Pasan varios días desde que compartí con Paris los más íntimos momentos que dos amigos, si me puedo considerar eso, pueden compartir: una conversación tan profunda que nos llegó al alma. Espero que no se tomara a mal el final que le dimos, no era para nada mi intención. Tampoco sé muy bien por qué reaccionó así. No la he vuelto a ver en varios días, como digo. Supongo que ha tenido que volver al trabajo y que está descubriendo miles de cosas, porque apenas aparece por casa. Cuando lo hace, solo intercambiamos algunas palabras sobre cómo ha ido el día. Yo me entretengo como puedo. A veces me bajo al jardín y le doy unos toques al balón. Intento correr algo, me salgo al paseo marítimo y allí hago ejercicio, siempre con el visto bueno de Paris y su padre, con el cacharro ese que maneja mi pulsera a buen recaudo. Así me mantengo en forma. Otras tantas me pongo el fútbol en la Pantalla, viendo cómo Leonard Montana se ha convertido, en unos meses, en el máximo goleador de la Liga de las Provincias sin despeinarse. Cuando veo cómo celebra sus goles pienso que van dedicados a Sophie.
Aunque bueno, últimamente todo en la Pantalla está paralizado por las dichosas Elecciones Presidenciales. Yo no las entiendo, la verdad. Los ciudadanos y ciudadanas de las Provincias, donde se excluyen los esclavos y esclavas, depositan su voto en una urna cada ocho años, eligiendo entre una persona o su pariente cercano. Desde que tengo uso de memoria siempre se presentan las mismas personas de la élite, la Presidenta Leeparker y su gemela. Son tan iguales que yo creo que hacen trampa y se intercambian y ayudan mutuamente. Porque esa es una de las condiciones de las Elecciones, que los candidatos sean familia. Así, ¿cómo va a cambiar algo las Provincias? Representan lo mismo, por eso tampoco entiendo las peleas, discusiones y debates acalorados que transmiten por la Pantalla entre los partidarios políticos de una y otra. Es, sencillamente, ridículo.
Antes de dormir, suelo leer un poco la Biblia. Me quedo embelesado con el símbolo de la Sacerdotisa y con ella misma. Es una extraña sensación la que siento, porque noto una conexión conmigo mismo, lo que quiere decir que pienso en mi madre. ¿Qué querría ella decirme con este libro?
“Mujeres y hombres solo son eso, mujeres y hombres. Tienen raciocinio y libre albedrío, cualidades que ninguna otra criatura de la naturaleza posee. Pero, si no se usan como se debe, ¿son mejores, acaso, que los animales a los que ellos y ellas llaman bestias? Ningún hombre es inferior o superior a otro. Ninguna mujer es inferior o superior a otra mujer, mucho menos tampoco lo es ella con respecto a ningún hombre. La mujer y el hombre, en su diferencia, son iguales por naturaleza. Esta igualdad también se corresponde ante la Diosa, cuya magnificencia traerá el fin para aquellos que, en su infinita maldad, no se consideren iguales al resto, poniendo en sus manos la sangre del que quiere, pero no puede decidir por sí mismo. Nadie pertenece a nadie. Ni un hombre a otro hombre, ni una mujer a otra, ni una mujer tampoco a un hombre. La Diosa, que se presenta entre mis dedos al escribir, así lo ve y así lo hace saber. Bendita toda su misericordia. El peso de su ira caiga sobre quienes no consideren iguales a sus iguales y guarden a otros y otras en la tiranía del yugo del trabajo con el que no se prospera, con el que se es un esclavo.”
Termino de leer, no sin dificultades, y mi mente vuela por entre las líneas y los caracteres. Tengo que volver a leerlo varias veces, deteniéndome en algunas palabras, intentando descubrir su posible significado. Luego encajo todas esas letras y lo que significan y reescribo el relato en mi cabeza. Me quedo sin saber cómo actuar y qué decir ante lo escrito hace casi doscientos años. Llamaría a Paris y le hubiera hablado de esto durante horas, si no fuera porque, seguramente, estaría profundamente dormida, descansando para un nuevo día agotador.
Este fragmento de la Biblia es un alegato contra la esclavitud en sí misma, en favor de la igualdad. Yo al menos lo comprendo así. Por esta razón la religión de la Sacerdotisa está totalmente prohibida en las Provincias, porque va en totalmente en contra de lo que sustenta el sistema: los esclavos y las esclavas. Son la mayoría de la población, quienes producen prácticamente todo lo que se consume en el Estado a un coste realmente muy bajo. Que esta religión se propagara por todas las Provincias significaría la destrucción del esclavismo y la pérdida de privilegios de la élite social y de miles de comerciantes y compradores de esclavos. Por eso las ideas de igualdad de la Sacerdotisa han perdurado en algunas comunidades esclavas y por eso mismo el Estado ha ido aumentando su represión, para destruirla del todo. Si todos los esclavos creyeran en la Sacerdotisa…nadie los podría parar. Al fin y al cabo, las Provincias Unidas, con todo su poder, con toda su Presidenta y con todo el dinero de sus Compañías, es débil. Se puede quebrar y romper a partir de uno de sus pilares fundamentales: nosotros. Porque yo soy un esclavo también. Pero ¿por qué no he sabido nada de la Diosa, la Sacerdotisa y sus ideas hasta ahora? ¿Por qué la señora Hall, creyendo en ellas, nunca me hizo partícipe de todos sus conocimientos? Si mi madre también creía en ellas…
No creo que Lunetta, mi madre, y yo, seamos tan distintos, después de todo. Ella creía en la Diosa, lo que le hacía poder aspirar a la libertad. Yo no concebía, hasta hace unos días, ni a la Diosa ni a la Sacerdotisa, pero siempre he añorado la libertad, aunque nunca he sabido cómo conseguirla. Si mi madre estuviera aquí…Es un sentimiento tan fuerte el que siento por mi madre, que no logro entender por qué no me pasa lo mismo con mi padre, el esclavo Simon Moon. Supongo que porque de él nadie me ha hablado nunca y porque no tengo ningún recuerdo de él. De mi madre conservo su olor, su cara muy borrosa y borrada, su voz incluso, su pañuelo. Pero de él no tengo nada. Sé que está vivo, por las averiguaciones de Paris, pero me da miedo enfrentarme a él. No quiero que, si me ve, quiera actuar como el padre que no ha sido. Además, seguirá siendo un esclavo. Quizá sea por la muerte. Mi madre está muerta y ese sentimiento es mucho más influyente en mí porque sé que jamás volveré a verla. Tal vez sea por lo que me ha legado. Sus ideas. Siendo ella una esclava, creía en la libertad. Como yo. Tal vez por eso acabaron con ella y no fue la tuberculosis, tal y como me ha contado desde pequeño la señora Hall.
Support the author by searching for the original publication of this novel.
Los pensamientos de libertad me llevan hacia Paris y hacia lo que me une a ella, que solo es un contrato de alquiler. Si ella quiere descubrir qué fue aquello del Colapso la voy a ayudar, no solo porque sea su esclavo. Por muy peligroso que sea el viaje, supongo que para eso me quería. Si lo pienso detenidamente, ella se está enfrentando al Estado mucho más de lo que lo haría cualquier esclavo de cualquier plantación o fábrica, dócil ante su dueño, como yo lo he sido. Como lo sigo siendo. Me arde una llama interior de odio hacia los terratenientes de esclavos, en especial hacia Greg Gordon, por muy indulgente que fuera conmigo. Seré libre y se lo demostraré. A él y al pesado de Luke, al que le debo una paliza. Al final Paris tendrá que venirse conmigo, a algún lugar donde no llegue ni la Policía Provincial ni el ejército de las Provincias. Ojalá exista ese sitio. Creo que sabe, tan bien como yo, que su investigación jamás verá la luz. Que tendrá que esconderse durante toda su vida para no ser apresada, torturada o peor, esclavizada. Admiro su capacidad de decisión y tenacidad. Su valentía. Lo va a hacer a pesar de las consecuencias que de ello se puedan derivar. Puede que algún día, dentro de muchos años, alguien descubra ese libro de Paris y que lo ponga en valor, que sea el motor del fin de las Provincias y su sistema esclavista. Quizá yo la esté ayudando no solo a cumplir un sueño, sino a la construcción de un futuro mejor. En el último viaje de esos que tiene planeado Paris, tendré que escapar. Y ella, al poco tiempo, tendrá que seguirme.
Al día siguiente, Paris no va al trabajo. Presumo que debe estar cerca el día del viaje porque se mete en el taller de su padre. Estarán ultimando detalles. Yo intento no pensar mucho en las cosas que me rondan ahora constantemente la mente: mi madre, la Sacerdotisa y el Colapso. Todo junto hace un mejunje en mi cabeza que a veces pienso que la voy a perder. Que me voy a volver loco. Días como este, en los que la soledad aprieta, recuerdo la plantación de Greg Gordon con cierta nostalgia. A fin de cuentas, soy un esclavo. Nací para trabajar y honrar a mi dueño. Por eso, supongo, es por lo que me entrego a Paris. La Pantalla está saturada de Elecciones Presidenciales, como si me importara mucho cuál de las dos gemelas Leeparker gobernara.
A media mañana, Paris me busca por toda la casa. Va gritando mi nombre. Supone que me encuentro en mi habitación, pero no es así. La dejo que me encuentre. Estoy en el jardín haciendo ejercicios con el balón y disparando a una pequeña portería que hay dibujada en la pared.
—¡Ah! ¡Estás aquí! —Parece cansada de subir y bajar las escaleras. —Ven, tenemos que enseñarte algo.
Entra en el salón y meto un último gol. Sigo su estela y encuentro al señor Stonecraft poniendo en orden la mesa donde habitualmente cenamos, con sus instrumentos de científico. Me piden que me acerque y yo lo hago. No estoy asustado, pero sí algo contrariado. ¿Qué sucede?
—Tengo un regalo para ti. —Me tiende una mano Paris.
—¿Va todo bien…? —Pregunto, incómodo.
—Vamos, ven.
Le tiendo la mano a Paris, noto cómo roza mis dedos y luego me aprieta, haciéndome con su gesto subir la mano izquierda. El señor Stonecraft, con la mirada perdida, admira la pulsera que casi me deja frito una vez.
—Tiene un mecanismo sencillo. —Se acerca más y más, dando vueltas alrededor de mi mano.
Paris me tiende la mano en la mesa, pidiéndome, con la mirada, que me relaje. Su padre está buscando alguno de sus instrumentos eléctricos. Saca lo que parece ser un cuchillo alargado, cuyo filo tiene forma de uve con sierra por sus lados. Espero que no pretenda cortar la pulsera con eso. Luego saca una cruz pequeña de metal, cuyo centro se ajusta perfectamente a la articulación por la que se une mi pulsera. La cruz hace un ruido, como de resquebrajamiento, y saca un tornillo muy fino. El señor Stonecraft lo deja con cuidado en la mesa y con la sierra en forma de uve hurga en el hueco que ha dejado el tornillo. La pulsera cede y se abre hacia los lados. No me lo puedo creer. Me la quita con sumo cuidado.
Me llevo mi otra mano a la muñeca ahora libre, que está roja y amoratada.
—Vaya, yo, gracias…—Logro decir. La confianza que decía que tenía Paris en mí es auténtica. Quitarme esa pulsera es dar un paso más hacia la libertad. Creo ahora, más que nunca, en Paris y en su maldito trabajo sobre el Colapso.
—No es nada, Eric. —Me dice ella. —Es el primer paso para que podamos lanzarnos a ese viaje, ya sabes.
—Déjame examinarla para poder reprogramarla y eliminar algunos de sus dañinos efectos. —Interviene Matt Stonecraft mientras guarda su material. —Luego, Eric, lo siento, pero tendrás que volver a ponértela. Por las Provincias… No solo te controla la posición, sino también tu ritmo vital, enviando datos cada cuatro, ocho o doce horas, no sé, tengo que averiguarlo.
—De todas maneras, gracias. Es un verdadero alivio dejar de pensar que puedo morir electrocutado. —No es solo eso, no me siento muy cómodo con ella puesta. Es una marca. Como el tatuaje con mi nombre y mi número de identificación.
—Las sorpresas hoy no han acabado. ¡Empieza tu entrenamiento!
No sé a qué se refiere Paris, pero tira de mí con fuerza y me lleva a una de las habitaciones del primer piso donde nunca he estado antes. Al entrar, para mi sorpresa, no encuentro nada. Las paredes blancas y lisas. En una esquina, un pequeño escritorio con varias pistolas encima. Coge una de ellas y me la da. Es alargada y ligera, y supongo por su cargador, que es una eléctrica.
—Quita esa cara. Es solo un juguete. —Me sorprendo. Vuelvo a mirar el arma, esta vez de distinta forma.
La luz se apaga, las paredes se iluminan, dibujando un paisaje. Todo es hielo. Nieva copiosamente. Me encuentro en un pequeño valle helado. Al fondo, hay una casa. Avanzo y el paisaje de las paredes avanza conmigo. De repente, suenan disparos y veo a dos hombres entre unos árboles. Miro a Paris, que está sentada en el escritorio, con los pies al aire y con los brazos cruzados.
—Vamos, apunta tu arma y dispara. Tienes que llegar a casa. Es la misión uno.
Descubro entonces de lo que se trata. Es un videojuego de los que salen en los anuncios de la Pantalla. Sophie me enseñó uno hace muchos años, pero solo logro recordarlo a trazos, como si mi memoria fallara. Apunto mi arma, me escondo y acabo con los dos hombres.
—¡Buen trabajo! A tu izquierda.
Paris llama a esto entrenamiento, como si así mi puntería fuera a mejorar. Las armas de verdad no son un juguete. No son una tontería. No son un simple videojuego.