No sé si esto es la libertad, pero desde luego esto es lo más parecido a ser libre que he podido sentir en toda mi vida. Hasta he borrado de mi mente los pensamientos de escapar. Aquí es como si estuviera de vacaciones. De hecho, lo estoy. Llevo un mes sin dar palo al agua. Se acabaron los madrugones y las largas jornadas al sol con el dichoso algodón. Se acabaron los colchones podridos. Las ropas raídas. Ahora duermo cada noche sobre un colchón que se adapta a mi cuerpo y que me proporciona frío o calor, según padezca en el momento. Ahora duermo hasta tarde. Almuerzo y ceno ricos banquetes. Creo que he comido más carne y pescado que en los diez años anteriores. Me ducho con agua muy caliente. Veo el fútbol en la Pantalla cada tarde. Sin embargo, no puedo salir de esta casa. No puedo llegar a la ciudad. No, esto no es ni puede ser la libertad.
Aquel misterioso hombre que acompañaba a Paris, resultó ser su padre, Matt Stonecraft, un tipo calvo y reservado. Cada vez que le miro a los ojos los noto como si los tuviera hundidos, perdidos en algún lugar, debido seguramente al trabajo. El nombre y apellido de su padre fueron las únicas palabras que Paris me dedicó al llegar ese día a casa. Viven a las afueras de la ciudad, lejos de los rascacielos y cerca del mar. No lo veo desde mi ventana, pero lo huelo. Es un olor húmedo a sal, que se pega en tu piel, una sensación pegajosa totalmente invisible. Todo lo contrario a lo que estoy acostumbrado. Es una casa enorme, con dos plantas y un jardín en la parte posterior. Me alojé en uno de los cuartos que me ofreció Paris: bien iluminado gracias a una gran ventana desde la que puedo ver los rascacielos del centro de la ciudad y el porche; tiene una gran estantería con libros de todos grosores y colores, además de un escritorio con una de esas máquinas electrónicas y una gran Pantalla donde ver el fútbol y las noticias.
Después de aquel primer día, solo veo a Paris por las noches, al cenar. Ella se va temprano y vuelve tarde. Apenas hablamos, no habla ni con su padre. Es una chica reservada. A pesar de esa primera impresión, recuerdo hace unos días cuando la vi sonreír. Yo estaba apoyado en la ventana que da a la calle. Ella salía de casa, con el pelo al aire y bien maquillada. Un muchacho de pelo rubio y sonrisa perfecta la esperaba sentado en su aeromoto. Se dieron un efímero beso de labios y ella se subió en la parte trasera. Esa misma noche, antes de cenar, se deslizó silenciosa y traspasó el umbral de lo que se había convertido en mi refugio. Yo estaba tumbado en la cama, cambiando de canal buscando un partido que fuera interesante, puesto que solo estaban jugándose partidos de tercera división. En cuanto la vi me incorporé. Ella sonrió y se metió las manos en los bolsillos traseros de sus vaqueros mientras caminaba por la habitación.
—Espero que estés cómodo aquí. —Me senté en la cama sin contestar mientras ella repasaba los libros de la estantería. —Yo solía venir a este rincón de la casa cuando era pequeña. Era el único sitio en el que no se escuchaban las voces y los gritos de papá y mamá en sus peleas diarias. Por eso te acomodamos en este cuarto, sé que aquí estarás bien.
—Vaya...gracias. —Con esa mirada melancólica parecía más mayor. No sabía qué más decir.
—Quiero que tengas paciencia. —Se sentó a mi lado al borde de la cama. Podía oler el perfume que desprendía el pañuelo de su cuello. —Sé que esta casa es grande, pero a veces se hace muy pequeña. Últimamente estoy muy ocupada y no podemos dar un paseo o hablar de lo mucho que hay que hablar.
—Sí, creo que me debes muchas explicaciones. Aún no sé por qué estoy aquí.
—Y te lo contaré todo, pero cuando sea el momento. He de decirte, eso sí, que es algo muy importante y es por ello que es peligroso...
—¿Peligroso? ¿Para quién?
—Para mí, para ti también. Para las Provincias...
—¿Ir contra el Estado de las Provincias? Suena demasiado bien... —Las Provincias Unidas amparan la esclavitud. Sin él, sería libre.
—No va a ser fácil.
—Para, para. Un segundo. Paris, ¿podrías decirme al menos a qué te dedicas? ¿Eres una espía del Servicio de Inteligencia o algo parecido? Te vas temprano y llegas tarde, apenas tienes tiempo para ti misma...
Ella se echó a reír, y lo hacía cada vez más cuando veía mi cara de desconcertado.
—Eric Moon, te queda mucho que aprender en la ciudad. Yo tan solo soy una simple historiadora.
—¿Historiadora?
—Existen, por suerte todavía, ciertos estudios que van más allá de la ciencia y la tecnología, y uno de ellos es la Historia. Se llaman materias muertas porque no permiten el avance material de la sociedad.
—¿Para qué sirven entonces?
—Para el avance cultural e intelectual de la sociedad. —No entendí muy bien lo que quería decir por el lenguaje tan técnico que estaba utilizando, pero intenté concentrarme para poder captarlo. —Tan solo me dedico a recomponer rompecabezas del pasado. Qué ocurrió, quiénes lo protagonizaron, por qué sucedió y cuáles fueron sus consecuencias.
Me explicó Paris que desde pequeña le encantaban los libros. Su padre, un importante científico que se vendía a distintas Compañías, le regalaba libros prohibidos obtenidos por contrabando. Después de descubrir que era una patosa para las ciencias decidió estudiar Historia en la Universidad de Nueva América, en la que empezó a los dieciséis años, con tan solo dos compañeros de clase y un viejo profesor, el señor Meyer. Tras tres años se graduó y no obtuvo ningún puesto de trabajo por parte de las Provincias ni de ninguna Compañía, así que decidió comenzar a investigar para la Universidad la historia de las rebeliones de esclavos. Un tema del que, prácticamente, se conocía del todo y que no tenía mayor interés. Nadie quería leer sobre esclavos.
—Un día—continuó Paris su relato—mi padre me trajo otro de los libros ilegales que conseguía. Tenía anotaciones escritas a manos muy antiguas, hablando del Colapso. —Hizo una pausa para mirarme y captar mi asombro. —¿Tú sabes algo del Colapso? —Negué con la cabeza, ¿qué importa eso? —Nadie sabe nada del Colapso. Después de aquello comenzó la era en la que vivimos. Pero no sabemos lo que pasó antes, ni durante. ¿Y si hubiera miles de años de historia antes del Colapso?
—Me duele la cabeza al pensarlo, Paris. —Le confesé. No tengo su capacidad intelectual y no llego a los detalles más pequeños.
—Lo más extraño es que, entrevistando al hombre que le proporcionaba los libros prohibidos a mi padre, nos explicó que los conseguía en sus inmersiones en el mar. Decía hallar construcciones y restos de todo tipo bajo el mar. Mi padre lo tildó de loco, que por eso se dedicaba al mercado negro. Yo, sin embargo, le creí, dando forma a una teoría que estoy perfilando sobre el Colapso, para entender el esclavismo. Una investigación en la que llevo un año, recorriendo archivos digitales, archivos documentales, libros, viejas historias orales y demás...pero que no me ha permitido avanzar mucho.
—¿Y qué pinto yo en todo esto si apenas lo logro entender?
—Mucho, Eric. Vas a ayudarme, porque necesito mucha ayuda.
—Pero no soy historiador y, para serte sincero, tampoco creo mucho en tu teoría.
—No importa. Supe que eras tú al verte y luego lo confirmé al ver tu Biblia.
—¿Bruja? —Me reí.
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—Intuición. —Me guiñó un ojo.
—Es uno de los últimos recuerdos que me quedan de mi madre, Lunetta. La Biblia, digo. Por eso es tan importante para mí. Apenas la conocí. Ella murió…bueno, fue condenada a muerte por el Estado. Siendo tú historiadora quizás podrías enterarte de algo...
—Te ayudaré, Eric. Igual que tú a mí.
—Ese chico, el de esta mañana, ¿también te está ayudando?
— ¿Edgar? No—sonrió—él es...alguien especial. Ya sabes.
—Tu novio.
—Algo parecido...A papá no le gusta. Dice que le da mala espina.
—Tiene una aeromoto. —Concluí yo como si esa posesión hiciera mejor a la persona de la que hablamos.
Desde entonces no hemos vuelto a tener una conversación tan seria e íntima. Es verdad que hemos hablado de fútbol. Le he transmitido mi pasión por este deporte y, aunque a ella no le gusta mucho, conoce a algunos futbolistas y a algunos equipos. Otras veces me ha preguntado por mi vida, por cómo era mi vida. Le interesaban los pensamientos y experiencia de un esclavo. Paris, cuando hablo, me entiende. Y yo la entiendo a ella. No la veo como a las otras chicas de la plantación, con esas ganas locas de seducirlas y que se rindan ante mí. Creo que, desde el susto de Sophie, no voy a tener la misma suerte o las mismas ganas con las mujeres. Paris parece diferente. Un año mayor que yo, hecha a sí misma desde pequeña. Su padre no había pasado mucho tiempo en casa cuando era pequeña, lo cual es evidente por lo independiente que es. Lo que no sé es qué sucedió con su madre.
Tengo mucho tiempo para pensar. Demasiado. Es lo único malo de que no tengas cómo matar el tiempo. Mi cabeza está llena de las historias de Paris, que creo a medias. Greg Gordon estaría maldiciéndome si me viera en estos momentos. Tumbado en la cama, con unos extraños aparatos en las orejas, reproduciendo música que va directamente a mi cerebro. Sin hacer nada. Sin aprender un oficio. A los segundos le quito importancia. Sé que no volveré con él. Que me escaparé, como decía Clarise. Algún sitio habrá para mí, en algún lugar. Pero mi prioridad ahora es saber más acerca de mi madre. Saber qué le sucedió. A veces, me acuerdo de ella y me excito al pensar que puedo recomponer el puzle de su vida y hacerle honor con ello. Otras me ahogo en llanto al no conocer ni siquiera una pista por la que empezar. Por otra parte, está la incertidumbre de Paris y la ayuda que le tengo que prestar. Me devano los sesos pensando qué será, pero solo llego a la conclusión de que me ha comprado por seis meses y ya ha malgastado uno.
—¿Vais a tenerme encerrado aquí para siempre? —Abordo al padre Paris, harto ya de ver fútbol, de comer palomitas y de dormir. Lleva la bata blanca, esa que solo se quita cuando nos reunimos a la mesa a cenar.
—Ya está casi listo. —Responde frío, mientras se quita la bata y la deja colgada en el sofá del salón. Paris está a punto de llegar a casa.
—¿El qué? —No sé de qué me habla.
—Ya te lo explicará ella. —Se coloca las gafas y señala el ruido que hacen las llaves al torcerse en la cerradura de la puerta de entrada.
Paris cierra la puerta tras de sí. Lleva tacones y un pañuelo en su cuello, como de costumbre. De su bolso sobresalen unos libros. Parece cansada y me mira directamente a los ojos, con esos faros grises que ella tiene, como si me derritieran. Sé que se ha extrañado al verme en el salón. No suelo salir mucho y menos cuando ellos dos andan por casa. Tendrá que comprender que la soledad, al igual que es necesaria, también mata. Y yo, que estoy demasiado acostumbrada a ella por ser un esclavo llevo muriendo mucho tiempo. Necesito salir, respirar, correr. Esta casa no ofrece la libertad. Esta casa es más cárcel que la propia plantación.
—Lo tengo todo preparado, hija. Faltan solo un par de retoques.
—¿En serio, papá?
Él asiente con los ojos cerrados y París le sorprende con un abrazo. Paris empieza a reír. Sonrío con ella sin entender el por qué. No sé de qué demonios están hablando. Solo sé que ella parece la chica más feliz del mundo y yo me alegro por ello. No sé qué sentido tiene: sigo siendo su esclavo.
—Ahora es cuando me contáis a mí el secreto y reímos todos. —Lo digo de buenas maneras, intentando apuntillar la conciencia de ambos.
—Señor Eric Moon, los secretos hay que guardarlos hasta el momento justo.
Se pavonea de mí, recordándome a la Paris de la subasta pública y no a esa chica callada y tímida que he estado observando el último mes. Se nota que está feliz. Hace una mueca al ver que no respondo y me tiende la mano. La miro y me asiente. No me atrevo a darle mi mano.
—¡Volvemos en quince minutos! ¡Ten la cena en la mesa! —Grita a su padre. Luego me coge la mano a la fuerza y tira de mí, fuera de casa. —Ven, es hora de que te enseñe algo.
Está emocionada. Se le ve en la cara que algo ha cambiado, ya no tiene esas ojeras que disimulaba con maquillaje. Ni ese gesto frío y cansado, habitual en ella después de una jornada de intensas lecturas y búsqueda de nuevas fuentes sobre las que apostillar su alocada teoría. Ahora entiendo por qué habla de que puede ser peligroso. Voy a ayudarle, como esclavo, a buscar los orígenes de las actuales Provincias y eso puede que no le guste a la élite. Tampoco a las Compañías. Los privilegiados siempre tratan de ocultar de dónde vienen sus privilegios. Quizá Paris me advertía hace unos días eso.
Salimos del porche de casa y siento que no debo hacerlo. Es como pasar una línea imaginaria que separa mi mundo del mundo de las personas libres. De hecho, me paro antes de llegar a la acera. Paris se aferra a mi brazo de manera enérgica y echamos a correr. Yo corro apretando sus dedos, tras ella. Siento el viento en la cara, que sopla de manera que, junto a la velocidad, hace que se me escapen algunas lágrimas que no controlo. Veo los aeromóviles allí arriba, por las aerovías, el centro de la ciudad al fondo, las casas de la periferia, las palmeras y vegetaciones de las calles que recorremos. Los parques. Los niños que juegan en el tobogán. El paseo marítimo. Veo el mar. Lo veo por primera vez. Escucho su incesante oleaje.
—¡Corre o nos lo perderemos! —Me arenga Paris.
La imito. Me quito las zapatillas y me remango los pantalones y salgo a correr, sintiendo por primera vez la suave y fina arena de la playa entre mis pies. Paris no deja de correr y por un momento pienso que va directa al mar. Me da miedo el agua, no sé nadar. Llego a su altura y nos sentamos a la orilla de la playa. Me señala el horizonte.
—No sé cuántas veces he venido aquí cada tarde que me he sentido frustrada. Cada vez que las cosas no han salido como esperaba. Me reconfortaba. La tristeza era menos triste.
Sus palabras cobran pleno sentido cuando, sentados, con los pies mojados, el atardecer da paso a la noche. El cielo, azul celeste y anaranjado se funde en tonos morados con el azul marino del mar y el negro que precede a la noche. Es una visión que me sobrecoge. No sabía que existían cosas tan hermosas en el mundo y que un esclavo pudiera verlas.
—Esto es la libertad, Eric. —Me pasa una mano por la espalda, frotándola, como queriendo sanar los años de esclavitud pasados.
—Sigo siendo un esclavo.
—No por mucho tiempo.
—Cinco meses y volveré a ser propiedad de las Provincias.
Se gira hacia mí y me mira directamente a los ojos. El viento le remueve el pelo.
—Te prometo una cosa Eric Moon: si confías en mí para la misión tan importante que tenemos por delante, te daré tu libertad.
—Ten cuidado con lo que prometes, Paris. Hay veces que las promesas no se pueden cumplir.
—Puedo dártela, Eric. Entera para ti. Poco a poco lo entenderás.
Asiento con inquietud. Habla tan directamente, de manera tan certera, que la creo.
—Será difícil.
—La vida lo es.
Me callo y sigo mirando el mar, mientras el viento nos sigue azotando. Se va haciendo de noche cada vez más y empieza a hacer frío.
—Hoy he dedicado todo el día a averiguar algo sobre tu madre, Eric. Quería encontrar algo que te animara y hacerlo para que confiaras en mí plenamente. —Al escuchar su primera frase mi pelo se eriza, no por el frío, y las pupilas se me dilatan. Ansío saber qué ha averiguado. —Pero...me duele decirte que no he hallado nada. No he logrado ver el registro de defunción a nombre de Lunetta Moon. Lo más factible es que tuviera otro apellido, el de soltera.
—Mi madre se llamaba Luna Moon. Nunca se casó, o eso me han contado.
—Debió haberse casado, Eric. En el Registro Civil, en tu partida de nacimiento, constan Lunetta Moon como madre y esclava y Simon Moon, como padre y esclavo.
—Simon Moon...mi padre. Un esclavo.
—Exacto.
—Los Hall no me hablaron de él. Nadie me habló de él. —Me pongo furioso. —¿Tengo un padre?
—Se supone que sigue vivo, no hay registro de defunción de Simon Moon.
Mi vida, gracias a Paris, ha dado un vuelco de ciento ochenta grados. Y debo agradecérselo. Es mi dueña, temporal eso sí, pero me trata como a un igual. Como a una persona libre. Así que ya tengo una pista por la que empezar. Mi madre no aparece en los registros, seguramente por su condena. Pero mi padre sí. Y si lo encuentro podré recomponer la historia de mi madre. Ser un historiador, como Paris.
—Gracias, Paris. Es algo que...no sé cómo agradecerte.
—No tienes por qué hacerlo. Es una muestra de confianza y respeto. Es una manera de decirte que ambos nos necesitamos—nuestras caras están a escasos centímetros—. Yo puedo ayudarte a buscar a tu padre y tú puedes ayudarme a buscar la verdad de nuestro mundo.
—¿Sabes Paris? El Eric de hace un par de meses hubiera aprovechado este momento y te hubiera besado. —Me pavoneo.
Miro sus ojos grises y pienso que es la mujer con la que he compartido más intimidades. Ni siquiera Sophie. Paris puede convertirse en una amiga, en una auténtica amiga. Sé sus deseos, anhelos e inquietudes, la mayoría relacionados con su ámbito de trabajo, que es su pasión. Ella, lo sé, sabe más de mí de lo que yo le pueda decir. Como si nos conociéramos desde siempre.
—¿Sabes Eric? La Paris actual te hubiera abofeteado.
Rompemos a carcajadas.