En el trayecto a casa, andando lentamente mientras Paris lee, pienso que nos hemos quedado a las puertas. A un paso de descubrir la clave que parecía lo iba a unir todo. Mi madre, la Diosa, el Colapso, Julie Bell. Diego Márquez también tiene su pieza en este rompecabezas. ¡Maldito contrabandista! Estoy convencido de que él puede llevarnos a una de las comunidades de la Diosa y la Sacerdotisa. Pero no se fía de nosotros, y es normal a decir verdad. Diego nunca nos dirá cómo llegar hasta ellos. Protege una religión que está muy perseguida en las Provincias Unidas. Si fueran mínimamente visibles seguro que serían aniquilados. Tienen que permanecer herméticos para estar a salvo. Pero tiene que haber algún modo de entrar.
Así que seguimos perdidos. Paris va a contrarreloj con su investigación. No queda mucho tiempo para que se acaben con los estudios de Historia en la Universidad, lo que sería, según ella, una terrible pérdida, aunque no lo termino de entender. Yo estoy más lejos de mi madre, de la auténtica historia de mi vida. Solo nos queda, a los dos, viajar en el tiempo. Quizá sea esa la única forma de indagar de verdad en todos los interrogantes que tenemos.
—¿Estados Unidos de América? —Repito en voz alta y pausada la pregunta de Paris. —No he oído ese nombre en mi vida. Ni idea. Tú eres la historiadora, ¿no?
—La estatua de la libertad fue escrito por Marc L. Thompson en el 139 d.C. Hace relativamente poco tiempo. Y habla sobre los Estados Unidos de América como el país que existía antes, durante y después del Colapso…
—¿Cómo puede ser eso? ¿Y las Provincias? ¿Estás segura de que ese libro no es una patraña más? Diego Márquez no es de fiar, aunque nos haya tratado con benevolencia esta vez.
—Según nuestra Historia, las Provincias existen desde el Colapso. Tendré que investigarlo más. Seguro que contiene información o alguna idea para sacarme de este bloqueo…
—¿Sabes a qué me suena a mí? A las Provincias Unidas de América. Ese chiflado cambió una palabra y ya tenía montada su teoría. —Lo digo sin pensarlo, la verdad.
Evito reflexionar más porque ya me duele la cabeza. Me centro en el momento. En el suave y lento andar de Paris, en mi caminar a su lado. En el mar. En la multitud de personas y sus diferentes rostros. Son libres. Hacen deporte, se bañan en la playa, dan un paseo. Me siento raro. Es un mundo que no es el mío, pero en el que estoy entrando. No debo olvidar que soy un esclavo, me recuerdo.
Aunque quedan todavía unas horas para la cena, el señor Stonecraft nos está esperando con la mesa puesta. Yo estoy demasiado cansado y necesito una ducha para relajarme. Paris, ensimismada en la lectura y haciendo patente la continuidad del enfado con su padre, sube las escaleras hacia su cuarto a una velocidad increíble. Matt Stonecraft agacha la cabeza y suspira, como derrotado. Me lanza una mirada de súplica. Yo no sé qué hacer en estos casos. Espero unos segundos, a que Paris cierra la puerta de su habitación, y asalto al señor Stonecraft.
—Tú sabes dónde está, ¿verdad? —Puede que el señor Stonecraft guarde más cosas dentro de las que damos por hecho. Se lo pregunto porque parece ser la última oportunidad de obtener una pista por la que guiarnos. Para no quedarnos atrapados en el laberinto.
—Yo no sé nada… Nada. Yo, nada. —Dispara esa excusa sin pensar, de carrerilla, como si no hubiera sido la primera vez que dice esas palabras. Recuerdo lo que dijo Paris acerca de que trabajaba hasta la extenuación en la Tecnofield Science Company y le entiendo y compadezco. Debían ser duros con él. Veo que me mira a los ojos y se serena. Bebe un trago de vino. —¿Qué quieres decir exactamente?
—Ya sabes, a ella. A Julie. ¿Sabes dónde está o no?
—Ah, eso. Desgraciadamente no, Eric. Traté por todos los medios, al principio, que volviera. Por Paris. Intenté persuadirla, contentarla. Nada fue suficiente. Con el paso de los años, quise buscarla, pero era imposible. Su rastro se había perdido. Como dijo en esa carta, entregó su vida a la Diosa. No hay nada más que sepa de ella.
—La Diosa. La Sacerdotisa. Aquí todo el mundo las conoce, menos yo. Usted también. —Recuerdo al Matt Stonecraft joven, del pasado, sentado en aquel bar. Comprometido con la rebelión de esclavos.
—Mucha gente las conoce, Eric, pero tuvimos que olvidarlas. Era lo mejor. Ahora Paris la ha traído de vuelta a nuestras vidas.
—Quizá deba y pueda ayudarnos. Seguro que hay algo que…
—No sé más que tú, ni que ella. El mundo ha cambiado mucho en los últimos veinte años. Los conocimientos se quedan obsoletos a los días. Las cosas cambian, no permanecen intactas. De aquello—se queda un segundo pensativo y nostálgico—hace ya una eternidad.
¿Esa mirada de melancolía hacia el pasado tendrá algo que ver con su máquina del tiempo? ¿Miente el señor Stonecraft? ¿Podría tener él respuestas a nuestras preguntas? ¿O solo es un genio que se dedica a la ciencia? Lo miro. Se encuentra desolado por ese malentendido con Paris. Confundido, también, por mi curiosidad. Así, solo me parece un magnífico tecnocientífico que busca poder darle a su hija el sueño que tanto ansía. Pienso que si Matt Stonecraft supiera con certeza el paradero de Julie Bell ya lo habría confesado con el objetivo de obtener de nuevo el crédito de Paris.
La cena se queda fría. En la mesa solo ha bajado el nivel de la botella de vino. El señor Stonecraft no tarda en marcharse a su taller. Paris sigue en su cuarto y yo me doy la ducha que necesitaba para relajar mis músculos. Cuando termino me pongo a ver fútbol en la Pantalla, no sin antes tragarme varios anuncios sobre las Elecciones Provinciales. Me acomodo en la cama a los cinco minutos de partido, cuando Paris entra sin llamar.
—Tienes cinco minutos exactos. —Me dice.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —Me pilla totalmente desprevenido.
—Nos vamos. Y nos tenemos que ir ya. Diego Márquez me ha entregado un libro que cambia toda mi visión del Colapso y de nuestro propio mundo. Sabe, perfectamente, dónde podemos encontrar a la Diosa y puede que conozca también en qué lugar se esconde mi madre. Y nos lo va a decir. —Parece muy decidida, aunque me temo que va a ser otro viaje para nada. El contrabandista nos va a expulsar del campamento de comerciantes a patadas. Eso si no nos apunta con su pistola otra vez. Paris parece haberme leído los pensamientos, puesto que no estoy entendiendo mucho. —Diego Márquez esconde mucho más de lo que se le ha escapado. Ese libro tan raro…El de La estatua de la libertad, rompe todos los esquemas históricos de las Provincias Unidas.
—Vamos Paris, el mismo contrabandista ha dicho que eran cuentos de un loco, que tampoco creía en ellos.
—O puede que eso fuera lo que nos quería hacer creer.
—¿Estás segura? ¿Para qué te ha dado ese libro entonces? No lo entiendo.
—Eric, todo encaja perfectamente con lo que no sabemos, con lo que estamos buscando. Con la Diosa, la Sacerdotisa, el Colapso…
—¿Te puedes explicar? —Lo voy captando, pero a ráfagas. No logro ver en sus palabras una conexión lógica.
—Antes del Colapso…existía un mundo. Anterior al nuestro. Algo sucedió y todo quedó destruido, por el Colapso, y se volvió a construir. Y comenzamos a contar los años desde cero justo en aquel momento. Y la Diosa envió a la Sacerdotisa a predicar a la Tierra. Se escribió la Biblia. Luego, poco a poco, los Estados Unidos de América se convirtieron en las Provincias Unidas de América. Sin el Colapso no habría religión de la Diosa ni Provincias Unidas. El origen de nuestro hoy es el Colapso y…la Diosa y la Sacerdotisa. ¡Va todo de la mano! Tiene sentido ¿no?
—Tiene sentido, pero puede no ser muy real…
—¡Eric! ¡Confía en mí! ¡Es un gran paso para mi investigación!
—Esto puede ser muy peligroso para ti, Paris. Y para mí.
—¿Qué importa eso? ¡Puede tratarse de un descubrimiento trascendental para nuestra Historia! Para nuestro mundo…
—No te dejarán publicar eso. Estás uniendo dos cuestiones que resquebrajarían todas las estructuras de las Provincias: su verdadera historia y una religión prohibida.
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—Lo sé. Pero es lo más importante que se ha descubierto jamás. Encontraré la manera de…hacerlo.
Me paro a pensarlo un momento. Si lo que dice Paris fuese verdad…Si encontráramos la manera de publicar eso y difundirlo… Podríamos dar una nueva esperanza a los esclavos y esclavas. Podríamos desenmascarar a las Provincias… ¿Y si mi madre me legó este pañuelo y su Biblia por algo? ¡Para no olvidar! ¡Para recordar! Y no solo a ella…La libertad…
—Solo hay una manera de comprobarlo. De ver si tienes razón y si todo eso es cierto. —Le digo a Paris, convencido.
—Así es, Eric. Otro salto en el tiempo.
—¿Y a qué esperamos? —Me abro de brazos.
—Las cosas no están bien con papá ahora, ya sabes. Además, aún está realizando ajustes y me temo que habrá que esperar un poco más. Pero antes tenemos otra cosa pendiente. ¿Por qué no te has vestido? ¡Te he dicho que tenías cinco minutos!
Me coloco rápidamente una camiseta mientras Paris me explica su descabellado plan. Una auténtica locura. Soy su esclavo y no tengo mucho que decir en las ocasiones en las que se le ve tan convencida. Empatizo con ella porque si yo tuviera la más mínima pista de mi madre agotaría cada uno de los caminos posibles. Según Paris, como aún no ha anochecido, el mercado de las afueras de la ciudad de Nueva América debe estar en plena ebulición. Multitud de personas haciendo compras de última hora, cenando comida rápida, paseando por el paseo marítimo, mirando el atardecer en la playa… Allí, en su puesto, al pie del cañón y como siempre, estaría Diego Márquez, el contrabandista, haciendo gala de sus exóticos y anticuados productos.
—Eric, piénsalo. Diego pertenece a una comunidad de la Diosa. Los dos estamos seguros de eso. En algún momento tendrá que asistir a sus ritos. Las religiones van de eso. Tienes que asistir a las reuniones y vivir pequeños momentos en comunidad. Tiene que hacerlo.
—¿Estás diciendo que le espiemos?
—Convertirnos en su sombra. De día y de noche si hace falta, Eric. Ese capullo conoce a mi madre. —Me gusta cuando Paris saca su carácter. —Y tú quizá también puedas obtener algo que haga referencia a la tuya.
Espero que no lo diga por decir, para darme una vana esperanza y seguirla a ciegas. Lo voy a hacer de todos modos, no hace falta que me engañe. Es ahora cuando me corroen las dudas por todo el cuerpo. Las palabras venenosas de Diego Márquez se instalan dentro de mi cerebro por unos instantes. Solo soy un esclavo. Una propiedad. ¿Y si todo saliera mal? ¿Se desharía Paris de mí? ¿Sería capaz de hacerlo? Si no lo hacía ella, podría hacerlo su novio, Edgar Scofield. Aún lo estoy esperando, no le tengo miedo.
—Tenemos que pasar desapercibidos. —Dice, continuando con su plan. Me pone una gorra y unas gafas de sol. Ella se coloca otras y se recoge el pelo.
Damos una vuelta por el mercado, lleno de gente. De esclavos sucios y harapientos, otros más limpios y bien vestidos, señal de que pertenecen a alguna familia con más recursos. Veo personas libres, antiguos esclavos, que conviven con la miseria. Familias cenando, alegremente, hamburguesas y patatas. Niños saboreando algodón de azúcar y pequeños ladrones, también, hambrientos, robando en puestos de frutas y dulces. Paris se para en un puesto de helados y compra dos tarrinas. Nos alejamos del mercado y nos sentamos en uno de los bancos del paseo marítimo. Se ha hecho de noche y una suave brisa se alza sobre la playa y la periferia de Nueva América.
—¿Sabes que es el primer helado que me como en mi vida? —Le digo, degustando el sabor a menta y chocolate.
—¡No puede ser verdad! —Se ríe mientras se mete en la boca otra cucharada.
Poco a poco, el mercado se va vaciando. Esperar y vigilar es muy aburrido. Me siento con Paris. Me levanto y doy un pequeño paseo. Me tumbo en el banco. La noche va refrescándose y se me eriza la piel, del frío. Los comerciantes desmontan sus puestos y se van marchando al campamento, para descansar. Diego Márquez lo hace de los últimos, con ayuda de su hijo. Cuando terminan, se marchan. La gente que queda va desfilando por el paseo marítimo con destino la ciudad.
—¿Sigues pensando que esto es una buena idea? —Los dos estamos cansados, tristes y decepcionados. Pensábamos que sería más fácil.
—Confía, Eric.
—Está bien.
Me tumbo otra vez en el banco, con mi cabeza posada en sus piernas. Paris me acaricia el pelo. No he olvidado aquello de no cruzar la línea. De mantenernos en nuestro sitio. Esto no creo que lo haga. La observo desde abajo, cómo otea el horizonte, en busca de algún movimiento que nos haga encender todas las alarmas. Sin embargo, el mercado y el campamento de comerciantes está más tranquilo que nunca.
—¡Eric, Eric! —Paris me zarandea porque allí, entre sus piernas, me he quedado dormido. —¡Viene alguien!
No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde que me dormí. A juzgar por el frío que hace, han debido ser un par de horas.
—¿Es Diego? —Le pregunto sobresaltado.
—No lo sé. No veo. Está demasiado oscuro…
Me incorporo y miro directamente a Paris. No quiero hacer ningún movimiento brusco y mirar hacia atrás. Sería demasiado evidente. Si es Diego Márquez, el contrabandista… Escucho sus pasos. Paris entrecierra los ojos para ver si consigue atisbar algo.
—¿Confías tú en mí? —Le digo y me acerco mucho a su boca. Asiente con la cabeza y poso mis labios en su mejilla, muy cerca de sus labios. Me quedo así por unos segundos, sintiendo mi corazón latiendo y el suyo, a través de las venas del cuello.
Así, pegados y en silencio, escuchamos cómo el intruso pasa de largo por delante de nosotros. Me despego de ella unos centímetros. Paris me mira. Está como paralizada, muerta de miedo. Levanto yo mi cabeza y veo una silueta perdiéndose por el paseo marítimo. Suspiramos los dos aliviados. Miro a esos ojos grises de Paris que me están mirando fijamente. Seguimos estando muy cerca. Me pasa uno de sus dedos por mi mejilla y mi pelo. Cierro los ojos al tacto. Moriría, la verdad, por besarla. Pero no debo. No puedo. Sus dedos se paran. Abro los ojos.
—Allí. Puede ser él. —Señala.
El magnetismo entre Paris y yo se deshace cuando me levanto silenciosamente y descubro que tiene razón. Una figura se desliza por el mercado, hacia delante, directamente a la playa.
—¿Un baño?
—Eric, ¡hace frío! Más allá de la playa no hay nada…solo rocas. El acantilado.
—Está bien. Me acerco yo a comprobar si es él…tú te quedas aquí.
—No. Vamos los dos.
—Paris, por favor. Yo solo haré menos ruido. Si pasa cualquier cosa, te escondes y echas a correr. ¿Vale?
Paris asiente y corro, sigiloso, hacia el mercado. Me camuflo en la oscuridad, el alumbrado público no llega tan lejos. Intento avanzar rápido porque he perdido a la figura que estaba siguiendo. Llego a la playa y se me hace más difícil continuar. La luz de la luna ilumina el mar y las olas, al romper, hacen música para mis oídos. Me escondo tras una de las pequeñas rocas que se depositan en la playa hasta acabar en el gran acantilado. No veo a nadie. Lo he perdido. ¡Maldita sea!
Cuando quiero volver con Paris escucho los pasos de alguien acercándose a la playa. Puedo ver las luces de la ciudad al fondo y cómo el hombre va girando su cabeza hacia atrás. Me escondo, porque pasa muy cerca de mí. No consigo distinguir si es el contrabandista. Se marcha, entre las rocas, hacia el acantilado. ¿Dónde va? Le sigo, a una distancia prudente, de roca en roca clavada en la arena. Más allá no hay nada. Una pared vertical, el acantilado. Veo cómo se mete en el agua del mar y desaparece. Cuento hasta dos minutos. Tiene que salir a respirar. No lo hace. Cuento cuatro minutos. Creo que se ha ahogado. Otra persona aparece en la playa y camina hacia donde el anterior. Llega al agua y a pesar del frío, sin dudar, se mete en ella y también desaparece.
Vuelvo con Paris. Escondiéndome y viendo cómo más hombres y mujeres cruzan la playa y se los traga el mar. He contado ocho en total. No sé si alguno de ellos era Diego. Paris sigue en el banco. Llego a su altura, amparándome entre los árboles del paseo.
—Paris. —Le susurro. Ella entiende que algo pasa y viene rápido al cobijo que nos otorgan los árboles. Le explico rápidamente lo que he visto.
—¡Lo hemos encontrado! Tiene que ser esa…la ¿entrada? Bajo el mar… Tenemos que ir. Tengo que ir.
—No creo que sea una buena idea, Paris. Está oscuro y hace frío. ¡El mar se los ha tragado!
—¿No sabes nadar?
—No, pero qué importa eso. En el caso de que fuera esa la entrada hacia una de esas comunidades, no sabemos cómo llegar. Deberíamos volver con la luz del día. No podemos arriesgarnos…
—Estamos tan cerca…
—Pero Paris…
Me mira un segundo a los ojos. Estoy perdido. Lo va a hacer de todos modos, diga lo que diga y le ponga las pegas que le ponga. Ve tan cerca a su madre…Yo también lo haría. Mientras me quedo pensando, Paris se adelanta y va caminando poco a poco por el mercado. La alcanzo y llegamos a la playa. La llevo al sitio por el que he visto a esas personas desaparecer.
—Parece el fin del mundo, ¿verdad? Más allá, según los mapas, no hay nada. Solo agua. Mar. —Mi mente no llega a comprender la inmensidad de lo que Paris dice. —Bueno, esta vez me toca a mí.
—¿Qué? ¡No! Yo voy contigo.
—No sabes nadar, Eric. Solo echo un vistazo y vuelvo. Solo eso.
Me coge una mano, tratando de convencerme. Tiene razón. No sé moverme en el agua y, sin saber dónde vamos, puedo ser más una carga que una ayuda. Aun así, a pesar de usar la lógica, me sorprende la decisión de Paris. Soy yo el esclavo ¿no? El prescindible. Para eso me compró. Parece ser que las palabras de Diego Márquez solo eran veneno con el que atormentar mi cabeza. Confío en Paris y ella confía en mí.
Paris se quita su blusa, quedándose en sujetador, y me la deja. No puedo evitar mirar su blanca espalda, apuntillada de lunares. Me sonríe al descubrirme embelesado y enfila sus pasos hacia el mar. Veo cómo chapotea al engullirla el agua. Se hunde. Luego todo se vuelve a calmar. Las olas y la arena de la playa. Me refugio en una de las grandes rocas que pegan al acantilado. Me da un miedo atroz no ver salir a Paris. No sé cómo manejarme dentro del agua, pero si no vuelve en diez minutos, tendré que ir a por ella. Trato de hacer tiempo, vigilando. Por si algún comerciante más del campamento cruza la playa. Miro a la luna, maldiciendo. No tenía que haberla dejado ir. Si alguien debe morir, ese soy yo. Paris no. Pienso en lo cerca que hemos estado antes, cuando hemos tenido que disimular para que no nos descubrieran. El temor nos tenía a los dos acongojados. Pienso en sus palabras del Colapso, la Diosa y la Sacerdotisa. Pienso en mi madre y en la muerte. En su investigación. Quizá eso no sea tan importante. Nada de eso. Solo estar vivos. Da igual si sigo siendo un esclavo. Pero vivo. Son pensamientos que no tendría en un estado normal, lo sé. Calculo que solo han pasado cinco minutos. El tiempo se dilata. Se hace eterno.
—¿Dónde estás, Paris? —Susurro para mí.