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Capítulo 4

Despierto sobresaltado. La hora se dibuja en las paredes: las nueve y media de la mañana. Me cuesta un poco despejarme y saber dónde estoy. Tras años durmiendo en la misma cama, abrir los ojos y no ver lo de siempre me descoloca. Tengo que pasar varios minutos de mi tiempo en recordar que ya no estoy en la plantación de Greg, sino en la ciudad de Nueva América. Camino descalzo hasta el ventanal. Desde el piso diecisiete solo veo a las personas libres como hormigas allí abajo, caminando. Por encima de los rascacielos, los aeromóviles van y vienen, surcando el cielo azul soleado.

—Tiene treinta minutos para prepararse. —Suena en la habitación la voz de una mujer robótica.

Me ducho y me enfundo el uniforme que la Administración del Estado me ha proporcionado. Son unos pantalones elásticos de color verdosos y una camiseta de manga corta blanca. Lleva inscrito mi número de identificación esclavo en el pecho. Salgo de la habitación y camino el largo pasillo de parqué hasta llegar al ascensor. Menuda máquina. Baja diecisiete pisos en menos de diez segundos. No he visto nada igual. Cuando salgo, varios jóvenes con el mismo uniforme caminan hacia el vestíbulo del edificio, a la vez que un funcionario nos indica con las manos hacia dónde tenemos que dirigirnos.

—¿Dónde vamos? —Le pregunto al funcionario.

—Será mejor que comas algo antes de la Entrevista.

No sé cuánto tiempo hace que no desayuno de esta forma. Leche, zumo, dulces y fruta. Antes de ir a trabajar cada día como mucho bebía un poco de zumo. Mientras me como una manzana, miro a mi alrededor. Me he sentado solo porque no conozco a nadie. Veo que se han formado algunos grupos. Incluso algún que otro esclavo me ha guiñado un ojo en un intento claro de intentar conocerme, pero tengo mis reticencias a conocer gente nueva. Eso sí, no me he dejado de fijar en las chicas. No sé, de momento quiero guardar las distancias. La Entrevista es la prueba que hay que pasar para acceder a la Administración y es mejor centrarse en ella. Según mis aptitudes iré a un sitio o a otro a trabajar. Ahora pertenezco a las Provincias.

Dos funcionarios piden que formemos una fila cuando hemos acabado de desayunar. Deseo con toda mi alma que nos hagan salir a la calle. Me siento encerrado en la grandiosa ciudad de Nueva América. Yo quiero vagar por sus callejuelas, mirar la cara de las personas que viven aquí, conocer los secretos que guarda una ciudad. Me temo que tendré que esperar para eso. Nos envían a las primeras plantas del edificio y nos hacen entrar en un gran auditorio.

—Esperen aquí su turno, por favor. Iremos nombrando vuestro número de identidad e irán pasando por aquella puerta. —El funcionario señala nuestras camisetas, como si no nos supiéramos el puñetero número de memoria. Lo tenemos tatuado en la piel.

Esperar me desespera. Mucho. A mí más, ya que soy muy impaciente. Así que me pongo a contar. Somos unos ochenta y tres. Me he subido a la última fila del auditorio. Allí abajo siguen conociéndose entre grupos, compartiendo ideas, nombres y anécdotas. ¿Seré yo el raro? Nuestras vidas son vidas patéticas de esclavos, no tienen nada de especial. Lo único que me interesa de esas conversaciones son los lugares de los que vienen y cómo es. Me gustaría contrastar las leyendas y los mitos que se cuentan de las tierras lejanas. Poco a poco la sala se va vaciando, pero aún quedamos muchos. Me desato el pañuelo de mi madre de la muñequera para volverlo a atar. Me quedo mirando a la nada, pensando en ella. Lunetta, mi madre, no había muerto por la tuberculosis en la plantación de Greg. Había sido condenada a muerte. Condenada. ¿Qué había hecho? La señora Hall no me contó nada más, aunque puedo entender que se haya guardado cosas. Durante el viaje en aeromóvil hasta Nueva América, mirando la portada de aquel extraño libro, deduje que lo que le ocurrió tuvo que estar relacionado con él. Por eso quiero leerlo cuanto antes. Desgraciadamente, necesito ayuda. Primero, hace mucho tiempo que no leo, voy muy lento y algunas cosas se me han olvidado. Me da rabia reconocerlo, pero es la verdad. Segundo, no entiendo qué quieren decir muchas palabras, parecen muy antiguas. Empecé a leer La Biblia en ese viaje y en el primer párrafo ya me dolía la cabeza. Está claro que voy a necesitar que alguien me eche una mano. Sé que es un libro peligroso, por eso tengo que elegir bien con quién intercambiar algo más que palabras, en quién depositar mi confianza.

—¿No te sientes un poco solo aquí? —Un chico con barba de tres días y pelo aplastado se ha acercado. Luce una sonrisa impecable.

—Nosotros sí. Hemos hablado y nos pareces el tipo más interesante de este auditorio. —Apostilla una chica pelirroja.

—Prefiero la soledad a las malas compañías. —Contesto serio.

—Me llamo Clarise.

—Y yo Ed. ¿Cuál es tu nombre?

—Eric. Eric Moon.

—No me digas más—dice él—¿de la Provincia de Georsiana? Tienes aire de norteño.

—Casi. De la Central. —Sonrío. —¿Sabéis de qué va la Entrevista?—Parecen simpáticos.

—Nadie tiene ni la menor idea. —Se encoge de hombros Clarise. —Aunque no debe ser para tanto. Al fin y al cabo, no vamos a ser libres, sino esclavos de las Provincias. Más de lo mismo de lo que ya sabemos, solo que en otro lugar.

El funcionario dice otro número en voz alta.

—Ese es el mío. —Ed se levanta y me mira. Luego a Clarise. —Nos vemos, suerte.

Clarise se sienta a mi lado y, en silencio, observamos cómo Ed sale del auditorio para enfrentarse a su destino. Cuando pasan unos segundos ella suelta:

—¿No has pensando esta noche en escaparte? —Me vuelvo hacia ella, con cara de sorprendido. —Vamos, no me lo niegues. Tú, y todos, lo hemos hecho. La idea al menos se te ha tenido que pasar por la mente. —Se pasa los dedos por su cabellera pelirroja. —Tengo un plan.

—Estás loca. ¿Has olvidado que estamos en la capital de las Provincias Unidas?

—¡Por eso mismo! Es tan grande que existen miles de huecos en los que esconderse.

—¿Y qué harás? Luego, cuando no tengas techo sobre el que desguarnecerte o comida. Serás una vagabunda.

—Hace tiempo que decidí salir de las Provincias. —Lo ha dicho mirando al suelo. No sabe quién soy, de hecho, somos dos malditos desconocidos y me está desvelando todos sus secretos. ¿Qué pretende?

—No creo que hables en serio. No hay nada más allá al norte de la última provincia.

—Ya lo averiguaré. ¿Y tú? ¿Cuál es tu plan? ¿Seguir la vida de esclavo de las Provincias hasta la muerte?

—De momento, prefiero ir paso a paso. Todo a su debido tiempo. Empezaré intentando averiguar algo sobre mi madre. —No sé por qué lo digo, pero lo hago. Qué más da ya. Esta chica pelirroja ha traspasado todas mis barreras con su natural simpatía.

—¿No la conoces?

—No la conocí.

—Ah, lo siento. —Se calla. Parece sincera. Muy sincera. No solo por sus gestos, sino por las facciones de la cara, sé que dice la verdad.

—Te ayudaría, pero ya sabes, tengo un plan. —Gesticula y reímos los dos.

Le deseo suerte a Clarise cuando nombran su número de esclava. No hemos intercambiado mucha información el uno acerca del otro, pero no nos ha hecho falta. Han sido suficientes y concisas las pocas palabras que nos hemos dedicado. Creo que es por eso de la empatía. Los esclavos la tenemos muy desarrollada, como si tuviéramos una conciencia unitaria, es decir, sabemos lo que somos y nos compadecemos entre nosotros por ello. La espera en el maldito auditorio y el incierto futuro hace que Clarise y yo nos entendamos mutuamente. No sé si la volveré a ver. Mi instinto me dice que no, porque ella tiene las cosas demasiado claras, pero sé que sí. Algo que me gusta y me aterra a la vez. Doy por hecho que pronto intentará escapar y puede que lo consiga. Espero que sea así y no acabe asesinada por la Policía Provincial o por algún propietario.

Me nombran a mí cuando apenas quedamos cuatro personas en la gran sala de espera. Camino tranquilo, traspaso la puerta y otro funcionario me conduce hasta un pasillo cuyo suelo es de mármol y tiene un gran ventanal al final. Intento desde lejos fijarme en el exterior, pero mi guía me abre una puerta a nuestra izquierda y me empuja dentro. Es un despacho pequeño y desordenado, cubierto de estanterías con libros. Seguramente sean del Código de Leyes que todo funcionario debe conocer al dedillo. Cada año se acumulan cientos y cientos de leyes nuevas. Me cuesta respirar, el ambiente está muy cargado porque huele mucho a humo. Hay un hombre mayor detrás del escritorio, que tiene la cara rosada y muchas arrugas. Su pelo se está encanando. No debe ser tan mayor como aparenta. Me pide con un gesto que me siente y se enciende un cigarrillo. Otro más.

—Colóquese esto, por favor. —Me pasa una pulsera metálica con números digitales que corresponden a mi identificación de esclavo y me lo pongo en la muñeca que tengo libre, la izquierda, tapando el tatuaje con mi nombre el número de identificación. —Iré haciéndole una serie de preguntas rápidas para contrastar nuestra información y usted las irá contestando con total sinceridad. Puro protocolo. Responda con sinceridad si no quiere ser destinado a un Campamento.

—¿Un campamento? —Me intereso. No sé qué significa.

—Sí, a picar piedra día y noche. —Lo dice en tono borde. Mejor me callo y digo la verdad porque ese sitio no suena demasiado bien. —Comencemos.

—Vale.

—Hable solo cuando se lo indique. —Me mira por encima del folio en blanco que sostiene. —Nombre.

—Eric Moon. —Lo anota, escribiendo sobre un teclado negro.

—Fecha de nacimiento.

—Veinticinco de septiembre del 170 después del Colapso. —Mantiene sus dedos en el teclado y sus ojos en la pantalla de su computadora.

—Procedencia.

—Plantación de algodón de Greg Gordon, en la Provincia Unida Central.

—¿Nivel de educación?

—¿Perdón?

—¿Sabe leer y escribir?

—Sí. —Intento no dudar. Sé hacerlo, aunque lleve años sin practicar. Sé hacerlo.

—¿Conocimientos informáticos?

—No. —Tampoco sé lo que es, solo que tiene que ver con esas computadoras que él está manejando.

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—¿Conocimientos electromecánicos?

—Tampoco. —Eso sí me lo conozco. Maldito Luke.

—¿Ha trabajado en algo que no sea la plantación de algodón?

—No.

—¿Sabe conducir?

—No. —Ojalá. Debe ser alucinante llevar uno de esos aeromóviles.

—Está bien, Eric Moon. Con estos datos y las ofertas disponibles, las únicas posibilidades de trabajo que tiene usted en la Administración del Estado de las Provincias Unidas de América son las siguientes: en el sistema de transportes públicos, ayudante de la Policía Provincial, bombero o en las desalinizadoras. ¿Cuál le convence más?

No le miro. Me lo tengo que pensar. Nunca he decidido sobre mí futuro y, a decir verdad, ninguna opción me convence. Las desalinizadoras son duras y tendría que trasladarme a alguna de las islas. Sería un cambio demasiado brusco. Además, tengo que quedarme en la ciudad si quiero saber algo más sobre mi madre. Quizá bombero...

—Si no lo ve claro, siempre puede ser alquilado mediante subasta pública.

—¿Subasta pública?

—Normalmente son pequeños propietarios o grupos de investigación y experimentación científica los que acuden a este tipo de subastas. Pagan a las Provincias por la propiedad temporal de los esclavos y, muchas veces, estos tienen más libertad. Eso sí, dependen por completo del dueño que alquile la mercancía. También hay familias que buscan un esclavo doméstico en estas subastas. Yo que sé chico, tú eliges.

No quiero elegir. Me pongo un poco nervioso. No puedo tomar una decisión así en segundos porque no sé discernir entre lo mejor y lo peor para mí, porque siempre me lo han mandado, porque nunca he podido hacerlo. Para colmo, el funcionario me observa esperando una respuesta inmediata, sin entender que el futuro no se puede elegir así, a la ligera.

—¿Prefieres la subasta entonces? —Se inclina.

—Sí. —Qué remedio.

El funcionario anterior me espera fuera del despacho. Me coge con fuerza la mano izquierda y comprueba con un aparato electrónico esa pulsera que me he colocado. Supongo que ve el destino que el Estado me ha proporcionado en ese cacharro y me empuja. Una descarga eléctrica me recorre el cuerpo y caigo al suelo.

—Ya sabe lo que le espera si intenta algo extraño. —Miro la pulsera y me maldigo.

Caminamos a paso ligero por el pasillo. Volvemos a uno de los ascensores y veo cómo los dedos del funcionario marcan el piso menos dos. No habla, ni gesticula.

—¿A dónde me lleva? —Ya no sé si puedo confiar en el Estado de las Provincias Unidas. Un escalofrío me recorre el cuerpo.

—Cállese.

El piso menos dos del edificio del Estado apesta. Un olor rancio me llena nada más entrar. Hay multitud de personas yendo y viniendo, de aquí para allá. Lo más curioso es que me resultan familiares algunas prendas de vestir y algunas caras. Veo en ellas el sudor y el esfuerzo del trabajo duro. Otras personas no. Otras visten impolutos trajes y desorbitantes vestidos, llevándose al rostro un pañuelo para soportar el olor de los escaparates. Esta planta es una ciudad entera, una ciudad recorrida por multitud de calles y laberintos. En realidad es un mercado. Un mercado de esclavos. Hay escaparates por todos lados. Escaparates que no son más que estrados a los que se suben los esclavos que van a ser vendidos o subastados. Hay un chico de unos siete años cuyas piernas tiemblan. Debe llevar ahí arriba bastante tiempo. Su dueña, una andrajosa mujer arrugada y sin peinar, vocifera a gritos su nombre y el precio. Pobre niño. Me veo a mí reflejado en él. Podía haber sido yo de no ser por nacer en el campo y no en la ciudad. En una plantación. Nací esclavo sí, pero nadie jugó conmigo y con mi dignidad por un puñado de dólares. Ahora sí que lo harán. Y lo peor es que lo he elegido yo mismo.

A medida que avanzo por los auténticos laberintos veo pequeños puestos. Sobre todo de comida, pero también de ropa. La gente detrás de los mostradores parece gente humilde, así que deduzco que esto no tiene que ser de las Provincias. Más bien, el Estado de las Provincias habilita una zona donde se compran y venden mercancías y de la que se aprovechan para llevar a cabo también sus transacciones. Llego a la zona donde se subastan los esclavos de las Provincias, más adecentada, más limpia y por la que transitan muchas más personas, casi todas ellas de clase alta. Las distingo por sus ropajes y por el perfume que dejan a medida que caminan. Cierro los ojos e imagino a Sophie. Ese dulce olor me recuerda a ella. ¿Estará aquí? ¿Habrá venido a este sitio? Me la quito de la cabeza cuando se me aparece Greg Gordon en el pensamiento. Ella está bien, lo sé.

Clarise está siendo subastada. De hecho, el funcionario me deja a cargo del vendedor de esclavos del Estado de las Provincias Unidas y este me da un lugar preferente en los escaparates, justo al lado de ella. Desde arriba todo se ve diferente. Se ve el final del mercado, que tiene una salida hacia el exterior, hacia la ciudad. Se ven las distintas zonas en las que está dividida el propio mercado y las propias mercancías. Y, especialmente, se ve a quienes tienen el suficiente dinero como para comprar esclavos. No tengo miedo, hace tiempo que no lo tengo, pero sí que este lugar me da un poco de respeto. Por lo que es y por la gente que lo frecuenta. Estoy seguro de que los niños más pequeños son huérfanos o han sido robados del regazo de su madre. El dinero convierte a las personas en seres inhumanos. Pienso en mí. En qué va a ser de mí. Pertenezco a las Provincias, garante de la esclavitud, al menos eso me da una tenue seguridad. Le dedico una sonrisa a Clarise, que está a mi lado. Un poco forzada, pero cómplice.

—Cada vez me va gustando más tu plan. —Le digo. Lo que más me apetece ahora es escaparme, como dijo ella. Sea donde sea, pero lejos de esta inmundicia.

—Es el único válido para los tiempos que corren. —Contesta encogiéndose de hombros. Mantiene una postura de rebeldía, apoyando el peso de su cuerpo solo sobre un pie, dibujando con el otro un pequeño arqueamiento, con sus dos manos en la cintura.

—¡Cerrad el pico! —Nos advierte nuestro vendedor.

Evito mirar a mis posibles compradores. Qué más dará lo que haga si ellos tienen la última palabra. Quien quiera comprarme lo va a hacer, por mucho que intente intimidarles. Nadie se fija en mí, porque Clarise acapara todas las miradas. Hay un joven, de pelo largo y rubio bien cuidado, vistiendo un traje gris, cuya chaqueta llega más allá de la cintura, que hace llamar al vendedor y le pregunta por el precio de la joven.

—Seis meses, tres mil dólares. Un año, cinco mil. —Oigo como le contesta. —Su precio no hace más que subir, debido a la cantidad de ofertas, pero ninguna de ellas satisface, de momento, al Estado de las Provincias.

—Dígame cuánto cuesta comprarla por completo. —Le responde este.

—Lo siento—dice el comerciante esbozando una sonrisa—pero ya sabe que estos ejemplares pertenecen a las Provincias Unidas y estos deben volver tras su cesión a particulares.

—Pagaré mucho más de lo que vale. Ya conoce...

—Por supuesto, señor Scofield, pero las reglas son las reglas. En cualquier caso, déjeme decirle que se puede llegar a un acuerdo.

—Apuesto a que sí.

—Usted hace una suculenta oferta y nosotros le vendemos a…Clarise—mira la pantalla de uno de sus aparatos electrónicos para decir su nombre—guardándose, el Estado, una opción a compra durante los próximos tres años.

Observo el uniforme del vendedor y disecciono el tono de voz con el que lo dice. No parecer ser más que un súbdito que puede negociar con un rico. Me pregunto por qué tendrá tanto dinero un chico como él y por qué se ha fijado en Clarise, aparte de su físico. Debe ser una tortura que hablen de ti así cuando tú lo estás oyendo. Clarise me mira y me gesticula un bostezo. Los dos hombres están llegando a un trato. Luego ella me mira y pone los ojos en blanco.

—Baje de ahí, Clarise. Ha sido usted vendida al señor Scofield. Enhorabuena. Acompáñele a acelerar el papeleo.

Clarise desprecia la ayuda del funcionario. Me sonríe, por última vez, y veo su pulgar hacia arriba, señal de que continúa con su plan de escape y como un método para decir “estoy bien” mientras se marcha.

Ni me he percatado, con la venta de Clarise, que hay cuatro ojos observándome. Más bien son dos los que parecen estar diseccionándome entero. Es una chica, al menos eso es lo que se desprende de su figura ya que va muy tapada. Lleva un pañuelo que cubre su pelo y cabeza, y unas gafas de sol que camuflan sus ojos y hacia dónde van estos. Se tapa la nariz y la boca con un pañuelo pequeño por el olor. No lleva puesto ningún vestido, sino unos pantalones ajustados y una sudadera de diseño hipnótico. A su lado, un hombre mayor, que complementa su traje blanco, completamente extraño, con otras gafas de sol. Parece un doctor. Da mala espina.

—Es joven y musculoso. —Le dice ella a él, mirándome y leyendo la ficha con mis datos. —Parece despreocupado.

—No creo que debamos buscar más—Le dice él.

La miro, fijamente. No soy un conejillo de indias con el que experimentar nuevos procesos biológicos. Ella no se asusta, sino que se acerca más y se quita las gafas. Yo me agacho, sé que quiere decirme algo. A un metro de distancia no entiendo por qué se tapa esos ojos grises tan vivos como el pelo de los lobos de caza que traía el señor Hall a casa de los Gordon cuando yo vivía con ellos. Grises con una tormenta eléctrica de destellos amarillos dentro. Me quedo paralizado por su mirada y por la pregunta que susurra:

—¿Sabes leer y escribir? —¿Qué manía tienen aquí con la escritura y la lectura?

—No soy un experto, pero me defiendo.

—¿De dónde procedes en realidad?

—Provincia Unida Central. Plantación de algodón.

Dicho eso ella vuelve al lado de aquel hombre y yo me incorporo. Cuchichean entre ellos. Luego, ella pregunta al funcionario por mi precio.

—Mil dólares seis meses, mil quinientos por un año. —Vaya, parece que valgo mucho menos que Clarise.

—No puede costar tanto. ¿Qué tal seiscientos?

—De ninguna manera, señorita.

Veo la decepción en sus gestos, ya que no puedo atisbar su rostro. Vuelve a hablar con el hombre, que niega con la cabeza. Vuelve a mirarme.

—Tu precio es demasiado alto. —Me dice, luego agacha la cabeza y se agarra al brazo del hombre.

—Tú. —Le digo.

—Cállate. —Me obliga el vendedor. —No puedes hablar.

No lo voy a volver a hacer. Ella se ha vuelto y le hago un gesto para que se acerque, de nuevo.

—Si me dices para qué quieres a alguien como yo haré que bajen el precio.

—Es un secreto, no puedo...

—Bueno, me basta con que me prometas que ese hombre no va a rajarme la cabeza ni me vas a obligar a tomar pastillas raras. —Se ríe. Es mi oportunidad. Puedo engañarla fácilmente. Ganarme su confianza y luego escapar. Irme lejos, no sé a dónde. De todas formas, seguiré siendo un esclavo toda mi vida, ahora del Estado de las Provincias, más tarde, de nuevo, de Greg Gordon. Y yo quiero ser libre.

—Prometo no experimentar contigo. Lo que sí que te diré es que necesito a alguien como tú para mi investigación.

—¿Médica?

—Social. —No sé qué quiere decir con eso, aunque sé que dice la verdad.

—¿Seiscientos? —Le pregunto.

—Como mucho setecientos. Son todos mis ahorros... —¿Ahorrando para tener un esclavo? ¿Será que solo necesita un capricho?

—¡Funcionario! ¡Eh!

—Es la tercera vez que te mando a callar.

—Si no me vende a esa chica, no quiero seguir en la subasta.

—Señor... —mira a la pantalla de su tableta—Eric, usted no está en derecho de poder elegir.

—Se equivoca, puedo trabajar en el sistema de transportes, en la policía, de bombero o incluso ir a las desalinizadoras de la Provincia de las Islas. Y yo preferí la subasta pública. Véndame, o me niego a seguir siendo subastado.

—Baja la voz y lo podremos hablar. —Mira a los demás esclavos del Estado. He dado en el clavo. Al igual que hemos elegido ser subastados, podemos negarnos a ser vendidos a quien no queramos. Es un vacío legal que los esclavos no conocen y que las Provincias y sus funcionarios guardan con recelo para sacar pingües beneficios.

Me baja del escaparate y hace venir a la chica y al doctor. Estoy presente en el trato.

—Seiscientos cincuenta por seis meses y ¿todo arreglado? —La chica de ojos grises asiente y yo también. —Acompañen a mi compañero para arreglar los papeles.

Otro funcionario me empuja, guiándonos hacia unas oficinas administrativas, donde se va a firmar el contrato.

—¿Puede dejar de maltratarlo? —Le pregunta ella al funcionario.

—¿Te preocupas por él?

—Obvio, ahora es de mi propiedad.

El doctor entra en una de las oficinas para efectuar el pago y arreglar los últimos flecos del contrato, mientras el funcionario me arenga a recoger mis pertenencias de la habitación del piso diecisiete. Le traspasan las claves y un pequeño mando a distancia a la chica de ojos grises, que supongo se corresponden con la pulsera que llevo puesta y que produce descargas eléctricas. En vez del funcionario es ella la que me acompaña hasta el piso diecisiete. No hablamos en el ascensor. Ella sigue tapando su rostro y no puedo observar alguna debilidad, alguna mirada, algún gesto. Nada.

—¿Cuándo te vas a quitar eso de la cabeza? —Le pregunto.

—Eso no es asunto tuyo.

—Parecías más simpática cuando no podías pagarme.

—Recojamos tus cosas rápido, por favor.

—¿No le irás a dar al aparato este no? Puede dejarme frito.

—Eric...

Ella se calla porque el ascensor se abre y entramos en la planta diecisiete. Después de todo, creo que no va a ser tan fácil de engañar. Quizá no pueda escapar. Entramos a la habitación. Yo solo tengo un par de mudas de ropa, gracias a Greg Gordon. Lo que más me interesa es el libro que había dejado mi madre para mí. Ese es mi auténtico tesoro. Lo dejo en la cama mientras guardo la ropa en mi mochila.

—No sabía que leías. Me has dicho que solo te defendías.

—Ya, no eres la única que ha mentido. —La miro de reojo y sonrío.

Se acerca y coge el libro.

—¡El hundimiento de las runas! Era mi favorito hace unos años...

—Deja ese libro, chica de ojos grises.

—Tengo nombre.

—Ya, pero aún no me lo has dicho.

—Me encanta el principio de esta historia, te transporta a ese mundo desde la primera línea... —Me acerco y le quito el libro porque lo ha abierto y está pasando las páginas, empujándola hacia atrás. Lo cierro y me lo llevo al pecho. —No es El hundimiento de las runas...es... ¡La Biblia!

—Sh. ¡Cállate!

—Es un libro prohibido, lo sabes ¿no?

—Sí.

—Eric no te preocupes por mí, ya no queda mucha gente que lo conozca.

—¿Cómo sabes tú eso?

—Porque yo tengo otro, ya te explicaré. Será mejor que nos vayamos ya. En casa ese libro y tú estaréis a salvo.

Un guardia llega para desahuciarme de la habitación.

—¿Por qué llevas ese libro en la mano? —Me pregunta. —Están prohibidos para los esclavos.

La chica de ojos grises se adelanta y me lo quita.

—Perdóneme, como ahora este esclavo es de mi propiedad he dejado que le echara un vistazo. Este libro es mío.

Cuando se marcha le doy las gracias, le arrebato otra vez el libro y lo meto en mi mochila.

—Paris.

—¿Qué?

—Me llamo Paris.