Han pasado ya varios días desde que le puse la mano encima al todopoderoso Edgar Scofield. No sé qué mosca le picó aquella noche, pero estaba bebido y muy alterado. Lo recuerdo todo a flases. Imágenes que se pasan, de forma rápida, por mi cabeza. Tengo una fotografía grabada mientras ayudaba a Paris a sentarse en el sofá, intentando calmarla. Otra con cómo Edgar comenzó a golpear la puerta de la entrada, lanzando improperios contra mí y contra el señor Stonecraft, a la vez seguía insistiéndole a Paris para que saliera a hablar con él y dar la cara. Paris le gritaba.
—¡Vete! ¡Por favor! ¡Vete!
Luego Edgar me amenazó:
—No te saldrás con la tuya, esclavito. —No sé a qué se refería, la verdad. No creo que me vea como una amenaza, como un competidor por Paris. Porque no lo soy. —Me las pagarás por lo de hoy. No tienes ni idea de lo que te voy a hacer sufrir. ¡Nadie! Y menos un esclavo. ¡Nadie! ¡Nadie toca a un Scofield! Nadie, ni siquiera, lo roza. ¡Nadie! —Estaba bastante cabreado.
No tengo miedo. Tengo la conciencia tranquila y no tengo miedo. Me puede amenazar este capullo, su hermano, su padre y hasta su mismísima Compañía. Eso no me da miedo. Lo tengo por ella. Por Paris. Si sigue con él, su futuro solo pinta de color negro. Esa personalidad que ella tiene tan…pronunciada, se verá moldeada. Relegada. Escondida. Puede que los años a su lado se lleven a la Paris que conozco. Y no debería permitirlo. Pero no puedo implicarme tanto con la familia Scofield. Aunque, pensándolo bien, ya es imposible. Ya conozco secretos que nadie fuera de esta casa tendría que saber. He dado la cara por Paris, por su padre. La conozco a ella más de lo que la llegará a conocer Edgar. Tengo que mantenerla a salvo. Ella es la pieza clave de todo. Quien tiene mi futuro en su mano. Tengo que mantenerla a salvo, al menos hasta que consiga lo que quiere y me conceda la libertad que tanto ansío. Después, pues caminos separados.
Sí. Han pasado varios días. Monótonos, rutinarios. En los que he vuelto a estar encerrado en mi habitación, viendo el fútbol, comiendo y desesperándome. Ni Paris ni el señor Stonecraft han aparecido. Seguramente para dejar reposar las cosas y que todo vuelva a su cauce, por difícil que sea, otra vez.
Unos días en lo que he tenido el tiempo suficiente para reflexionar en algo que me está quemando por dentro. Me hierve la sangre y me atormenta. Se ha quedado en mí todo ese olor a sangre y sudor, los gritos de desesperación, rabia, los disparos, la solidaridad y la valentía de los miles de esclavos que lucharon contra el Estado de las Provincias, para alcanzar su libertad, una libertad que era una causa común. Un objetivo de todos y todas. Y yo, anhelando exclusivamente mi libertad, ¿no estaré pecando de individualidad y egoísmo? ¿Seré auténticamente libre si desaparezco de este tiempo, mientras que la esclavitud sigue instalada, y perpetuándose, en esta sociedad? Siempre he deseado ser libre. Yo. ¿De qué serviría tenerla si sigue existiendo la esclavitud, esa institución a la que odio con todas mis fuerzas? ¿Si siguen naciendo y muriendo esclavos y esclavas? Recuerdo el mercado y a aquellos propietarios que antes habían sido esclavos. No puedo, ni quiero, convertirme en uno de ellos. Pero tampoco puedo llevármelos a todos en la máquina del tiempo.
Tras divagar y divagar, he llegado a la conclusión de que mi madre tiene las respuestas a todas las preguntas. Ella, que me dejó una Biblia y un pañuelo de la Sacerdotisa, como legado, como herencia, tiene que saber cosas que yo no sé. Tiene que tener respuestas consistentes a mis preguntas. Mi madre, que hasta hace nada, creía muerta. Está viva. En el tiempo. Y puedo hacerle todas las preguntas que me surjan. Todas. Hasta quedarme sin ideas. Cómo deseo que el señor Stonecraft arregle ese cacharro para que nos mande al Colapso. Luego podré verla. Paris me lo ha prometido.
También he avanzado con la Biblia, practicando mi lectura. Así, he podido leer algunos pasajes que me han resultado muy interesantes. Todos ellos hacen referencia a la vida, los milagros y los viajes de la primera Sacerdotisa, que se supone vivió justo después del Colapso. Por eso es una fuente de información tan valiosa para Paris y sus investigaciones. Uno, especialmente, me llamó la atención. Habla de la vez que la Sacerdotisa ayudó al pueblo de Monroe:
“Siguiendo los firmes designios de la Diosa, la Sacerdotisa llegó a la pequeña población de Monroe. Entre las ruinas de la antigua ciudad, había surgido una pequeña comunidad que se había convertido en uno de los pueblos más prósperos de la región, puesto que se dedicaban al saqueo de los caminos, al robo de los pasajeros y a la obligación de los prisioneros. En aquel tiempo, Monroe estaba regido por el gobernador Alecsander Reed, dueño y señor de los territorios, las armas, los automóviles y de toda la comida. Todo el pueblo trabajaba para su gobernador y había quienes morían de hambre puesto que Alecsander no les daba su ración diaria si no obtenían los recursos mínimos que exigía.
Ante tal situación, la Sacerdotisa solicitó audiencia con el gobernador Alexander, al que le comunicó la injusticia terrible que estaba cometiendo contra su propia gente, apelando al sentido de la humanidad que nos caracteriza a todos y a todas.
—El mundo tampoco ha cambiado tanto, somos nosotros quienes lo hemos hecho.
La respuesta de Alexander fue desterrar a la Sacerdotisa fuera de sus dominios. No la condenó a muerte por la protección férrea de una Diosa que jamás la abandonaba.
Teniendo lugar la única fiesta permitida en Monroe, el Día del Saqueador, se dio cita todo el pueblo en la Plaza. Entre la muchedumbre, la Sacerdotisa, ataviada con la sábana negra de la virtud, saltó al estrado y alzó la voz:
—¡Monroe! ¡Monroe! El futuro es solo tuyo. El pasado, solo un borrón. ¡El futuro! Allí donde la injusticia se paga con justicia, donde el hambre se calma con abundantes alimentos, donde la libertad triunfa. Donde nada es propiedad de nadie y nadie es dueño de nadie. Donde todo es nuestro. Donde todo es vuestro. De todos y todas.
Entre tanta gente, hubo aclamaciones, abucheos y aplausos. Salió, entonces, al encuentro de la sacerdotisa Pablo de Monroe:
—¿Cómo vamos a pensar en el futuro si no podemos mantenernos en pie en el presente?
La Sacerdotisa se acercó lentamente a Pablo.
—Pablo. Haz todo lo que yo te diga. Tráeme una botella de agua y un cuenco, vacíos.
Pablo de Monroe hizo lo que la Sacerdotisa le ordenó. Cuando Pablo sostuvo la botella en una mano y el cuenco en la otra, Ella posó su alma, la fuerza de la Diosa, sobre él. Y la botella se llenó de agua limpia, pura, cristalina. Y el cuenco se llenó de frutas del bosque y pescado fresco.
La muchedumbre, sorprendida, aplaudió y arengó a la Sacerdotisa.
—¡Ha convertido la nada en comida! ¡Del aire ha sacado agua! ¡Es un milagro! —Decían unas y otras bocas.
—Ahora—dijo Ella—tenéis comida y agua para sosteneros en pie. Para no ser nunca más débiles. Adelante a hacer justicia. A exigir la libertad. Trataos, los unos a los otros, como lo que sois: personas libres, personas diferentes, en un mundo igualitario.
Y Monroe fue libre y agraciado con el don de la Diosa”.
Cierro el libro, pensando en este pasaje y lo que representa. Queriendo comprenderlo. Puedo entender, de esta manera, por qué la religión de la Diosa es tan peligrosa para las Provincias Unidas. Pero no me creo, para nada, esos milagros que supuestamente hizo la Sacerdotisa. Nadie puede convertir el aire en agua ni en alimentos. Eso es imposible. Lo dice la ciencia. Supongo que los años han tenido que modificar el relato, quizá la tradición oral…Pero es que es tan tentador leer y creer…Es tan tentador creer en alguien superior que vela por la paz y la igualdad de todos y todas que…que quiero creer.
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Esta es la Biblia de Paris. No es la de mi madre. Ella me pidió la mía, para revisarla, por si era otra versión anterior o posterior, y así comprobar si había nuevas palabras, otras suprimidas, distintos significados de los mismos escritos…Paris, mientras tanto, me dejó la suya. Como un intercambio de objetos valiosos.
—Era de mi madre. No sé por qué tenía una. No creo ni que mi padre sepa que la tengo yo. No tiene que tener ni idea de la Diosa ni de la Sacerdotisa. —Me dijo.
Cuando me dirijo a volver a poner el libro en la estantería, resbala entre mis dedos y se cae al suelo, con un sonoro estrépito. La tapa dura de la Biblia cruje al caer y se rompe.
—¡Mierda!
Trato de recomponerlo, pero, como mínimo, necesito pegamento. Intentando que al menos parezca que no está rota, encuentro un doble fondo en la tapa dura del libro. Lo rompo por completo y se desliza en mi mano un sobre amarillento, bien doblado. Lo saco, lo desdoblo y veo que en una de sus caras pone: Julie.
El sentimiento de culpa de ser un torpe y un patoso se va desvaneciendo. Creo que he encontrado algo importante para Paris. ¿Una carta de su madre? Salgo corriendo del cuarto, en busca de ella. Pero no está en casa. Vuelvo a la cama y miro el sobre, preguntándome qué será, qué palabras tendrá escritas. ¿La debo leer? ¿Debo hacerlo? ¿Y si lo que contiene es dañino para Paris? ¿Y si descubre algo que no le gusta? Da igual, ella merece saber qué ocurrió.
—¡Eric! ¡Eric! —Las manos de Paris me zarandean. Me he debido de quedar dormido pensando.
—¿Pasa algo? —Me despierto sobresaltado y confundido. Me incorporo rápido, con la carta bien escondida.
—¿Estás bien?
—Sí, solo era una pesadilla. —Miento.
—Me ha dicho mi padre que me estabas buscando…
—Sí, yo…
—No Eric, no hace falta que digas nada. Ya sé que estos días han sido duros. Créeme, para mí también lo han sido, después de…bueno, de aquello. Lo importante es que ya todo está arreglado con Edgar y no va a tomar ninguna represalia contra ti. Me lo ha prometido.
—¿Cómo? ¿Le has pedido perdón por mí?
—Eric—me mira seria. —Ya tienes una noción de lo que son capaces de hacer los Scofield. Además, era algo entre él y yo. Solo quería hablar conmigo, tener momentos que una pareja tiene. Llevo mucho tiempo metida en mi investigación…Es normal. Aquella noche no era el momento, eso es todo.
—Por mucho perdón que le hayas pedido en mi nombre, Edgar me va a seguir odiando. Y tú también lo sabes. Pero bueno, si piensas eso… ¿qué voy a hacer? Es tu decisión. Y tú mandas. —Me sonríe.
—Me alegra escucharte, porque eres muy orgulloso y cabezota. Confía en mí, Eric. Yo estoy en tus manos, completamente. Confío en ti. Mucho. Hazlo por mí, anda. —Vuelvo a atisbar en su rostro aquellos rasgos angelicales.
—Está bien. Está bien. —Me doy por vencido, aunque no estoy al cien por cien convencido. Ella es la que decide.
—¡Genial! Ahora, Eric, podemos empezar de cero. —Me tiende la mano como si acabáramos de conocernos y se la estrecho. —Pero…sin situaciones que nos puedan comprometer, ni besos ni nada de eso. Aunque me gusten—susurra ahora—y no le hagan daño a nadie. No está bien. No debe ocurrir otra vez. Y esto…debe quedar solo en nuestra memoria.
—Solo fue…
—No importa.
—Como quieras Paris. Yo soy una tumba. —Le sonrío.
—¿Amigos, entonces?
—Amigos, sin olvidar que soy tu esclavo. Claro que sí.
—Sin olvidarlo. Pero somos amigos. Eso es lo importante.
Nos reímos. La miro a sus ojos grises, expresión de su felicidad. La he visto llorar tanto…que sé que hay que aprovechar estos momentos. Paris no es Sophie. No es una amiga de la infancia. No es el primer amor de la adolescencia. Paris no se parece, tampoco, ni a la señorita Green ni a cualquier otra joven esclava de la plantación Greg Gordon. Precisamente por eso quiero lo mejor para ella. Por eso la considero, sí, mi amiga. Y aquel beso no significa que la quiera como algo más. Quizá sea la hermana que nunca he tenido. Quien es capaz de ponerme en mi sitio. Calmarme. Trazar un camino.
—Bueno, ya que somos amigos…y que tu novio no va a devolverme el puñetazo ni partirme las piernas, ¿cuándo volvemos a saltar? Tenemos que ir al Colapso.
—¡Nunca te he visto tan entusiasmado! ¿A qué tanta prisa?
—Quiero que me prometas que, una vez cumplida la misión del Colapso, me vas a llevar con mi madre.
—Ya te dije que tenías mi palabra para obtener tu libertad. También la tienes para ver a tu madre. Hasta yo te acompañaré, si quieres. Pero Eric, primero deberíamos saber más acerca de ella, dónde estaba, cuándo, qué le pasó. Y una vez hecho eso…ver cuál es el mejor momento.
—¿No podemos ir probando? Era esclava, no se movería de su plantación.
—Me temo que no, Eric. No podemos saltar al azar. Mi padre me lo dejó claro. Tienes que entender que no tenemos ni idea de las consecuencias que puede tener viajar muchas veces en el tiempo. El tiempo es el que es, y no se puede modificar. Pero hay ciertas cosas que podrían cambiar. Detalles. Incluso a nosotros nos puede pasar algo: desde morir, que no podamos volver a que no nos pase absolutamente nada. Hay que ir con precaución.
—Tendré que arriesgarme.
—No. Le pregunté a mi padre, Eric. Se puso hasta nervioso.
—¿Le preguntaste el qué?
—Lo que estuvimos hablando, ya sabes. Si él había utilizado la máquina antes. Me dijo que sí. Y varias veces, además. Pero al hacerlo…cambió radicalmente su cara. Algo tuvo que pasar. Se ha vuelto…no sé, triste, de repente.
—¿Deshacer alguna cosa del pasado? —Es lo único que se me ocurre.
—Quizá. Me pidió que no volviera a preguntarle sobre eso. Supongo que aún le duele.
—Será mejor que no lo hagas. Con él también habrá que encontrar el momento. —Le digo.
—Eric, mi padre quería la máquina para viajar él. Otra vez. Mi trabajo de investigación fue la excusa perfecta. Le ha venido como anillo al dedo. Estoy segura de que él quiere saltar a alguna parte del tiempo…
—¿Volver a casa, con tu madre? —Recuerdo que tengo la carta.
—No creo, pienso que es algo más…no sé. Mi padre tiene una coraza muy grande como para hacer cavilaciones de lo que puede ser. Tendremos que esperar.
No encuentro las palabras adecuadas para contarle lo que he descubierto.
—Paris…Se me ha caído la Biblia de tu madre y la he roto. Lo siento. Ha sido sin querer, de verdad. —Señalo el escritorio donde están los restos del libro destrozado.
—¡Eric! ¡Pero qué has hecho! ¡Sabías que era de mi madre! ¡Sabías lo importante que era para mí! —Se asusta y va a ver cómo de mal he dejado su tesoro más valioso. —¿Y te ríes?
—Si no se me hubiera caído, nunca hubiese encontrado esto…—Le muestro el sobre amarillento.
—¿Qué es eso? Dámelo, Eric. Dámelo.
—Pone Julie en el reverso. Supongo que es una carta. ¿Era tu madre?
—¡Es de mi madre! ¡Una carta!
—Estaba muy bien escondida, en un doble fondo de la tapa de la Biblia.
A Paris el tiemblan las manos cuando se la doy. Está muy nerviosa. No deja de taparse la boca como señal de sorpresa y cerrar los ojos con fuerza, como si al fin hubiera logrado algo muy importante. Procede a abrirla y veo sus ojos brillar.
—¿Por qué la dejaría ahí? —Se pregunta mientras la abre. —¿Cómo sabe que daría con ella? ¿Debo leerla? ¿Y si…?
Le pongo mi mano en su mano. La tranquilizo. La ayudo a sacar el folio escrito a mano, que empieza con un “Querida Paris”. Me aparto y le dejo intimidad para que pueda leerla tranquila. Veo cómo va posando sus ojos de manera muy rápida por entre las líneas. Las lágrimas le brotan, otra vez. Cuanto termina de leer, me abraza y me aprieta contra su pecho. Supongo que este es su modo de darme las gracias por haber encontrado algo tan importante por pura casualidad. Una carta que llevaba esperando leer años y años.
—¡Es increíble, Eric! —Me dice mientras se seca las lágrimas. —¡Habla de la Diosa y la Sacerdotisa!
—¿Cómo? —¿Una mujer de la élite seguidora de la Diosa? Esto es más grande de lo que aparenta, de lo que he llegado nunca a creer.
—Escucha: “Paris, tu padre no solo está ocupado con su dichoso trabajo para esos asesinos psicópatas, sino que no ha logrado olvidar su pasado. No lo logra dejar atrás. Y yo no puedo ayudarlo más. No quiere pasar página y nunca lo hará. La pena lo matará. Y yo necesito cariño, sentir que funcionamos como familia, algo que ya solo la Diosa o tú me podéis dar. Necesito respuestas espirituales para este mundo material. Estoy seguro de que cuando crezcas, lo entenderás. Ahora más que nunca, Paris, yo creo en la Sacerdotisa y en aquella ciudad que una vez llevó tu nombre. Tú tampoco tienes que dejar de creer. La Diosa encontrará nuestros caminos. Crece libre y segura, hija. Perdóname por…”—Estalla en llanto de nuevo y la vuelvo a abrazar. Le beso el pelo. —Tengo que hablar con mi padre.
—¡Paris! ¡Paris! Será mejor que…
Pero París se va. Segundos después oigo cómo le reprocha la carta a su padre.
—¡Tú dejaste que se fuera! ¡Tú mentiste al decir que nos abandonó! ¡Tú escondiste esta carta en el lugar donde creías que nunca iba a mirar! ¡Fuiste tú, siempre! —Vaya, así que el señor Stonecraft fue el que ocultó la carta. También tiene secretos y sorpresas ocultas. Tiene sentido. La madre de Paris sí que se despidió. No la abandonó.
—¡No lo entiendes, Paris! ¡Yo solo quería protegerte!
Cierro la puerta. Es una discusión de familia.