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Capítulo 20

El fútbol de la Pantalla me sirve para pensar con más calma y detenimiento. El peligro, ahora, sí que es real. Si no cumplimos con los deseos del señor Backer…tendremos graves problemas. Por lo visto, Isaak Backer posee una Compañía Telefónica venida a menos y quiere relanzar su marca por todas las Provincias. Aunque no lo aparente, está en la completa ruina y sus compañeros empresarios le han dado de lado porque entienden que, si su negocio ha fracasado, no merece seguir perteneciendo al pequeño círculo de grandes hombres de las Provincias. Aquí las cosas funcionan de esta forma, si no te vas a adaptando a la realidad, te quedas atrás y la propia realidad acaba contigo. Esa es toda la información que ha podido recabar Paris tras una llamada a Edgar, a pesar de mi negativa. Su novio le insistió en qué sucedía con Backer y Paris solo pudo salir del paso diciéndole que ya se lo contaría en persona. Ahora tenemos dos frentes: una historia lógica y creíble que inventar y un artículo que publicar.

—Edgar intervendrá en nuestro favor. Su familia, los Scofield, ya sabes…—Me dice Paris, viendo el fútbol conmigo.

—En favor tuya, dirás. —Le digo, muy serio. —A mí me parece que estamos enredándonos más y más en este lío. ¿Y si avisamos a Julie Bell o a Diego Márquez? Sabrán qué hacer mejor que nosotros.

—¡Ni hablar! Yo nos he metido en esto y yo voy a sacarnos. —Aunque sus palabras muestren una cosa, sus gestos demuestran justo lo contrario. Ya no tiene tanta confianza en sí misma.

—Pero Paris…ha sido por mi culpa, por averiguar más sobre mi madre, sobre Simon Moon…

—No, todo tiene que ver. Ha sido por esto y por lo otro. Por el Colapso, la Diosa.

—¿Cómo? —Cuando divaga, no la entiendo.

—La Historia la hacen los hombres y las mujeres. Ellos y ellas son los protagonistas. Si…la comprendemos en su conjunto, si sabemos qué pensaban, qué les ocurrió, cómo actuaron…podremos indagar mucho más en el pasado. Aproximarnos más a él.

—¿Es que piensas incorporar a Lunetta a tu investigación?

—Piénsalo, Eric. Es un personaje histórico relevante: seguía a la Diosa, participó en la rebelión, fue arrestada y condenada…a muerte.

—¡Paris! ¿Me estás utilizando para conseguir información sobre mi madre…?

—Soy tu dueña, Eric. Eres mi esclavo. No pongas esa cara…Lo que quiero decir es que…las cosas no pasan por que sí. Todo tiene una razón, un por qué. Un sentido. Nuestros caminos se han cruzado por algo. Tenemos muy presente a la Diosa y a la Sacerdotisa en nuestras familias. Somos las piezas que buscan encajar todas las demás.

Últimamente Paris habla muy raro. Se introduce en lo más profundo de sus pensamientos y hace reflexiones que no logro descifrar a la primera. No sé si encontrar a su madre como Sacerdotisa o convertirse en seguidora de una religión prohibida le ha afectado para bien o para mal. Es como si no tuviera los pies sobre la tierra.

—¿Qué recuerdas de tu madre, Eric?

—Solo tengo voces e imágenes distorsionadas en la cabeza. Su tacto…Su olor…Solo eso. —Me quedo muy pensativo. ¿Me he preguntado yo eso antes?

—¿Y si Lunetta, tu madre, es una heroína anónima de la rebelión de esclavos? ¿O fue solamente una esclava a quien condenaron? ¿No te gustaría rescatar y publicar esa historia de vida? ¿Qué todas las Provincias sepan quién fue Lunetta Moon?

—Pero Simon dijo que…no era una esclava, que no era mi padre.

—Está loco, Eric. No me creo ninguna de sus palabras. Fue un error encontrarle y entrevistarle. No nos proporcionó nada y ahora tenemos un problema más gordo. Tranquilo, me ocuparé de ello.

Sé que se refiere a Edgar Scofield y me callo. Me convenzo de que Paris está en lo correcto. Simon Moon es mi padre, por mucho que haya renegado de mí. Tampoco quiero nada de él. Está enfermo y quizá no entiende lo que implica tener un hijo perdido y si lo supiera…no está preparado para afrontarlo. Yo tan solo deseo saber quién fue mi madre en realidad y si Paris me echa una mano con eso y además puede poner su ejemplo de guerrillera incansable por la libertad en los libros de Historia…será todo un orgullo.

—Adelante. Puedes investigar a mi madre y escribir sobre ella. —Le digo a Paris esa misma tarde, tras meditarlo. Suena a que le estoy dando permiso, pero Paris ya tenía decidido antes de preguntarme qué iba a hacer. —Es mi madre, murió pensando en una sociedad más igualitaria. Solo por eso se merece el mayor de los homenajes. Como tantas otras personas…

—Gracias, Eric. Aunque no solo tu madre será objeto de estudio.

—¿Qué quieres decir?

—Interrogando a Simon Moon me di cuenta de que entrevistando a la gente que vivió los hechos, la rebelión, podemos acceder directamente a qué pasó, qué sintieron, cómo lo vivieron.

—Siempre puedes volver en el tiempo…

—Los saltos…solo son una ayuda extra para periodos tan raros como lo es el Colapso, pero esto…necesito fuentes históricas que validen mi investigación. Eso es ser historiadora. Las emociones y los sentimientos…no se recopilan en noticias y libros. Tengo que entrevistar a…

—Tu padre. —Termino su frase porque recuerdo al joven señor Stonecraft en las calles de Nueva América en el 168 d.C.

—Empezando por él, sí.

A la mañana siguiente Paris y yo desayunamos mientras esperamos a que Matt Stonecraft vuelva de su taller personal en el sótano, tras otra noche en vela trabajando. Como es domingo se sorprende al vernos tan temprano despiertos.

—¿Va todo bien? —Pregunta extrañado. Parece cansado. Asentimos y se prepara un café. —Prácticamente está todo listo otra vez, Paris. La máquina está reajustada y os prometo que no habrá ningún contratiempo.

De repente, un rayo de felicidad entre tanta tormenta. Deseo con todas mis fuerzas viajar hasta el Colapso y cumplir de una vez por todas la misión para la que fui comprado. Luego…podré resolver todas las incógnitas sobre mi madre, buscándola en el tiempo. Solo así se disiparán mis dudas.

—¡Genial! Avísanos en cuanto podamos saltar de nuevo. Pero, ¿y si nos ayudaras de otra forma?

—¿Cómo? —El señor Stonecraft se quema los labios con el café.

—¿Contestarías a unas preguntas sobre la rebelión de esclavos del 168 d.C.? Llegó hasta aquí, la capital, y tú por esas fechas estabas estudiando en la Universidad…Lo tuviste que vivir.

A Matt Stonecraft se le tensan todos los músculos de la cara. Nos mira a los dos de arriba abajo, mientras permanecemos expectantes.

—No estuve allí. Solo recuerdo…lo que se hablaba en la Universidad, en los bares…no fue nada interesante. —Miente. Paris también lo sabe.

—Vamos, papá. A la Diosa nadie le puede mentir.

—Ahora sí que es verdad que le pareces a tu madre. —Se toma un momento. —Si la Diosa estaba allí, ¿por qué no hizo nada? Murieron cientos, miles de personas, decenas de miles fueron encarceladas, las llevaron a campos de trabajo o fueron condenadas a muerte. ¿Dónde estaba la Diosa? ¿Por qué lo permitió? Paris, la religión es un arma muy poderosa porque trata de responder a las preguntas que la ciencia aún no puede. Ciega a la gente, les da algo por lo que luchar y algo por lo que morir. Pero…cuando todo se acaba…la Diosa sigue ahí arriba, pidiendo más sacrificios, mientras aquí solo queda hambre, llanto y miseria. Estad disponibles, pronto podréis viajar de nuevo. Paris, por favor, céntrate en lo importante.

A decir verdad, Matt Stonecraft tiene parte de razón. Julie Bell se siente poderosa porque es Sacerdotisa. Quienes siguen a la Diosa hacen caso a sus palabras, sin juzgarlas ni ponerlas en duda.

Dejo a Paris reflexionando y me voy a ver la Pantalla. No hay más que publicidad de los dos grandes eventos que se producen hoy en las Provincias. Por un lado, la Copa de Fin de Año de Fútbol, que es el partido más importante de las Provincias y este año lo disputarán el equipo de Leonard Montana, el Nueva América United, y el Real Floridápolis, los dos mejores clasificados de la Primera División. Y por otro, las Elecciones Presidenciales, en las que las dos gemelas Leeparker luchan por ser la presidenta de las Provincias Unidas. Matt y Paris, aunque tienen derecho a votar no lo hacen, porque no están de acuerdo con el sistema. Dicen que es una manera de enfrentarse a las Provincias. Los esclavos no votamos, por supuesto, pero si lo hiciéramos…tampoco serviría de mucho. Elegir entre alguien de la élite o alguien de la élite no tiene mucho sentido ya que siempre beneficiarían a la propia élite.

Después de almorzar me pongo un rato a leer la Biblia, intentando comprobar las palabras del señor Stonecraft y buscando algún rastro de mi madre, hasta que me quedo dormido. Cuando bajo al salón Paris ha preparado todo un festín para ver el partido. Palomitas, refrescos de colores, dulces, hamburguesas y patatas fritas. Nos sentamos en el sofá, frente a la Pantalla, mientras fuera anochece.

—Ha vuelto a ganar la mayor de las gemelas Leeparker—dice—Otros ocho años como presidenta de las Provincias.

—¡Son gemelas! ¿Cómo saben quién es la mayor? En realidad, ¿cómo saben quién es quién? Son idénticas, yo no las diferencio…

—Son totalmente opuestas, Eric. —Es imposible que lo diga de verdad.

—Los esclavos no tenemos rayos láser en los ojos. —Bromeo.

Los noticiarios de todos los canales de la Pantalla de las Provincias se hacen eco de los discursos de las dos gemelas Leeparker, una ganadora, otra derrotada, pero ambas con sonrisas de oreja a oreja, dando las gracias a los votantes y a sus respectivos partidos políticos.

—La democracia dictatorial funciona—dice la reelegida Presidenta—Somos libres porque podemos elegir.

—¿Y dónde quedan los esclavos? —Mi pregunta no tiene respuesta.

Rápidamente, los canales de la Pantalla cambian su programación. Pasan de la política al deporte para retransmitir uno de los mayores eventos de las Provincias. Recuerdo cómo cada año los esclavos nos sentábamos ante una Pantalla que ponía Greg Gordon en la plantación para que pudiéramos seguir el partido de la Copa de Fin de Año. Todos los esclavos, apelotonados, celebrábamos los goles y llorábamos de emoción a partes iguales. Raro era la vez que no había peleas entre seguidores de uno y otro equipo. Recuerdo el gusanillo en la barriga por el partido, el entusiasmo que se vivía en la plantación de algodón una semana antes. Los noventa minutos se pasaban volando. No sé qué me pasa, pero este año no siento esa sensación. No tengo las ganas que solía tener.

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—¿A ti te gusta el fútbol? —Le pregunto a Paris.

—No es una de mis pasiones, pero tampoco me voy a perder el mayor espectáculo del país.

El señor Stonecraft se nos une y empezamos a comer y a beber cuando el narrador empieza a decir con cierta efusividad los onces iniciales de los dos equipos. El estadio está repleto de almas que gritan y animan. Cien mil personas, según los comentaristas. Cuando en el videomarcador sale la imagen de Leornard Montana, el delantero estrella del Nueva América United, un rugido de aplausos y vítores se escucha en el campo. El césped está en perfectas condiciones, parece una alfombra. Todo está listo. El Nueva América United, con la camiseta de rayas rojas y amarillas a un lado, el Real Floridápolis, de celeste, al otro.

El árbitro pita, pero el balón todavía no rueda. Los jugadores de uno y otro equipo se estrechan la mano, posan individualmente o en grupos ante las cámaras e incluso responden a alguna pregunta de los periodistas. Son los dos primeros minutos de rigor, en el que se muestra el respeto y el compañerismo de este deporte. Una vez cumplido el protocolo, el balón comienza a rodar y las aficiones animan con más fuerza. Todas las Provincias Unidas están pendientes de la Pantalla. Cada detalle está retransmitido: peinados, pendientes o tatuajes de los jugadores, las ocasiones repetidas a cámara lenta, cómo beben agua, las patadas y las jugadas más duras, los gestos de los entrenadores, siempre exaltados, los banquillos, las escenas divertidas que se producen en la grada…Todo.

El esférico va cambiando de color, según el equipo que tenga la posesión. Parece que el Nueva America United está controlando el juego. Tras ochenta minutos de partido, todo sigue igualado. Leonard Montana, sudado y cansado, recibe una falta cerca del área. Él mismo coloca el balón para disparar. La barrera, en la que solo puede haber un jugador, también se pone en su sitio. Tras el pitido, Leonard golpea con precisión metiendo la pelota en la red de la portería. El país entero grita gol. Yo grito gol. Paris grita gol. Alzo los puños. ¡Es gol! Abrazo a Paris mientras saltamos de alegría. Beso sus mejillas, sin importar que está presente el señor Stonecraft. Paris gira su cara. Estamos a escasos centímetros. Pasan unos segundos incómodos hasta que me alejo de ella y la vuelvo a abrazar.

El señor Stonecraft saca un dispositivo con cámara y nos echamos una fotografía los tres, celebrando. Salimos los tres riendo. Nos volvemos a sentar en el sofá para ver la repetición del golazo de Leonard Montana y su celebración, que va dirigida al palco donde se encuentra Sophie Gordon, con un vestido corto deslumbrante. La veo y no puedo evitar pensar, con cierta nostalgia, todos los momentos que hemos pasado juntos. Ya hemos crecido. Me alegro por ella y por Leonard Montana.

—¡Mira! ¡Es Sophie! La hija de mi dueño—Les digo, tratando de disimular mis sentimientos. —¿No te acuerdas, Paris? ¿El lío de faldas que me trajo hasta aquí?

Asiente, pero no dice nada. ¿Qué le ha pasado? ¿Ha sido por estar tan cerca? ¿Por el beso en la mejilla? El árbitro pita el final de partido. El Nueva America United gana la Copa de Final de Año.

—Mañana hablaré con Edgar…a ver cómo se resuelve…eso. —dice Paris, mientras recogemos la mesa. —Por la tarde iremos a tu prueba de fútbol. Buenas noches.

Se me había olvidado por completo la prueba con el Brox City, de Quinta División Provincial. Aunque era algo que quería, creo que otras cosas mucho más importantes se han colado en mi cabeza. Aun así, quiero demostrar mi valía. Me quedo dormido en el sofá, viendo cómo distintos tertulianos comentan cada imagen de partido y discuten entre ellos.

Por la mañana no dejo de pensar en Paris. Se ha ido con Edgar y la verdad es que me siento solo. ¿Qué me pasa? Sé que quiere zanjar el asunto del señor Backer, pero…es su novio…y me repatea la barriga. Creo haber actuado bien controlando mis impulsos anoche, pero Paris se volvió rara al instante. No hice nada malo, aunque lo estaba deseando. Mi fuerza de voluntad fue grande. Conociéndome, me hubieran importado poco las consecuencias, pero se trata de Paris y mi lealtad hacia ella va más allá de todo eso. ¿Significa eso que la quiero como a una amiga? ¿Que no me atrae? Espero que sí, porque soy su esclavo.

Intento quitarme de la cabeza a Paris y también a la Diosa, para centrarme en la prueba de fútbol. A primera hora de la tarde Paris vuelve a casa.

—¿Nos vamos?

En la puerta de casa nos espera un aeromóvil anaranjado, conducido por Edgar Scofield. Me mira con desprecio. Entro en el asiento de atrás y un perfume de mujer me embriaga.

—Eric, esta es Rosetta Scofield Jones, prima de Edgar. Ha venido a la ciudad a pasar el fin de año.

—Encantada, esclavo. —La maldad va impregnada en los genes de esta familia. —Sin acritud, Eric. Cada uno es lo que es y no hay ningún problema en ello.

Es una Scofield así que desconfío de ella por naturaleza. Desconfiaría de cada Scofield del planeta. Sin embargo, Rosetta tiene algo…una sonrisa blanca impoluta, ojos azules penetrantes, pelo corto y de color azabache. Tendrá unos años más que yo y es rematadamente guapa y atractiva. Evito echar un vistazo a sus piernas desnudas. Es una Scofield.

Llegamos al campo de fútbol del Brox City, bastante humilde. Apenas tiene gradas para cien personas y el césped es barro en según qué zonas. Paris entrega el ticket de la prueba que había conseguido y un hombre con un chándal me dice que en unos minutos me dirija hacia el vestuario que hay.

—Edgar, ¿tú no jugabas al fútbol? —Se interesa Rosetta.

—Lo dejé hace años. Los negocios no pueden esperar y son más necesarios que el deporte profesional.

—Perdona, señor empresario. —Se ríe—Y tú, Eric, ¿eres bueno o tu ridículo nos va a dar vergüenza?

—¿Sabes darle a la pelota? —Edgar se une a la fiesta—Los esclavos deberían estar trabajando, no jugando al fútbol.

Me dan ganas de pegarle otro puñetazo. ¿Qué le pasa? Le pegué y ahora me viene con risitas y bromas. No creo que lo haya olvidado, por mucho que Paris le haya insistido. Por eso me sigue aclarando que mi posición es inferior. No digo nada por no enturbiar en el momento, no quiero darle el gusto y quiero concentrarme en la prueba. Un hombre vestido con un traje impecable se acerca a nosotros cuatro y pregunta por mi representante. Paris se presenta.

—Si nada sale como lo esperado y si el chico es bueno, puedo ofrecerle un contrato en un equipo pequeño de Segunda División. Se convertiría en profesional.

¿Podría alcanzar así la libertad? ¿Convirtiéndome en jugador de fútbol? Mis ojos brillan ante la posibilidad de salir por la Pantalla como Leonard Montana. Me veo dedicando goles, como él.

—Soy Jeff Morgan, agente futbolístico. Esta es mi tarjeta. —Se la entrega a Paris—Si me gusta lo que veo y adelanta treinta mil dólares, su esclavo jugará en la Segunda División.

Menuda cantidad ¡Los dólares mueven el mundo! Sé que Paris no tiene dinero. Y yo tampoco.

—Es una estafa, Paris. —Explica Edgar cuando el agente se marcha. —La mafia del fútbol es muy real…tratan de sacar dinero a los padres ilusos que quieren ver a sus hijos convertido en estrellas.

No tengo más tiempo de pensarlo ni de hablar con Paris. Si me prestara el dinero, ella o Edgar, estoy dispuesto a devolver cada centavo de dólar, pero recuerdo quién soy y al lugar al que pertenezco. En apenas tres meses volveré a ser propiedad de las Provincias Unidas. No puedo elegir mi destino.

Enfilo el vestuario y allí me dan el equipamiento. Me cambio y salgo con los demás chicos que van a hacer la prueba al campo. Saludo desde la distancia a Paris, que no dejar de sonreírme. Sé que confía en mí. El entrenador dirige varios ejercicios hasta que ordena dos equipos que jugarán un partido. A mí me coloca como delantero en el equipo rojo.

—Jugad como sabéis. Sed compañeros y tratad bien al balón. El fútbol es un deporte de caballeros. —Nos dice.

Empiezo mal. Me llega la pelota y no la logro controlar. El defensa arremete contra mí y voy al suelo. No me esperaba el golpe. Miro a la grada y a Paris, que me anima y aplaude. Tengo que demostrar lo que valgo.

—¿Estás bien? —El defensa me ayuda a levantarme.

Voy cogiendo confianza combinando un par de veces con mis compañeros. Hago desmarques y corro, pero no tengo ninguna oportunidad. Le doy un pase al chico de la banda izquierda y mete gol. Acaba la primera mitad. En la segunda estoy más suelto en el campo y logro rematar de cabeza un centro que acaba en gol. Lo celebro mirando a Paris, como Leonard Montana hace con Sophie. Acaba el partido y entro al vestuario satisfecho. El entrenador nos comunica al chico de la banda izquierda y a mí que estamos en el equipo. Sudado y cansado salgo a comentar la noticia con Paris, que grita y me abraza.

—¡Sabía que lo conseguirías!

—Enhorabuena Eric—Edgar me tiende la mano. ¿No decía que no tocaba a los esclavos? Se la aprieto.

Me quedo solo en el vestuario duchándome. El agua caliente me ayuda a pensar. Estoy contento, pero no del todo y no sé por qué. He conseguido uno de los sueños que tenía desde niño. Sentirme un jugador de fútbol. Pero algo me dice que sigue siendo un sueño, porque no voy a dejar a Paris y a la Diosa por el fútbol. Mientras me seco una figura aparece en el umbral del vestuario. Me tapo con la toalla. Es Rosetta Scofield Jones, que apoya todo el peso de su cuerpo sobre una de sus piernas.

—Para ser un esclavo no eres tan malo. —Dice.

—Somos una caja de sorpresas. —La ignoro y sigo secándome.

—¿Y esta sorpresa…? —Subo la cabeza y veo que se ha quitado la blusa, mostrándome su pecho desnudo. —¿…no te gusta?

Se acerca lentamente a mí. Mis instintos más básicos arden en mi interior. Rosetta me quita la toalla y la tira. Me coge la cabeza con fuerza y me besa. Respondo a su beso y la atraigo para mí. Hacía tiempo que no me sentía deseado por una mujer. Recuerdo que soy un esclavo y que ella es una Scofield e intento separarme de ella. Opongo resistencia, pero ella me sigue cogiendo con fuerza.

—Se nos va a hacer tarde si queremos celebrarlo—Es la voz de Edgar que, junto a Paris, han accedido al vestuario. —Vamos Rosetta, sabes que es simplemente un esclavo.

Paris no dice nada. Está muda. Agarra la mano de Edgar y salen los dos de allí. Rosetta me dedica un saludo y me lanza un beso en la distancia, antes de irse.

Los cuatro celebramos que he sido elegido como jugador del Brox City en un pub que tiene música en directo situado en una de las grandes avenidas de Nueva América. Edgar pide cuatro mojitos y lidera un brindis por el esclavo futbolista. Mi cara debe ser un poema porque Edgar me pregunta si no estoy feliz. Rosetta ríe a mi lado, tocándome la pierna. Paris aún no ha abierto la boca. Siempre había deseado admirar la noche de la capital de las Provincias, pero ahora que tengo la oportunidad, solo quiero volver a casa con Paris y ayudarla con su investigación. No estoy cómodo y mi cabeza no me permite fijarme en los detalles. En las luces de colores del pub, en las ropas extravagantes, los adornos metálicos en las caras de la gente libre de la ciudad, en las copas con hielo y flores.

Paris y Edgar se marchan a pagar y Rosetta me toca más allá de la pierna.

—¿Es que no te gusto, Eric? —Se ríe y me da un beso en los labios, que yo cierro. —No sabes lo que puedo hacerte. Disfrutarías como nunca lo has hecho. Te lo aseguro.

—Solo soy un esclavo. —Le recuerdo.

—¿El esclavito está asustado? Sé que soy una mujer que impone y yo te podría…

—¿Nos vamos? —Al fin vuelven Edgar y Paris.

Edgar aprovecha que Paris y Rosetta han salido de pub para tocarme el hombro.

—No te equivoques, Eric. Un Scofield ni perdona ni olvida.

—Eres un bastardo. —No me voy a dejar intimidar.

—Ve pensando bien dónde te vas a meter cuando se te acabe el contrato con Paris. Te encontraré. —Es una amenaza.

—No me das miedo.

Llego a casa muy cansado y Paris no me dirige la palabra. Va a la cocina y bebe agua. Es como si yo no existiera.

—¿Me vas a decir qué te pasa? —Le pregunto.

Paris se acerca a mí y me abofetea la cara.

—¿Qué demonios te pasa?

—¿Cómo se te ocurre besar a Rosetta?

—Fue ella quien…

—Ayer casi me besas a mí con el gol de Leonard Montana, y ¿ahora te morreas con ella?

—¡Paris! Te di un beso y estuviste semanas enfadada conmigo. ¡Había cruzado tu línea roja y parecía que no ibas a confiar más en mí!

—Creía que teníamos algo, Eric.

—Sí. Un contrato de dueña y esclavo.

—Algo más. Una investigación, un proyecto. Confianza. ¡No puedes meterte ahí, en los Scofield! Es peligroso…

—¡Tu novio es Edgar Scofield! ¿Lo recuerdas?

—Creía que éramos como una familia. Hermanos. Quererse y no querer que te pase nada malo.

—¿Qué tiene que ver eso?

—¡No tenías que entrometerte con los Scofield!

—Le pegué un puñetazo a Edgar, Paris… ¿Es que estás celosa? ¿Hubieras querido que te besara ayer, celebrando el gol de Montana?

—¡No!

—¿Entonces qué pasa?

—¡Es la prima de Edgar! ¡Y tú un esclavo!

—Y qué. —Me molesta cuando me lo recuerda.

—Eric, buenas noches. —Se va.

Desde luego, nunca entenderé a Paris.

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