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La Doncella (I)

Alice estaba en lo alto de la torre del cuartel general de Los Lobos de la Noche, observando el bullicio del mercado en las calles de Glory. Desde allí, los edificios de metal oscuro y hormigón se alzaban como una colmena desigual hasta el imponente Palacio de Platino, una fortaleza industrial de tubos de acero. Aeronaves zumbaban en el aire, como insectos mecánicos en una danza caótica.

El viento, cargado de humo y aceite, revolvía su cabello negro con puntas azules mientras miraba la ciudad. Era un momento de calma antes de la tormenta, una pausa para organizar sus pensamientos antes de enfrentar misiones donde el regreso no estaba garantizado.

Desde la torre, podía ver las murallas ciclópeas que protegían la ciudad. Aquellas paredes de piedra y acero mantenían a raya a las criaturas de las tierras exteriores y habían convertido a Glory en un refugio neutral en un mundo sombrío.

Las calles estaban abarrotadas de vida: mercadillos, trabajadores manchados de aceite, cazadores y mercenarios con armas al hombro. Glory no era solo una capital; era la cuna de los cazadores de monstruos, un hogar para quienes huían de la guerra y buscaban seguridad. En esos ciudadanos Alice encontraba su razón de lucha: proteger a quienes vivían bajo la sombra de aquella brutal pero acogedora urbe.

El cuartel de Los Lobos de la Noche, modesto comparado con las estructuras colosales de la ciudad, era una fortaleza hexagonal con murallas de metal y seis torres de vigilancia. En el centro, la torre de homenaje ondeaba la bandera del clan: un lobo de fauces abiertas, símbolo de su ferocidad.

Con las manos enguantadas apoyadas en las almenas, Alice dejaba que el viento disipara sus temores. Al fijar la vista en la bandera ondeando contra el cielo gris, sintió cómo la tensión de su cuerpo se desvanecía, reemplazada por un renovado propósito. Mientras Glory latiera bajo sus pies, seguiría luchando como parte de la maquinaria despiadada que protegía su hogar.

Alice bajó por la escalera de caracol que conectaba la torre con el recibidor del gremio, un espacio amplio y ruidoso donde el bullicio no cesaba. La luz artificial de los candelabros eléctricos colgaba sobre vigas de acero oxidado, mientras las paredes estaban decoradas con las banderas del gremio: un lobo de fauces abiertas y una espada rota sobre un fondo negro, símbolos de la ferocidad y resiliencia de Los Lobos de la Noche.

El área principal era una mezcla de taberna y sala de planificación. Mercenarios de todo tipo ocupaban las largas mesas de madera reforzada con metal. Algunos discutían misiones en voz alta, mientras otros bebían aguardiente en jarras desgastadas.

Había cazadores con implantes cibernéticos que brillaban bajo las luces; brazos metálicos, ojos artificiales que parpadeaban con un resplandor tenue, y piernas reforzadas para soportar el peso de armas colosales. Junto a ellos, mutantes genéticamente mejorados exhibían pieles escamosas, musculaturas inhumanas o habilidades perceptibles solo por las marcas que adornaban sus cuerpos.

Todos, sin importar su procedencia, llevaban el emblema del gremio en algún lugar: un tatuaje, un broche o una placa metálica incrustada en su armadura. Eran los guerreros de Trisary, guardianes de Glory, forjados por un mundo que no perdonaba debilidades.

Alice cruzó la sala con paso seguro, atrayendo miradas tanto por su porte como por su reputación. Su cabello negro con puntas azules ondeaba detrás de ella, y su chaqueta ondeaba con el mismo aire desafiante que su sonrisa ladeada.

La recepcionista estaba en su lugar habitual, detrás de un mostrador de madera oscura decorado con grabados de lobos y espadas cruzadas. Era una mujer joven de cabello castaño recogido en una trenza, con un uniforme azul oscuro adornado con bordados plateados y un pequeño broche del gremio en el pecho. Su semblante amable era profesional, pero sus ojos brillaban con una chispa que Alice siempre encontraba intrigante.

—Julia, amigita ¿que tal la vida? —saludo Alice.

La recepcionista mostró una sonrisa leve. —Trabajando no hay de otra ¿En qué puedo ayudarte hoy?

—No he visto a Lord Damian Infris en varios dias desde que llegamos a Trisary. Recibí un mensaje suyo de que tenia un trabajo especial para mi equipo.

La recepcionista asintió, rebuscando entre unos documentos apilados con precisión militar en su escritorio.

—El maestro del gremio está en el Palacio de Platino, reunido con el Primario. Están discutiendo las próximas misiones relacionadas con esa crisis en la Alianza Templaria. Pero me pidió que te entregara esto.

La recepcionista colocó un paquete de cuero bien sellado sobre el mostrador, junto con un cubo brillante que proyectó un holograma al contacto con la mano de Alice.

—Misión especial, una alianza de dos gremios —murmuró Alice con los ojos en blanco al leer los datos—. La formación de un equipo de elite de seis guardianes para... oh por todos los dioses

—Es un encargo directo de un rey, y parece que tú eres la líder designada. —La recepcionista con tono serio, ahora completamente profesional.

Alice alzó una ceja mientras examinaba los documentos. —¿Un rey? Bueno, eso suena interesante. Aunque no puedo decir que me guste que elijan por mí.

La recepcionista sonrió levemente.

—Te conocen bien, Alice. Saben que harás lo que sea necesarioy eres la unica que tienes madera de lider.

Alice guardó los documentos y el cubo. —Bien, no pensaba vivir para siempre de todos modos. Gracias por avisarme, Julia.

—Estamos para servirte.

....

El pequeño apartamento de Alice estaba en penumbra, iluminado solo por la débil luz gris que se colaba a través de la ventana empañada. El olor a cigarro impregnaba cada rincón, como si las paredes mismas hubieran aprendido a fumar. En la mesa, una taza de café negro humeaba, tan fuerte que parecía un golpe directo al cerebro.

En ropa interior y una blusa de tirantes negra, se apoyaba contra el marco de la ventana, un cigarro a medio consumir entre los dedos. La lluvia fina resbalaba por el cristal, mezclándose con la niebla de Glory. La ciudad, con su bullicio habitual, parecía más distante bajo aquel manto gris.

Mientras fumaba, su mirada se perdió en la caja sobre la mesa. Su contenido marcaba el inicio de un contrato que no le preocupaba por ella misma.

«Los otros dos, esos idiotas», pensó, exhalando el humo lentamente. La preocupación por sus compañeros la carcomía más que el riesgo de la misión.

Apagó el cigarro en un cenicero desbordante, dio un sorbo al café y, con un gruñido bajo, dejó la taza sobre la mesa. Se vistió rápidamente: pantalones de cuero, botas reforzadas y una chaqueta que olía a tabaco y lluvia vieja. Ató su cabello oscuro con puntas azules en una coleta desordenada y se puso el casco que invocó con un simple chasquido de dedos.

En la planta baja, su motocicleta negra brillaba bajo la lluvia como un depredador acechante. Giró la llave y el motor rugió con una potencia que le arrancó una leve sonrisa. El sonido le recordaba por qué amaba aquella máquina más que a muchas personas.

Las calles mojadas de Glory la recibieron con charcos y adoquines resbaladizos. Alice esquivaba peatones, droides y autos como si fuera una danza mecánica. Las luces de neón parpadeaban entre la lluvia, y el humo de las chimeneas se mezclaba con la neblina.

A medida que se alejaba de la ciudad, el asfalto daba paso a terracería, y el bullicio urbano se transformaba en silencio, roto solo por el ronroneo de su moto. Los campos se extendían a ambos lados del camino, y la fina lluvia empapaba el polvo, convirtiéndolo en barro.

Al llegar a la finca "La Doncella," Alice detuvo su moto frente al oxidado portón de metal. Bajó con un suspiro, abrió las cadenas flojas y lo empujó. Antes de volver a subirse, notó el sonido distante de un motor.

A lo lejos, entre la bruma, divisó a Drake. Él manejaba un tractor con desgano, tirando de una chapoleadora que dejaba zacate cortado a su paso. Su sombrero de paja goteaba agua, mientras su camisa mojada se pegaba a sus músculos como una segunda piel.

Drake apagó el tractor con un chirrido metálico y bajó junto a un enorme semental rojo que lo observaba con una mirada desafiante. Sin dudar, el guardián sacó una jeringa cargada con una vacuna contra la rabia y se la colocó entre los dientes.

—Te has estado escapando demasiado, amigo. Hasta aquí llegaste —murmuró con calma antes de lanzarse hacia el animal.

If you spot this tale on Amazon, know that it has been stolen. Report the violation.

El semental intentó huir, pero Drake lo atrapó del cuello con una fuerza descomunal, derribándolo al suelo en cuestión de segundos. A pesar del tamaño y la resistencia del animal, el guardián lo inmovilizó con facilidad. Con un movimiento rápido, clavó la aguja intramuscularmente en el cuello del semental y administró la vacuna.

—Tranquilo, ya pasó —dijo, soltando al animal que mugió, pero no volvió a enfrentarlo y simplemente se marchó

—¡Drake! ¡Por aquí! —gritó Alice, alzando un brazo mientras bajaba de su motocicleta.

Drake alzó una mano en respuesta y caminó hacia ella. —Alice, llegaste en el mejor momento. Me vendría bien —soltó, cargando su tono con sarcasmo.

Alice rodó los ojos, pero una sonrisa breve apareció en sus labios, sorprendida cuando él dejó un beso rápido en su mejilla. Sin embargo, el momento se rompió al instante con el hedor agrio que se desprendía de él.

—¿Qué demonios, Drake? —se quejó arrugando la nariz—. Si vas a saludar a una dama, al menos báñate primero.

Drake esbozó una sonrisa altanera.

—Tendría que estar frente a una dama para eso, ¿no?

Alice bufó y le estampó un golpe rápido en la nuca.

—Respétame, niño, o te haré pagar.

Él fingió molestia, pero no pudo ocultar una sonrisa socarrona.

—Está bien, me lo merecía.

—Es en serio, Drake. Sabías que iba a venir, y con esos hábitos no vas a conseguir novia jamás.

Drake resopló.

—Sí, mamá... —dijo con burla, logrando que Alice esbozara una sonrisa. Luego, más serio, agregó—: He estado adelantando todo el trabajo por mi ausencia. Anabel me presta este lugar, cuida mi ganado... le debo mucho.

Alice asintió.

—Es una santa para ustedes. Le tenía cariño desde que daba clases en la academia.

Drake sonrió, ajustándose el sombrero.

—Algo así. Pero este ganado es mi salida de esa vida de cazador.

—Al menos no te lo gastas todo en putas y diversión.

Drake rió.

—¿Quién dijo que no? Invierto en el ganado para poder hacerlo después. Es vivir deliciosamente, como diría Lance borracho.

Alice suspiró y murmuró algo a los dioses sobre paciencia, mientras Drake reía para sí mismo.

—Por cierto, ¿dónde está Lance? —preguntó ella.

—Con Anabel, se supone que está trabajando. Aunque conociéndolo… —Dejó la frase en el aire.

—Menos mal que el ganado no se ha escapado. —Alice suspiró aliviada—. Hablemos del contrato en su casa.

—Primero avisaré a Anabel, me daré un baño y comeré algo. Este trabajo me deja vacío.

—Entonces la saludo de paso. Hace siglos que no la veo.

Alice se dirigió a su moto y encendió el motor. Miró a Drake por encima del hombro, dando un par de golpecitos al asiento trasero.

—Sube, llegaremos más rápido.

Drake tragó saliva, incómodo.

—Eh… prefiero caminar.

Alice soltó una carcajada.

—¿Te enfrentas a monstruos y te asustan las motos? No seas ridículo, sube.

Drake negó con la cabeza, firme.

—No es miedo, solo me agradan. Prefiero los caballos: son leales y hermosos, siempre te cuidan la espalda.

La guardiana desvió la mirada, inflando los mofletes al recordar sus desastres en la Fortaleza Oscura. Aunque destacó en varias disciplinas, la equitación fue su peor fracaso. En una práctica de galope, enfurecida con el caballo, le dio un cuartazo y clavó las espuelas con fuerza.

El animal se encabritó con un relincho que resonó en todo el campo, tirándola al suelo. Su error de aferrarse a la silla hizo que las espuelas hirieran cerca de las verijas, lo que empeoró la situación. Alicia salió disparada, aterrizando en un charco de lodo con estiércol.

Desde entonces, desarrolló una fobia a los caballos, convencida de que todos la odiaban, como si aquel incidente la hubiera maldecido.

—Todo por picarle las pelotas al caballo equivocado... —murmuró Alice con la mirada perdida, reviviendo el momento en el lodoso charco que la marcó. Recordaba que tuvo que bañarse en salsa de tomate para mitigar el hedor.

—¿Dijiste algo?

—¡Nada! —vociferó con una fuerza que dejó su voz rasposa—. ¿Te vas a montar o no? —agregó con impaciencia.

Drake suspiró, cediendo ante la insistencia. Siempre había sido débil frente a la presión de una mujer. Sin embargo, puso una condición: usar su armadura como medida de seguridad. Alice, con un exasperado rodar de ojos, aceptó.

Activado el revestimiento rojo, el guardián se acomodó en la parte trasera de la moto, sujetándose de los tubos laterales. Antes de que pudiera avisar que estaba listo, Alice encendió la máquina y salió disparada por la terracería, levantando una nube de polvo. De fondo, se escuchó un agudo grito de Drake.

La motocicleta surcaba la terracería entre campos de pasto impecablemente cortado, donde los becerros pastaban detrás de cercas de alambre de púas que delineaban los terrenos de La Doncella. El rugido del motor rompía la tranquilidad del paisaje, dejando tras de sí una estela de polvo que se elevaba como un espectro.

Drake se aferraba a las agarraderas traseras, luchando contra la tentación de rodear con sus brazos la cintura de Alicia. Su orgullo le impedía mostrar más miedo, aunque las curvas cerradas de la moto y el viento cortante le arrancaban quejidos ahogados. Intentaba concentrarse en el camino, pero su mente, traicionera, divagaba al ritmo de los movimientos de Alicia, su destreza al volante acentuando una mezcla de admiración y deseo.

Alicia esbozó una sonrisa burlona al notar su tensión, sin apartar la vista del camino. Pronto, el corral de madera apareció a lo lejos, acompañado de un granero marrón envejecido y un molino de viento cuyas aspas chirriaban al girar.

Cuando llegaron al granero, ambos bajaron. Drake se estiró con evidente rigidez mientras Alicia ajustaba su chaqueta, escaneando el entorno con una mezcla de familiaridad y cautela. Las puertas rojizas, desgastadas por el tiempo, se alzaban ante ellos como una advertencia muda.

El interior del granero no albergaba fardos de heno ni ganado común. En su lugar, un laboratorio improvisado ocupaba el espacio. Personas enfundadas en trajes protectores trabajaban meticulosamente, ocultando sus rostros tras viseras opacas. El aire estaba cargado con un hedor nauseabundo: una mezcla de químicos, carne cruda y fluidos corporales. Alicia y Drake llevaron instintivamente las manos a sus rostros para contener el impulso de vomitar.

En los establos, yeguas preñadas permanecían atadas, sus cuerpos sometidos a un proceso antinatural. Científicos inyectaban mutágenos en sus flancos con una indiferencia escalofriante. Las bestias, exhaustas, apenas reaccionaban; algunas resoplaban débilmente, mientras otras solo emitían gemidos de fatiga. Cada inyección era un paso más hacia la creación de criaturas superiores, diseñadas para sobrevivir en un mundo implacable.

—Nunca te acostumbras a esto, ¿verdad? —murmuró Drake, con la voz amortiguada tras su mano.

Alice negó con la cabeza, su mirada fija en el perturbador espectáculo. La fusión de ciencia y magia tenía un precio, y, aunque había visto mucho como guardiana, aquella escena dejaba una marca difícil de ignorar.

Apretó los puños al escuchar las palabras de Anabel. La calidez de su tono contrastaba grotescamente con la escena que acababan de presenciar. El recuerdo de su propia experiencia como sujeto de experimentos aún ardía en su memoria, y la visión del potro deforme agonizando era un eco perturbador de su propio pasado.

—¿Esto es lo que llamas "trabajo"? —respondió Alice, su voz cargada de una ira contenida mientras sus ojos recorrían el laboratorio. Los tubos de ensayo, las jeringas y las notas esparcidas en escritorios caóticos no le parecían menos criminales que una cámara de tortura.

Anabel inclinó la cabeza, su sonrisa apenas desvaneciéndose mientras ajustaba los anteojos con un movimiento elegante. —Es investigación, Alice. Todo progreso tiene su costo. Estos experimentos son esenciales para crear criaturas capaces de resistir los peligros que enfrentamos allá afuera. —Señaló hacia la entrada del granero, como si el mundo más allá fuera una justificación suficiente para el horror dentro.

Drake permanecía en silencio, su mirada oscilando entre ambas mujeres. Podía sentir la tensión en el aire, como un cable a punto de romperse. Tragó saliva, sintiendo la náusea volver con fuerza.

—No puedes justificar esto con un "progreso", Anabel —insistió Alicia, dando un paso al frente. Su voz ya no era un susurro; era una declaración firme, una mezcla de indignación y desafío. Señaló al cadáver del potro, que yacía inerte sobre el suelo del establo—. Esto no es progreso, es barbarie.

Anabel suspiró, cruzando los brazos con un gesto casi maternal. —Alice, sabes tan bien como yo que la supervivencia no es bonita ni moral. ¿O acaso crees que los guardianes que patrullan Glory no dependen de los avances que hacemos aquí? —Su mirada se suavizó, aunque su tono permanecía firme—. No vine aquí a discutir ética contigo. Si tienen algo que decirme, háganlo rápido. Hay más experimentos en camino, y no puedo permitirme el lujo de perder tiempo.

Alicia apretó los dientes, sintiendo cómo la furia hervía en su interior. Quiso responder, gritar, pero las palabras se le atoraron en la garganta. Drake, que hasta entonces había permanecido al margen, puso una mano sobre su hombro, intentando calmarla.

—No vinimos a pelear, Anabel —intervino él, su voz controlada pero seria—. Solo necesitamos respuestas, y si estás metida en esto, mejor que sean las correctas.

Anabel los observó en silencio por un momento, como si evaluara la sinceridad de sus palabras. Finalmente, asintió. —Muy bien, pero háganlo rápido. Los mutágenos no esperan, y tampoco los cazadores que rondan estas tierras.

Anabel, famosa por su impecable reputación en la ganadería clásica y la creación de caballos genéticamente mejorados, se acercó a los guardianes. Alicia, siempre cortés, hizo una reverencia.

—Es un placer volverla a ver, señorita Blair —dijo con elegancia.

Anabel le devolvió una sonrisa satisfecha, se quitó los guantes y dejó sus lentes en el lavadero. Luego avanzó hacia la zona de desinfección, seguida por Alicia y Drake, quien echó un vistazo alrededor.

—¿Y Lance? —preguntó al notar su ausencia.

—Le di cinco mil coronas y una tarde libre a cambio de unas plumas de fénix —respondió Anabel sin detenerse—. Las necesito para pociones sanadoras. Debe estar en su habitación.

—¡Un momento! Yo te di colmillos de basilisco para antibióticos por tres mil; casi me matan —protestó Drake.

Anabel rió tras la cortina de la regadera mientras arrojaba su impermeable ensangrentado.

—Y yo lo maté con un lanzacohetes. Tú solo lo atrajiste a la trampa —añadió Alicia con una mirada significativa.

—¡Yo cavé el agujero! Y me dejaste quedarme con los dientes —se defendió Drake.

—Aceptaste el trato, Drake —intervino Anabel, apagando la regadera y tomando la toalla que Alicia le alcanzó—. ¿Prefieres dinero o días libres?

Drake suspiró, resignado. —Me quedo con mis días de trabajo.

Anabel, aún sonriendo, se giró hacia Alicia.

—¿Qué comiste hoy? —preguntó de pronto, con un tono familiar.

—Panecillos dulces y café —respondió Alicia, sorprendida.

Anabel arqueó una ceja, firme.

—Eso no es comida. Te prepararé algo decente. Hice unos filetes. Vamos a la casa.

Anabel irradiaba esa dualidad entre la brillantez de una hechicera y la calidez humana que tanto fascinaba a los demás. Con su cabello todavía húmedo, caminó decidida hacia su motocicleta. Vestía pantalones ajustados café, botas a juego y una camiseta blanca de mangas anchas, un estilo sencillo pero que en ella resultaba imponente.

Alicia y Drake la siguieron por el oscuro interior del granero, saliendo al aire fresco del campo, donde la motocicleta de Anabel esperaba junto al molino. La máquina, robusta y funcional, mostraba detalles de cobre oxidado, aunque mantenía su prestancia a pesar del barro en las llantas.

Alice encendió su propia moto y ajustó el casco. Drake se subió detrás con más naturalidad esta vez, aferrándose a su cintura sin la rigidez de otros viajes. Anabel encendió su moto, y el rugido de los motores rompió la calma mientras ambas máquinas surcaban la vereda.