Llega diciembre y el calor aprieta. Aunque en ninguna época del año hace frío en las Provincias, a veces deseo con muchas ganas que llegue la época de las lluvias. El olor, el sabor y el tacto de las gotas de agua que caen dan otro color a este mundo tan en blanco y negro. Llega diciembre y, en realidad, todo se aprieta. Las Elecciones Presidenciales están a la vuelta de la esquina, así como la final de la Copa de Fin de Año de Fútbol. También está cercano en el tiempo el viaje para el que Paris me necesita y me está preparando. Todas las Provincias, con dos de sus eventos más importantes, y yo, con el mío, están revueltas. Estoy revuelto. Nervioso. El fútbol y la política mueven el mundo, ellos dan lugar al dinero y al esclavismo. Una rueda que nunca termina de girar. Así funciona todo.
Paris vuelve a ausentarse durante varios días. Algunas noches, Edgar viene a recogerla en su aeromoto. Parece que tiene bien claro que no puede pasar del recibidor de la casa, porque siempre se queda en ese umbral esperando mientras Paris ultima detalles antes de salir. Yo ya no bajo a saludarlo, no quiero que, con toda su razón, me vuelva a humillar. No, porque puedo pegarle. Y de esa hipotética situación sería difícil salir. La familia Scofield, con su Compañía de mierda, por lo poco que sé, domina las Provincias casi tanto o más que la Presidenta.
Lo que sí que hago estos días de soledad es jugar al videojuego que, según Paris, me enseñará a manejar un arma. Ya voy por la misión veinticinco y la verdad es que es de lo más divertido. Otro de los avances que he realizado ha sido con el señor Stonecraft. A raíz de sus visitas por culpa de la dichosa pulsera eléctrica, que ha regulado, lo que me permite no llevarla puesta durante seis horas al día, hemos intercambiado algunas que otras palabras, conociéndonos mejor. Sé que se siente culpable por la huida de su mujer y sé, también, que en eso que trabaja con tanto ahínco para ayudar a su hija es un trabajo por y para él mismo. Como si dándole a Paris lo que a su mujer no pudo pudiera perdonarse a sí mismo.
—Antes las cosas eran diferentes, ¿sabes Eric? Uno tenía por lo que luchar, por quién luchar. Para salir adelante y todo eso. —Me dice, mientras me quita la pulsera con sus herramientas y se pone a trastearla.
—Está su hija, Paris.
—Está ella, es cierto. Y no quiero imaginarme qué sería de mi mundo sin ella. Pero yo me refiero a la gente como tú…—hace una mueca y pone una cara extraña. No le sale decir la palaba “esclavos”.
—Los esclavos. —Termino su frase.
—La gente como tú, Eric. Antes era de otra forma, no sé, eran más…libres.
—¿Cómo puede ser eso posible?
—Tenían ganas de ir contra su destino. De enfrentarlo. Lo que te decía al principio, de luchar.
—Señor Stonecraft, con todos mis respetos, ¿cree que el que es esclavo le gusta serlo?
—Por supuesto que no, Eric. Es solo que…No sé cómo podría explicártelo para que lo entendieras.
—Cuando encuentre las palabas correctas.
—No, Eric, cuando las recuerde sin que duela decirlas.
Se marcha y me deja con un cacao mental importante. Su última frase no la he entendido y tampoco le hago mucho caso. Lo que de verdad me quema es ese pensamiento sobre nosotros, los esclavos. No he querido ser más duro con él porque, ante todo, le debo un respeto. Pero no puedo estar de acuerdo con que la culpa de la esclavitud la tengan los propios esclavos. De todas maneras, él es inocente. Todo ha sido modificado por las Provincias, las Compañías y los terratenientes, a partir de la Pantalla, para que incluso los esclavos piensen que ellos son los responsables de su situación. Que trabajando conmutarán su pena y todos los pecados cometidos. Lo peor de todo es que yo he llegado a tragarme esa mierda también.
—Tú no eres como los demás. Tú sí quieres ser libre. Esa mirada desafiante que tienes…hace tiempo que no la veía en alguien. —Concluye cuando vuelve.
¿Querrá decirme algo el señor Stonecraft con sus enigmáticos pensamientos? Quizá sea eso a lo que se refiere, a que yo he dejado de creer que somos esclavos por naturaleza. Espero que sea eso y no otra cosa.
Paris se queda hoy en casa tras el almuerzo. Me reta a jugar una partida del videojuego con ella como compañera y, como se nos da bien, nos pasamos otras dos misiones. Cuando el sol deja de picar como lo hace en las tardes de diciembre Paris me pide que la acompañe.
—Diego Márquez tiene nuevo material para mí. —Dice. Por cómo la miro, ella sabe que no entiendo nada por lo que añade en un susurro. —El contrabandista de libros del que ya te hablé.
El mercado del contrabandista resulta estar a varios kilómetros de casa, justo en las afueras de la ciudad de Nueva América. Se encuentra dentro del paseo marítimo, donde el mar termina abruptamente. La arena se convierte de forma repentina en rocas cada vez más grandes hasta formar un acantilado que es el principio de una serie de montañas que marcan el límite natural de la ciudad. En el refugio del acantilado, con el fin del mar como testigo y con el telón de fondo de las montañas, aparece un amplio mercado, abarrotado de puestos y de gente.
—¿Qué te pasa? Llevas todo el camino callado.
Llevo varios minutos queriendo preguntar algo a Paris, pero no me atrevo. Vamos a entrar al mercado. Me paro a unos metros de él y me siento en uno de los últimos bancos del paseo marítimo.
—Me gustaría preguntarte algo. —Ella se sienta a mi lado, colocándose el pelo detrás de las orejas, porque el viento se lo deja en la cara. Asiente y espera a que hable.
—A riesgo de no enterarme de nada, quiero saber cómo llevas el trabajo, es decir, qué has averiguado. Sobre el Colapso…
—La verdad Eric, poca cosa. Muy poca.
—Pero trabajas mucho. Le dedicas tantas horas…
—Eso no significa que avance. La información que tengo es muy reducida. Busco en todos los lugares posibles, pero tratar sobre el Colapso no es algo sencillo. Por eso es tan importante para mí venir a este tipo de lugares o el viaje ese que tenemos programado...
—Entiendo. ¿No me puedes decir nada? —Nos levantamos y continuamos andando hacia el mercado.
—Las primeras cincuenta páginas son un ensayo sobre cómo se formaron las Provincias, un breve análisis de la Historia. Las otras cincuenta solo plasman lo que pienso sobre el Colapso, las teorías que han existido sobre él y también sobre lo importante que sería estudiarlo. —Mientras lo dice va girando su mirada hacia mí.
—Así que poca cosa…
—Casi nada. Sé que cada crisis histórica tiene unas causas y unas consecuencias: sociales, económicas, políticas, culturales…pero no logro encajar nada en ese esquema. Necesito más información.
A Paris se le entristece el rostro y a mí el pensamiento. Puede que Paris no dé nunca con ninguna pista que trate el Colapso como algo más que un misterio y como algo más que un tema tabú. Me preocupa porque puede pasarse la vida buscando algo que no va a encontrar.
Nos embutimos en una multitud de puestos pequeños, unos formados con vigas de madera, otros con hierros o barras de aluminio, siempre dejando un gran mostrador detrás del cual se sitúan los vendedores. Los compradores acuden a esta hora de la tarde en gran cantidad. La mayoría lo hace para cenar, porque hay muchos puestos de comida, algo que le da un olor singular al mercado. Pollos con patatas, hamburguesas, perritos calientes…comida rápida en general. También veo puestos de dulces que me llaman mucho la atención. La demás mercancía por vender se trata de ropa de segunda mano, ropa de un estilo antiguo, envejecida, de tejidos no tan buenos como el del vestido de Paris o mi camiseta, por ejemplo. Hay juguetes tradicionales y artesanales para niños y niñas, repuestos eléctricos para productos tecnológicos, de los que también hay, pero son de segunda o tercera mano. Algunos objetos me resultan familiares, otros no los he visto en mi vida.
—Casi todos los puestos pertenecen a antiguos esclavos o personas libres muy humildes. —Me aclara Paris—Así que no todo lo malo lo representa la esclavitud, Eric, sino la situación social de muchas personas que no son esclavos.
Entiendo y comparto lo que ella quiere decir. Eso también dice algo de ella y es que no se encuentra cómoda en este lugar, porque tiene un estatus económico superior. Diga lo que diga, yo prefiero elegir morirme de hambre siendo libre que ser un esclavo y alimentarme de las sobras del dueño.
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Conforme vamos avanzando la marea de gente es mayor y tenemos que esquivar a varios niños que, descalzos, van corriendo de un puesto a otro. Me fijo en algunas caras, con la intención de reconocer a alguien, de forma casual, pero nada. He vivido siempre tan encerrado que no conozco a mucha gente. Lo que sí que me eriza la piel es ver a varios esclavos siguiendo a su dueño. Los reconozco porque portan la misma pulsera que yo. Son esclavos domésticos, de ciudad.
—Ya ves, hasta la gente más humilde tiene sus propias élites. —Paris se ha fijado también en los esclavos. Seguramente estos dueños de esclavos fueran antiguos esclavos o habían padecido grandes penurias. Pero ahora habían prosperado y, para parecerse a los auténticos privilegiados, tenían esclavos.
—Tenemos al enemigo en casa. —Lo digo con rabia y tristeza. También nosotros somos capaces de hacer a nuestros iguales lo que otros nos han hecho.
—Son libres Eric, pero son pobres.
Paris me agarra la mano para guiarme. Muchos rostros, muchos sonidos, muchos colores, y puedo perderme entre ellos. Cierro los ojos y aprieto los dedos contra los de ella. Si fuerzo a mi mente, parece que esté en la plantación, cogiendo la mano de Sophie. Pero no. Estoy al final de un mercado enorme donde personas que malviven, a pesar de no ser esclavas, intentan satisfacer sus necesidades, dando igual la calidad de los productos. Paris me ha traído hasta un puesto hecho con madera y aluminio, cuyo mostrador, muy amplio, posee una variedad de productos interesantes: productos artesanales, frascos de cristales vacíos, otros llenos, ropa, comida, libros, antigüedades tales como bolígrafos muy deteriorados que no llegarán a pintar nada, colgantes ya oxidados, otros que relucen con la luz...
—No creo que nadie compre esto—señalo las antigüedades y los elementos de decoración—no les pueden servir para nada. ¿Quién tira el dinero que no tiene en algo que no le puede sacar ningún rendimiento?
—Yo, Eric. Yo. Quienes pueden tirar ese dinero porque tienen de sobra. Son objetos muy antiguos Eric, a buen precio. Dan otro lustre a tu casa, a tu cuarto. No sé. Quien tiene dólares manda y en las Provincias y en su estilismo nadie se mete. —Asimilo sus palabras y recuerdo que Greg Gordon estaba cambiando constantemente la decoración y el estilo de su mansión. —Y no te creas que Diego Márquez no se gana sus buenos dólares vendiendo cosas como esta a…a la gente adecuada.
—A quienes tenéis dinero. —Apunto.
—Son valiosos.
—Aunque no funcionen.
—Valen más por lo que representan que por la función que puedan cumplir. Son recuerdos del pasado. Y eso solo lo valora quien posee cultura…
—Y estas personas tan humildes no la tienen, porque viven más preocupados por sobrevivir un día más. Y así hasta morir.
—Exacto. Eric, algunas piezas de este tipo pueden llegar a valer miles de dólares. Diego es un experto en encontrar estos objetos.
—Desde luego, no saben en qué malgastar el dinero que se les cae de los bolsillos. —Compadezco a quienes son tan pobres o tan esclavos como yo.
Un hombre de pequeña estatura y tez morena, aún más acentuada por una barba de una semana, abre los brazos y veo cómo se le dilatan las pupilas cuando ve a Paris, tras el mostrador de su puesto. No debe pasar de los cincuenta.
—¡Señorita Stonecraft! ¡Qué velocidad! Un placer verla de nuevo. —Torna su mirada hacia mí porque Paris no ha soltado aún mi mano. Lo hace de repente.
—Diego, este es Eric…
—Su sucio esclavo. —Digo, sonriendo y levantando la mano en la que llevo la pulsera, al ver que Paris se le hace un nudo en el estómago al no saber cómo presentarme.
Le aprieto la mano a Diego Márquez y nos hace un gesto para que pasemos a la trastienda.
—Dieguito, hijo, ocúpate tú un segundo de la mercancía. —Le ordena a su hijo, que no debe pasar de los quince años.
La trastienda, situada en la parte trasera del puesto, es un auténtico camping. Tras cada puesto hay toda una ciudad llena de caravanas, vehículos de cuatro ruedas neumáticas que se desplazan tocando el suelo. Son pobres, no pueden permitirse una casa en la ciudad ni aeromotos o aeromóviles. Diego abre las puertas traseras de su gran furgoneta de cuatro ruedas en la que almacena la mercancía y nos hace entrar. Mis ojos se acostumbran a una tenue oscuridad y veo montones de cajas con objetos extraños.
—¿De dónde sacas todo eso? —Pregunto observando algunas piezas antiguas difíciles de catalogar.
—Creía que las preguntas las debería hacer yo. —Contesta seco.
—Perdónale, no lleva mucho tiempo en casa…—Se disculpa Paris. La miro como preguntándole: ¿por qué haces eso?
—El mar, hijo—contesta mientras revuelve una caja con libros. Recuerdo lo que me dijo Paris sobre el contrabandista que se sumergía en el agua y encontraba de todo. Puede que así sea, o que sea un timador de la hostia. —El mar y sus profundidades tienen muchos secretos escondidos, pero pocos marineros se atreven a descubrirlos. Mucho más en esta zona, donde acaba el mundo. O eso dicen.
Diego saca dos libros y se los entrega a Paris.
—Son muy antiguos. Uno está publicado pocos años después del Colapso, otro no tiene fecha. Puede que te sirvan.
Paris los acaricia como si fueran sus hijos. Los admira unos segundos, quedándose embelesada. Si mirara así a Edgar Scofield la creería cuando dice que lo quiere. Pero no lo quiere. Me entrega los dos libros cuando sale de su hipnosis, mientras ella busca el monedero en su bolso sacando cien dólares y entregándoselos al contrabandista. Veo un poco exagerado el precio, pero supongo que los tratos son así en el mercado negro. Intento diseccionar rápidamente cada libro para descubrir si es cierto que puedan llegar a ser tan valiosos. Uno tiene la portada negra, en la que se puede leer: ¿Cambio climático? de Frederick K. Wilson. El otro, más pequeño, tiene las páginas muy amarillas y lleva dibujado en la portada muchos números dispuestos de arriba a abajo, titulado La ciencia que nos legaron de Cassandra Ramsey. Leo los títulos en voz alta.
—¿Cien dólares por esto, en serio?
—Incluso podrían valer más, chico. —Dirige su mirada a Paris. —¿Ves este? —Coge de mi mano el libro de la portada negra. —No tiene año de publicación. Tiene varios números, pero no pueden corresponder a un año concreto. Imposible. Es algo muy raro. Por eso pensé que podría ser lo que buscas.
Paris se queda mirando el lomo del libro. ¿Y si es un libro falso?
—¿Y este? —Alzo mi otra mano, donde tengo anudado el pañuelo de mi madre.
—¡Por la Diosa, chico! ¡Esas estrellas son auténticas! —Se acerca a mí y coge mi muñeca de manera fuerte. Sus ojos parecen salirse de las órbitas.
Paris y yo, rápidamente, nos miramos extrañados. ¡Esa expresión!
—¡Quítate eso! —Me grita. Diego Márquez, el contrabandista, se acerca a mí, toma mi mano y desata el pañuelo de mi madre. Luego me retuerce la muñeca, apretándola y la gira. —Piensa en la Diosa y enséñame tu marca—Parece muy alterado. La saliva se le cae por la comisura de los labios, llegando a su barba.
—¿Qué marca? ¿Qué dices?
—Si tienes este pañuelo, que es auténtico, dime dónde está tu jodida marca. ¡Di! —Me aprieta más la muñeca y no aguanto el dolor. Le pego una patada en la entrepierna, le arrebato mi pañuelo y me zafo de él. Noto cómo la furgoneta se desequilibra al igual que él.
—Este pañuelo pertenecía a mi madre. No vuelvas a tocarlo.
—Esas estrellas…
El pañuelo es rojizo y está bordado con varias pequeñas estrellas de seis puntas. No sé a qué se refiere.
—¡Mentiroso! ¡Ladrón! —Me acusa.
—¿De qué demonios está hablando? —Miro a Paris.
—Creo que ese tipo de pañuelos es el que utilizan las Sacerdotisas en sus rituales. —Sentencia ella.
—Se los anudan a la nuca, de manera que una de las estrellas queda a la altura de su boca. Es otro símbolo de…de la Diosa. Hay un número limitado de pañuelos, bordados hace muchos años, y solo les pertenecen a las Sacerdotisas. Hay otra ingente cantidad de imitaciones, como parecía el tuyo. Pero es verdadero. Así que dime dónde lo has robado o te puedes meter en un grave problema.
—¡No lo he robado! —Paris también me mira con esos ojos grises que parecen acusarme. ¿Acaso cree que lo he robado de verdad? —¡Era de mi madre!
—Da igual, me quedaré con él. —Diego saca un revólver de la nada y me apunta con él.
—Diego, por favor, solo quiero los libros. Como siempre. Solo eso. —Paris suplica mientras yo levanto las manos en señal de indefensión.
—No podéis venir a este mercado y manchar el nombre de la Diosa y de la Sacerdotisa. Lo siento Paris, este no era nuestro trato. Sea lo que sea que estés buscando, si es que no me has engañado, me importa un bledo ya. Ni por todos los dólares del mundo. Dame ese pañuelo sagrado y estaremos en paz.
—¡Es de mi madre!
—¡Mentiroso! ¡Ladrón! ¡Dámelo!
Paris tiene la mirada tristona y agacha la cabeza, una señal para que haga lo que el contrabandista dice. Mi orgullo no me deja rendirme, pero tengo una pistola apuntándome a la cabeza, amenazando con quitarme la vida. ¿No sería eso una forma de alcanzar la libertad? No. No puedo renunciar a mi madre. No puedo. Pero si no le entrego el maldito pañuelo, Paris tendrá que renunciar a su sueño. Y yo soy su única esperanza.
—Está bien. —Me rindo. —Toma.
Lentamente voy acercando mi mano, con el pañuelo, a la suya. Cuando va a agarrarlo, lo cojo fuertemente y consigo, con la otra mano, apartar el revólver de la trayectoria de mi cabeza, forcejeando con el contrabandista y su arma. Le gano en fuerza, pero usa el codo y me da con él en la mandíbula, tras lo cual saboreo la sangre. Pierdo el equilibrio y me caigo entre las cajas que asolan la parte trasera de la furgoneta. Diego se acerca a mí, revólver en mano, respirando fuerte, asfixiado por el esfuerzo.
—No te quiero ver más. Te mataré. —Me dice. —En cuanto a ti, señorita Stonecraft, no quiero que vuelva por aquí…
Paris aparece detrás de Diego y le rompe en la cabeza un jarrón de cristal, una de sus propias antigüedades. El contrabandista cae redondo al suelo. Paris me tiende una mano.
—¡Vámonos! —Grita.
Cojo mi pañuelo, los libros de Paris y salimos de la furgoneta. Saludamos disimuladamente al hijo de Diego y salimos a correr mercado arriba.
—¡¿Por qué has hecho eso?! —Me dice cuando estamos en el paseo marítimo, lejos ya del mercado. Paris está muy alterada.
—¡No podía renunciar a lo único que me queda de mi madre! ¡No podía! —Yo también me altero.
—¡Te podrían haber matado!
Me grita a escasos centímetros de mí. Rompe a llorar, por la impotencia, sacando la rabia por la situación que acabamos de vivir. Cuando la intento tranquilizar agita sus manos contra mí. La intento sujetar. Pongo mis dos manos en su pelo y le levanto la cara.
—Mírame. —Le susurro. —Estamos bien. Tienes tus libros, tengo mi pañuelo. Ese tipo no es un buen amigo y lo sabes. Puede que sea un estafador, sé que eso te ronda por la cabeza también.
—¡Era una valiosa fuente de información, Eric!
—Prometo llevarte donde haga falta para que consigas tanta información como quieras. Todos esos libros. Todo.
Paris levanta el rostro hacia mí y alza una mano hacia mi labio, que sangra. Yo, cogiendo sus mejillas, la beso. Ella responde a mi beso, pero solo durante una milésima de segundo porque me aparta con fuerza.
—¡No vuelvas a hacer eso! —Y se va.