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Capítulo 6

No me voy a quejar, de nuevo, de esta libertad que sabe a poco. Ahora sé que las intenciones de Paris son más que honestas. Incluso puedo llegar a percibir en sus ojos grises que es más débil de lo que parece o de lo que quiere parecer ante mí. Por eso, creo, me necesita. Esa pose de valiente, de tenerlo todo bajo control, se derrumbaría en poco tiempo si las dificultades aumentaran. Y ella sabe que lo van a hacer. Por eso me necesita, estoy seguro. Pero ¿confiar en mí? Eso ya es más complicado, a veces se me olvida que solo soy un esclavo y que, en realidad, solo voy a trabajar para ella. Podría escaparme fácilmente. El único problema sería esta maldita pulsera eléctrica que me tiene controlado y localizado siempre y en todo momento. No niego que los planes que Clarise dibujó en mi mente no se hayan desarrollado. Que no lo haya pensado. He tenido suficiente tiempo para ello. Para planear una huida. Pero Paris me necesita. Y no olvido que soy su esclavo, que no somos amigos, solo hemos compartido una puesta de sol. Apenas nos conocemos, es cierto, pero me trata como a uno más. Como a alguien más. Como si no fuera de su propiedad, como si estuviera en su misma posición social. No sabía que existían personas con esclavos que pensaran de esa manera igualitaria, aunque siempre de puertas de casa para adentro. Ir contra la esclavitud sería ir contra el sistema. Contra ti mismo. Además, ¿para qué quiero escaparme? Paris me ha prometido la libertad. No obstante, no soy un ingenuo, sé que es una quimera. Un imposible. Ella no puede prometer esas cosas. Así que mejor me engaño y me convenzo de que puede lograrlo. Que estoy seguro de que me va a otorgar esa ansiada libertad. Si la ayudo, seré libre. Es lo que voy a creer para que, al menos, tenga una esperanza y un motivo para luchar y para ayudarla.

Creo que sé cuál es su plan. Huir. Básicamente eso. Se parece mucho al de Clarise. Desenterrar todos los secretos del Estado de las Provincias y huir. Si hace eso, no podrá sobrevivir en ninguna de las Provincias porque el peso de la ley caería sobre ella. Por eso sé que puede darme la libertad. Porque si es verdad que quiere sacar a la luz toda esa información, Paris se convertirá en una desheredada. Y en ese estado, ella no tendría ninguna posibilidad. Por eso voy a echarle una mano. Pero ¿adónde vamos a ir? Solo hay mar al sur de Nueva América y nada al norte de las Provincias. Espero que eso también lo tenga en cuenta.

Todo eso es lo que he podido deducir y pensar sobre Paris y nuestra estancia en esa magnífica playa. Aún tengo la imagen del atardecer en mi retina. No he visto nada parecido en la vida, así que trato de retener el instante todo lo posible, para convertirlo en un recuerdo que llegue a ser imborrable.

Bajo a cenar cuando Paris me avisa: toca a la puerta, la abre y me descubre viendo fútbol de segunda división en la Pantalla. Dibuja media sonrisa en su cara, a la vez que mira cómo un contrataque acaba en córner.

—No te cansas, ¿eh?

—No tengo otra cosa mejor que hacer. —Me encojo de hombros. —Al menos hasta que me des nuevas órdenes. —Le guiño un ojo.

—Pronto. La cena está en la mesa. Papá sigue trabajando en el sótano…ya sabes…Por favor, cuando termines recoge la cocina un poco…

—¿Te vas? —A juzgar por su tono, parece que tendré que cenar solo.

—Sí. Edgar está…—señala las escaleras. —Necesito despejarme un poco. Salir. Se avecinan días importantes…

—Entiendo. —Disimulo una mueca. Sé a lo que se refiere, porque tiene que ver conmigo, a pesar de que se supone que aún no sé nada.

Bajo las escaleras tras ella y descubro a Edgar en el recibidor. Está de pie, con las manos en los bolsillos. Tiene el pelo rubio hacia arriba, muy bien cuidado, y una sonrisa de oreja a oreja, brillante, gracias a un piercing encima de uno de los lados de sus labios. A decir verdad, tiene la cara de un niñato. Su propia postura corporal lo dice. Es un niñato. Menor que yo, un niño. Él no debe saber lo que es el trabajo de verdad, ni cómo el sol te aplasta la piel de la cara contra tu propio cráneo. Madurándote como si fueras una fruta.

—Este es Eric—Me presenta Paris y le tiendo una mano cortésmente, tal y como me enseñaron en la casa de los Gordon, a Edgar.

—Lo siento chico, mis manos no tocan las manos de un esclavo. Es mi filosofía de vida. —Lo que me suelta el muy maleducado va directamente a mi orgullo. —¿Nos vamos, Paris?

—No lo trates de esa manera. —Paris le dedica una mirada furtiva a su novio.

—¡Venga ya! Solo es un esclavo. Debería estar trabajando.

—Edgar…por favor, no vuelvas a referirte en ese tono a Eric. —Esta vez Paris aprieta sus dientes y dice cada palabra muy lentamente haciendo ver que está enfadada.

—Está bien, Paris. —Le miento, y pongo mi mano en su hombro mientras que cierro el puño en la otra. Si no le he roto los dientes a ese bastardo ya es por respeto a ella y a su casa. Porque Paris no merece que arme tal jaleo. Me controlo a mí mismo por primera vez en mi vida. Aunque me duela reconocerlo, el maldito Edgar tiene razón. Solo soy un esclavo. Es lo que yo soy.

—Vámonos. —Dice él. Se merece una semana en la plantación de algodón. Todos esos humos se le bajarían.

Paris sale de la puerta de la mano de Edgar, echando la vista atrás, con una mirada de perdón hacia a mí. No tiene que hacerlo. Así me han tratado siempre y el tiempo que llevo en esta casa todo lo contrario ha sido tan solo un espejismo. Edgar me ha devuelto a una realidad que había olvidado. Espero a que el ruido de la aeromoto del novio de Paris se aleje y golpeo con brutalidad la pared, dando un grito de impotencia. Por saber que sigo siendo un sucio y miserable esclavo que no tiene por qué mezclarse con los que no son como él. Paris me ha hecho sentir igual al resto, pero lo cierto es que no lo soy.

—No te tortures por ello. Ese chico, y su familia, son seres despreciables. —Giro mi cabeza y veo al señor Stonecraft con su hábito blanco de trabajo. Me seco las tenues lágrimas que salen de mis ojos y me vuelvo hacia él. —No malgastes energía odiándolo porque no se merece ni el aire que respira.

—¿Es así siempre? —Le pregunto.

—Con todo el mundo. Ese aire de superioridad no se le quitaría ni con un buen puñetazo. —Lo dice porque aún me tiembla el puño que mantengo cerrado con fuerza—Lo peor no es eso, es que también es así con ella. Al menos en público.

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—¿Cómo dice?

—La trata como si Paris fuera inferior, como si él fuera la Presidenta y ella solo una funcionaria de la Administración. Ese chico no tiene modales, ni los ha conocido. Solo ha aprendido de lo que ha visto desde pequeño en su casa. El verdadero culpable no es él. Mira que se lo he dicho mil veces a Paris…

—¿Y por qué sigue con él? Ella no debe consentir que la tengan en tan baja consideración. Es mucho más lista que él…

—En este mundo solo vale el dinero, Eric. No lo que tengas aquí—se señala la cabeza— ¡Qué me van a decir a mí! Verás, París no ha sido siempre como es. Tardó en madurar demasiado, solo lo hizo cuando entendió que su madre…bueno, se fue. Siempre fue un bicho raro, supongo. Leía libros, mientras que sus amigas jugaban a videojuegos o salían por ahí. Ellas, y ellos, no lo entendían, y por eso le daban de lado en clase. Paris solo era una chica normal, interesada en otras cosas que para cualquier joven pueden parecer anormales. A veces, uno solo necesita ser querido…

—¡Pero no de esa forma!

—De cualquier forma…Estoy seguro de que abrirá los ojos a tiempo. Son totalmente incompatibles.

—Cuando Paris abra los ojos le patearé el trasero a ese imbécil.

El señor Stonecraft se ríe y desaparece. A mí se me ha quitado el apetito. Abro la puerta, miro a ambos lados, como si me estuviera portando como un delincuente y me voy. Es de noche, no conozco la ciudad, pero me voy. No hay nadie que me vigile y yo tengo que estar solo y lejos de una casa que me encierra. No tengo el ánimo para pensar en Paris y en sus promesas de libertad. Las ideas de Clarise siguen seduciéndome y después de lo que ha ocurrido mucho más. No tengo el valor para irme, no lo tengo. Así que me dirijo a la playa. Voy quitándome la ropa mientras avanzo por la arena. La luna se refleja en la olas. Ahora voy a probar la libertad que da el mar, aunque no sepa nadar. Aunque me aterre. No tengo nada que perder. Cojo carrerilla y cuando estoy a unos cuantos metros de zambullirme en el agua la pulsera de mi muñeca hace un ruido ensordecedor y me suelta una descarga eléctrica que encoge mi cuerpo y que me deja inconsciente.

No sé dónde estoy. Abro los ojos y no veo nada. Todo es oscuridad. Una luz blanca aparece al fondo, iluminando a una figura que porta una capa que le llega a los tobillos y una capucha que le cubre la cabeza. Camina hacia adelante y solo le puedo ver la espalda. Le grito. Detiene su paso armonioso y gira su cabeza hacia un lado, mirándome por el rabillo del ojo. Veo, en la distancia, cómo sonríe. Me incorporo, salgo a correr para descubrir quién se esconde tras esa capa. Alza una de sus manos y caigo estrepitosamente al suelo.

—¡Eric! ¡Despierta, Eric! —Noto las manos heladas de Paris sobre mi cara. —¡Eric!

Abro los ojos y toso. Escucho el rumor de las olas del mar y noto la humedad en la arena. Intento levantar una de mis manos para apoyarla sobre las de Paris, pero no lo logro. Tengo el cuerpo totalmente inmóvil.

—¡Lo siento, Eric! —¿Está llorando?

—¿De qué hablas? —Digo, medio moribundo.

—¡No me puedo separar de ti! Si este cacharro—saca de su bolsillo el mando que controla mi pulsera—se aleja del tuyo lo suficiente, sucesivas descargas eléctricas te recorrerán el cuerpo. Cuanta más distancia, más voltaje. Es una manera de asegurar que no vas a huir. Tú has salido hoy y yo también…

—No importa. Yo…solo quería bañarme en el mar. —Aunque mis fuerzas hayan bajado al mínimo no puedo dejar que piense que trataba de escapar.

—Vamos tenemos que salir de aquí. La marea está subiendo.

—¿Tú no tenías una cita?

—¡Edgar! ¡Aquí! Échame una mano con él. —No me hace caso porque me quedo dormido.

Me despierto en el sofá de casa de Paris tapado con varias mantas. Siento mi piel pegajosa, pero parece que puedo mover mis articulaciones. Estoy acostumbrado a las descargas eléctricas. El capullo de Luke ha practicado mucho conmigo. Pero nunca he sufrido una descarga tan grande, de tanto voltaje.

—Ssh. No te muevas. —Paris está sentada en el suelo, con la cabeza a la altura de mi cuerpo, apoyando su espalda en el sofá. —Ha sido mi culpa, de verdad. Perdóname. Lo último que quería es que te sucediera esto…

—Está bien. Ya he probado la electricidad antes. No es nada de lo que no me vaya a recuperar. ¿No hay manera de quitarme esto? —Levanto mi muñeca.

—Imposible. Lo administra el Estado de las Provincias. Recuerda que, en el fondo, eres de su propiedad.

No digo nada, ni me cabreo. Lo entiendo.

—¿Y Edgar? Os he arruinado la noche.

—No te preocupes. Se marchó al poco de traerte a casa.

—¿Qué dijo…?

—Mejor no lo quieras saber.

—El que lo debe de sentir soy yo, necesitabas relajarte, salir…

—No importa, Eric. En estos momentos tú eres más importante.

—¿Cómo dices? Cómo voy a ser yo…

—Sí. Tú puedes…asegurar mi viaje. Y créeme, no hay nada que me importe más en este mundo. Ni siquiera él. Él no puede hacerlo.

—¿Viaje? Así que es eso. —Le digo.

—Algo así.

—¿Entonces, no lo quieres?

—¿A Edgar? Claro que lo quiero. Mucho.

—¿Pero…?

—Pero él…no sé, es diferente a mí. No entiende mis ganas y entusiasmo por…

—¿Ser historiadora y eso que haces? —Acabo la frase que ella no puede.

—Sí, más o menos—se ríe y se lleva una mano a la cabeza—sobre mis trabajos de investigación…

—¿Y por qué estás con él? Quien esté a tu lado tiene que entenderte y apoyarte en todo, ¿no? En eso consiste.

—Porque lo quiero, Eric. Lo quiero. Desde que tenía quince años estaba enamorada de él. Y no me hizo caso hasta hace dos. Aunque seamos diferentes, él me ha hecho sentir tantas cosas…Y aunque seamos muy distintos y a veces no me entienda, él y su apellido me han abierto tantas puertas en mi investigación…

—¿Su apellido? —Recuerdo lo que me ha dicho su padre de la familia de Edgar.

—Sí. Es un Scofield.

—Perdón, ¿cómo has dicho? ¿Scofield?

—Sí. ¿No conoces a la Gran Familia Scofield? —Me pregunta con asombro.

—La verdad es que no. Pero justo cuando me compraste en la subasta, un joven apellidado Scofield, de pelo largo y rubio, compró a…a una amiga. La compró entera. Para siempre. Por un valor mucho más alto que el que tenía.

—Dorian Scofield. El hermano mayor de Edgar.

—Peces gordos, ¿eh? —No tengo ni idea de quiénes son.

—Muy gordos, Eric. Son dueños de la mayor Corporación de todas las Provincias, la Tecnofield Science Company. Toda la tecnología del Estado pasa por sus manos, es obra suya. Lo controlan todo. Más de lo que te puedas imaginar. A veces con los recursos y con los científicos actúan como una verdadera mafia. Nadie les puede tocar, nadie les puede engañar.

—Así que, ¿un matrimonio de conveniencia? Protección y dinero, ¿qué más quieres? —Dejo de culparla. Quizá solo esté buscándose un futuro. Yo lo haría.

—No. Eric, yo no soy tan retorcida. De verdad que lo quiero.

—Está bien, Paris. Te creo.

—Será mejor que descanses. No te muevas de ahí. Hoy dormimos en el sofá, tus músculos deben descansar.

—¿Dormimos?

—No esperarás que después de que casi te electrocute duerma en mi cama tan tranquila, ¿no?

—Gracias. —Le digo. Son las palabras de agradecimiento más sinceras que he dicho en muchos años, a excepción de las que haya podido dedicarles a los Hall. Gracias y perdón son los sentimientos que más difícil expreso, pero esta vez me ha salido solo. Sin pensarlo.

—¿Por darte una descarga eléctrica que casi te mata? Caramba, Eric, no sabía yo que…—Me está vacilando. Volvemos a reír. Como la noche de la playa.

—Gracias por…por defenderme. Por hacerme sentir igual que tú. Como si no fuera un esclavo.

—¡Todas las personas somos iguales!

—¡Serás soñadora!

—¡No! Historiadora…