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Capítulo 14

Me acuesto escuchando los sollozos de Paris, que llora, sola, en su habitación. Como si consiguiera transmitir su tristeza a través de los gruesos muros de la pared. El señor Stonecraft continúa dando vueltas por el salón, tocándose la cara con las dos manos, intentando comprender sin llegar de verdad a hacerlo. Sacude, también, alguna lágrima.

—Tendrías tus razones. —Le apoyo una mano sobre el hombro cuando, sin poder dormir, bajo a beber agua. —Dale tiempo. Hablaré con ella…

—No me perdonará. No me lo perdonará.

—Pero…eres su padre.

No me entrometo más en asuntos ajenos y me vuelvo a la cama, en busca de un sueño que no encuentro. No dejo de pensar en la Diosa y su enviada, la Sacerdotisa. En cómo algo tan importante para la comunidad esclava ha estado siempre alejado y vetado para mí. ¿Cómo he estado tan ciego? ¿Por qué no me he percatado de todas esas señales? Creo, definitivamente, que la religión de la Diosa tiene mucha relación con mi madre. Ella era esclava, tenía una Biblia…estaría velando por su libertad. Por su futuro. Pero lo que no consigo es descubrir qué tipo de conexión tiene todo esto con la madre de Paris. Los esclavos necesitan a la Sacerdotisa para sobrevivir y mantener la esperanza, pero… ¿alguien que pertenece a la clase privilegiada? ¿Qué parte de esa religión le podría atraer? ¿Acaso aún no ha muerto aquel sentimiento de la juventud libre que peleó de la mano de los esclavos en la última rebelión?

Supongo que la respuesta a todos mis interrogantes está en el tiempo. En esos malditos saltos que el señor Stonecraft sigue programando y ajustando. Quizá la investigación científica de Paris ayude a conocer y dar explicación a todo lo que somos hoy. Desenterrar todas las dudas que ahora nos asaltan. Pero eso no cambiará nada. Seguiremos viviendo en un mundo dividido entre pobres y ricos, entre libres y esclavos. Explicar no significa transformar.

Ir contra el mundo acabará matándome. En ese sentido, mantengo los pies en el suelo y por eso solo busco mi propia libertad. A veces pienso que estaría mejor viviendo en la plantación del viejo Greg. Trabajando de sol a sol, llevando una vida rutinaria y sencilla. Sin peligros, ni desafíos, ni libertad, pero tranquilo. Al poco se me pasa. No hay nada más importante que dejar de ser lo que soy.

Estoy seguro de que debemos continuar con lo empezado. Si encontrásemos a Julie, la madre de Paris, podríamos obtener respuestas e ir encajando más piezas. Pero… ¿estará viva? ¿Querrá Paris arriesgarse y enfrentarse a sus monstruos? ¿A la verdad que, inevitablemente, tiene que esconder su madre?

Me levanto tarde y me pongo a hacer algunas tareas de una casa que ya se ha convertido en un hogar. Por eso tengo que ayudar. Bueno, por eso y porque, aunque no lo parezca, sigo siendo un esclavo. Cuando termino de lavar y tender la ropa me siento a volver a leer el fragmento de la Biblia sobre el pueblo de Monroe, que aún existe, como he podido comprobar en los mapas que tiene Paris de las Provincias Unidas. Se encuentra en la Provincia Unida Central, no muy lejos de la plantación de Greg Gordon. Trato de ser capaz de reinterpretar el significado del pasaje, como si fuera a encontrar una explicación viable y válida a aquellos insólitos milagros.

Ensimismado en la lectura, aparece en el cuarto Paris, sigilosa, con un papel doblado en la mano.

—Escucha esto. —Le digo cuando levanto la vista y la veo, interrumpiéndola. Le leo el pasaje de Monroe, de forma lenta y trabándome.

—Sí. Es uno de mis favoritos. —Responde ella cuando acabo, sentándose en la cama. —Tiene algo, no sé, especial…

—Justo eso, como si…

Me giro y veo sus ojos grises con su tormenta eléctrica dentro. Se le dibuja una sonrisa pícara en el rostro. Parece que ha enterrado toda esa tristeza y los llantos que clamaron al mundo entero la noche pasada. Pero no es así. La conozco ya. Lo guarda todo, dentro.

—¿Qué pasa? ¿De qué te ríes?

—Traigo algo. Algo para ti. Y sé que te va a gustar…

No entiendo muy bien lo que dice, pero lo hace con entusiasmo. Me pasa ese papel que tiene en la mano y lo leo:

“Desde tu equipo de barrio, tu equipo de siempre, el Brox City, de Quinta División Provincial, pedimos tu ayuda. Ante la oleada de lesiones y en vista de nuestro humilde presupuesto, buscamos a dos jugadores aficionados para afrontar con garantías la segunda vuelta del Campeonato de Liga. ¡Es tu oportunidad de hacerte profesional! ¡Acude a nuestra prueba y muéstranos tus habilidades!”

Lo leo en voz alta y a medida que las ideas van llegando a mi cabeza me invade una excitación extraña, algo como una mezcla entre alegría y miedo.

—Pero Paris, yo…

—Sí, ¿qué pasa? Eres un esclavo, pero también tienes posibilidad de participar. No olvides que, por azares del destino, soy tu dueña temporal y si yo digo que puedes hacerlo…puedes.

—De todas maneras, solo es una prueba.

—Una oportunidad, Eric. Así podremos comprobar si de verdad eres tan bueno como dices.

No puedo creer que Paris haya buscado la forma de que juegue al fútbol, más allá de su jardín. Tal y como lo he soñado siempre. Es cierto, solo es una prueba, pero tengo una ocasión para disfrutar de lo que me gusta y para demostrar mi valía. Podré matar el gusanillo de querer competir. De querer ser igual que esos que siempre he visto por la Pantalla.

—Además, eres su mejor opción. Esclavo y, a priori, sin aspiraciones monetarias.

—¿Cómo?

—Hoy en día, el mundo del fútbol solo se mueve si hay mucho dinero. Cualquier jugador aspira a obtener un salario demasiado alto. El Brox City es un equipo muy modesto, así que se decantará por aquellos que les ofrezcan una buena conjunción de calidad y precio.

Abrazo a Paris, expresándole mi gratitud por este regalo tan grande que me ha hecho. Ya se han alejado de mí todas esas viejas ideas de huir que me incrustó Clarise. Confío plenamente en Paris, sabiendo que, si alcanza sus objetivos con respecto a su investigación y futuro, yo lograré los míos, la tan ansiada libertad. Es por eso por lo que deseo que cuanto antes volvamos a retomar la misión para la que fui comprado.

—¿Cuándo saltamos en el tiempo de nuevo?

—Papá está reconfigurando los relojes, haciendo más precisa esa máquina. En realidad, no sé cuándo podemos hacerlo. Pero pronto.

—Verás, Paris…He estado pensando en…tu investigación...

—Ah, ¿sí? Cuéntame, a ver si tú consigues sacarme del estancamiento en el que me encuentro.

—No consigo relacionar a mi madre, a la tuya y a la Diosa. Pero algo me dice que casan perfectamente. Que hay un hilo conductor en todo esto. La Sacerdotisa es solo un personaje de un libro, que vivió hace muchos años; Lunetta, mi madre, ya no está…La única opción que nos queda es…encontrar a Julie, tu madre. Ella sabrá por dónde debemos, por donde debes, continuar.

Paris cambia su semblante. Vuelve a la seriedad y veo la profundidad en sus ojos. Se le pierde la mirada.

—No es tan fácil, Eric. Quiero verla desde que se fue. He intentado rastrearla mínimo un millón de veces. Pero todo ha sido en vano. No sé, no sabemos—se refiere a su padre, el señor Stonecraft—nada, absolutamente nada, de ella.

Le tomo las manos y consigo que me mire directamente a los ojos, aunque los aparta rápidamente.

—Julie…se fue en busca de la Diosa y de la Sacerdotisa, ¿no es así? ¿No decía eso en su carta? Pues bien, ahí debe estar. Con ellas.

—¿No lo comprendes? Toda religión en las Provincias está prohibida. No queda apenas ya nada de esas comunidades. Tú mismo provienes de una plantación esclava y no conoces a la Diosa.

—No todos la conocemos, pero otros muchos sí que lo hacen, a escondidas. Y se callan. Paris, sé por dónde tenemos que empezar.

—Adelante, pero todo lo que vamos a encontrar es un callejón sin salida…

—El primer paso es visitar a Diego Márquez.

—¿Al contrabandista? ¿Estás loco? ¡Casi nos mata! ¿Ya no lo recuerdas?

—¡Él conocía a la Diosa! Sabía que mi pañuelo—alzo la mano para que lo vea—no es falso. ¿No viste el brillo de sus ojos al verlo? Es un objeto sagrado para ellos. Diego Márquez sabe mucho más de lo que te ha contado hasta ahora. Esos libros…solo lo ha hecho para conseguir dinero. A la vista está, de poca ayuda han servido. Estoy seguro de que, si quiere, puede llevarnos directamente a alguna comunidad de…creyentes de la Diosa. Y de paso, puede darte algún libro que sí sirva a tu investigación.

—Puede que así sea, pero… ¿cómo nos enfrentamos a él…?

—Habrá que convencerlo, o darle lo que pide.

No perdemos el tiempo. Me pongo una camiseta mientras ella va a recoger su mochila. No va a ninguna parte sin ella. Pienso rápidamente alguna técnica para seducir a Diego Márquez, el contrabandista. Solo se me ocurre dinero, pero yo no tengo ni un dólar y no creo que Paris pueda llegar a la cifra que sacie a este tipejo. Cojo la Biblia que me legó mi madre. Nada en este mundo tiene más valor que eso.

Paris me sonríe cuando llego al salón y me apremia a salir de casa. Es mediodía y el señor Stonecraft subirá de un momento a otro a almorzar, juntos, tal y como hacemos en los días en los que Paris no sale de casa.

—Un momento—digo—¿No vas a despedirte de tu padre o algo? No sé, decirle…

—Está bien así, Eric. ¡Vamos!

Hay una larga caminata, varios kilómetros, desde el paseo marítimo al que da la casa de Paris hasta el mercadillo de las gentes más humildes de la ciudad. Allí donde Nueva América acaba, abruptamente, entre acantilados y montañas.

—¿Nerviosa? —Digo para hacer más amena la travesía.

—Aterrada. No estoy tan segura de esto como lo estás tú…

—Confía en mí, por una vez. Podemos darle un empujón a todo esto. —Hablo en general. A lo suyo y a lo mío. A lo que nos preocupa y por lo que luchamos. —Solo tenemos que…acertar.

Pasamos por el lugar en el que besé, sin pensarlo, a Paris. Evito hacer alguno de mis comentaros típicos sobre la situación, porque ella puede tomárselo mal. Siento que ahora estamos mucho más unidos. Paris y yo. No hablo de algo físico, de que ahora caminamos más juntos, rozo su piel con mis dedos o incluso, a veces, mi nariz puede oler de muy cerca su pelo. No. Es algo sentimental. Como que formamos un equipo. Cada uno con sus virtudes, cada uno con sus habilidades. Como si el objetivo final lo hubiéramos interiorizado tanto que nos ha ayudado a forjar un lazo que va más allá de un simple contrato de dueña-esclavo. Eso sin olvidar, por supuesto, al lugar distinto al que ambos pertenecemos. Siento que Paris y yo, ahora, estamos más cerca que nunca. Y me gusta que así sea.

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El mercado está desierto. Solo quedan los esqueletos de los puestos de aluminio, hierro y madera. Ya no hay niños correteando de aquí para allá, buscando juguetes, dulce y diversión. No está en el aire el olor a comida y a sudor. No hay nadie. Solo nuestros pasos recorren la calle de un mercado que parece terminar al fondo, en el mar. Avistamos, eso sí, el campamento de muchos comerciantes que viven de ir y venir, recorriendo las Provincias, vendiendo y comprando productos, en un intento digno de ganarse la vida.

—¿Y si no está? —Pregunta ella. Noto en su voz ese miedo a adentrarse en las profundidades de la religión de la Diosa, donde puede haberse perdido su madre.

—Lo esperaremos. No nos moveremos hasta que no aparezca ese maldito contrabandista.

Echo rápidamente un vistazo a los puestos vacíos, fantasmales, del mercado para, más tarde, ver a Paris sentada en el asfalto desgastado por el tiempo, cansada. Está estirando las piernas. El sol aprieta mucho mientras me mira, entrecerrando los ojos. Me acerco a ella y, desde arriba, intento hacerle sombra con mi cuerpo. Paris se ríe. Me gusta esa sonrisa. De pronto, algo se enciende dentro de mí y ando directo hacia el campamento de los comerciantes.

—¡Eric! ¡Eric! ¡Espera! —Paris viene tras de mí. —¿Qué se supone que estás haciendo?

—Diego tiene que estar por aquí. Vive aquí. —Le contesto decidido, pensando de manera lógica—Solo tenemos que encontrar su maldita furgoneta. Creo que tenía unas bandas azules a los lados…

—Eric, aquí vive mucha gente. Existen muchos vehículos de cuatro ruedas neumáticas que se desplazan tocando el suelo. Dos o tres en cada una de estas…calles.

Hago caso omiso a las advertencias de Paris. Algo en mi interior me dice que voy por buen camino. Cruzamos numerosos callejones improvisados, creados artificialmente por los propios comerciantes al aparcar sus vehículos, tratando de conformar un cómodo hogar para una semana, dos o un mes. Luego habría que empaquetar y coger de nuevo la carretera, en busca de un nuevo lugar.

Mis pies pisan una seca arenisca, mientras pasamos por tiendas de campañas de todos los tamaños y todos los colores, de caravanas viejas y ruinosas. Veo a personas libres, de un lado para otro, pero que tienen bajos recursos, viviendo entre, lo que parece ser, miseria e incluso inmundicia. Algunos nos miran extrañados, seguramente por nuestras ropas y porque aquí se conocen todos. Pasamos por tenderetes que van de vehículo a vehículo, donde las familias tienden sus prendas para que se sequen. Hay distintos fuegos por todas partes, donde se calientan ollas de comida. Miro las caras sucias de los niños, que juegan, sin entender muy bien el mundo en el que viven. Juegan a ser adultos, con la playa en el horizonte como escenario. Alzo la cabeza y veo la inmensidad del mar.

—¡Vamos a la playa, Mike! —Dice un pequeño de color.

Si esto es la libertad, si ser libre es esto, no quiero ser libre. Aquí se moverá mucho dinero, pero no me gustaría vivir así. Parece ser que la vida, el tiempo, los kilómetros y el sol han desdibujado la cara de algunos comerciantes y de sus esposas, a juzgar por las arrugas en cuerpos jóvenes. Sus miradas transmiten preocupaciones, dolor y sufrimiento.

—Eric, puede ser peligroso. —Me advierte Paris, recordando el altercado que ya tuvimos en este lugar con el contrabandista. Creo que también se siente intimidada por los ojos que se clavan en nosotros.

—No te preocupes. Confía en mí. —Me vuelvo hacia Paris e intento tranquilizarla. Está sudando por el calor. —Si lo piensas, no tenemos otra opción—. Me mira y asiente. Espero a que llegue a mi altura. Paris cierra sus ojos y posa su cabeza sobre mi pecho, tomándose un respiro. Abro mis manos, sin saber muy bien qué debo hacer. Si abrazarla o dejar que ella haga lo propio, si quiere. Siento paz al sentir a Paris.

Abro los ojos, preocupado, cuando oigo un “clic” a mis espaldas, señal de que una pistola de balas ha sido cargada. Un segundo después siento en mi nuca el tacto frío del acero.

—Os dije que no quería veros por aquí nunca más. —Bingo. Hemos encontrado a Diego Márquez. Más bien él nos ha encontrado a nosotros.

Alzo las palmas de mis manos lentamente, mientras me giro hacia él. Estamos totalmente indefensos. Me coloco delante de Paris. Diego se acerca y me apunta con su pistola a la frente. Genial.

—¿Dónde diablos vais otra vez vosotros dos? Nadie que no pertenezca al gremio de los comerciantes de carretera puede traspasar el mercado. Apuesto a que no soy el único que ha descuidado su almuerzo al oíros deambular. —Miramos hacia los vehículos y sus huéspedes, asomados a puertas y ventanas, como si estuvieran asistiendo a un espectáculo.

—¡Está todo bien, Diego! Solo queremos hablar contigo. Baja el arma, por favor. Por la Diosa. —Paris suplica, más atemorizada aún que yo.

—Hija, no nombres a la Diosa en vano. ¿Qué es lo que queréis esta vez? ¿Más libros? ¿Quizá robarme? ¿Dejarme de nuevo inconsciente? —Por lo que parece, no olvida nuestro último encuentro. No es para menos.

Me intento separar de la pistola y de Diego, retrocediendo, sin bajar mis manos. Mis ojos no paran de moverse, tratando de controlarlo todo. Lo miro a él, a sus dedos que están sobre el gatillo, al agujero negro por el que puede salir una bala que cause mi muerte. No es agradable esta situación. Esta sensación. Esa arma es peor que las descargas eléctricas que, al menos, sí que puedo soportar. Ya lo tengo comprobado.

—No creo que sea un buen lugar para hablar. —Le señalo el campamento de los comerciantes del mercado, puesto que muchos de sus compañeros pueden estar atentos a lo que está ocurriendo. —Hay demasiados secretos que pueden salir a la luz. —Aprovecho lo que digo para alzar el libro de la Biblia de mi madre.

—¡Por la Santa Sacerdotisa! ¿Cómo tienes tú un libro de tal calibre? ¡Guarda eso, chico! —Baja su pistola, que deja de amenazar mi vida. Diego Márquez mira hacia los lados de la calle, hacia las caravanas, por si alguien ha visto mi posesión más preciada. —Vas a tener problemas. Y no solo conmigo.

—Déjanos hablar contigo. Preguntarte y responderte. Diego…es todo lo que queremos. ¿Cuándo te he mentido yo? ¡Si soy tu mejor cliente! —Paris apela a todo el dinero que el contrabandista ha ganado gracias a ella. —Te he dado miles de dólares a cambio de, prácticamente, nada.

Diego Márquez se mantiene pensativo por unos segundos, como si quisiera rememorar todas las veces que Paris y él habían intercambiado dinero, productos y palabras, para comprobar si es cierto lo que ella dice. Lo es. Al final, Diego guarda su pistola en el cinturón de su pantalón y nos indica que le sigamos. Suspiro aliviado y le dejo el paso libre a Paris. Me doy cuenta de que el tenso momento me ha dejado la boca seca y que me recorre la frente un sudor frío.

El contrabandista Diego Márquez nos guía hasta la zona donde se encuentra su caravana y su furgoneta. Esa en la que guarda su mercancía y donde tuvimos un pequeño percance. Nos hace subir a su vieja y oxidada caravana, un espacio bastante reducido donde se hace vida y se guarda todo lo que conforma un hogar. Evito fijarme en la suciedad de la cocina y en los trapos viejos que se ven tirados por todas partes. Diego quita algunas prendas de la pequeña mesa, la comida a medio terminar e intenta ordenar un poco el salón. Acto seguido, nos pide que tomemos asiento.

—Y bien, ¿qué queréis saber? —Expande sus manos, como esperando nuestras preguntas. Luego se las coloca en la cintura, expectante.

—Todo lo que nos trae aquí es esta Biblia. —Se la vuelvo a enseñar. —Era de mi madre, al igual que el pañuelo de la Sacerdotisa. Es lo único que me queda de ella. Es por eso por lo que vengo a limpiar mi honor y el suyo. No soy ningún ladrón. Esclavo, sí, pero siempre muy honrado. Fíjese—me acerco a él y le abro la Biblia por la primera página—está firmada por mi madre. De su puño y letra escribió unas frases de dedicatoria, para mí. Adelante. —Le invito a leerla, dejando que hurgue en mis intimidades. A ver si así me gano su confianza.

—¿Y dónde está tu tatuaje? —Me replica.

—¿Mi tatuaje…? —Miro a Paris con cara de póquer.

Diego Márquez alza una de sus manos y nos muestra sus muñecas. Cierra los ojos con fuerza y en su piel va emergiendo un dibujo que tanto Paris como yo ya hemos visto antes: dos medias lunas encerrando una cruz.

—Todos los seguidores de la Diosa y la Sacerdotisa lo tienen, es el rito inicial. Tú no. Y por lo que sé, ella tampoco.

—Tienes que entendernos. Apenas conocíamos a la Diosa hace dos meses, Diego. —Interviene Paris, intentando apaciguarlo. —Ella se está cruzando de manera inevitable en nuestras vidas y estamos averiguando qué puede significar.

—Lo siento, chico. De ti, esclavo, me puedo fiar, pero de ella no. Nunca lo he hecho. —Sus palabras apenas me sorprenden. Yo ya lo sabía. Pero a Paris parece caerle una losa encima, como si se sintiera culpable de haber confiado en la persona equivocada. Toda la ayuda que parecía haberle prestado aquel contrabandista era solo una mentira. Paris y su inocencia.

—Lo sé—digo—. Esos libros que siempre le has vendido, a tantos dólares cada uno…Pero te equivocas en algo: ella solo está…buscando información, investigando. Tratando de averiguar lo que pasó antes, en el Colapso. Por qué y cómo nos hemos convertido en lo que somos. Por qué vivimos en esta sociedad tan injusta y desigual. Es útil para mí y para la gente como tú. Si averiguamos por qué, sabremos cómo transformar las cosas. Y la Diosa tiene un papel principal en todo esto. Puede ser la base del futuro.

—Bobadas y fantasías. Las cosas no se pueden cambiar. Las Provincias Unidas nunca acabarán con la esclavitud ni dejarán paso a la Diosa. Ella—señala a Paris—como mucha gente de la élite, solo está jugando. Contigo, especialmente. Se divertirá un rato, luego se cansará y te denunciará a las autoridades. Créeme, por desgracia no es la primera vez que veo algo así.

—Ella es diferente. Paris, no. También se está jugando el cuello en esto.

—Sí, pero a ella no se lo cortarán cuando os descubran. El culpable serás tú. —Responde Diego con desdén. —La verdad, no sé por qué los esclavos defienden con tanta fuerza a sus amos, si son los mismos que le aprietan, cada día más.

—Mira, Diego, solo queremos profundizar más en la Diosa y la Sacerdotisa, queremos…unirnos. Quizá nos podáis ayudar en la investigación de Paris. Puede que así se empiecen a cambiar las cosas.

—No pueden, chico. Solo la Diosa tiene ese don. —Pongo los ojos en blanco de cara a Paris. Me enrabieta ese argumento. La Diosa parece estar en todos lados, pero nunca hace acto de presencia.

—En realidad—Paris, que parecía haberse quedado muda, como una espectadora ante la conversación entre el contrabandista y yo, nos calla—hemos venido en busca de alguien. Lleva años desaparecida, como si la tierra la hubiera engullido. Iba en busca de la Diosa y no sé si lo consiguió. Algo me dice que sí. —Paris introduce sus dedos en la obertura de su mochila y saca la carta de su madre. Ella también desnuda sus intimidades.

—¡Por la mismísima Sacerdotisa! —Diego Márquez hace aspavientos mientras lee la carta. —¿Tu madre es Julie? ¿Julie Bell?

Paris asiente, cerrando los ojos, como si le doliera en el alma escuchar de esos labios el nombre y el apellido de su madre.

—¿La conoce? —Le pregunto, rápido. Paris, emocionada, se ha quedado ensimismada.

—Yo…la conocí. Hace…años, quiero decir. Pero, lamentablemente, no puedo hablarte de aquel tiempo ni mostrarte el camino hacia ella. Solo la Diosa, y en su nombre la Sacerdotisa, pueden.

A pesar de lo contradictorio de las palabras de Diego Márquez, el rostro de Paris parece elevarse hasta la locura. Se altera y veo en sus ojos que, la tormenta eléctrica casi siempre latente, se ha desatado y parece azuzar con fuerza la caravana.

—Diego, por favor. —Paris se acerca al hombre de tez morena y barba negra. Le toca, queriendo parecer más cercana. Supongo que quiere transmitirle todo lo que ella está sintiendo. —Tengo dinero, si eso es lo que quieres. —Mete, llorando y de forma torpe, sus manos en la mochila en busca de un puñado de dólares.

—No hija, bastante dinero te he sacado ya. No lo quiero. No sé mucho más sobre Julie…llegó un punto en que decidió ir y venir. De aquí para allá. Surcando las Provincias, ayudando a todo el mundo, guiada por la Diosa y la Sacerdotisa. A mí también me salvó. —Diego se rasca la barba, mientras sus pupilas se dilatan. Está recordando tiempo pasados.

La cara de Paris es todo un poema. Aprieta su boca y sus ojos, brillantes a causa de unas lágrimas que están a punto de brotar. Nos hemos quedado tan cerca de su madre…Tan cerca de conocer más respuestas a todos nuestros interrogantes…Llego a la conclusión de que Diego, definitivamente, es un seguidor de la Diosa. De la Sacerdotisa. Y que sabe más sobre la religión, sobre las comunidades de la Diosa, de lo que nos ha contado. Incluso puede que también de Julie Bell.

—Te lo agradecemos, Diego. Pero quizá podamos hallar alguna pista…en las comunidades de la Diosa…seguro que…

—No me he olvidado de ti, chico. —Me interrumpe. —Ni de tu pañuelo. Tendrás que dar muchas explicaciones si consigues llegar a…ya sabes a qué me refiero. —Se calla porque sabe que está hablando de más.

—Llévanos contigo, por favor. —Le pide Paris.

—Imposible. No os conozco ni confío en ninguno de los dos. Además, en este tipo de cosas no soy yo el que tiene la última palabra ni el que decide.

—¿Es la Diosa la que lo hace? —Contesto irónicamente, volviendo a poner los ojos en blanco.

—Así es.

—Pues bien—aprieto los dientes y le muestro mi Biblia y mi pañuelo—La Diosa y la Sacerdotisa ya nos han elegido.

—Ni lo sueñes, muchacho. Volved a casa y olvidadlo todo. La Diosa no está para tonterías. —Paris mira al suelo, pensativa. Desde que Diego Márquez ha hablado de su madre ha permanecido reflexiva. —Lo único que puedo hacer por vosotros es esto—Diego Márquez va a su estantería y saca un libro, limpia la portada de polvo y se lo entrega a Paris. —A modo de compensación. Ha habido más gente como tú, más loca tal vez. Es un libro sobre el mundo tras el Colapso. Muchos cuentos, a mí parecer, pero a ti quizá sí que te puede interesar. Tómalo como un regalo tras tantos desengaños. Ahora, por favor, los dos fuera de aquí. Espero no volver a veros. —Nos abre la puerta de su Caravana

—No puedes dejarnos así…—Le digo mientras bajo de su hogar.

—Me temo que sí. Y guarda bien eso que llevas anudado a la muñeca, porque no dejaré que te marches con él una tercera vez.

Enfilamos, sin más remedio, la vuelta a casa por el paseo marítimo. No hablamos en todo el camino. Yo voy algo enfadado, por la actitud del contrabandista y por no haber conseguido ninguna pista por la que seguir. Necesito introducirme más en la Biblia y en la Diosa, para entender a mi madre y averiguar lo que le ocurrió. Paris va leyendo el libro. No levanta la cabeza de él. Parecer ser que tiene “La estatua de la libertad” como título.

—Oye, Eric, ¿A ti te suenan de algo los “Estados Unidos de América”? Estoy segura de que he leído algo parecido en otro sitio…