Paris me levanta muy temprano. No quiere perder ni un minuto de su tiempo, ahora que está convencida de seguir hacia adelante con sus proyectos. Mientras desayunamos la observo porque ha vuelto a arreglarse y maquillarse. Está guapísima con esa falda larga ceñida, la camisa blanca y multitud de collares. El pelo se lo ha ondulado, como nunca antes se lo había visto. Está cambiada. A mí también me ha obligado a ponerme algo totalmente nuevo: pantalones negros recios ajustados y camisa de rayas horizontales. Me veo raro en el espejo.
Normalmente, Paris camina desde su casa hasta la Universidad, pero hoy ha decidido que tenemos que ir en aeromóvil y no soy yo el que se va a quejar. Estoy encantado de poder subirme de nuevo en un aparato de esos.
—Son solo veinte minutos a pie que ayudan a pensar—dice—, pero hoy no lo necesitamos. Tenemos que actuar.
Espero en la entrada de casa para que, del garaje, emerja un aeromóvil cuyas líneas de diseño son negras, azules y moradas.
—No sabía que conducías. —Le digo a la vez que se abre la puerta hacia arriba y entro.
Se pavonea de mí con una mirada y ambos reímos. Cuando Greg Gordon me permitió viajar a Nueva América, un vehículo como este me recogió. Viajé en el asiento de atrás y solo pude admirar el cielo negro de la noche y las luces de las aerovías. Pero en este instante me deslumbran los botones y las pantallas del aeromóvil. Paris controla el volante, los pedales y la palanca de cambios. Pronto el vehículo se eleva. Deduzco que no tiene mucha experiencia conduciendo.
—Será mejor que te pongas el cinturón.
A toda velocidad avanzamos y nos incorporamos a la aerovía que cruza toda la ciudad. Se ve todo muy pequeño desde aquí. Tengo vértigo. Noto el sabor a bilis de mi boca y siento que me mareo. Trato de distraerme y me fijo en los cinco imponentes edificios de las Provincias, el corazón del país. Distingo también las ocho grandes avenidas que dan al centro de la urbe. Allí nos dirigimos, porque Paris ralentiza y desciende. Detrás de las enormes construcciones se encuentra un bloque uniformado de cinco pisos de cemento gris. No tiene formas extrañas ni colores en la fachada, como los demás. Parece antiguo.
—Es todo lo que queda de las Universidades de Arte, Letras, Sociedades y Cultura de las Provincias Unidas. Pronto no quedará nada. Menos líneas de investigación social, más para la tecnociencia. —Me explica Paris.
Aparcamos el aeromóvil en los sótanos del edificio, un lugar oscuro y sombrío que huele a cerrado. Paris, con su mochila al hombro, me lleva hasta el ascensor. Marca el cuarto piso. Me doy cuenta que no he abierto la boca. Quiero concentrarme en todo lo que capten mis sentidos, puesto que cada pequeño detalle es nuevo y extraño para mí. Soy como un niño pequeño que, de la mano de su madre, va explorando un mundo nuevo. Se abre el ascensor y echamos a andar por un ancho pasillo de suelo de mármol grisáceo. Resuenan nuestros pasos porque apenas si hay gente.
—Buenos días, señora Martínez. —Saluda Paris a la conserje, que está detrás de un mostrador.
—Buenos días, Paris, ¿todo bien?
—Todo bien, gracias. ¿Qué hay, señor Pombert? —Se dirige al limpiador que porta un cubo lleno de agua en una de sus manos y que está saliendo de los lavabos. Le sonríe.
—¡Es un esclavo! —Digo al ver su pulsera, igualita que la mía.
—Claro, Eric. De los trabajos que no quieren las personas libres tienen que encargarse los esclavos. Muchos de ellos pertenecen a Compañías o a las propias Provincias.
Suspiro resignado y sigo a Paris, que camina muy rápido. Giramos a la derecha, hacia un pasillo más estrecho. Subimos unas escaleras. Torcemos a la izquierda y nos adentramos en una sala que tiene múltiples despachos a un lado y a otro.
—Solían ser de los profesores universitarios dedicados al arte, la cultura, las letras y las sociedades. Apenas quedan ya cuatro o cinco abiertos y la gente es ya mayor.
—Esto está condenado al desastre. —Me doy cuenta. Por eso Paris estaba tan ansiosa por terminar su investigación.
Paris toca a una puerta con la cristalera rota por mil sitios distintos. Recibe la señal y nos introducimos en una pequeña estancia. Tiene estanterías desbordadas de libros por las cuatro paredes, el suelo lleno de cajas de cartón, una ventana al fondo y un escritorio lleno de papeles con una computadora en la que no para de teclear un hombre. Se pone en pie para recibir a Paris con un efusivo abrazo. Está calvo y el poco pelo blanco que le queda se lo peina hacia atrás. Su rostro es el reflejo de un hombre cansado y maltratado por el tiempo, pues tiene dos grandes ojeras que no esconden sus gafas. A pesar de su edad, más de sesenta por lo menos, su ropa le da un aspecto juvenil.
—Este es Eric. —Me presenta Paris.
—Encantado, Eric. —Me tiende la mano y se la estrecho. —Soy el profesor Elliot Meyer. Sentaos, sentaos. Perdonad el poco espacio, pero estoy haciendo inventario y recogiendo lo poco que tengo en esta vida. Se acerca la tan deseada jubilación.
Sentados frente a él, escudriñándolo con detenimiento, hay algo en sus ojos que no termina de convencerme. Intento recordar la admiración con la que Paris hablaba de su profesor.
—¿Y bien? ¿Cómo va ese estudio del Colapso? Nos quedamos sin tiempo efectivo…
—¡Como nunca, profesor Meyer! He hecho…hemos hecho—rectifica una pasional Paris—algunos descubrimientos que se han convertido en el eje principal de mi trabajo. Pero…me temo que he tenido que hacer muchas modificaciones en el proyecto inicial…
—Suena interesante. ¡Parece que te has convertido en una verdadera historiadora! Cuéntame de qué se trata. —Apostaría mi libertad y la de los hijos que no tendré a que Paris es mucho más profesional que su profesor.
—Es…una historia de las Provincias Unidas desde su origen. En la primera parte hablaría del Colapso, lo poco que sabemos y algunas de mis teorías…
—Sabes que eso no saciará a la Universidad. Si no te metes de lleno en el Colapso no será una investigación rigurosa que te permita quedarte aquí…
—Ahora viene lo mejor, profesor Meyer—a Paris le brillan los ojos—Como origen de las Provincias, el Colapso, como hilo conductor de toda la historia de este país…la religión de la Diosa y la Sacerdotisa. Así, todo tendrá sentido. La esclavitud, las rebeliones, el sistema socioeconómico…
—¿Estás loca, Paris? ¡Te ha vuelto rematadamente loca! ¡Es un auténtico suicidio! ¡La religión está prohibida y penada! ¿Qué fuentes vas a utilizar? ¿Cómo vas a sostener todo eso? ¡Es, sencillamente, imposible! No puedes demostrar… ¡No puedes hacerlo! —Pienso lo mismo que el profesor Meyer.
—Es una oportunidad única, profesor. Piénselo. Las Provincias tendrán que girar definitivamente su vista hacia las letras y las sociedades. Hacia nosotros. Se darán cuenta de lo importante que es…la Historia.
—No se publicará ese trabajo y ni mucho menos te darán una plaza de profesora en la Universidad.
—Lo sé. Y acepto el riesgo y todo lo que conlleva una investigación de estas características. Por eso me hice historiadora, ¿recuerda? ¡Usted me enseñó el amor por la Historia y sus recovecos!
—Sí, pero…
—La pregunta, profesor Meyer, es si usted está dispuesto a ayudarme. A corregirme y a avalarme cuando decida depositar finalmente mi proyecto…
No lo va a hacer. Se lo veo en los ojos. Se lo he visto desde que me ha estrechado la mano. Es un tipo que ha nadado a contracorriente durante toda su vida profesional, dedicándose a algo tan degradado como la Historia. Se va a su retiro dorado, como persona libre y de clase media. Tendrá tiempo para todo lo que quiera. Sin problemas. No va a renunciar a eso por un sueño de una chica que apenas empieza.
—Lo haré, Paris—dice tras tomarse unos segundos—pero…hasta entonces…hay que ser…discretos.
—No se preocupe por eso, somos expertos. —Paris sonríe de oreja a oreja.
—Nos vamos a meter en un buen lío. —El profesor Meyer se quita las gafas y se frota la cara.
—Profesor, usted es experto en eso. —Se ríen los dos.
—¿Qué más tienes? No has traído a…a Eric para nada, ¿verdad?
—Necesito revisar algunos documentos.
—¿Documentos?
—Sí. Del Archivo Electrónico del Estado de las Provincias Unidas.
—Paris, creo recordar que ya estuviste concienzudamente examinando ese archivo una vez y no hallaste nada de valor.
—No tenía ni idea de lo que buscaba. Ahora lo sé. —Nunca he visto a Paris tan positiva. —Sección de documentos secretos.
—Eso está vetado a la Universidad…yo no puedo acceder a…
—Profesor Meyer, sé que sabe cómo hacerlo. Usted ya ha indagado ahí antes. Necesitamos entrar ahí para despejar una última incógnita de mi investigación…Ha dicho que iba a apoyarme y a echarme un cable, ¿no?
Paris está muy intensa. Sus palabras están llenas de vitalidad, cadencia y sentido. Las murallas del profesor Elliot Meyer se han desvanecido. No quiere admitir que sabe cómo penetrar en las redes informáticas de las Provincias.
—Venid aquí. —Nos colocamos tras él, con buena visibilidad de la pantalla de su computadora—Solo tenemos cinco minutos antes de que puedan rastrear nuestra dirección electrónica.
Entra en la página web del Archivo Documental Electrónico del Estado de las Provincias Unidas de Nueva América. Según Paris, a este solo pueden acceder los funcionarios y la Universidad, aunque lo permisos están muy restringidos. El profesor Meyer pone su usuario y contraseña y accede al portal.
—Busque “Estados Unidos de América” —Le pide Paris.
—¿Cómo has…encontrado ese nombre? —El profesor, sorprendido, mira de reojo a Paris.
—Soy historiadora. —Se ríe y me guiña un ojo.
Solo hay dos documentos que hacen referencia y muchos de sus párrafos se encuentran tachados de negro. Parece información valiosa.
—¿Puedes enviármelos a mi correo? —El profesor Meyer se los descarga y envía, para satisfacción de Paris. Parece que ha encontrado lo que pretendía. —Por favor, otra breve búsqueda: “Lunetta Moon”. —Un latido fuerte retumba en mi pecho. —Me faltan algunos personajes históricos para completar mi Historia de las Provincias. —Se explica ella.
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La pantalla muestra una fotografía en blanco y negro de la cara de Lunetta Moon. Lleva el pelo corto y tiene heridas en la boca y la nariz, además de moratones por las mejillas, a juzgar por la oscuridad de algunas partes de su rostro. Está sucia y harapienta. Leo el título que acompaña la instantánea:Lunetta ¿Moon? (nacida el 21 de abril del 149 d.C.). Desaparecida. Agosto, 173 d.C. ¿Desaparecida? ¿No había sido condenada a muerte y ejecutada?
—Tiene pinta de un asesinato sin resolver. —Apunta Elliot Meyer. Me cae mal.
—¿Puede sacar la foto por ese cacharro? —Le señalo la impresora y evito entrar en su juicio de valor. No puedo venirme abajo aquí y ahora.
La lentitud del profesor pone nerviosa a Paris, que coge los mandos de la computadora, le da a imprimir y hace otra búsqueda: Simon Moon. Mi padre. Le da a imprimir mientras lee por encima.
—Es una ficha policial con los delitos cometidos por Simon Moon durante la rebelión de esclavos en el 168 d.C.: agresión policial, grabación de agentes, obstrucción de la investigación…Huido de la justicia…Condenado en el 173 d.C. a veinte años de cárcel. Caso sobreseído en el 180 d.C., cuando acepta servir como esclavo doméstico para el resto de su vida.
—No sé cómo he accedido a esto, Paris. —El profesor Meyer cierra rápidamente la computadora. Está sudando. —Si nos hayan rastreado…es el fin. Para ti y para mí. Esto debe quedar aquí, entre nosotros tres.
—No se preocupe. Piense que los funcionarios van a estar más pendiente estos días de las Elecciones Presidenciales y de la Copa de Fin de Año de Fútbol.
Paris lo sosiega. Mis sospechas se hacen realidad. El viejo profesor e historiador Elliot Meyer solo se preocupa de su futuro. Creo que piensa que bastante ha peleado ya por cambiar la situación de la Historia y de la sociedad y que no lo ha conseguido. Como le quedan pocos años de vida, no quiere perder lo poco que tiene. Ya le importan menos las injusticias si no se cometen contra él.
Nos despedimos y sigo viendo a Paris radiante. No sé a qué se debe ese cambio de actitud, pero se le nota hasta en la cara. Ha convencido a su profesor sexagenario de cometer una ilegalidad que podría salirle cara.
—Meyer no te echará ese cable que le pedías, deberías saberlo. No firmará tu proyecto final.
—Ya no me hace falta, Eric.
—¿Ya no quieres ser profesora de Universidad? ¿Prefieres que los estudios de Historia terminen para siempre? —De verdad, me desconcierta esta nueva Paris que parece que va cinco pasos por delante de mí.
—No se trata de eso. Cambia la perspectiva y lo entenderás.
—Olvidas que no tengo tu cerebro.
—Si me conceden esa plaza, no altero el sistema. Si alteramos el sistema, transformamos las Provincias. —Baja la voz. —¿Qué quieres? ¿Mover una ficha o romper todo el tablero?
No me da tiempo a pensar qué significa eso. Con la foto de mi madre y la ficha policial de mi padre en los dedos, Paris tira de mí y me lleva hasta la enorme Biblioteca de la Universidad, de la que se surte de libros cada día. Me quedo impresionado ante el silencio y la soledad de todo un templo del conocimiento y la cantidad de libros que se apilan. Parece un conocimiento muerto. Paris recorre de forma vertiginosa los callejones de la biblioteca, en busca de algún ejemplar. No me dan las piernas para seguir su estela. Parece que Paris sabe algo que yo no, porque tiene decidido cada paso que dar.
—¡Paris! ¡Paris! ¡Espera!
—¡Shh! Baja el tono, estamos en una biblioteca.
—Pero si no hay nadie. —Ella mira a su alrededor. —¿Qué está pasando? Has usado a un profesor que sabes que, probablemente, nunca más te ayudará para conseguir dos documentos y esto—señalo los dos papeles que tengo en las manos—Te importa un bledo la Universidad, tu futuro… ¿la Historia también?
—Eric, no digas eso. ¡La Historia es lo que más me importa y lo sabes! Es solo que…la Diosa…mi madre…me han abierto los ojos. Me están guiando. Noto su fuerza, su luz. Su coraje, su valor. Tienen marcado mi camino. Tengo un propósito.
—Paris, que yo crea en eso porque soy un esclavo…pero ¿tú? Vamos, no me vas a decir que…
—Mi madre, la Sacerdotisa, la Diosa…tienen un plan. Para ti, para mí. Para todos y todas.
—¿Cuál? ¿Acabar con las Provincias? ¿Expandir la religión? Sabes lo peligroso que es y que está condenado a fracasar.
—¿Qué pasa contigo, Eric? —Me mira fijamente—¡Qué te ha ocurrido! Pensaba que querías la revolución de los esclavos. La libertad. Esta es la única vía…
¿Qué me pasa? Puede que Paris tenga razón. ¿Por qué trato de evitar lo que más ansío para mí y para todos los esclavos? Tengo miedo, Paris, pero no te lo puedo confesar. Tengo miedo, más que el que sentía al nadar en el océano. Estamos entrando en territorio desconocido. Si cae Paris…caeré yo con ella. Estamos juntos en esto, ahora más que nunca.
—Siempre he confiado en ti, Eric. Y te agradezco todo lo que has hecho por mí, para bien y para mal, porque me has enseñado muchas lecciones que no hubiera conocido sin ti. Ya es hora de que te lo devuelva. Así que cállate ya y dame esos papeles de tus padres.
Me quedo mudo ante lo incisiva que se ha vuelto Paris. Hago lo que me ordena. Mientras le vuelve a echar un vistazo a las letras impresas, observo la fotografía de mi madre, casi con lágrimas en los ojos.
—No me…no me resulta nada familiar así. —Le digo, más calmado.
—Quizá se estuviera camuflando. Tratando de pasar desapercibida. Si la condenaron por la rebelión de los esclavos del 168 d.C. y esa foto es del 173 d.C., tuvo que esconderse en algún lado.
—Nací en el 170, Paris. En la plantación de algodón de Greg Gordon. —Guardamos silencio. —¿Crees que pudo ser asesinada? —Pregunto con un hilo de voz.
—No lo sé, lo que se ve es que le dieron una buena paliza.
—Si aquí dice que está desaparecida para las Provincias, que lo controla todo… ¿significa eso que sigue viva? —Me siento muy pequeño comparado con Paris. Necesito su apoyo.
—Eso trato de averiguar aquí, Eric. Quiero que confíes en mí. Nos prometimos ayuda mutua. La bala del profesor Meyer la he gastado, pero hemos conseguido esta información sobre tus padres. Solo hay una manera de saber que ocurrió de verdad con tu madre, Eric. Este tiene todas las respuestas. —Señala el nombre de Simon Moon.
—¿Cómo lo encontramos?
—Las Provincias Unidas tienen un registro exhaustivo de cada esclavo, de cada esclava. Comportamientos, referencias, lugares de trabajo etc. El registro informático está considerado de alta seguridad y solo pueden acceder a él los altos funcionarios. Esto es más difícil y complicado que entrar en el Archivo Electrónico, porque la Universidad no tiene ningún permiso. —Bajo la cabeza y me desanimo. —Sin embargo, hasta hace unos años siempre quedaban registros físicos que se amontonaban en las oficinas y que han terminado en la mayor biblioteca de Nueva América, que nadie visita, por desgracia. Si miramos los inventarios antiguos, quizá tengamos suerte.
Tengo una mínima esperanza de llegar hasta mi padre, Simon Moon, y entender el rocambolesco puzle en el que se ha convertido mi vida. Quizá así, conociendo mi pasado, pueda ayudar a Paris con el futuro. Después de una hora desempolvando libros, cuadernos, registros económicos, listines telefónicos, páginas amarillas de direcciones y demás papeles sucios anaranjados, encontramos dos posibles casas en las que podría estar prestando sus servicios como esclavo doméstico Simon Moon. ¿Por qué está haciendo esto Paris? ¿Es de verdad su madre, Julie Bell, y la Diosa quien se lo ha pedido? ¿Es por mí? No lo entiendo, pero lo acepto. Necesito esto y no sé cómo darle las gracias.
Volamos en el aeromóvil hasta las afueras de Nueva América, en el sentido opuesto del mar y de la casa de Paris. Llegamos a una gran urbanización de mansiones de cuatro y cinco pisos, con formas extravagantes y grandes ventanas. Tocamos al timbre del número veinticuatro y una adolescente, vestida con el uniforme de esclava doméstica y un moño en la cabeza, nos recibe.
—Esta es la residencia de la familia Backer, ¿qué se les ofrece?
—Soy Paris…Paris Bell y este es mi esclavo. Soy una redactora del periódicoNueva América Hoy. Estamos buscando a Simon Moon para entrevistarle. Nos consta que ejerce aquí como esclavo doméstico.
—Un momento, por favor.
Hace una reverencia antes de marcharse. Apenas es una niña y sirve ya como esclava. Me indigno tanto que paso por alto la forma en que me ha presentado Paris y que ha utilizado hábilmente el apellido de su madre. Al cabo de unos segundos, un hombre joven de color, con barba de tres días y vestido de traje y corbata, nos dedica una amplia sonrisa.
—Isaak Backer—Le tiende una mano a Paris—¿Puedo ayudarle?
—Soy Paris…Bell. Soy periodista y estaba interesada en entrevistar a Simon Moon, su esclavo…
—Simon. Claro que sí, pasen por favor. Cuide las preguntas señorita Bell, a veces Simon tiene unos ataques bastante desagradables.
Miro a Paris, nervioso y excitado. Lo hemos encontrado. La mansión de los Backer tiene de todo: jardín, terraza, piscina, pistas de tenis y de fútbol y seguro que más habitaciones de las que yo nunca podré soñar. Así vive la élite. Isaak Bakcer nos lleva hasta un pequeño jardín, apartado de la casa, donde hay unos barracones en los supongo que habitan los esclavos domésticos a su servicio. Hay una pequeña mesa con sillas de plástico blanco.
—Tomen asiento. —Nos dice el anfitrión. —Simon vendrá enseguida.
El corazón me va a explotar y Paris lo sabe, por eso me aprieta la mano. Siento su tacto, su calor y su fuerza. Estoy más cerca de mi madre. Tras la cuarta llamada por parte de Isaak Backer, Simon Moon aparece. Tiene aspecto desgarbado con ese uniforme de esclavo doméstico, el pelo oscuro y alborotado.
—Simon—le dice Isaak con las dos manos en los bolsillos, una pose de hombre de negocios—Paris es periodista y quiere hacerte algunas preguntas…
—¿A mí? ¿Por qué? —Me mira a mí por un segundo. No sé si me parezco a él físicamente, si su voz se parece a la mía o no, si tengo sus gestos y manías…
—Participó usted en la última rebelión de esclavos y fue condenado por ello. Si su dueño me lo permite, me gustaría hacerle unas preguntas para un dossier especial del periódico sobre aquella década tan intensa.
Simon Moon mira a su dueño, que con un gesto le permite sentarse y contestar.
—Verá—comienza con una sonrisa, porque está recordando—por aquel entonces yo tenía veintitrés años. Muy joven, muy joven. Pertenecía a un viejo agonioso que tenía miles y miles de olivos en la Provincia de Georsiana, al norte. Allí cogía aceituna como ninguno. Fui el esclavo ejemplar durante dos años seguidos, porque había aumentado mi productividad. Mi amo me mandó a estudiar unos meses a Nueva América. Creía que podía elevar la producción de aceite aún más con los conocimientos adecuados. —El vello se me eriza. Eso mismo hizo Greg Gordon conmigo. —Pero al llegar a la ciudad y ver…todo…cambié mi percepción de la vida. Decidí huir, intentar ser libre.
—¿Qué vio en Nueva América? ¿Cómo trató de ser libre? —Paris pregunta y va anotando en uno de sus pequeños cuadernos. Parece una reportera de verdad.
—El ambiente…la ciudad…las ganas de igualdad, de libertad…
—¿Se está usted refiriendo a la Diosa? —¡París! ¿Qué estás haciendo?
—Señorita Bell, lo siento, pero en el estado en el que se encuentra Simon…no le voy a consentir que le realice ese tipo de preguntas. Está débil y esos cuentos fantásticos no le convienen.
—Mis más sinceras disculpas, señor Backer. Si me deja, le hago un par de preguntas más y nos vamos…—Isaak Backer camina hacia nosotros y se nos coloca detrás. Agacha su cabeza hacia las orejas de Paris y le dice algo en voz baja. Paris asiente, tímidamente. —¿Conoció usted a esta mujer? —Paris le enseña la instantánea de mi madre.
—Oh, ya lo creo que sí. Mi amada Lunetta. La quise con toda mi alma, pero ella…bueno, ella también me quiso, alguna que otra vez…pero no…su corazón pertenecía a otro. —Mis venas van a reventar, no puedo controlar las ganas que tengo de preguntarle si es mi padre.
—Lunetta Moon fue condenada por participar en la rebelión de esclavos del 168, pero consta para las Provincias como desaparecida. ¿Sabe usted que pasó con ella? —Simon alza su mano, antes de responder, y empieza a temblar.
—Señorita Bell…aunque Lunetta adoptó mi apellido…nunca fue suyo. ¡Nunca! Estuve enamorado de ella, sí. Soy culpable de quererla. Pero me abandonó. Me traicionó…Y no merece llevar mi apellido. No lo consentiré.
—Pero, ¿está viva?
—No lo sé.
—¿Sabe que Lunetta tuvo un hijo? —Paris se está acercando, a la vez que un fuego interno me quema. —Eric Moon se llama. Y es este chico que tengo a mi lado.
Simon Moon ladea su cabeza hacia mí, con gesto serio. Sus manos tiemblan cada vez más. Sus ojos, hundidos, parecen salírsele ahora de las cuencas para observarme con más detenimiento.
—¿Dice usted que este chico es hijo de Lunetta y que lleva mi apellido?
—Así es, soy Eric Moon. —Logro decir.
—Señorita Bell, si no me fallan los sentidos, este chico es un esclavo, ¿no?
—En efecto.
—¡Qué osadía! ¡Quítese ese apellido ahora mismo! —Se pone en pie y me grita. —¡No tuve ningún hijo con Lunetta! Y de haberlo tenido…no habría sido un esclavo. ¡Lunetta no era una esclava! ¡Era libre y rica!
Simon se altera. Grita, escupe saliva al pronunciar sus improperios y me amenaza con el dedo. Yo ya no lo escucho. Todo se ha vuelto oscuro y silencioso a mi alrededor. Mi madre no era esclava. Tenía libertad y una fortuna. ¿Cómo es eso posible? ¡Vivía y trabajaba como esclava en la plantación de Greg Gordon! ¡Era seguidora de la Diosa! Isaak trata de calmar a Simon Moon, que sigue despotricando contra Paris y contra mí.
—Simon está enfermo. Se sobresalta en ocasiones y necesita una fuerte medicación. Creo que ya lo habéis molestado bastante. Así que, si es tan amable, señorita Bell, salgan de mi propiedad. Y no olvide que tenemos un trato. —Isaak Backer se limita a mirar a Paris
¿Un trato? ¿De qué habla? Paris arranca una hoja de su cuaderno y escribe su correo electrónico.
—Envíemelo cuando lo tenga y veré qué puedo hacer. —Dice, decidida.
La chica adolescente del servicio nos acompaña hasta la salida.
—¡Está muerta! ¡Lunetta está muerta! —Simon Moon sigue gritando. —¡Él la mató! ¡Él la mató!
—¡Cállate, inútil! ¡Acabaré vendiéndote si no te callas! —Isaak Backer nos vuelve a mirar, desde la lejanía.
—No le hagas caso, Eric. Está loco.
Nos montamos en el aeromóvil y nos largamos de allí.
—¿Un trato, Paris? ¿Qué trato? ¡Qué demonios ha sido eso!
—¿Qué querías que hiciera? Tenía que disimular y seguir preguntando.
—¿Qué te va a enviar?
—Un artículo. Quiere publicar en el periódico.
—¿En Nueva América Hoy? ¿El más prestigioso periódico de las Provincias? ¿No se te podía ocurrir otro nombre más modesto?
—Por eso nos ha abierto de par en par las puertas de su casa. Por eso ha permitido el interrogatorio, Eric.
—¿Qué hacemos ahora? Tiene pasta… ¡mira la casa que tiene! Es de la élite y puede encontrarnos. ¡Has hablado de la Diosa!
—Joder, Eric, he metido la pata. —Nunca había escuchado una mala palabra de la boca de Paris.