocado contra el agresor, cada golpe sumando fuerza a la furia colectiva. Sus patadas, garrotazos y mordidas caían sobre él como una lluvia ácida, implacables y furiosas, como si una jauría de lobos hubiese encontrado una presa vulnerable. Cada impacto resonaba en el aire, un eco de venganza por las heridas invisibles que habían sufrido.
A medida que la escena se intensificaba, los otros niños que observaban comenzaron a cambiar. Los rostros que antes mostraban miedo ahora se tornaban en expresiones de rabia contenida. Los alaridos de la trinidad resonaron, y, como si un llamado ancestral hubiera despertado en ellos, casi una veintena de aspirantes corrieron hacia la lucha. Se unieron al frenesí de la paliza, transformando la resistencia de un hombre en lo que se convirtió en una ejecución ritual.
El patio, antes un lugar de juegos inocentes, se había convertido en un campo de batalla. La locura se desató; los gritos de los niños resonaban junto al crujir de huesos y el sonido sordo de golpes. En ese momento, todos eran testigos y partícipes de una revelación brutal: el verdadero rostro del poder, y lo que significa ser un sobreviviente en su mundo.
Nadie intervino; los profesores y miembros del personal de la academia se mantuvieron al margen, obedeciendo una orden del director. Este desenlace era esperado; el instructor no era más que un criminal cuya presencia era parte de su condena. Se había convertido en un sacrificio, una ofrenda para templar las espadas de aquellos que lo observaban.
Cuando la locura se calmó, los aspirantes quedaron paralizados, aturdidos por la escena que tenían ante ellos. Como gladiadores victoriosos, la veintena de víctimas ahora se erguía sobre el cuerpo brutalizado del que había sido su agresor. Sus uniformes estaban manchados de una mezcla de sangre y tierra, y sus temblorosos puños goteaban espesas manchas negras en la árida arena. Algunos de ellos llevaban el líquido vital en la boca, vestigios de la brutalidad que habían desatado.
El silencio que siguió era pesado; solo se escuchaban respiraciones entrecortadas y el llanto de algunos niños que aún mantenían un vestigio de humanidad, un hilo que poco a poco se desvanecía. La memoria de esa primera muerte, como el primer beso o la pérdida de la inocencia, quedaría grabada en sus almas. Las manos manchadas de sangre jamás podrían limpiarse; eran un recordatorio imborrable de lo que habían hecho.
Sumidos en un torbellino de emociones intensas, los infantes ignoraban la verdadera naturaleza de esa prueba, que era monitoreada desde la oficina principal de la academia. A través de una esfera de cristal, el director observaba, con una grotesca sonrisa de satisfacción dibujada en su rostro. La bestia había despertado en esos niños; para cazar monstruos, tendrían que convertirse en peores monstruos.