No tendría sentido, ni serviría de mucho, correr y tratar de huir. Tampoco creo que estemos haciendo nada malo, puesto que no estamos conspirando contra la Diosa ni contra su comunidad. Solo estábamos…buscándola. La veintena de personas ocultas tras sus ropajes negros se han girado hacia nosotros formando un círculo, acorralándonos. Desde las galerías y corredores llegan los ecos de pasos que resultan ser guardias puesto que portan grandes armas de fuego.
—Vaya, creía que la Diosa predicaba la paz. —Siempre tengo que hacerme el valiente en ocasiones donde no es la mejor idea. Paris se mantiene callada, con cara de preocupación. Nos descubrimos y dejamos a relucir nuestras caras.
—Y lo hace, chico. —dice Diego Márquez mientras se descubre—Pero tampoco vamos a dejarnos matar del todo. ¿Qué demonios estáis haciendo aquí y cómo…? ¿Me habéis seguido?
—¿Los conoces? —La Sacerdotisa se dirige al contrabandista, desde el altar. Puedo ver cómo mueve los labios a través del pañuelo y, por primera vez, alcanzo a distinguir mejor sus ojos, claros y brillantes.
—Ella—señala Diego—es Paris Stonecraft. Seguro que le suena el apellido. Pertenece a una de las familias de la élite de Nueva América. Su padre trabajó durante casi toda su vida para la mafiosa y tirana Tecnofield Science Company. Creo, excelentísima Sacerdotisa, que sabe muy bien de quién estoy hablando…
—Diego, ¿qué quieren de ti estos dos jóvenes?
—Buscaban información. Libros.
—¿Han llegado hasta aquí por tu culpa, entonces?
—No, señora Sacerdotisa—interviene Paris defendiendo al contrabandista—Nosotros tan solo buscábamos con ahínco a la Diosa desde hace bastante tiempo…y ella misma nos ha alumbrado el camino hasta aquí. —Buena jugada, Paris. Apelar a la emoción y al sentimentalismo, tal y como lo hace la religión de la Diosa, puede echarnos una mano.
—¿Y el muchacho?
—Es su esclavo.
Un rumor recorre la sala tras las palabras de Diego. Intento no poner el oído, pero son críticas hacia Paris por ser una esclavista. Paris se siente intimidada, no sin razón, y junta sus pies hacia mí.
—Tranquilos. La Diosa es todopoderosa y proveerá de protección y salud a quienes le profesan sincera devoción. Estos dos chicos nada hacen temer a esta Sacerdotisa ni a la Diosa. Que suban aquí, por favor.
La Sacerdotisa nos hace un gesto y los creyentes, con reticencias, rompen su formación y nos dejan vía libre hacia el altar. Vuelven a sus asientos, aunque los dos guardias armados custodian la única salida del templo. Cierro los ojos cuando Paris y yo estamos al lado de la Sacerdotisa. Los mantengo cerrados porque me siento ridículo en lo que parece ser un escenario, mientras decenas de pupilas ponen su objetivo en mí. No me gusta sentirme observado. También por el olor. El que desprende la Sacerdotisa. Me transporta a la infancia, a la plantación de algodón. Huele como el recuerdo que tengo de mi madre. Huele como la casa de Greg Gordon. Huele como olía aquel bar del pasado, en la revuelta de esclavos. Tan profundo, suave y embriagador que es imposible de olvidar. Huele a orquídea.
—Hoy. En el presente. La Diosa nos ha galardonado no solo con una boda, sino con dos nuevas almas. Con dos bautizos. —La Sacerdotisa continúa su homilía mientras camina entre Paris y yo, inmóviles y de pie, ante la comunidad de la Diosa. —Recordad los escritos, cuando se nos advertía de la época oscura de traiciones, delaciones, corrupciones, redadas y derrotas. Recordad que las mismas escrituras nos anticipan la victoria, la luz, el paraíso, la vida…que todo ello se abriría paso, lenta e inevitablemente, en torno a las puras almas humanas. Al espíritu que aprisiona cada uno de nuestros cuerpos, más allá de lo material que poseamos. La Biblia hablaba de nosotros, los elegidos por la Diosa, como continuadores de su legado y como transformadores del mundo. Por eso, esta noche, Paris y…—Le susurro mi nombre—y Eric…están aquí con nosotros, entre nosotros, para convertirse en uno más de nosotros. Por primera vez y para siempre. La Diosa, que es omnipotente, integradora y cohesionadora, da su calurosa bienvenida a todo aquel que la cree, busca y la saluda.
—¿Creéis en la Diosa, única, verdadera y auténtica? Poneos la mano en el corazón y, si sentís el latido de la Diosa en él, decid en voz alta y clara: ¡Sí, creo!
Paris y yo dudamos un segundo. Seguramente ella lo ve como una manera de salir de aquí con vida, sanos y salvos, aunque llevemos con nosotros un secreto demasiado peligroso. Pero yo…, desde que he escuchado a la Sacerdotisa, creo ciegamente. La Diosa es la respuesta a todas mis preguntas. De dónde vengo, a dónde voy. Por qué soy esclavo. Quién era mi madre. Dónde está mi libertad. La Diosa es la única que me puede conceder, a mí y a todos mis compañeros esclavos, la libertad real. Paris solo puede esconderme en el tiempo y hacerme creer que esa es la libertad. No quiero morir como un fugitivo. Prefiero morir luchando, en otra revuelta. Quiero cambiar el mundo, aunque sea una utopía, porque es lo justo y necesario.
—¡Sí, creo! —Digo alto y claro, alzando mi puño y dejando ver mi pañuelo. Ruidos de sorpresa se escuchan entre los asistentes. Yo desato el pañuelo y lo extiendo, arrugado. —Cuando mi madre murió, apenas tenía tres años. Una Biblia y este pañuelo eran sus tesoros más valiosos y yo los heredé sin saber qué significaban. Hoy, todo cobra sentido. Ella era esclava y creyente. Nunca pudo enseñarme las hazañas, los milagros y los ideales de la Sacerdotisa y la Diosa, pero sé que estaba segura de que lo conseguiría. ¡Sí, creo, en la Diosa única, verdadera y auténtica!
Todos los rostros, ensombrecidos, se dirigen a Paris. Se toca el pelo.
—¡Sí, creo! —Confiesa, cerrando los ojos.
La Sacerdotisa recoge una jarra de porcelana negra, expuesta en la mesa del altar y nos pide que nos pongamos de rodillas. Obedecemos.
—Entonces, puesto que la Diosa os ha escogido, el juramento de fe es verdadero, yo os declaro seguidores de la Diosa, protectores de la Sacerdotisa y parte de la comunidad. La Diosa estará siempre con vosotros. Os acompañará siempre que la acompañéis, nunca os abandonará si la abandonáis.
La Sacerdotisa rocía un poco de agua de la jarra en nuestras cabezas, a la vez que habla. Luego, nos seca con el pañuelo que se desata de la nuca, dejando ver su blanca piel, sus finos labios y algunas arrugas en las líneas de la cara. Sin perder tiempo, coge otros utensilios de la mesa del altar. Esta vez se trata de una jeringuilla metálica con tinta negra. Coloca una aguja y me pide que extienda mi brazo izquierdo. Me dan pánico las agujas, así que no miro mientras la Sacerdotisa me inyecta ese líquido oscuro en la parte interior de la muñeca. Cuando acaba, me llevo mi otra mano a la muñeca dolorida, descubriendo que se ha formado el símbolo de la Diosa en mi piel, justo debajo de mi nombre y mi número de identificación de esclavo. La Diosa ahora vive en mí, por siempre. Espiritual y corporalmente. La marca, oscura, se va haciendo más clara hasta que desaparece.
—Es por seguridad. Rasca un poco y piensa en la Diosa. Aparecerá.
Cambia la aguja y repite el mismo acto con Paris, más nerviosa que yo porque creo que está pensando en todo lo que significa y supone para ella y para su vida esto. Pertenece a la élite socioeconómica de la capital de las Provincias Unidas, su novio es un heredero de la Tecnofield Science Company. Y ahora ella es una seguidora de la Diosa, la más temible enemiga de las Compañías y de las Provincias.
Taken from Royal Road, this narrative should be reported if found on Amazon.
La Sacerdotisa nos pide que nos pongamos de pie, mientras la comunidad de la Diosa hace lo mismo y comienzan a aplaudir.
—No celebramos muchos bautizos. Se celebran más que cualquier otro rito. —Nos informa la Sacerdotisa, que también aplaude. Parece que está llorando.
El ruido, el pinchazo de la aguja, el olor de la Sacerdotisa, la Diosa y su templo…todo hace que me sienta parte de algo muy grande. Algo de lo que nunca he tenido consciencia. Me siento ahora mucho más cercano a todos los que ocultan sus rostros, que no me conocen y ni yo tampoco a ellos. Confío, no sé por qué, en Diego Márquez y logro entender las razones que tenía para desconfiar de mí y de Paris. Por qué la despistaba. Nos hemos convertido, Paris y yo, en un problema para las Provincias y en un objetivo a batir por ellas. No solo estoy amenazado yo, que a fin de cuentas soy un esclavo y siempre lo estoy, sino que Paris también lo está. Y no es por su investigación, sino por colaboración. No sé cómo lo está encajando. No sé si le importa tanto como para renunciar a la Diosa.
Volvemos a nuestros sitios, mientras la Sacerdotisa continúa con su sermón
—Id en busca de lo que ansiamos. Guardad con mimo las lecciones de vida que nos otorgó la Diosa. Conseguid la Paz, la Igualdad y la Libertad.
—Paz, Igualdad, Libertad. —Repetimos todos, para finalizar.
El templo de la Diosa, excavado en la roca, se va despejando. Paris y yo nos quedamos quietos. Respiramos profundamente y nos miramos, sin saber qué decirnos. Demasiadas cosas en tan poco tiempo que determinarán nuestro futuro. Quizá nuestra curiosidad o nuestra necesidad de buscar respuestas a las preguntas que nos hemos planteado nos ha traído aquí. A un callejón sin salida. A ser parte de una comunidad religiosa. Pienso en Paris…no sé si la investigación histórica se la está llevando por delante. Yo estoy contento de pertenecer al fin a la Diosa, tal y como supongo que quería mi madre, puesto que eso es lo que me quería decir con la Biblia y con el pañuelo. Mamá, he buscado a la Diosa y ella me ha encontrado. Estoy donde estuviste tú. Donde estás tú.
Diego Márquez, sin capucha, se aproxima a nosotros con mala cara.
—No os creáis que por esto os habéis ganado mi confianza. No la tenéis. Sigo pensando que sois dos niñatos que no saben dónde se meten. Chico—me dice—eres un esclavo y tu historia tiene pinta de ser verdad, pero cuidado con ella. Ahora tu peligro es doble. En cuanto a ti, Paris, deberías saber…
—Bienvenidos a la comunidad de la Diosa, Eric y Paris.
Interrumpe la Sacerdotisa poniendo una mano a Diego en el hombro, para que se calle. Diego la mira directamente a los ojos durante lo que parecen ser unos interminables segundos, asiente con la cabeza y se marcha.
—Seguiremos viéndonos. Ahora me toca a mí vigilaros. —Nos dice al irse.
—No creáis que lo dice de broma. La comunidad debe prevalecer y tendremos que asegurarnos que sois merecedores de la confianza de la Diosa. —Habla la Sacerdotisa, que sigue ocultando su rostro—En este momento, y bajo secreto de confesión, quiero que me contéis toda vuestra verdad. Quiénes sois, qué hacéis aquí. Qué estáis buscando. Una cosa es darle esperanza a la comunidad cuando ve que crece y otra abrirles las puertas de par en par a dos desconocidos. Aún más si son propietaria y esclavo.
Entendemos que este es el interrogatorio que debemos pasar para ser, en efecto, parte de la comunidad de la Diosa. La Sacerdotisa y algunos seguidores como Diego no son tontos y es por algo por lo que la religión ha sobrevivido a momentos delicados, asediada como ha estado por todas las fuerzas de las Provincias Unidas. Además, transmite una paz, una seguridad, una magia y un olor…que siento que puedo confiar en ella. A Paris supongo que le sucede también.
—Soy historiadora—empieza Paris—. En poco tiempo puede que la última profesional de la Historia de todas las Provincias. Necesito realizar una investigación sólida y fuerte para que el estudio histórico no se pierda de la enseñanza superior. Y estoy buscando—suspira—, necesito información sobre el Colapso y el mundo antes de este.
—Antes del Colapso solo había peste, ruina, hambre y locura. Lo dice la Biblia. La Diosa vino a poner orden, paz, igualdad y libertad en el mundo. Antes, no había nada. Desde entonces, se está construyendo el mundo de la Diosa. Nosotros lo construimos, día a día.
Paris no dice nada. La Sacerdotisa ha afirmado de manera contundente que el Colapso no tiene nada de interesante. Ella y yo sabemos que no lleva razón. Desde el primer momento en el que Paris me dio su visión del Colapso, la tradición, las historias que se cuentan, tomaron cierto sentido. Fui incrédulo, es cierto, pero tengo mucha confianza en lo que piensa Paris. Sé que dice la verdad, aunque ni ella misma lo sepa. La Sacerdotisa, probablemente, esté ocultando algo o, simplemente, está desviando la atención. Le hago un gesto con la mirada a Paris para que deje estarlo y no le rebata.
—También…estoy investigando las rebeliones de esclavos, desde la perspectiva de la religión de la Diosa. Las Provincias, con la Historia en sus horas más bajas, han tratado de ocultarlo…
—Eso es mucho más interesante que lo del Colapso, Paris. Verás, necesitamos a gente como tú aquí. Que escriba nuestra Historia, que la dé a conocer al mundo que hay ahí fuera. Pero… ¿sabes a qué te enfrentas? ¿Estás dispuesta a darlo todo por la causa? ¿Por la Diosa y por la Historia? —Hace una pausa—No hace falta que me contestes. Piénsalo y respóndete a ti misma. Tú, chico, dime, ¿quién era tu madre para que te dejara algo tan valioso como ese pañuelo forjado y bordado hace mucho tiempo?
—Lunetta Moon. Esclava en la plantación del terrateniente Greg Gordon. ¿La conoció?
—Lunetta…creo que fue una de las compañeras que fueron condenadas a muerte y ejecutadas por las Provincias Unidas. Una mártir más de la Diosa. Fueron valientes aquellas que dieron su vida por la paz, la igualdad y la libertad.
Así que eso es lo que pasó. Mi madre murió por la Diosa y por la libertad, por sus ideales. Una esclava más víctima de la represión de las Provincias. Condenada a muerte. Ejecutada. Participó, entonces, en la última rebelión de esclavos.
—Simon Moon, esclavo, ¿tiene algo que ver contigo?
—Puede que sí. Creo que es mi padre. —Doy un respiro.
—Un buen hombre.
—¿Y el tuyo? —se dirige a Paris, que no entiende la pregunta. —Tu padre. —Le repite.
—Se llama…Matt Stonecraft…Es un tecnocientífico bastante reputado de la ciudad.
—¿Te cuida?
—¿Perdón?
—¿Se ocupa de ti? ¿Se preocupa por ti?
—Sí, bueno, no sé. Lo que un padre se preocupa por una hija, ¿no?
Yo tampoco entiendo esas preguntas tan personales de la Sacerdotisa a Paris. Me he quedado pensando en el destino fatídico de mi madre, corroborado por alguien que compartió lugares y tiempo con ella. Cuando vuelvo a conectar es cuando pongo la misma cara de incredulidad que Paris ante ese tipo de cuestiones.
—¿Qué tiene de importante…eso? —Paris se encuentra confundida.
—Hace muchos años—explica la Sacerdotisa—mi abuela me contaba una historia fascinante. De antes del Colapso, precisamente, Paris. Existía una ciudad llamada París, con acento en la í, casi como tu nombre. Tenía una torre gigantesca de hierro que los jóvenes cruzaban para jurarse amor eterno. Decía que las promesas que se hacían bajo aquella torre quedaban grabadas en el tiempo para siempre.
—Pero esa es…es la historia que me contaba mi madre…
La Sacerdotisa al fin se descubre. Tiene ojos claros y el pelo castaño casi rubio hasta la barbilla. Su fina cara y sus rasgos le hacen tener una belleza inusitada, a pesar de rondar o pasar los cincuenta. Sus mejillas se llenan de lágrimas mientras Paris se lanza, posesa, a sus brazos.
—¡Mamá! —dice—¡Mamá! ¡Eres tú! ¡Eres tú!
No me lo pudo creer. La Sacerdotisa es Julie. Julie Bell. La madre de Paris. ¡La hemos encontrado!
—Lo siento. Lo siento. Lo siento mucho. —Dice Julie a la vez que aprieta fuerte contra su pecho a su hija. —Tenía que irme. Tenía que hacerlo.
—¿Por qué no volviste? Te eché tanto de menos…Te he necesitado tantas veces…
—Lo siento. La Diosa me había llamado. Me necesitaba, Paris. Me he pasado los últimos once años viajando por todas las Provincias predicando el mensaje de la Diosa y reconstruyendo las comunidades destruidas. Esta es la primera vez que vuelvo, desde entonces, a Nueva América. Por eso sé que no ha sido casualidad que aparecieras…
Me siento un poco fuera de lugar y, despacio, me voy yendo, para dejarles intimidad. Tendrán mucho de lo que hablar.
—Quédate. —Me coge de la mano Paris para que no me vaya. Sus ojos grises están llorosos.
—Déjale. —Dice Julie Bell, la Sacerdotisa.
Camino y salgo del templo de la Diosa, hacia las galerías de las catacumbas. Pienso en mi madre. En Paris. Las paredes rocosas retumban y me hacen llegar el eco de lo que están hablando.
—¿Es tu esclavo? ¿Cómo ha llegado hasta a ti? Tienes que alejarte de él. Paris, solo te traerá problemas.
Me alejo y dejo de escuchar. La Sacerdotisa anónima me gustaba más. Parece que, a Julie Bell, la madre de Paris, no le he caído muy bien.