¿Quieres ser libre? Aún resuenan en mi cabeza las palabras de mi amo, el viejo Greg. ¿Quieres probar el sabor de la libertad? Es lo que siempre he deseado. Poder volar, ir donde me lleve el viento. Tener la oportunidad de ver el mundo que está ahí para mí y que desde mi nacimiento me ha estado prohibido. ¿Quieres dejar de ser un esclavo?Pero, ¿es esto la libertad? ¿De verdad lo es? Porque si es así, tampoco es para tanto. No es como lo había imaginado, ni si quiera me siento tan pletórico como creía que iba a estar. La libertad no es como parecía en mis sueños. Sigo encerrado, vigilado y controlado. No puedo hacer lo que me venga en gana. La libertad no puede ser esta pantomima, si lo es, prefiero seguir siendo un andrajoso esclavo.
A decir verdad, no todo es negativo. Hoy he descubierto la ciudad después de pasarme toda la vida en la plantación. Al fin he visto con mis propios ojos Nueva América, lo que tantas veces he imaginado. He descubierto nuevas y jugosas perspectivas, de algo que me estaba perdiendo, de algo que se me escapaba de las manos sin saberlo. Porque la esclavitud es eso, perderte tu propia vida, dársela al dueño, entregándote por completo al trabajo duro durante tu etapa útil y funcional. Luego podrías ser subastado a la Provincia que perteneces o a otra distinta, podrías alcanzar la libertad si no tienes más que dar o simplemente acabar tus días sirviendo como esclavo doméstico en una vieja mansión de alguna familia rica y más afortunada.
No, no todo es negativo. He mejorado. Descanso en una habitación de cuatro paredes, bien sólidas. No son de vieja y desgastada madera, como el barracón donde vivía en la plantación. Además, tampoco están sobre la tierra sino a cientos de metros por encima de ésta. Casi me mareo al mirar por la ventana cuando hemos subido por el ascensor. Las paredes han estado iluminadas tenuemente, de un color azulón, hasta hace un momento, cuando la hora ha aparecido en ellas, las diez en punto, y se han apagado. Todo es oscuridad, ahora. Es una habitación pequeña pero confortable, tengo todo lo que quiero, mucho más de lo que el viejo Greg nos daba o lo que poco que podía conseguir comerciando con los demás esclavos de la plantación. Puedo comer hasta que mi barriga se sacie, tengo un baño parecido al de la antigua mansión de Greg, incluso puedo encender la Pantalla que está incrustada en una de las paredes y ver el fútbol. Son partidos repetidos muchos de ellos, pero nunca me canso de verlos, es una de mis pasiones.
Sin embargo, sé que todo esto es un espejismo, un momento que pasará rápido. Quizá por eso me asomo al ventanal del decimoséptimo piso de este enorme rascacielos, que da paso a la ciudad de Nueva América. Los aeromóviles le dan luz al cielo negro, en su tránsito por las aerovías que entran y salen de la ciudad. Hay cinco edificios tan altos como las nubes, todos ellos, por supuesto, pertenecen al Estado de las Provincias Unidas de América. Las demás construcciones son mucho más pequeñas, ya que no pueden superar la majestuosidad de los edificios provinciales. El estilo es muy parecido. A pesar de que jamás he visto algo parecido, me canso pronto. Creo que mis ojos no están acostumbrados a tanta luz y a tantos detalles. Tengo la necesidad imperiosa de disfrutar de Nueva América y sus calles, de sus extravagantes gentes, tan distintas a mí…Quiero comprobar si todo lo que me han contado sobre ella es verdad. Tengo tantas ganas que se me olvida que aún no soy libre. Cierro la cortina del ventanal y maldigo en voz alta, como estoy acostumbrado. Luego me vuelvo a mirar el reverso de la muñeca:
Eric Moon.
55926.
Propiedad de Greg Gordon.
No. Aún no soy libre. Sigo siendo un esclavo.
***
Cada mañana es la misma si eres un esclavo. Siempre esperas que el nuevo día sea especial, pero no lo es y te das cuenta justo cuando despiertas y el sueño quiere volver a apoderarse de ti. Tengo que hacer algo con este pelo, me digo a mí mismo cada mañana, pero prefiero gastarme el dinero en el bar de la plantación antes que ir a la peluquería. Cuestión de prioridades. Me enfundo la camiseta blanca de tirantes y la chaquera del trabajo y salgo de casa. Todo es igual, hoy también. Las calles, cubiertas de polvo y gravilla, se llenan con los quehaceres diarios de la multitud de esclavos que viven en este pueblo. Lo llamo pueblo porque lo es, con todas las de la ley. Decenas de casas destartaladas hechas con troncos de madera, idénticas una tras otra, se extienden alrededor de la vasta llanura. A lo lejos, la mansión del propietario de la plantación, Greg Gordon.
Echo a andar hacia la plantación de algodón, junto con todos mis compañeros. El viejo Greg presume de nosotros, de tener más de mil propiedades humanas trabajando en su algodón. Si es cierto lo que Greg va diciendo por ahí, me gustaría saber dónde se mete tanta gente, porque no conozco ni a la mitad. Es más, creo que veo caras nuevas todos los días.
—Buenos días señor Hall. Buenos días señora Hall. —Digo.
El señor y la señora Hall son una pareja cuarentona, que me han cuidado desde pequeño y que son mis mejores amigos dentro de esta maldita prisión. Llevan aquí mucho más que yo y sin embargo plantan una sonrisa cada mañana cuando me ven. Son los únicos que me pueden hablar de mi madre, que murió cuando yo tenía tres años. Cuando eso sucedió, me quedé bajo la tutela del propietario, Greg Gordon, viviendo en su casa hasta que tuve la edad para empezar a trabajar: diez años. Desde entonces, vivo en el mismo día. Es una auténtica pesadilla.
— ¿Estáis preparados? ¡Que empiece la jornada!
Odio esa voz y esas palabras que Luke repite sin cesar cada día de trabajo. Él se encarga del bienestar de los esclavos y de que todo funcione correctamente en la plantación, pero en realidad no cumple con nada. Antes era Greg quien se ocupaba de eso, pero ahora ha envejecido y ya apenas sale de su palacio, sobre todo tras la muerte de su tercera esposa. Cómo odio a Luke. Solo me supera en edad, en todo lo demás le puedo dar una lección tremenda. Yo soy mucho más capaz, más amable y más productivo que Luke. Yo merezco ese puesto.
Luke le da gas a su aeromoto, volando a ras de suelo. Lleva su chaleco negro, su pelo perfecto, por los hombros y el látigo eléctrico. Y esa cara, con la expresión del poder. Debería pegarle otra paliza. Le he pegado ya varias veces y quizá por eso me tenga manía. Aguanto mi rabia y me concentro en el trabajo. Parezco un robot doméstico, porque para mí esto es algo mecánico. Todos estos años haciendo la misma tarea ha hecho que sea uno de los mejores esclavos de la plantación. Dos veces ya he ganado el premio al esclavo del año. Mis manos son veloces, apartan la hoja, cogen el algodón y lo echan al canasto. Cuando el sol comienza a picar, me quito la chaqueta y me pongo a sudar. Miro hacia arriba, viendo un horizonte blanco. La plantación no tiene fin. La época de la recolección es la peor de todas, sin duda.
—Algún día me vengaré de él. —Murmuro para mí, observando a Luke ir y venir en su aeromoto.
—No seas así. El tiempo pone a cada uno en su lugar. Ya llegará tu hora. —El señor Hall, tan consejero como siempre.
—No lo aguanto.
—Que no se te note, Eric. No creo que puedas dar más problemas a Greg.
—Nunca le he dado ningún problema. —Echo a reírme con el señor Hall. Ambos sabemos que es mentira.
A pesar de mi productividad, es cierto que no he sido un esclavo ejemplar. Me he rebelado un par de veces. Pero tienen que entenderme, soy joven y estoy encerrado, necesito salir de aquí. Saborear la libertad. Me he peleado muchas veces con otros compañeros, siempre por tonterías: juegos de cartas, dinero y vicios. Es lo único que logra evadir de mi realidad. He intentado, y conseguido, conquistar a mujeres totalmente prohibidas, como la señorita Green. Recuerdo que, recién casada, me metí en su alcoba y su marido nos pilló. Qué le hago yo, la culpa fue de los dos, de ella por insinuarse y dejarme entrar en su casa y mía por no evitar la tentación. Greg tuvo que mediar. Me libré de un buen castigo, pero mi mísera paga de dinero que solo circula en la plantación se redujo considerablemente en favor de la familia Green. Es verdad, le he dado muchos quebraderos de cabeza al viejo Greg, tantos que he podido ser vendido o subastado a otros propietarios mucho más feroces. Él siempre me ha protegido, siempre ha encontrado una solución.
— ¡Eh! ¡Vosotros dos! ¿De qué os reís?
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—De ti. —Contesto rápidamente. No puedo evitar echarme hacia delante en situaciones como esta.
—De nada, señor.
—Cállese señor Hall. Repíteme eso si te atreves, sucio esclavo. —Luke me enseña sus dientes amarillos y aprieta con fuerza el látigo.
—¡Me estoy riendo de ti! De lo patético que eres. —Procuro alzar la voz y que todo el mundo que está trabajando me escuche. Le he desafiado.
—¡Cómo te atreves! —Lanza contra mí el látigo eléctrico y mi cuerpo se ve recorrido por una descarga. Me caigo al suelo, retorciéndome de dolor. —Otra vez tú, ¿no? La próxima vez, me tratas con respeto. ¡Respeto a quien es superior a ti!
—Algún día—digo con dificultad y casi sin poder moverme—te aplastaré. Sólo eres uno y nosotros somos cientos.
—¡He dicho que me hables con respeto! —Vuelve a azotarme. —Venga, todos al trabajo. ¡Venga!
Tardo unos minutos en reincorporarme a la recolección de algodón. Alcanzo a la familia Hall y comienzo hablar con ellos para hacer que el tiempo pase más deprisa, para distraerme de la tarea y del dolor de la electricidad que aún noto recorriendo mis músculos.
—Dicen que, en la ciudad, Nueva América, hay gente muy rara. Dejan comida en el plato. Tienen vestidos brillantes. Casas gigantescas que llegan al cielo. Máquinas de todo tipo. ¡Incluso dicen que cada ciudadano tiene un aeromóvil! ¿Te imaginas?
—Si tienen todo eso, ¿por qué tenemos que trabajar nosotros aquí? Con toda esa tecnología, tendrán que tener alguna máquina de esas para recoger algodón rápidamente, ¿no cree, señora Hall?
—Eric, aún eres joven e inocente. Este algodón se utiliza para la ropa de los habitantes de Nueva América y solo con la recogida manual tiene la calidad que ellos necesitan. Por eso pagan tanto dinero. Por eso existimos. Sin nosotros, no tendrían esos privilegios. Es algo que debes entender. La gente de la ciudad…
—…Es libre.
—Nosotros lo seremos algún día. Y ya queda menos, Eric. Especialmente para ti.
—¿Qué?
—¡Muchas felicidades! —Dicen al unísono la pareja Hall.
Me sonrojo. Al fin y al cabo, sí que es un día especial. Es mi cumpleaños y ellos se han acordado. Es todo lo que necesito, que alguien me tenga en cuenta y se preocupe por mí. Aunque a veces sea tozudo y reniegue de cualquier tipo de ayuda. El orgullo. Los Hall siempre me han ayudado y han contado conmigo y eso es algo difícil de olvidar.
—Disfrútalos chico, ojalá yo volviera a los veinte.
—Con sus consejos, señor Hall, lo haré.
—Te he preparado una tarta. Cuando paremos a comer, repartiré por ahí un par de trozos. ¡Hay que celebrar días como estos! Mucho más aquí…
—Muchas gracias, señora Hall. No sé cómo agradecerle…
—No hay que agradecer nada.
—Me tratan como a un hijo y ¿saben qué? Siempre me he preguntado por qué ustedes no han tenido hijos.
—Es una buena pregunta. No sé, vimos lo duros que fueron tus primeros años. Tu madre llegaba rendida a la cama. No queríamos y no queremos criar a un hijo aquí. No queremos que él, o ella, tenga que andar nuestros pasos, porque han sido muy difíciles. Si hubiésemos sido libres, hubiéramos tenido dos o tres hijos. Pero aquí no se puede. Aquí no. La esclavitud persiste porque tenemos hijos. Y por nosotros no va a ser.
—Pero, ¿cómo lo hacéis? —Me refiero a que la señora Hall nunca se queda embarazada.
—Greg nos ayuda. En Nueva América hay pastillas para todo lo que te puedas imaginar, según dice. Greg es un buen hombre.
Noto que la señora Hall se avergüenza y esconde la cabeza, sin dejar de trabajar y manipular el algodón. Sé que las lágrimas le empiezan a brotar y su marido no se está dando ni cuenta. Los miro y entiendo que ellos siempre han querido tener hijos, tener descendencia y que, al menos, me han tenido a mí, tratándome como a un hijo. Ahora lo comprendo. El cariño, la estima, los cuidados y sus sonrisas por las mañanas. A pesar de las arrugas de su piel, estropeada por el frío, el calor, el tiempo y el trabajo, la señora Hall podía ser, perfectamente, mi madre.
El sonido de la campana me saca de mis pensamientos. Tenemos quince minutos de receso para reponer energías antes de seguir con nuestra labor. La señora Hall saca su tarta de chocolate y galletas y la corta en pedazos pequeños, que va repartiendo a los esclavos más allegados a la familia, anunciando que es mi cumpleaños. Todos se giran a mí y me felicitan.
—Está muy rica. Gracias de nuevo, señora Hall.
Realmente la tarta está deliciosa. Como y le pido a la señora Hall que me parta otro trozo.
—¿Eric? —Tengo la boca llena, masticando las galletas, cuando escucho mi nombre. La veo por el rabillo del ojo. ¡Es ella! No puede ser. ¡Es ella! ¡Es Sophie! — ¡Eric!
Sophie está irreconocible. Su cabellera rubia, siempre lisa, está ahora ondulada por su coronilla y también por las puntas. Su vestido es de un intenso color morado, compartimentado en, lo que parece ser, cristales que dan aún más brillo al color. A la vista quedan sus largas y pálidas piernas, salvo por unas botas que le llegan a la espinilla, del mismo color de su vestido. Parece un hada madrina como las de los cuentos.
—¡Eric! —Dice de nuevo ella, echándose a mis brazos. —¡Ha pasado mucho tiempo! Cinco años desde la última vez.
Sophie Gordon es la hija menor de Greg Gordon, el dueño de la plantación de algodón, de todos los esclavos y, por ende, de mí. La conocí cuando mi madre murió y pasé a ser de la familia Gordon un tiempo. A los diez años, cuando tuve que empezar a trabajar como esclavo, Sophie y yo nos separamos. Al poco tiempo, ella se marchó a la ciudad de Nueva América para estudiar y solamente volvió cinco años atrás, en unas vacaciones de verano. No esperaba verla más.
—Estás guapísima, diferente… pero guapa. Y te has convertido en una mujer. ¿Qué haces aquí?
—Estoy de paso y…sabía que hoy era tu cumpleaños. No podía irme sin decirte felicidades y, sobre todo, sin despedirme de ti.
Me da por observarla a ella y, al segundo, por mirarme las manos. Vaya situación. Tengo la camiseta toda sudada por el trabajo, mientras que ella desprende un suave aroma a flores del campo, un olor penetrante. Nadie huele así, no sé de dónde ha sacado ese perfume. Para colmo, está brillante, nunca mejor dicho, con ese vestido. La comparo con algunas esclavas que conozco, que presumen de no cambiarse de ropa interior en varias semanas, y comprendo las diferencias. Hoy entiendo muchas cosas, parece ser, puede que sea por lo de cumplir años, pero es cuando puedo observar lo diferentes que somos Sophie y yo.
—Ven, demos un paseo. —Sophie tira de mi mano, pero yo me quedo clavado en el sitio, mirando a Luke, que observa la escena desde su aeromoto, con el látigo en la mano por si acaso. —Luke, solo serán quince minutos. Te lo prometo.
—Está bien, señorita Gordon.
Sophie vuelve a tirar de mí, mientras que yo echo la vista atrás, hacia los Hall, que me animan sonrientes. Salimos de la plantación, hacia el pequeño bosque situado en los límites de la propiedad de Greg Gordon, en la Provincia Unida Central. Es el único punto que no está aprovechado, ni ganadera ni agrícolamente. Es como un oasis en mitad del desierto.
—Está tal y como lo recordaba. —Susurra ella, aminorando el paso.
Hemos jugado muchas veces en este lugar. En el pequeño río, en el bosque y en la pradera que precede a la plantación de otro señor. Este fue el escondite y el mundo imaginario que ambos tuvimos durante mucho tiempo. Me lavo las manos y la cara en el río y luego empiezo a salpicarle a Sophie, que se ríe a carcajadas.
—¿A qué se debe tu visita, Sophie? —Le pregunto cuando estamos sentados en la pradera.
—Voy a casarme, Eric. Y no creo que vuelva más. Me mudo, definitivamente, a Nueva América.
—Vaya, y ¿quién es el afortunado? —Sophie me mira de una forma rara. —Es lo que se dice en estos casos, ¿no?
—Es…un jugador de fútbol
—¡No me jodas! ¿Y de quién se trata?
—Leonard Montana.
—¿Leonard Montana? ¡Ahí va! ¡Qué suerte! Otro día tendrás que contarme cómo es, cómo os conociste, yo que sé… Leonard Montana, el jugador más famoso de las Provincias Unidas. ¡Es el mejor delantero del mundo!
—Sí…
—Y tiene que ganar mucho dinero…
—Mucho…
—Sois la pareja perfecta.
—No exageres, Eric.
—En serio. Me alegro mucho por ti, te lo mereces. Ya os estoy imaginando en vuestro aeromóvil, recorriendo la ciudad, las Provincias, con vuestros hijos…Es todo lo que alguien podría desear, ¿no? —Sophie agacha la cabeza mientras la halago. —¿Qué pasa? ¿Acaso no estás contenta?
—Sí que lo estoy, pero…no sé, yo creía que tú y yo…
—Sophie, míranos. Mírate y mírame. Aunque siempre creí en ti, en todo…solo soy un simple esclavo. No soy el dios del mundo. Ni la mismísima Presidenta. No soy más que una propiedad. Mano de obra barata, que vosotros necesitáis para tener todo lo que tenéis. Somos completamente diferentes, pertenecemos a distintos mundos. Tú te casarás con un famoso jugador de fútbol y yo lo haré con otra esclava, para seguir dando esclavitos a tu padre. Tú y yo somos tan distintos como el Sol y la Luna, que cuando uno se va, otro aparece.
—Sé a qué te refieres, pero…a veces coinciden en el cielo, ¿no?
—Nosotros somos amigos. Siempre lo hemos sido. Amigos con diferencias.
—Eric…
—Nosotros no tenemos futuro…
—Eric, para. No me estás entendiendo. Yo quiero casarme con Leonard, quiero irme de aquí y vivir en la ciudad. Yo no te quiero como… Lo que pasa es que…no quiero irme sin despedirme de ti, ya te lo he dicho.
No la entiendo. No sé qué me quiere decir, pero rápidamente lo hago. Se quita las botas moradas y las aparta a un lado. Luego se pone de pie, delante de mí. Yo sigo sentado. Se desabrocha el vestido morado brillante, quitándose el tirante derecho y la prenda se desliza por su pálido cuerpo, cayendo al suelo, sin que eso le importe a Sophie. Debe costar muchos dólares ese vestido. Y se queda totalmente desnuda ante mí. Entonces yo me levanto y me acerco lentamente a ella. Con una mano agarro su cintura y, con otra, fijo su cara. La beso agresivamente y ella me quita la camiseta. Sonríe, complacida. Sé que no debo hacer esto, pero no puedo dejar pasar la oportunidad. Sophie se irá para no volver nunca más, yo al menos no tendré la espinita clavada de lo que pudo ser y no fue. Nos tumbamos en la hierba y me agarra la espalda con sus manos. Me hace daño con las uñas. Cuando ella está gimiendo, una voz hace que miremos hacia atrás. Es Luke, que ha bajado de su aeromoto y está observándonos con la boca abierta.
—Vaya, vaya, señor Moon. Parece que usted no tiene límites. —Dice empezando a azotarme con el látigo eléctrico hasta que pierdo el conocimiento.