Una pequeña mano, marcada por laceraciones rojizas, perteneciente a una jovencita, se entrelazó con los dedos en las fortificadas rejas de metal, coronadas por espirales de alambre de púas. Estaba en los límites de la Fortaleza Oscura: la academia de entrenamiento de aspirantes a guardianes, situada en la ciudad de Piedras Negras, en Trisary.
Vestía el viejo uniforme de los estudiantes, cubierto de tierra. Era una niña de entre trece y catorce años. Su largo cabello negro caía sobre su rostro, descendiendo hasta la clavícula. Un flequillo le cubría parte de la cara, abriéndose justo en la mitad de su nariz, revelando una piel pálida repleta de pequeños granos rojizos. Entre los mechones, una de sus "ventanas al alma" —sus ojos— se asomaba; apagada, como si fuera la mirada de un cadáver en vida.
Se apoyaba contra las rejas de metal, como si deseara volverse líquida y atravesar los alambres, escapar de aquel infierno sin mirar atrás. Pero sabía que era una idea absurda y poco realista. Si intentaba huir, la cazarían sin piedad, la arrastrarían de vuelta por el cabello, como a un animal, y la castigarían. Además, ya no tenía ningún lugar a donde volver.
Las voces de aquellos a quienes alguna vez llamó "grises" susurraban en su mente cada vez que cerraba los ojos. Los veía, abandonándola en esa escuela y dándole la espalda, ignorando sus gritos desconsolados. Las imágenes de los días felices en un cálido hogar se desvanecían poco a poco.
Todo había sido una cruel mentira. Nunca fue amada por su familia, y la frustración se manifestaba en su cuerpo. Apretaba los alambres con tanta fuerza que su piel se enrojecía y empezaban a salir hilos de sangre de sus manos.
Sus padres, médicos siempre ausentes, habían muerto prematuramente durante un brote de peste en un campo de refugiados en las zonas de guerra. No podía recordar sus rostros, ni siquiera vio sus cuerpos, quemados por las medidas sanitarias.
Su hermano mayor, enlistado en el ejército, fue reportado como desaparecido en acción. Los últimos familiares vivos habían tomado la herencia, la gastaron y la abandonaron en un orfanato. El destino, caprichoso como siempre, la seleccionó para un programa especial que la llevó, junto a otros huérfanos al azar, a las lejanas tierras de Trisary. Supuestamente era un gran honor; en realidad, no tenían opción.
El programa era parte de un acuerdo entre las naciones: entregar huérfanos a Trisary como apoyo en la subyugación de monstruos. Un intercambio de recursos, donde los niños eran considerados un "bono" en ese pacto. La neutralidad de los guardianes en la Guerra Santa se respetaba.
No entendía por qué había sido reclutada en el ejército mercenario de un país extranjero. Y la idea de buscar una cuerda en el almacén para luego escoger un árbol que "la ajustara mejor" no parecía tan lejana. No era raro que los niños murieran en ese lugar. Nadie pensaría ni se preocuparía por una niña que fue desechada por su propia familia. Para esa aspirante, solo quedaba la soledad.
Unos pasos acercándose la sacaron por un instante de sus sombríos pensamientos. Inclinó la cabeza levemente hacia un lado y vio a otro aspirante, jadeando por el esfuerzo. El chico, con cabello negro azabache y cicatrices en su piel tostada, vestía el mismo uniforme mugriento. Llevaba un parche en el ojo izquierdo y en el derecho se apreciaba un iris carmesí.
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Aquel niño bajó la mirada. Entre sus manos sucias, sostenía una pequeña flor azul, una hortensia, que había recogido del jardín de la academia, donde a veces obligaban a los niños a trabajar.
—¡Enséñame, por favor! ¡Quiero ser tan fuerte como tú! —exclamó, ruborizado, extendiendo el tembloroso brazo que ofrecía la flor. Sus ojos evitaban el contacto visual, llenos de nerviosismo y esperanza.
La chica parpadeó, asimilando el suceso. ¿Fuerte? No se lo podía creer. Si pensaba en alguien fuerte, le venían a la mente su hermano o el legendario Munraimund. Pero ella... apenas había sobrevivido a las pruebas, y todavía no había enfrentado el Ritual de los Cristales. Un pequeño error, y acabaría en la enfermería... o en un ataúd. Todo lo que había hecho era con la vana esperanza de que, si destacaba lo suficiente, su hermano vendría por ella. Un anhelo infantil.
Reconoció al chico. Era uno de los que siempre quedaban al final en las carreras, uno de los que más se le complicaba el área académica. Jamás había imaginado hablar con él. De hecho, no esperaba hacer amigos. Los trataban como armas que debían afilarse. Y, como en toda forja, los productos defectuosos eran desechados. No podían permitirse ser espadas defectuosas.
—Por favor... no quiero seguir siendo un maldito inútil —rugió con voz temblorosa, mientras lágrimas de rabia corrían por su rostro—. Te he visto. Eres imbatible en todo... no tengo nada que ofrecer, salvo a mí mismo. Ayúdame... ¡Haré lo que sea por convertirme en guardián!
En ese ojo carmesí, ella vio reflejado el rostro de alguien que no tenía nada que perder.
La chica sintió una chispa de esperanza, olvidada hasta ese momento. Por primera vez, alguien parecía necesitarla, de la misma manera en que ella necesitaba a alguien. Ambos deseaban a alguien que los sostuviera en medio de aquel infierno.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó en voz suave, esbozando una pequeña sonrisa mientras tomaba la flor con delicadeza, procurando no asustarlo.
—M-mi nombre es D-Drake Réquiem, s-señorita... estoy a sus órdenes.
Los nervios le hacían tartamudear, y su torpeza provocó que la chica soltara una pequeña risa. Se detuvo un momento, preguntándose cuándo fue la última vez que había reído.
Alicia acortó la distancia, colocándose frente a frente con él, tan cerca que casi podía sentir su respiración. El rostro de Drake se enrojeció aún más. Ella puso una mano firme sobre su cabeza, provocando una leve queja de sorpresa.
—¡Auch!
Alicia sonrió ampliamente.
—Mi nombre es Alicia Wilson, llámame Alice. Desde ahora y para siempre... —dijo, con una renovada vitalidad—. Harás todo lo que te diga, y no nos separaremos nunca.
—L-lo juro... —asintió Drake, cabizbajo.
Alicia se sintió complacida al ver su respuesta, y entonces desvió la mirada hacia la imponente fortaleza, el destino que les aguardaba. Una serpiente titánica, esculpida en roca negra, rodeaba el cerro, protegiendo la estructura que coronaba la colina, con picas adornadas por cráneos clavados en las murallas, testimonio de la fuerza implacable del clan que dominaba esas tierras.
El descanso terminó, y los dos niños regresaron juntos a las clases de exploración en los bosques de la academia.
Años después, Alicia se enteró de que su hermano estaba vivo. Alexander Wilson había sido prisionero en el imperio durante mucho tiempo. Tras su rescate, intentó buscar a su hermana, pero la guerra y sus responsabilidades lo interrumpieron. Cuando finalmente restablecieron contacto, ambos se dieron cuenta de que, después de tantos años, apenas podían reconocerse.