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Capítulo 3

Lo ha dicho en un tono que mezcla la superioridad y la amabilidad, así que mejor me callo y me siento a la mesa. Es un salón muy amplio. Demasiado espacio solo para Greg. Al fondo tiene una cristalera que hace posible ver el jardín y, a lo lejos, la plantación. Hay un mueble gigante de madera de roble de color claro, con muchas fotografías familiares. Es como un mausoleo de la familia porque veo algunas fotos que son en blanco y negro. Ahí está la historia de los Gordon. Es imposible no fijarse en el retrato de una mujer de pelo castaño que está en el centro del mueble, sonriendo. Si me fijo bien, creo que es la misma mujer que hay esculpida en la fuente de la entrada de la casa. Tiene una mirada intensa. Cuando miro el retrato parece que esté queriéndome decir algo.

Llevo un rato sentado en la mesa y nadie me acompaña. Miro a los sofás y la chimenea, el espacio que más usa Greg. Pienso que la plantación poco le importa ya, va a morirse siendo más rico de lo que yo puedo imaginar. La edad, supongo, hace que quieras vivir de otra manera. Admiro los cubiertos de plata y los platos de porcelana. Deben valer una fortuna. Esos objetos, por pequeños, menudos e inertes, son más de lo que yo soy. Greg vuelve, se quita el sombrero y se sienta presidenciando la mesa. Lo tengo a mi derecha. Estoy nervioso, pero intento que no se note, por eso no le miro. Tampoco hablo. Miro hacia arriba, hacia abajo. Al final decido quedarme admirando a la mujer de pelo castaño del retrato que sobresale por encima de todos en el mueble que tengo enfrente.

—Una mujer demasiado valiente. —Dice él.

—¿Qué? —Gano tiempo, me ha pillado mirando las intimidades de su familia.

—La chica del cuadro, digo. Esa que no dejas de mirar.

—Debe ser muy importante para usted, ¿no?

—Ni se lo imagina, Eric.

—¿Un amor de la juventud? —Pregunto, no sé si estoy haciendo bien.

—El amor de toda mi vida. A veces me da por admirar esa fotografía, tal y como usted está haciendo. Me hace pensar, reflexionar. Recordar.

—Es extraño señor, pero esa chica...tiene algo. Me tiene como...hipnotizado. Es como si la hubiera visto antes. Es raro sentir que una imagen puede transmitir tanto. —No quiero faltarle al respeto. Ya me ha dicho que fue un amor que, por lo que deduzco, nunca pudo colmatarse y que, aún hoy, no ha olvidado. Será por eso que, desde hace tiempo, Greg está triste y más solo de lo que parece.

—Ella pasaba mucho tiempo en esta casa. Quizá sea por eso que la recuerdas. A pesar de todo, te entiendo. Tiene una mirada mágica. Fuerte. Potente.

Sophie entra al salón, le da un beso a su padre en la mejilla y se sienta frente a mí. No sé qué estará pensando Greg, solo espero que no se le pase por la mente las travesuras que ha podido hacer conmigo la boca de su hija. Greg hace un gesto y los esclavos del servicio empiezan a traer la comida. Una sopa de primero, una carne con salsa caramelizada, arroz blanco cocido y unas patatas cortadas de forma anormal de segundo y un pequeño helado, de postre. Mientras comemos, evito hablar e interrumpir las exóticas aventuras urbanas que Sophie cuenta a su padre, prefiero escuchar cómo es la vida de Leonard Montana, el mejor futbolista del mundo en la actualidad. Tampoco Greg le hace mucho caso, porque solo asiente. A veces me mira fijamente a los ojos, como si intentara descubrir mis intenciones o ver algo en mí que está oculto a la vista. Sophie está hablando sin parar para ocultar su vergüenza por lo sucedido, para no parecer culpable. Se le nota. Yo, en cambio, permanezco callado, saboreando la deliciosa comida, sin parecer un desesperado hambriento. Tengo unos modales educativos que me enseñaron en esta casa y tengo que usarlos. Puede que eso me baje la pena.

—Parece que se agotaron los minutos de cortesía. —Dice Greg al ver a su hija terminar el helado. —Acompañadme, por favor, los dos. —Nos hace un gesto cuando nos levantamos de la mesa para sentarnos en los sofás, ante la chimenea. —Tres cafés. —Pide al servicio.

Nos traen los cafés. Estoy sentado al lado de Sophie. Ella está nerviosa, lo sé porque no deja de mover uno de sus pies. Con ese movimiento, hace que el sofá y yo, temblemos. ¿De qué tiene miedo Sophie? Para ella solo será una regañina, aunque tenga que pasar un duro trago y se sonroje. Greg Gordon da un sorbo de su café y se sienta, mirándonos a ambos. Odio este tipo de silencio, como si las miradas no hablaran.

—Supongo que lo sabéis, pero lo que habéis hecho ha estado mal. Muy mal. —Repite. Siempre habla con tranquilidad y parsimonia. No lo entiendo, parece que no tiene sangre.

—Papá...

—Sin embargo, no habría estado tan mal si Luke no hubiera metido las narices donde no le llaman. Habría pasado, y punto, ¿no es así? —Ni loco voy a participar en la conversación. —Me habéis decepcionado, los dos. Pero vosotros no tenéis la culpa, la tengo yo. —¿De qué habla? La edad le está afectando.

—Si me permite el comentario, el único culpable soy yo. Tenía que estar trabajando y no debimos quedarnos solos. —Tenía que decirlo, no quiero que Sophie tenga problemas con su matrimonio y su futuro. Ella es mi mejor amiga y tiene todas las oportunidades para crecer como persona y ser feliz. Yo...solo soy un esclavo.

—La humildad te honra, Eric, pero no vale de excusa. Dos no se pelean, si uno no quiere. Así que, algo tendré que hacer con vosotros... —Greg se levanta y se pasea por el salón, pensando. No dice nada. Se para ante el retrato de aquella misteriosa mujer.

Bien. Sé que no voy a morir. Greg está enfadado, pero no para tanto. No sé porque se sentirá culpable, quizá sea por permitirle ir a su hija a la plantación en época de recolección o por no tener más controlados a los esclavos que trabajan. Sophie sigue temblando, pero ya me da igual. No me van a condenar a la horca y es probable que tampoco me marche de la plantación. Volveré a la normalidad en cuanto salga de esta casa.

—Sophie…, irás a hacerte una revisión al ginecólogo. Una profunda revisión. Nada raro tiene que surgir de esta aventura. Volverás a la ciudad con tu prometido, ¿entendido?

—Sí.

—Eric, como comprenderás, tú también tendrás un castigo. A decir verdad, creo que la paliza que te ha dado Luke es suficiente. Pero no. —Oh no, ya no soy tan optimista. —Ven, Eric.

Greg sigue admirando a la chica misteriosa. Me levanto y me pongo a su altura, volviendo a admirar aquellos ojos color miel que han quedado grabados en una fotografía. Doy los pasos lentamente. No sé qué pensar ni lo que debo sentir.

—¿Quieres se libre? —Dice. Creo que me voy a desmayar. Lo he soñado tantas veces, que no me creo que lo que diga pueda ser real. Además, no sé a qué viene. Retozo con su propia hija y pretende dejarme libre. Está mintiendo. Es una trampa. —¿Quieres probar el sabor de la libertad? ¿Quieres dejar de ser un esclavo?

Agacho la cabeza y me pongo a pensar. No sé qué va a sucederme, pero desde luego nada bueno. Greg está camuflando lo que quiere hacer conmigo y eso me molesta. Puede que sea porque está Sophie delante y no quiere que ella se entere de mi fatal destino.

—Señor, permítame, pero no creo que esté hablando en serio. Dígame mi castigo y lo aceptaré, como responsable de mis propios actos.

—¿Por qué se pone tan serio cuando habla conmigo, Eric? Tengo entendido que eres risueño, alegre y desde luego no usas ese registro de voz con los demás esclavos. Sé mucho de ti, aunque no lo creas. —A veces me habla de usted, otras de tú. Tampoco lo entiendo. Soy su esclavo, le pertenezco, qué más le dará cómo tratarme.

—Usted es mi amo. Le debo lealtad y respeto.

—Eric, soy mucho más que eso. Y precisamente por esta causa me dio mucha repulsión al enterarme lo que mi hija y tú...Es hora de que marches, Eric. Es tiempo de que sepas a qué sabe la libertad y que descubras el mundo que hay fuera para ti. No he olvidado que hoy es tu cumpleaños, así que considera esta comida y tu destino como mi regalo.

¿Me va a dejar libre? ¿Y qué voy a hacer yo? No tengo nada. No conozco nada ni nadie fuera de esta plantación y estas tierras. ¿Cómo sobreviviré?

—Esta misma noche uno de mis aeromóviles le llevará a la ciudad de Nueva América. Allí va a servir a la Administración del Estado de las Provincias Unidas, si estos estiman oportuna tu valía en cualquier área que sea necesaria.

—¿Voy a ser libre, de verdad?

—No, claro que no. Pero...como si lo fueras... Eric, necesito que te formes y vuelvas cuando seas un hombre de verdad. Es imposible prescindir de ti. Eso sí, te hago, hoy y aquí, la promesa de que, cuando vuelvas, te haré ser libre y te daré trabajo en esta plantación. No volverás a ser un esclavo nunca más.

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En estos momentos soy un flan. Tengo que sentarme en una de las sillas para asimilar lo que Greg me ha comunicado. Voy a ir a la capital. Voy a ver la ciudad. Mi esclavitud tiene fecha de caducidad. Puede ser el día más feliz de mi vida. Sophie viene y me da un abrazo. Luego le da otro a su padre.

—¿Y bien...? ¿Qué me dice, Eric?

—Estoy deseando admirar con mis propios ojos la ciudad más bonita de las Provincias.

—Recoge tus cosas y despídete de tus amigos. —Me sonríe.

Supongo que está bien. Greg siempre ha tenido conmigo un trato que difiere al resto de los esclavos y sigue siendo así. El castigo que me ha impuesto por mancillar el honor de su hija en su propiedad es el destierro. Me marcho de la plantación. Aprenderé un oficio que me pueda servir en un futuro. Pero no dejaré de ser esclavo hasta que él lo quiera. Mejor eso que la muerte, mejor eso que quedarme aquí para siempre. Ya tendré tiempo de volver, como Greg ha dicho. Volveré, así que dejo atrás parte de la tristeza que anteriormente sentí porque creía que jamás iba a volver a pisar esta plantación.

Dejo a Greg admirando el mueble con las fotografías familiares y salgo de la mansión. Oigo a Sophie que corre tras de mí.

—Si necesitas ayuda, puedo acompañarte. —Dice en el umbral de la puerta.

—No te preocupes, Sophie. Además, no tengo nada que recoger. Tengo muy pocas pertenencias. —Le digo cuando estoy cerca de la fuente de la entrada. No quiero que Sophie venga. Primero por el qué pensarán los esclavos. Bastante van a tener con verme así vestido y saber que me voy. Ya no me considerarán de los suyos. Por otra parte, no quiero especulaciones. A estas horas, toda la plantación debe saber lo ocurrido entre ella y yo. Me voy y dejaré la duda sobre el lugar al que me marcho.

—Como quieras. —Veo que agacha la cabeza y desaparece.

No estoy como para tonterías ahora. No sé qué quiere de mí Sophie, pero ya lo ha tenido. He traspasado una muy alta barrera y no lo voy a hacer otra vez. Ella está prometida y Greg me está dando una segunda nueva oportunidad después de todo. Otra vez no me la voy a jugar.

Corro hacia el poblado de la plantación. Es media tarde y aún faltan unas horas para que los esclavos vuelvan de sus doce horas de trabajo. Si quiero, puedo irme sin despedirme. De aquellas esclavas que un día conocí y ya solo saludo por las mañanas. De los tipos que frecuentan la cantina y hacen negocios, a veces, conmigo. Puedo irme sin decirle adiós a la señorita Green o incluso a Luke, pero no puedo irme sin ver a los Hall.

Parece un pueblo fantasma. Nunca lo he visto así de vacío. Sin las mujeres en las puertas de sus casas haciendo todo tipo de tareas. Sin los niños recorriendo las calles, corriendo como siempre, lanzándose balones desgastados de un lado a otro. No hay nadie. Un escalofrío me recorre el cuerpo y entro en mi casa. Como he decidido esperar, me tumbo en la cama a pensar. Pienso lo pequeño que es mi mundo ahora y lo grande que se va a hacer en cuanto pise Nueva América. Pienso que puedo cumplir un sueño, que voy a conocer a gente, que voy a trabajar por un sueldo de verdad. Pienso que tengo miedo. Mucho miedo. Todo va a cambiar y no sé si estoy preparado para lo que viene. No sé si voy a ser suficiente en la ciudad. Aquí lo tengo todo controlado. Me conozco todos los trucos para sobrevivir. Pero la ciudad es diferente. Muy diferente.

Se me pasa el tiempo volando y empiezo a recoger cosas. Desgraciadamente, lo que le he dicho a Sophie es totalmente verdad. No poseo nada. Un par de camisetas raídas por el sudor y por el tiempo, un par de pantalones, unas botellas de distintos licores y siete u ocho libros viejos que cuelgan de la estantería junto al polvo que han adquirido con los años. Son regalos de cuando vivía en la mansión de los Gordon y desde entonces no los he abierto. Se me hace difícil ya leer tantas palabras seguidas. También tengo varios balones de fútbol. Uno está pinchado y no sé ni porqué lo guardo. El otro lo uso alguna que otra vez, cuando juego con los niños o cuando quiero estar solo y pensar. Lo único que me queda de mi madre es un viejo pañuelo rojizo bordado con estrellas, desgastado. Creo que aún tiene su olor impregnado, pero sé que solo son imaginaciones mías. Meto la ropa en una mochila antigua que tengo y me anudo a la muñeca el pañuelo de mi madre. Es todo lo que tengo y todo lo que necesito para recomenzar.

Mientras vuelven mis compañeros esclavos de sus obligaciones, me dedico a adecentar un poco la casa. Sé que mañana estará ocupada por otro esclavo o, quién sabe, por una familia entera. Limpio un poco y recojo lo que está por medio. Vacío los cajones, llenos de pilas, juguetes raros y pulseras. He utilizado durante años esas cosas para comerciar o para seducir a alguna esclava. Creo que deben tenerlo los Hall, como recuerdo o por si las cosas aquí se ponen más feas. Si hay una cosa que he aprendido de ellos es que todo es valioso. Los licores aún se pueden vender. Es lo mínimo que puedo hacer con todo lo que han hecho ellos por mí. Es lo más parecido a una familia que he tenido.

Salgo a la calle y veo a la multitud volver. Muchos ríen, a pesar del cansancio. Todos los días lo hacen, yo incluido. Nos pasamos más de medio día trabajando, sin posibilidad alguna de prosperar, pero amamos la vida por encima de todo. Tras doce horas recolectando algodón nos quedan fuerzas para sonreír y para hacer más amena una mísera vida. Es una sensación que solo los esclavos conocemos.

Cojo el balón de fútbol que tanto estrés me ha quitado y me dirijo hacia los Green, marido y mujer, que vienen fatigados y sudados. Tienen la intención de entrar en su casa para darse una ducha y descansar, pero se quedan parados al verme. Perplejos, parecen tener que abrir y cerrar los ojos varias veces para observarme. Estoy limpio, bien peinado y bien vestido. Saben que algo raro sucede. Yo no digo nada, para qué. Puedo incluso llevarme un puñetazo del señor Green, que no creo que se olvide la aventura que tuve con su mujer.

—Por favor, ruego me disculpen por los errores cometidos. Les pido que le regalen esto a su hijo o hija cuando nazca. Considérenlo un regalo. —Le entrego al señor Green la pelota. Les he hablado de la forma más cortés y educada que conozco. Quizá por eso no saben qué decir.

—¿Insinúas que la criatura que mi mujer lleva dentro es tuya y quieres darle un regalo?

—¡Ni mucho menos! Es solo que...me voy lejos y no creo que esto vaya a servirme más.

—¿Hacia dónde marchas? —Me pregunta ella, preocupada.

—No puedo decirlo, pero me voy lejos. Muy lejos. —Las heridas y magulladuras que recorren mi cara no deben de ayudar mucho.

—Vete y no vuelvas, Eric. Ya has hecho bastante daño y no solo a esta casa. Aun así, no queremos tu caridad.

—No es caridad, solo un regalo de despedida. —Agacho la cabeza ante el señor Green porque no he sido más sincero en mi vida.

—Gracias. —La señorita Green coge la pelota y me sonríe. Su marido ya ha entrado en casa y ella se ve obligada a hacerlo también. —Buena suerte, Eric.

Entra y cierra la puerta. Ella no es feliz y lo he visto reflejado en la sonrisa que me ha lanzado. No puede ser que una pareja tan joven ya sea tan vieja. Espero que les vaya bien, aunque de sobra es sabido que no tienen mucho futuro. Si no fueran esclavos, el destino nunca los hubiera unido.

—¿Qué ha sucedido Eric? —Es la señora Hall seguida de su marido. Vuelven del trabajo.

—Mejor será que entremos en casa. —Les digo. La multitud de esclavos que vuelven del trabajo se hacen eco, y a cada segundo más, de mis formas de vestir y mis maneras. Cuchichean.

Le hago los honores a la familia Hall que me acribillan a preguntas en cuanto cierro la puerta de lo que aún es mi casa.

—¿Por qué lo has recogido todo? ¿Dónde te vas?

—Luke ha contado a todo el mundo lo que has hecho con Sophie. Espero que lo que ese desalmado va diciendo no sea verdad...

—Calma, calma. Dadme un segundo y os cuento. Sophie y yo hemos sucumbido a los sentidos y a las pasiones carnales. Esta vez, lo prometo, no he empezado yo. Luke me ha dado una paliza y Greg me ha salvado. No sé si es un castigo, pero me ha pedido amablemente que deje la plantación y vaya a Nueva América a trabajar para la Administración. Volveré y trabajaré aquí, no como esclavo, sino como persona libre. Me lo ha prometido.

—Pero ¡Eric! ¡Es Sophie! No sé cómo...

—Lo sé, señora Hall, es Sophie, pero no lo hemos podido evitar.

—Tienes suerte. Mucha suerte. —El señor Hall agarra a su mujer del brazo con fuerza—Si no fuera por Greg ya estarías muerto.

—Soy consciente de ello. Así que me marcho. Esos libros, esos licores y lo que hay en los cajones, es todo vuestro. Gracias por cuidarme como a un hijo todos estos años. Nunca lo olvidaré.

—Sabía que llegaría este día. —Dice la señora Hall, mirando al suelo. —Tráele eso, querido. —Se dirige a su marido que asiente y se va. —Nosotros también tenemos algo para ti. Bueno, nosotros no, tu madre.

—¿Mi madre? ¿Qué...?

—Sabía que llegaría este día por ella. Ella dijo exactamente lo mismo que tú el día que se marchó. Me dio las gracias por cuidarla como a una hermana.

—¿Pero no murió en plantación debido a la tuberculosis? —La señora Hall comienza a negar con la cabeza y a llorar de manera contenida. Su cara arrugada, a pesar de la juventud, se vuelve roja.

—Ella se marchó.

—¿Me abandonó? —Mis piernas parecen gelatina. Creo que me mareo. Si ella me dejó aquí tirado, solo, no merece ni uno de los pensamientos que he tenido hacia ella durante tanto tiempo. Ni uno. La rabia me recorre el cuerpo.

—No Eric, no te abandonó. Se tuvo que marchar. Se tuvo que marchar para morir lejos de aquí. Lejos de ti.

—¿Murió? ¿Por qué? ¿Cómo?

—Murió Eric. Murió. Estaba condenada a muerte. Creo que en la ciudad podrás encontrar más respuestas que las que tengo yo, puesto que no sé mucho más. Eso sí, Greg no debe saber que te he contado nada de esto...

Comienzo a llorar cuando entra el señor Hall con un libro en la mano. Se lo da a la señora Hall y ella me lo entrega a mí. Veo la portada e intento leer muy lentamente: El hundimiento de las runas. Parece muy antiguo, sus páginas son amarillas. Me da miedo pasar alguna página, siento como si se fuera a romper de un momento a otro. ¿Sería ese el libro que mi madre me leía cada noche?

—Una novela muy antigua, ¿no?

—No, hijo, no. Es solo una tapadera. Ábrelo y lee.

Abro el libro por la tercera página y leo: La Biblia.

—¿La Biblia?

—Shh. Es un libro prohibido de contenido religioso. —Dice la señora Hall en un susurro. —No sé de dónde lo sacó tu madre, pero fue importante para ella, para los esclavos. Habla de la Diosa, de nuestra Sacerdotisa. Guárdalo muy bien porque puedes meterte en graves problemas.

—¿Esta es la letra de mi madre? —Digo mientras trato de leer.

“Querido Eric,

Ojalá hubiera podido darte mucho más que estas simples palabras y este libro. Cuando lo leas, me descubrirás a mí. Porque el libro me hizo a mí misma. Nunca te olvidaré. Perdóname por no estar ahí, contigo. Algún día lo entenderás. No me olvides. No me olvides y no moriré.

Tu madre Lunetta, por siempre”.