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Capítulo 11

—¿Cómo puede ser posible? —Estoy en shock y no logro hacerme a la idea. Nuestro cerebro no está preparado para aceptar y procesar este tipo de información. Traspasar el tiempo. Eso que no vemos.

—La naturaleza también tiene errores. El tiempo tiene anomalías que se pueden aprovechar y mi padre es un genio. Ya habrá tiempo para explicaciones. —Paris mira mi cara que debe estar totalmente desencajada. —Lo haré yo misma si hace falta, pero no aquí y ahora.

—Yo…Paris…lo siento…no te quería presionar…—Balbuceo. Paris con los nervios a flor de piel en las últimas horas por un maldito viaje en el tiempo al que se iba a tener que enfrentar al fin, después de tanta espera, y yo agobiándola por un simple beso.

—No importa. En parte la culpa también es mía, por no haber tenido el valor para…contarte de qué trataba todo este asunto antes, pero ¿me habrías creído?

—Entiendo, pero yo me refería…—Al beso, por supuesto.

—Sigo enfadada por tu atrevimiento, por ese beso que me robaste. Pero Eric, ahora hay cosas más importantes.

Abre sus brazos, señalando a su alrededor. Lo entiendo. Es una tregua. Eso es lo que me propone Paris. Hay una conversación pendiente pero ya tendrá lugar. Cuando salgamos de esta, espero. Cuanto antes mejor, arreglararemos este malentendido. Porque fue eso, un malentendido. Esta tregua de Paris me permite concentrarme y hacerme a la idea que he viajado en el tiempo veintidós años atrás, a algún momento de la Historia en el que yo no debería estar. En el lugar y la fecha en la que me encuentro yo no existía. Es un dolor de cabeza ponerse a pensarlo. Mi madre sí que existía. Joven y llena de vida. Ahora mismo, en este mismo instante, estará trabajando en la plantación de Greg Gordon, en la Provincia Unida Central, como buena esclava. Puede ser lo más cerca que esté de ella jamás. Quizá esto sea una señal. La máquina del señor Stonecraft puede acercarme a ella…y también a la libertad. ¡He viajado en el jodido tiempo! ¡Qué locura!

—¿Qué va a pasar con nosotros cuando volvamos? ¿Vas a seguir ignorándome?

—Eric, por favor. No lo sé. No es el mejor momento para hablarlo. Solo sé que…un beso no tiene nunca vuelta atrás.

—Nunca. —Le tengo que dar la razón.

Se produce una explosión al final de la avenida del centro de la ciudad de Nueva América. La quiosquera sexagenaria, huyendo, se cae por la onda expansiva. Paris y yo también nos caemos al suelo por el mismo efecto, sacándonos de una conversación en la que he podido atisbar a la antigua Paris. Sé que solo se está haciendo la fuerte conmigo. Poniéndose una careta que tendrá que caer, tarde o temprano. ¿De qué tendrá miedo? ¿De que sea un esclavo? ¿De Edgar y su familia? Probablemente sea eso último. El cielo se inunda de fuego, humo y ceniza. Se oscurece el cielo y la tarde.

—¿Qué demonios está pasando? —Le pregunto a Paris porque no logro entender por qué se produce una explosión de ese calibre en una de las avenidas de la ciudad más segura del mundo, por mucho que hayamos viajado en el tiempo.

—La tercera rebelión de los esclavos, Eric. —Paris es historiadora y experta en ese campo, además. Le veo un brillo distinto en los ojos. Algo que no le he visto nunca. Está totalmente entusiasmada por poder vivir un momento como este, aunque ahora esté tumbada en la acera por el efecto de la onda expansiva de una terrible explosión. —Fue la primera revuelta de esclavos que logró llegar a la capital, a Nueva América, tras las dos intentonas del 151 y del 159 d.C. En esta, incluso, los esclavos tuvieron el apoyo de toda una generación de jóvenes pertenecientes a las élites del Estado de las Provincias, que también estaban en contra de esclavismo. La juventud, ya sabes. Te hace querer cambiar el mundo, sin importar el lugar de donde provengas. Esa gente casi lo hace. Casi lo cambia.

Es una horrorosa contradicción la de ser esclavo y apenas saber nada de tu propia historia. Me da mucho coraje admitirlo. De lo que habla Paris, solo reconozco la revuelta de esclavos del 151 d.C., por los cuentos e historias que se cuentan a la luz de la luna en la plantación de Greg Gordon, entre la comunidad. Muchos y muchas aún recuerdan que en el 151 d.C. un grupo de setenta esclavos y esclavas escaparon de sus respectivos dueños en la Provincia Unida Central y, armados, fueron liberando plantaciones y fábricas de toda aquella Provincia. Llegaron a controlar y a gobernar decenas de pueblos y ciudades pequeñas como Santana, Angel City o Rosetown. Formaron una auténtica Provincia libre de esclavismo. Aquel sueño no duró mucho, porque las fuerzas de orden del Estado de las Provincias actuaron con determinación. La revuelta, liderada por la mulata Venus Hemings, puso un precedente e incentivó el miedo en las élites estatales. Luego, en el 159 d.C., hubo otro intento de recuperar la libertad por parte de los esclavos, esta vez llevando a cabo masacres de hombres y mujeres libres, sin importar su condición económica, por los pueblos y ciudades por los que iban pasando. El líder, esta vez un hombre, George Louverture, fue condenado a muerte. Pero yo no tenía ni la más remota idea de que hubiera existido otra revuelta de esclavos y mucho menos en la ciudad de Nueva América. ¡Encima apoyada por parte de la élite!

—En los años sesenta, la juventud estaba impregnada por ideales sociales de paz, igualdad y justicia. Que, ahora que lo pienso, tienen que ver con los ideales de la Diosa y la Sacerdotisa. ¡Claro! ¡Eso tiene que ser! Los esclavos, tras la represión de las anteriores revueltas, dejaron de conspirar contra las Provincias… ¡se dedicaron a propagar los ideales de la Sacerdotisa! ¡A rezar y a esperar una nueva oportunidad, bendecida por la Diosa! —Paris habla como si hubiera unido las piezas de un puzle inconmensurable. —Fueron tan inteligentes que la religión traspasó barreras y los jóvenes, de alguna manera, se tuvieron que impregnar de todos esos ideales sociales de los que hablaba la Sacerdotisa pero que el Estado negaba a la mayoría de las personas. En esta rebelión no se usó la violencia, fue el arma más poderosa de los esclavos, pero también su sentencia de muerte. —Me explica Paris. —¿No lo entiendes, Eric? ¡La religión de los seguidores de la Diosa y la Sacerdotisa es la clave para entender esta revuelta! Y nada de eso me he encontrado en los libros…

—¡Han puesto una maldita bomba, Paris! ¿Eso no es violencia? —Exclamo mientras la ayudo a levantarse del suelo.

Empezamos a escuchar gritos, cada vez más cercanos. También disparos. Se respira en el aire un olor a quemado. La avenida, que se había quedado desierta, se llena de una multitud que huye a pasos agigantados de la fuente de la explosión, es decir, del centro de la ciudad. Un mar de gente nos envuelve.

—Hubo dos facciones entre los esclavos y adeptos a la rebelión: una a favor de la violencia, otra en contra. —Paris sigue su relato, como si estuviera leyéndolo en uno de sus libros y no viviéndolo.

La avenida se ha llenado de cientos de personas. Unas traen brechas en la cabeza, sangre por todas partes, la ropa deshilachada, rota. Sudada. Al fondo de la avenida, donde esta acaba para dar lugar a la Gran Plaza de Nueva América, sede del poder político de las Provincias, observo a una ingente cantidad de Policías Provinciales uniformados y bien preparados para cargar contra los manifestantes, repartiendo porrazos y abriéndose camino con su escudo. Resuenan algunos disparos. Son ellos, los policías. Veo a un par de chicos arrastrar el cuerpo de un joven de color que parece estar muerto porque está recubierto de sangre. Tienen en su muñeca las pulseras que son señal de que son esclavos domésticos. Me pregunto cuántos llevan tatuado su nombre y su número de identidad en la muñeca, como lo tengo yo.

Pierdo a Paris entre la multitud. Me he quedado embobado observando los detalles de escenas verdaderamente duras y heroicas, que no imaginé nunca vivir. Seguramente Paris se haya quedado embelesada también con esta realidad, con lo que está presenciando. Sabe que es una privilegiada. ¡Pero no somos inmunes a lo que nos pueda suceder! Toco la pistola, que se encuentra bien escondida en mi cinturón. Me siento un poco más seguro. Puedo defenderme si las cosas no van del todo bien.

—¡Paris! ¡Paris! —Grito. Llamarla por su nombre e ir detrás ella se está convirtiendo en una costumbre.

La Policía Provincial se abre paso con sus armas y cada vez está más cerca. Los miles de manifestantes van retrocediendo, al ser agredidos. Algunos no les plantan cara y se quedan quietos ante la acción de las fuerzas del orden. Un total suicidio, a mi juicio. Lo que están intentando los policías es dispersar a la gente para despejar la zona, al menos las ocho avenidas, con el fin de asegurar y proteger el centro de la ciudad.

Me vuelvo loco mirando hacia todos los lados. Me como los hombros de varios hombres de espaldas anchas y me miran los ojos fulminantes de varias esclavas en mi lucha contra la marea de gente, que se está organizando, ayudando a heridos, ofreciéndose a luchar, haciendo un cordón humanitario y demás acciones propias de una revuelta. Escucho disparos y algunas manos me tiran hacia el suelo, como para ponerme a salvo. Me zafo de ellas e intento ver más allá, a ver dónde se ha metido Paris. ¡Maldita sea, Paris! ¿Dónde estás? Se supone que mi misión era protegerte. Una mano agarra mi camiseta, tirando de mí. Esto también parece ser ya una costumbre. Suspiro. Es ella.

—Aún queda más de una hora para volver. —Mira, tranquila, su extraño reloj.

—¿Dónde estabas? ¡Casi me vuelvo loco…! —Miro su cara, como diciéndome que ella puede cuidarse de sí misma sola. Entonces, ¿para qué me trae? —Da igual. Venga, vayámonos de aquí. Busquemos algún lugar seguro y esperemos que pase el tiempo.

—No, Eric, no puedo. Esto no ocurre todos los días. Tengo que vivirlo. Quiero vivirlo.

—¡Podemos salir heridos! O peor...podemos morir. ¡Estamos dentro de una rebelión!

—El contrabandista casi nos mata. Si el Estado de las Provincias o la Tecnofield Science Company descubren que hemos viajado en el tiempo, estaremos sentenciados. Cada momento que pasa, Eric, es un buen momento para morir.

—¿Qué dices? —Hay veces que no entiendo ni una palabra de lo que dice.

—Te lo explicaré más tarde. Lo importante es que Edgar no sepa nada de esto…

Ah. Entonces es por eso. Supongo que es difícil ocultarle a tu novio, cuya familia es dueña de la Compañía tecnológica más importante de las Provincias, que tienes la mayor tecnología que puedan haber visto.

Un joven con una cazadora negra, una gorra y unas gafas de sol oscuras, de diseño circular, se tropieza bruscamente con Paris, haciendo que se tambalee. La agarro por la espalda, en un acto reflejo, para que no se caiga. Dentro de una aglomeración de gente, que viene y que va, es normal que pasen cosas como esta.

—Yo…lo siento. —Se disculpa e intenta ayudar a Paris.

Le empujo. Poso mis dos manos sobre su pecho y le empujo con fuerza.

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—¿Qué te pasa?

—No la he visto. Lo juro. No quiero problemas. Debemos aunar fuerzas contra ellos, no entre nosotros. —Dice él sobresaltado.

Noto el cuerpo de Paris a mi lado y lo dejo estar. El joven se vuelve a colocar la gorra y las gafas y continúa su camino, corriendo. La policía se acerca más y más, desalojando la cadena humana, usando la violencia, lo que hace que algunos manifestantes se enfrenten a ellos. Es por eso por lo que veo cómo se forman barricadas con productos de todo tipo por el saqueo de los comercios y las tiendas de la avenida. Otros tantos productos a los que en la vida aspiraría un simple esclavo arden en distintos puntos de la calle, dando un aspecto caótico y siniestro a la ciudad.

—¿No lo has reconocido? —Me dice Paris. —Era mi padre.

—¿De verdad? A mí no me lo ha parecido.

—Era él. Sigámosle.

No estoy de acuerdo con este plan de Paris, pero si queremos volver sanos y salvos al tiempo que nos corresponde, tenemos que huir en dirección opuesta a los enfrentamientos directos con la policía. Nos alejamos de la multitud, que ha retrocedido solo para hacerse más fuerte. Han construido nuevas barricadas y obstaculizado la avenida. Preveo una noche larga. Muchas personas están dispuestas a luchar, prefiriendo morir como personas libres que como esclavos. La verdad es que me dan ganas de quedarme y ayudar a mis hermanos y hermanas esclavas, echarles una mano, para hacer efectiva la rebelión y abolir la maldita esclavitud. Así, yo nacería libre. Al menos lo están intentando, dando sus vidas por ello. Su sangre corre por mis venas. Su sacrificio.

Paris y yo nos damos la mano para no volver a perdernos. Cuando siento su tacto es como si nada hubiera cambiado entre ella y yo. Pero ambos sabemos que lo ha hecho. Ella me guía entre la gente, siguiendo con la vista al joven que ella cree que es su padre. Yo no estoy tan seguro. No puede ser casualidad que entre miles de persona encuentres a tu padre el mismo día que viajas en el tiempo. No puede ser casualidad y por eso no lo pienso. La avenida se queda a nuestras espaldas y ya la calle se ve mucho más despejada. Los manifestantes han conseguido frenar a la policía con sus barricadas. El ruido y el rumor de las pequeñas calles colindantes que conectan a las ocho avenidas amplían en mi mente la magnitud de la rebelión: las ocho avenidas están ocupadas por esclavos, esclavas y activistas antiesclavistas procedentes de las élites de las Provincias. La rebelión está justo en el corazón del Estado.

El joven que puede ser el joven señor Stonecraft se cuela por entre una de las callejuelas que unen las ocho avenidas. Estas se encuentran plagadas de edificios que son residencias en sus partes altas y comercios en las partes bajas. Nos escondemos tras unos contenedores cuando él echa la mirada hacia atrás. Comparada con la avenida, la callejuela amortigua el ruido de las masas, de los disparos y también el olor a quemado y a sangre. El presunto joven Matt enfila unas escaleras de hierro hacia abajo y desaparece. Paris y yo, cual detectives, seguimos sus pasos. Resulta que nuestro perseguido ha entrado en un bar de mala muerte situado en un bajo de uno de los edificios de ladrillo rojo. Apenas tiene decoración. Reina la oscuridad. Veo que está lleno, casi a rebosar. La música apenas suena, relegada a un segundo plano por los decibelios de la multitud de conversaciones que se mantienen a la vez. Todas tienen que ver con la rebelión que se está viviendo en las calles adyacentes.

Me acerco a la barra y la camarera me atiende en segundos. Mientras clava su mirada en mí, recuerdo que no llevo ni un dólar en el bolsillo.

—Un vaso de agua. —Echo la vista atrás, hacia Paris, que sigue observando minuciosamente al que cree ser su padre. —Que sean dos, por favor.

—Se te ve cansado, compañero. ¿Muchos golpes ahí afuera? —La camarera de pelo largo y negro se refiere a la policía.

—Unos pocos. —Le sonrío, haciéndome el valiente, el héroe. Se me da bien hacer el papel para chicas así.

Paris vuelve a tirar de mí. Qué manía.

—La Diosa te guiará, compañero. —Me dice la camarera, dándose cuenta de que Paris viene conmigo. —Marchando esa agua.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —Paris me acompaña en la barra.

—Refrescarme un poco. Ha sido un viaje muy largo…de muchas emociones. Me ha dejado la boca seca. —Señalo mi garganta, bromeando. Ella se ríe. Me gusta cuando se ríe así por las cosas que digo.

—No deberías intercambiar palabras con desconocidos.

—En estos momentos te pareces mucho a lo que debe ser una madre.

—Lo que quiero decir es que no deberíamos intervenir en este…tiempo.

—Mejor hacerlo, ¿no? —Bajo la voz. —Podemos hacer que la revuelta triunfe. Cambiarlo todo.

—Me temo que no, Eric. Puedes intentarlo, pero el tiempo es el tiempo. La naturaleza, como te dije, también comete errores, pero no es tonta. Papá dice que, hagamos lo que hagamos, lo que tenga que ser, será. Está escrito. Si tú cambias algo aquí, el destino maquinará para cambiar otra cosa, para que todo siga igual. Así funciona.

Doy un trago al agua cuando la camarera lo trae mientras veo por el rabillo del ojo cómo Paris se vuelve a seguir observando a su padre, que ahora se ha quitado la gorra, las gafas de sol redondas y se ha sentado en una mesa con varias personas. Paris tiene razón, es él. No lo puedo creer. Esto no puede ser casualidad. Los rasgos de su cara son los mismos, rejuvenecidos por los años que no han pasado aún. ¿Qué ocurriría si me plantara delante de él y le contara lo que iba a ser capaz de hacer? No me creería. Comprendo a Paris. Fue inteligente el no contarme nada sobre dónde—o mejor dicho cuándo—íbamos. Podría haberme negado a tratar con locas de la cabeza. A veces, para creer, hace falta ver. Y yo no solo he visto. He respirado.

—¿Qué es lo que pretendes? —Le pregunto con respecto al joven señor Stonecraft.

—Nada. Solo…observarle. Ver cómo era. Joven, despreocupado. Como nunca lo he visto, no sé.

—Te entiendo. —Le pongo mi mano sobre sus hombros y la quito rápidamente, dándome cuenta de lo imbécil de la acción. —A mí me ocurre lo mismo. Siento esa misma curiosidad…pero ella debe estar a miles de kilómetros de aquí, en su plantación, trabajando, como buena esclava que era. Que es. No sé cómo se dice. El tiempo parece que también confunde las palabras.

—Yo no lo daría por sentado—dice—hubo muchos levantamientos de esclavos en multitud de plantaciones en todas las Provincias.

Me dedico a pensarlo un segundo y me imagino a mi madre luchando por su libertad. Que eso fuera cierto me haría muy feliz. De pronto, el murmullo del bar se viene abajo y todo se queda en un incómodo silencio, que me saca de mis ensoñaciones. Al escenario, situado en una de las esquinas del bar, se sube una joven de color con el pelo corto y con un vestido de flores, roto por uno de sus tirantes, lo que hace que deje a la vista parte de su sostén. Tiene la cara magullada.

—Compañeros y compañeras. Todo ha empezado, al fin. Ha llegado el momento que debemos hacer nuestro. Nueva América se encuentra asediada por miles de esclavos y esclavas que luchan por su libertad, ayudados por otros miles de activistas que luchan por unos ideales justos. La abolición de la esclavitud es la meta, pero no olvidemos que tras ella viene la reconstrucción de la sociedad bajo unos pilares como lo son el de la libertad y la justicia, el de la paz y el de la igualdad, que son innegociables. La Diosa, y en su nombre la Sacerdotisa, nos están ayudando. —Alza el puño y enseña el símbolo de la cruz apoyada entre dos medias lunas tatuada en su muñeca. Justo debajo de su número de identidad esclavo.

—¡No me lo puedo creer! —Paris me susurra al oído— Esa de ahí es Selena Hemings, la líder de esta revuelta e hija de Venus Hemings, la inspiradora de la revuelta del 151 d.C. La madre de Selena fue condenada a muerte tras los sucesos del 159 y ella continuó su legado.

—¿Qué le pasará cuando esto acabe? —Me intereso.

—Condena a muerte. Como su madre.

—La situación es muy crítica—continúa Selena. —Controlamos decenas de pueblos y de ciudades en todas las Provincias, pero el asalto a Nueva América ha sido pausado. Como dijo la Sacerdotisa, nuestras armas han de ser nuestras manos, limpias y alzadas. Ello da lugar a la fuerza de la solidaridad humana, la fuerza de todas nosotras, todos nosotros. Pero la violencia ha hecho su aparición, con la bomba de uno de nuestros grupos más radicales. Ha muerto mucha gente, de los suyos, pero también de los nuestros. Ahora mismo, mueren compañeros y compañeras en una lucha contra la Policía Provincial que no puede acabar bien. Por eso la pregunta en este momento es la siguiente: ¿Qué queréis hacer? ¿La paz o la guerra?

Selena Hemings me parece una líder demasiado débil. Muchas cosas debieron fallar en esta rebelión. Es ella quien tiene que decidir y, sin embargo, pide ayuda a sus seguidores, declarándose totalmente incompetente. Haciéndose ver insegura de sí misma. Como si se hubiera quedado sin ideas. ¿Cómo habían seguido a aquella mujer? ¿Solo por ser hija de quien fue?

—¡Yo tenía razón, Eric! —Me dice Paris, entusiasmada. —Empiezo a entender esta revuelta por completo. Una de las partes principales de esta rebelión era las ideas que la llevaron a cabo, las ideas de la Sacerdotisa. ¡Por eso actuaron así! Las decisiones se tomaban en asambleas, como lo es esta. Todos y todas podían intervenir, teniendo voz y voto. Cada cuestión se analizaba y se debatía al detalle.

—Me he dado cuenta. Es una manera muy rápida de perder la ventaja y la sorpresa de una revuelta. —Creo que es la peor táctica del mundo.

—Pero todos y todas, sobre todo las personas esclavas, se veían dentro de un movimiento muy amplio, por poder tener capacidad de decisión. Eran partícipes de lo que estaba surgiendo. Eso les dio ánimos y fuerza para enfrentarse al Estado. Por eso tanta solidaridad y compañerismo.

—El Estado de las Provincias nos aplastará si decidimos tomar las armas—Apunta un joven barbudo sentado en una de las mesas de madera del antro. —Una guerra, lenta o rápida, minará nuestras oportunidades. Perderemos a muchos compañeros y a muchas compañeras necesarias en la construcción de la nueva sociedad. Tenemos que reorganizar nuestra estrategia. Resistir y desobedecer. Unir cada vez a más gente. Convencerla de que esclavismo es una atrocidad humana.

—Lo que tenemos que hacer es luchar. Una pistola en la mano de cada esclavo, de cada esclava. Les superaríamos en número y ganaríamos. —Esta vez interviene una chica desde la barra, a escasos metros de nosotros.

—No seamos hipócritas, por favor. Si seguimos a la Sacerdotisa hacia nuestra libertad, la Diosa tiene que entender que nos enfrentemos a la policía con violencia. ¡Ellos nos están matando! Nuestra manos, limpias y alzadas, no pueden contra las balas. Así moriríamos todos.

Distintas opiniones van sumándose al debate, acotándose dos posiciones: los que quieren usar las armas para defenderse y atacar al Estado de las Provincias y los que son partidarios de la resistencia y desobediencia civil. Va ganando la de no usar las armas. ¿Cómo iba a triunfar, entonces, la rebelión? Desde luego, los terratenientes, las Compañías, las élites estatales, no iban a dejar perder sus privilegios sin luchar por ellos porque miles de esclavos se rebelaran y salieran a las calles de las ciudades, invadiendo incluso el centro de Nueva América. Quienes tienen esos privilegios no los perderían sino luchando. Con violencia. O es una rebelión armada o no será nunca una rebelión consumada. Yo lo veo así. Las grandes conquistas se hacen con grandes sacrificios. Por muy mal que suene, es la verdad. Yo, por la libertad de todos los esclavos y esclavas, moriría luchando.

Se impone, al final, la doctrina del no uso de las amas y de la resistencia civil contra las autoridades del Estado de las Provincias. Es la sentencia de muerte, como me ha contado Paris, de esta rebelión de esclavos.

—Ahora, oremos. —Finaliza Selena Hemings.

Vuelve el silencio al bar y aparece una mujer ataviada con una capa negra que le llega a los tobillos, anudada al pecho. Una capucha le envuelve la cabeza y un pañuelo, de color rojizo y bordado de estrellas de seis puntas, atado a la nuca, le tapa la boca. Solo se le pueden ver unos ojos profundos, de color negro. A medida que avanza por el antro, todos se van apartando e inclinando la cabeza. Es la Sacerdotisa. Una de ellas.

Algo me llama la atención y no logro averiguar qué es. Tengo que cerrar mis ojos y concentrarme de pleno en mis sentidos para darme cuenta de olor que desprende la Sacerdotisa. Un olor a menta fresca y a orquídea. El olor de mi madre. El que dejó grabado en mi pituitaria.

—Es la hora, Eric. —Me dice Paris.

Yo no le hago caso. Me incorporo y voy tras la Sacerdotisa. Es mi madre, es ella. Continúa avanzando hacia el escenario. Llego hasta ella y le toco un hombro, suavemente. Ella se gira y me mira. Mi corazón palpita tanto que parece que va a explotar. Unos ojos negros como las perlas de azabache me miran expectantes. ¿Es ella? No lo sé…

—Lu…—Quiero decir su nombre, pero no me sale.

—¿Estás bien compañero? —Su voz parece de otro mundo.

—Lu…

Paris tira de mí, por enésima vez. Todo el bar está observándonos. Me he quedado totalmente paralizado. No sé si debo preguntarle. Si es correcto. Si no estaré rompiendo el tiempo o algo así. ¿Y si no es ella? ¿Y si sí lo es? Paris me arrastra y me saca de aquel bar de mala muerte con olor a sudor.

—Lunetta. —Llego a decir, cuando salgo y respiro aire puro. Tarde.

—¿Estás loco? ¡No queda tiempo!

Me agarra de nuevo la mano. Yo estoy absorto, como en otro mundo. Esos podían ser los ojos de mi madre. Esos tenían que ser los ojos de mi madre. La niebla blanca nos envuelve y siento que mi cuerpo se dobla. Pierdo la respiración. Todo es oscuridad.