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Capítulo 12

Respiro bocanadas de aire con fuerza. Necesito oxígeno. Parpadeo varias veces, abro y cierro los ojos, hasta darme cuenta de que volvemos a estar en el sótano de la casa del señor Stonecraft. Paris espera impaciente a que se desplace automáticamente la mampara de cristal y salta de la tarima, corriendo en busca de su padre. Yo lo hago mucho más despacio, tratando de ordenar los pensamientos de mi cabeza. Por un lado, la conmoción que he sufrido al saber que he viajado en el tiempo. Por otro, la impresión que me ha provocado ver a esa mujer, la misma que aparecía en mis sueños…mi madre. Tenerla a tan solo unos centímetros… ¿Era ella realmente? Ahora más que nunca tengo la firme decisión de utilizar esta maldita máquina para conocerla Es una oportunidad única, que tengo que aprovechar sea como sea, porque puede que no se repita.

—Tienes que ajustar otra vez las coordenadas y enviarnos al tiempo correcto. —Paris se lo dice, nerviosa, a su padre, que se encuentra tras las pantallas de las computadoras. Le ha faltado tiempo, quizá por la excitación, para contarle dónde y, sobre todo, cuándo, hemos estado. —Tenemos que volver. Tengo que ir al Colapso. Tengo que…He esperado tanto…

Llego a la altura de Paris y le paso una mano sobre el hombro, como una forma de intentar tranquilizarla. No creo que otro salto en el tiempo y otro viaje lleno de experiencias, nuevas noticias y dificultades, sea lo correcto. Ambos necesitamos una ducha, dormir algo y asimilar lo que nuestros sentidos, de golpe, han experimentado. Pero yo no soy más que el esclavo de Paris, así que, si ella quiere ir, yo también tengo que hacerlo. Así, al menos, acabaríamos de una vez por todas con esto y antes podría pedirle que me lleve con mi madre. Que me dé la prometida libertad.

—¿Estáis bien? —Matt Stonecraft le toca la cara con las manos a su hija, mientras hace caso omiso a sus palabras incongruentes, que se trastabillan al salir por la boca de Paris. —Será mejor que descanséis.

—¡No! ¡Papá! Tengo que…

—¡Paris! Tenéis que reflexionar sobre lo que ha pasado. Sobre lo que habéis visto, oído, sentido. Haceros a la idea. Entenderlo. Lo que me pides no es posible, de momento. Si ha habido un desajuste temporal tendré que trabajar en ello. Y, como mínimo, tardaré horas. Dame unos días. Daos unos días y lo volvemos a intentar. —Termina esto último mirándome a mí fijamente a los ojos.

—¡No lo entiendes! Tengo que ir al Colapso, recabar información. —El señor Stonecraft abraza a su hija, apretándola contra su pecho. Ella llora. Es la primera vez que veo una muestra de contacto y de cariño entre ellos dos. Le besa la frente y la mira.

—Escúchame, Paris. Todo va a salir bien. Confía en mí y, especialmente, en ti. Vas a conseguir lo que quieres y alcanzarás, como siempre, todo lo que te has propuesto y propongas. Es normal que, esto, que la vida, a veces falle. —Señala el reloj de pulsera de la mano de Paris, que intuyo tiene el mecanismo que nos ha hecho vivir otro tiempo que no es el nuestro. —Existen desajustas temporales, difíciles de predecir y programar, porque el tiempo no deja de moverse, siempre hacia adelante. En la vida real es igual. Surgen imprevistos. Ocurren cosas, que lo cambian todo por completo. El truco está en no dejar de intentarlo. En levantarte tras caer. Y tú, más que nadie, lo sabes. Así que, por favor, ahora toca que los dos descanséis.

El señor Stonecraft me hace una señal con la vista y lo entiendo. Le asiento con la cabeza a la vez que él vuelve al teclado y la pantalla de las computadoras.

—Vamos Paris. —La empujo con mi abrazo y la saco del sótano.

Está cansada. Como yo. Entusiasmada por haber hecho realidad algo que solo podía llegar a imaginar. Había vivido, en primera persona, una rebelión de esclavos, lo que solo había podido leer en los libros. Pero también se encuentra desilusionada. Es normal. No ha conseguido el objetivo que tenía tan cerca. La tengo que ayudar a andar, porque parece que tiene los músculos agarrotados y no puede moverse. No ha dejado de llorar, seguramente por la rabia y la impotencia, haciendo que sus ojos grises manchen sus mejillas. Se derrumba al llegar a las escaleras. La ayudo a incorporarse y a salir del laboratorio del señor Stonecraft. Cuando llegamos al salón de casa, parece recuperar su ímpetu, sus fuerzas, su voluntad. Sus ganas de ser ella, por sí misma. Se zafa de mí.

—Suéltame. —Me dice con un hilo de voz. —Puedo perdonar, pero no olvido fácilmente. Aquel beso no tenía, nunca, que haber ocurrido. Traicionaste toda mi confianza…—Vaya. Parece que estamos de vuelta.

—Lo mismo te puedo decir, Paris. —La señalo con el dedo, directamente. —Tú me engañaste. —Me pongo serio y me acerco más a ella. —No me hablaste de una maldita máquina que te hace aparecer veinte años atrás. De los riesgos y de todo el peligro que iba a correr mi vida. Esto no es ese juego.

—¡Ya te lo he dicho! ¡No sabía cómo hacerlo!

—¿En qué más me has engañado? ¿Eh? —No entiendo por qué se encuentra tan enfadada conmigo. No me creo lo del beso, eso solo es una excusa. Le gustó. Ella quiso besarme también. Si está enfadada, lo debe estar consigo misma.

—¡Y eso qué te importa!

—Ah, ¿no?

—¡No! Porque para eso eres un esclavo, ¿no? ¡Para obedecer! Y no deberías, siquiera, hacerme esas preguntas. Yo—me levanta un dedo—mando en ti. Así que no vuelvas a dirigirte hacia mí en ese tono.

Veo sus dientes, su furia y su rostro. Nada queda de aquellos rasgos angelicales. Me ha recordado mi posición. Al mundo al que pertenezco: al de los esclavos. Se ha pasado. Paris se ha pasado. Lo sé yo y lo sabe ella. No ha pensado lo que ha dicho. Pero, a fin de cuentas, no es más que la dolorosa verdad. Ella es la propietaria, yo el esclavo. No puedo exigirle nada.

—¡Maldita sea! —Suelto. Ahora estoy enfadado de verdad. Humillado. Le pertenezco, qué más puedo decir. —Al fin y al cabo, Edgar y tú tampoco sois tan distintos.

No quiero verla más. La dejo ahí, de pie, pensativa. Respirando con fuerza. Me encierro en mi habitación de un portazo. Y lloro. El Eric fuerte se viene abajo. Pero hay esperanza. He visto a mi madre. Es ella. Y creo haber encontrado un lugar sobre el que construir un futuro, lleno de libertad. Paris…Ella es otra más de la élite y no perderá ni cederá fácilmente todos y cada uno de sus privilegios por mucho que esté en contra de la esclavitud. Lo ha demostrado con esas palabras. Lloro porque creía que podía confiar en ella. Lloro porque me da igual todo. Lloro.

Me despierto con la cara pegajosa, de haber llorado incluso cuando estaba durmiendo. No sé cuántas horas han pasado. Miro por la ventana y veo la Luna. Me duele la cabeza. Voy a la ducha, dejando que el agua me limpie. Me siento sucio. Como si yo tuviera la culpa de ser esclavo. Una condición que yo no elegí y por la que, en ocasiones, me maldigo a mí mismo. Intento borrarme con el jabón mi número de esclavo. Froto tan fuerte mi muñeca que termino por hacerme daño.

Salgo del baño, más relajado y más tranquilo. Y ahí ésta ella. Paris. Esperándome. Sentada en la cama. Tiene ojeras y supongo que ha llorado bastante. En una mano lleva dos copas de cristal y, en la otra, una botella de vino rosado. ¿Qué es lo que pretende?

—¿A qué juegas, Paris? Yo solo soy tu maldito esclavo. —Hago como si no estuviera y me sigo secando el pelo con la toalla, dándole la espalda.

—Eric, yo…Lo siento mucho. —Se acerca por detrás y me coge una mano. —Sabes que lo que dije…Sabes que no lo pienso de verdad. Es solo… ¡joder! No sé. —Paris baja la guardia, no es tan fuerte como antes parecía. Intenta decirme algo, pero no puede.

—Las palabras duelen. Más que otra cosa. Pero no tienes que disculparte. Solo has dicho la verdad.

—No Eric, no. Te considero algo más que un simple esclavo. Eres…un amigo…

—¿Un amigo? Venga ya, Paris. Hay que aceptar la realidad. No disfrazarla. Ni mentir. A ti y a mí nos separa todo un océano entero. Jamás podremos ser amigos. Por eso te molesta tanto aquel beso. Porque por mucho que te gustara, es imposible que lo tengas para siempre.

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—Eric, yo tengo mi vida. Mis elecciones. Edgar.

—Un beso solo es un beso, no tiene por qué torcer ningún camino. No tiene por qué hacer daño a nadie.

—Un beso. Solo eso, solo eso basta para echar por tierra el trabajo de años. Eric…

—Yo he venido a ayudar con eso, ¿recuerdas?

—Por eso. Mantengamos las distancias. Dejemos el beso atrás y…Tengo que estar centrada en lo verdaderamente importante y tú…tú también.

Paris coloca las dos copas de cristal sobre la mesa y las llena, hasta la mitad, de vino rosado. Me pasa una. Saboreo algo que ha estado privado a mi paladar desde siempre. Está fuerte, amargo, pero me deja cierto regusto en la boca.

—¿Te apetece hablar? Tengo varias cosas que contarte…

No lo entiendo. Hace unas horas Paris estaba llena de furia, rabia, contra mí, hasta el punto de humillarme. Ahora quiere beber vino y hablar conmigo. Supongo que es la manera que tiene de pedirme perdón. No sé si es lo correcto. Si debo seguir enfadado o tenderle una mano.

—Como quieras, ya sabes que yo solo obedezco.

—Eric, por favor.

—Está bien. —Sonrío—. Yo perdono, pero no olvido. —Le hago una mueca y ella sonríe, también.

Abro la ventana y dejo que la brisa marina me devuelva la vida y me deje, por el frío, la piel de gallina. Así, en silencio, puedo escuchar a lo lejos el romper de las olas del mar. Paris se acomoda en la cama y me pide que haga lo mismo.

—Quizá, lo primero, sería pedirte perdón por decirte la verdad a medias. Comprende que no podía soltarte todo de golpe. Esta era la misión tan importante a la que quería que acompañaras, que todavía está pendiente. Sé que, a pesar de todo, sigue siendo algo confuso pensar en lo que hoy nos ha pasado. De hecho, yo no creía que fuera posible de verdad hasta hace unos meses.

—Ha sido muy real.

—Por suerte sí. Verás, ser historiadora en este mundo tecnológico no es fácil. Una sociedad que es…como el tiempo. ¿Recuerdas lo que ha dicho mi padre? Que solo se mueve hacia adelante. No tiene ni un segundo para mirar y pensar en el atrás. Mi único profesor de la Universidad confirmó que se jubilaría este año próximo y, entonces, no quedaría nadie al frente de los estudios de Historia, suprimiéndose por completo. Y yo no lo podía permitir. Quise hacerme con ese puesto, pero…me faltan estudios superiores. Una investigación. No una cualquiera, ya sabes, quería hacer algo que impresionara a todas las Provincias. Y se ha ido yendo el tiempo y yo no tengo nada. Y sigue pasando el tiempo y tengo que terminarla.

—Pero, Paris, un estudio del Colapso, tal y como hemos hablado… ¿no te cerraría más las puertas?

—Al contrario, si demuestro lo que sé hacer, querrán contar conmigo.

Así que Paris, después de todo, no es una enemiga total del sistema. Solo una pieza más que busca su acomodo.

—¿No querías hacer tambalear los pilares de las Provincias? ¿No estabas contra el sistema?

—Desde luego que lo estoy. Pero para derrumbar al sistema hay que trabajar desde dentro de él. Estoy segura de que, si conocemos lo que sucedió en el Colapso, si obtenemos más información de la Diosa, de la Sacerdotisa, se abrirá una oportunidad para acabar con la esclavitud.

Qué ingenua. O triunfa una rebelión de esclavos o no hay libertad posible.

—Lo que te iba diciendo. Mi padre, al verme tan apurada con la investigación del Colapso, me comentó una posible solución: viajar directamente al pasado. Me contó que ya había trabajado en un proyecto de máquina del tiempo, junto con uno de sus amigos, en los años en los que estudió en la Universidad.

—¿Quieres decir que el hombre al que hemos visto ahí ya estaba trabajando en…todo esto?

—Así es. Lo que pasa que lo tuvieron que dejar. Necesitaban dinero y no querían poner en riesgo su descubrimiento, haciéndolo público. Ya sabes cómo se comportan las Compañías tecnológicas…

—Los Scofield…—Susurro, pensativo.

—Exacto. Por eso guardó en el cajón aquel proyecto y lo desempolvó cuando me vio tan angustiada. Te puedo asegurar que a mi padre le brillaron los ojos más que a mí. Debió ser algo muy importante para él. Todo aquello. Quizá era como volver a la juventud. La nostalgia de crecer…

—¿Llegaron a probar la máquina?

—No lo sé. Nunca le he preguntado eso. Solo me dijo que funcionaría. No quería escuchar otra cosa.

—¿Y Edgar? ¿Edgar sabe que…?

—Ni hablar. Y, además, no puede enterarse. La única condición que me puso mi padre es que este secreto no podía salir a la luz. La Tecnofield Science Company haría todo lo posible para obtener el invento y sacar rédito de él. Que ellos sepan de esto haría peligrar mi vida, la de mi padre y, por supuesto, también la tuya.

—Pero si ellos son…

—Los Scofield, sí.

—Y Edgar es uno de ellos. Heredará la compañía, tarde o temprano.

—Él no es como su padre ni como su hermano.

—Confías en él. —Afirmo y ella asiente con la cabeza.

Miro a Paris, intentando descifrarla. Sigue siendo un enigma que resolver. Siento que me va dejando migas de pan cada día, en el camino, que voy recogiendo poco a poco. Me va contando lo que puedo saber, lo justo para dejarme enganchado. No sé qué más ocultará, pero cada vez tengo más claro que tengo que ayudarla y huir. Ser libre. París se está metiendo en bastantes problemas con el Estado y con los Scofield. Esta bomba de relojería no tardará en estallar. Y yo no quiero estar cerca cuando lo haga.

—¿Se lo contarás? ¿Le dirás a Edgar lo de los saltos en el tiempo?

—Claro que no, puedo poner en peligro a mi padre. A mí. ¿Es que no me has oído?

—¿No habías dicho que confiabas en él?

Un largo silencio nos separa. Me levanto y vuelvo a la ventana, para que me dé el aire. No sé qué decir. He aprendido que tengo que callar y limitarme a escuchar. Es ella la que tiene que hablar.

—¿Sabes? Con lo de máquina del tiempo…no veía a mi padre tan emocionado desde…que era pequeña y estábamos los tres en casa. —Paris agacha la cabeza y cambia el tono de voz. Se vuelve profunda. —Lo pasamos muy mal cuando mamá…cuando mamá nos abandonó.

—¿Estás segura de que te abandonó?

—Se fue, Eric. Se fue sin más. Dejó a mi padre porque estaba demasiado ocupado en su vida profesional. Apenas pasaba tiempo con nosotras. La Tecnofield Science Company sabía que tenían al mejor científico de las Provincias y no lo desaprovechaban. Le pagaban bien, pero sacrificaba su vida familiar.

—¿Tu padre trabajaba para los Scofield?

—Sí. Ya te he dicho que los mejores científicos lo hacen. Si no por las buenas, lo hacen por las malas. Tienen sus métodos…

—No muy legales, por lo que puedo imaginar.

—Saben hurgar donde duelen. Y a través del dolor controlan a las personas. Asesinatos, sobornos…

—Una auténtica mafia. No sé cómo puedes estar con uno de ellos.

—Supongo que mamá no lo aguantó y huyó. —Paris me esquiva y vuelve a hablar de su madre. Es como si quisiera sacarlo. Como si nunca hubiera hablado de ello en voz alta. —Pero lo que no llego a entender todavía es por qué me dejó sola con papá, por qué no me llevó con ella si veía que mi padre era incapaz de hacerse cargo de su familia.

—Paris, ¿no tenemos suficiente con lo que ya hemos llorado hoy? —Trato de animarla al verle los ojos vidriosos, de nuevo. Se ríe mientras le caen las lágrimas y se las limpia con la manga de la camiseta. —Estoy seguro de que tu madre tuvo un buen motivo para marcharse. A veces, en la plantación del señor Gordon, yo también pensaba en mi madre, convencido de que había tenido que pasarle algo para que se marchara, para que muriera. Había una razón. Y descubrí, hace poco, que fue condenada a muerte. Tu madre, seguro, tiene una buena explicación a todo lo sucedido.

Me ha sido sincera, abriéndome el corazón. Hablando de un tema que sé que es tabú para ella. Yo también me permito contarle algunas de las miles de reflexiones que he tenido durante toda mi vida sobre mi madre. Y pensar que hace unos instantes Paris hablaba de mantener las distancias…

—¿Por qué me cuentas esto? —Pregunto. —¿No entiendes que esto nos une más?

—No sé, Eric. Quiero responderte a preguntas que sé que se te pasan por la mente. Y…desahogarme. Siento que contigo puedo hablar de lo que sea y…

—Lo entiendo. Pero lo que no puedes pretender es que haga como si no hubiera pasado nada. Tú mandas. Yo te escucho, te animo. Yo te ayudo. Eso es lo que pone en nuestro contrato.

—Pero Eric…

—Para mí eso es mantener las distancias.

Suena el timbre. Paris y yo nos miramos. ¿Quién será a estas horas de la noche? Suena el timbre otra vez. Y otra. Quien sea, debe estar impaciente. Suena otra vez. Y otra. Y otra. Paris baja corriendo las escaleras y yo la acompaño, aunque más despacio. Paris abre la puerta y en el umbral aparece Edgar, con el pelo alborotado y el casco de la aeromoto en una de sus manos.

—Tú y yo—la señala con el dedo, de forma amenazadora—Tenemos que hablar. Ahora.

Le tiende una mano. Paris gira su cabeza hacia mí, estrecha los dedos de Edgar y este tira fuerte de ella, sacándola de la casa. Bajo los escalones de tres en tres y cuando llego a la puerta, veo a Paris forcejeando con Edgar.

—¡Suéltame! ¡Edgar! ¡Edgar!

—Eh. Déjala. —Le digo. —¿Acaso no tienes ojos en la cara? Te está diciendo que la sueltes.

—Tú te callas, ¿vale? Nadie te ha dado permiso para hablar, esclavo. ¿Me has entendido?

—¡Edgar por favor! ¿Estás bebido? ¡Déjame! ¡Hablaremos mañana!

Puedo aceptar que Paris me trate como quiera. Es mi dueña. Pero él no, por mucho que sea un Scofield. Paris no se puede ir con él. Me lanzo hacia él y le empujo, para que la suelte.

—¿Qué haces? ¡No vuelvas a tocarme, sucio esclavo!

En el umbral de la puerta aparece Matt Stonecraft. Lo miro y me asiente. Paris se ha tirado al suelo, mientras Edgar intenta arrastrarla hacia la aeromoto. Me acerco a Edgar y le pego un puñetazo en la cara, tumbándolo en el suelo. Me inclino hacia Paris, que llora y tirita.

—¿Estás bien? Vamos, entra en casa.

No Paris, no podemos mantener las distancias.