Se levanta un viento que se lleva la fina arena. Me resguardo con los brazos para evitar que me nuble la vista. Solo escucho el sonido del aire arreciando y el de las olas del mar al morir en la orilla. Algo muy relajante de no ser por el nerviosismo que me corre por la sangre y los latidos cada vez más rápidos de mi corazón. Paris sigue bajo el agua y ya han pasado otros tres o cuatro minutos. Trato de mirar más allá de la superficie del océano, tranquila y oscura, solo iluminado por los rayos de la luna. Admiro el enorme acantilado y las rocas que se han ido despeñando hacia la playa con el paso de los años. Si me giro se otean a lo lejos las luces de la ciudad y los aeromóviles yendo y viniendo por las aerovías.
Me callo un momento e intento no respirar para agudizar mi sentido del oído. Me quito la gorra, la camiseta y las zapatillas y las entierro en la arena, junto con la blusa de Paris. Ha llegado el momento de enfrentarme a la inmensidad del mar. Ni lo pienso. Me basta saber que Paris corre un riesgo real para entender que tengo que actuar cuanto antes. Al fin y al cabo, para eso me compró. Para eso soy su esclavo. Y sé que esos tipos que también se han metido en el agua, si son seguidores de la Diosa, pueden ser tan peligrosos como la Policía Provincial. Camino hasta el límite de la tierra firme y me adentro lentamente en territorio desconocido. El agua, que está helada, acaricia todo mi cuerpo, mientras me voy sumergiendo cada vez más y más. Cuando me decido hundo mi cabeza y noto el sabor salado del agua. Buceo como puedo, moviendo rápidamente mis brazos. El océano tira de mí hacia abajo y procuro tomar impulso hacia la superficie, porque necesito respirar. Pero mis articulaciones no responden. Noto cómo algo me empuja hacia arriba y, al fin, inhalo el tan deseado oxígeno de manera exagerada, abriendo y haciendo ruido con la boca.
—¿No te había dicho que te quedaras esperando? —Susurra. Es Paris.
Todavía no la logro ver porque las gotas de agua me impiden abrir los ojos y porque estoy más preocupado de llevar aire hasta mis pulmones.
—Llevabas más de…diez…minutos. Pensaba que…que te ahogabas…—Logro decir, entrecortando mis palabras con la respiración.
Paris se aproxima hacia mí y me ayuda a sostenerme en el agua. Me enseña que hay que ir moviendo las piernas y los brazos, con golpes bruscos, para no hundirse. Sus labios se encuentran amoratados, su pelo mojado. El agua choca contra su piel.
—No podemos quedarnos aquí. He descubierto dónde iba esa gente.
No pregunto porque sigo respirando. Nadamos hacia el acantilado, que se erige poderoso desde aquí, hasta lo que parece ser el cielo. Paris me va ayudando.
—Ahora tienes que aguantar la respiración todo lo que puedas. No me puedes soltar, ¿entiendes?
Asiento, tímido y tiritando. He de reconocer que tengo miedo. Pocas veces en mi vida lo he sentido. No lo había tenido ni cuando fui apuntado con una pistola de balas o cuando Luke me estaba pegando aquella paliza. Creía que nada me atemorizaba, pero la fuerza del mar sí que lo hace.
Paris coge aire y se sumerge. La imito y su mano tira de mí hacia las profundidades. Muevo mi cuerpo tal y como lo hace ella. Descendemos metros y metros. El escarpado acantilado se proyecta hacia prácticamente el fondo del océano, que, aunque no lo veo, se encuentra muy alejado de nosotros. Traspasamos riscos y peñascos por una abertura natural de las rocas. Hemos cruzado el acantilado. Paris no me suelta. Sigue cogiéndome con fuerza y yo me aferro a ella. Vamos subiendo hasta que, de nuevo, respiro el bendito aire, volviendo a abrir la boca insistentemente.
—La ciudad de Nueva América no acaba en el acantilado. —Me dice.
—¿Qué? —Apenas me sale la voz de la garganta.
Echo un vistazo rápido y no entiendo lo que ha dicho. A pesar de la noche oscura puedo seguir viendo cómo la montaña rocosa se extiende hasta lo que parece ser el fin del firmamento.
—Vamos, no hagas mucho ruido.
Sigo a Paris por la superficie del agua, nadando suavemente, y llegamos a una pequeñísima playa. Apenas tiene espacio para la arena, mucho más gruesa que la del mercado y el paseo marítimo, porque el escarpado acantilado es dueño de todo. Llego a tierra firme arrastrándome y me dejo caer entre las piedrecillas. Suspiro aliviado. Tengo frío. Mi piel se eriza. Me incorporo un poco y atisbo la silueta de Paris. Su pecho, su espalda. Está palpando la roca. No sé qué hace. Se mueve por toda la estrecha playa, buscando algo.
—¿Tú no habías descubierto algo? —Le pregunto. Y conforme lo hago, Paris desaparece tras las rocas.
—¡Paris! —La llamo a susurros. Me levanto a buscarla cuando la oscuridad me permite ver su silueta en lo que parece ser la entrada a una cueva.
—¡Vamos, Eric! Es por aquí. —Me arenga en voz baja.
Andar no me sienta bien. Estoy un poco mareado. El mar, su textura. Sus riesgos. La piel de Paris. Sus dedos arrugados. El frío. La humedad y el olor a salitre de mi cuerpo medio desnudo, mezclados como crema pegajosa en mi espalda. Apenas consigo dar dos pasos rectos. Mi sentido del equilibrio se visto mermado.
—¿Estás bien, Eric? —Paris me pone una mano en la mejilla, como si tratara de abofetearme de forma suave. Yo entrecierro los ojos. —¡Eric! —Asiento como puedo. —Estamos cerca. —Me coge de la mano.
Descubro, a medida que progresamos, que no es una cueva sino un enorme túnel que se va ramificando en otros más pequeños y estrechos. La noche se ha hecho por completo. Apenas conseguimos ver nada. Continuamos, lentamente, a pesar de ir a tientas, hasta que logramos divisar una pequeña luz amarillenta que, poco a poco, se va agrandando.
—Este lugar…no es natural. Está excavado en la roca. —Analiza Paris.
Es una lámpara de aceite la que nos ilumina el camino. Ahora el túnel principal se divide en tres. La calidez del interior de la montaña hace que me recupere un poco. Paris suelta mi mano e inspecciona el terreno. De pronto, retrocede y me hace retroceder, a trompicones.
—¡Hay tres personas! ¡Allí! ¡Me han visto y vienen hacia aquí!
—¿Estás segura? —Miro a donde me señala y no veo nada.
Avanzo por el pasillo que se abre a la derecha y, en efecto, hay tres sombras reflejadas en las paredes. Pero no se mueven. Hago señas a Paris para que se aproxime, sin miedo. Voy a por las sombras y son solo tres capas negras colgadas en un perchero de plástico.
—Tiene que ser por aquí.
—Vístete. —Dice mirando mi torso desnudo.
Paris y yo nos enfundamos las capas negras y nos protegemos la cabeza con la capucha. Es de una tela muy suave y gorda, que al fin nos abriga del todo y nos servirá para camuflarnos en este extraño sitio. Cuando veo a Paris ataviada de esta forma, recuerdo mi sueño sobre la Sacerdotisa y recuerdo también la figura de la Nueva América del 168 d.C. Es ella, totalmente. Y lo entiendo. Al fin lo entiendo. Hemos encontrado a la Diosa y a su comunidad. Paris también lo ha comprendido. Nos miramos a los ojos, directamente. Los suyos, tan grises como siempre, brillan de la emoción.
Continuamos por las galerías y pasadizos rocosos, por lo que que son unas auténticas catacumbas. Dejamos atrás infinitos corredores, a derecha y a izquierda, y pienso en cómo vamos a salir de aquí, porque es un laberinto. Necesitaríamos un mapa para saber el punto exacto en el que nos encontramos. Nos guiamos, eso sí, por la luz. Por las lámparas de aceite que parecen ir señalando un camino seguro. Alguien viene hacia nosotros. Se esconde tras la misma capa que nosotros. Agarro los dedos a Paris y seguimos como si nada.
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—Salud. —Dice. Es una voz masculina. Pasa a nuestro lado, de largo. No contestamos. Se marcha. Respiramos.
Un lejano siseo nos sirve ahora como faro. Seguimos esas voces y nos llevan a un estrecho pasillo que acaba en una sala circular enorme, en la que se ha congregado toda la comunidad de la Diosa, por la cantidad de gente y sus atuendos. Paris y yo nos quedamos paralizados durante unos segundos, observando con detenimiento el templo excavado en la roca. Hay una veintena de personas vestidas con el traje de gala de la Diosa, igual que nosotros, sentados en varias hileras de asientos de madera corroída por el tiempo. Dirigen sus miradas hacia el frente, hacia el altar, que no es más que una tarima de piedra donde una Sacerdotisa, con su pañuelo rojizo con estrellas de seis puntas anudado en la nuca y perfectamente colocado, habla. Tras ella, en la pared, un enorme cuadro de una Sacerdotisa predicando en un pequeño pueblo. Al fondo, el desierto. Arriba, el cielo azul. En él hay pintado el símbolo de la Diosa: una cruz escoltada por dos medias lunas.
—Es pintura al óleo. —Dice en voz baja Paris.
En el umbral percibo que es un lugar sagrado no solo por dónde se encuentra, sino por la magia que transmite y la paz en la que me dejo llevar.
—Tomen asiento, por favor. —La Sacerdotisa se ha dirigido a nosotros, que fascinados, continuamos admirándolo todo desde uno de los pasadizos.
Rápidamente y sin querer llamar mucho más la atención, nos dirigimos hacia unos asientos del final. Excitado, seguramente tanto o más que Paris, no puedo evitar pensar en todos los esclavos de las Provincias Unidas. En las rebeliones, en los Hall y, sobre todo, en mi madre. Si me viera ahora mismo…
—…en su magnificencia, nos sigue permitiendo las reuniones fraternales en su todopoderoso nombre y, especialmente, nos obliga, a la vez que nos concede el honor, a esparcir sus más profundos y justos ideales, que habrán de venir a colmarnos: Paz—los fieles a la Diosa repiten al unísono esa palabra, después de la Sacerdotisa—Igualdad—Otra vez. —Libertad. —Paris y yo, en esta ocasión, nos unimos.
La Sacerdotisa prosigue en su monólogo, lleno de bellas palabras y cuestiones de sentido común para alguien que solo ha sido esclavo. Me quedo absolutamente embobado, asintiendo ante el lenguaje tan certero y correcto. Siento dentro de mí una corriente que me aclara la mente y me libera el alma. Creo en la Diosa. Creo en la Sacerdotisa. Creo en mi madre y en todos los esclavos. Y creo porque creo en sus ideas: Paz, Igualdad, Libertad. Tal vez porque me dan una esperanza que he perdido en multitud de ocasiones, la de alcanzar la libertad, no solo para mí, sino para todas las personas que están bajo el yugo de la esclavitud.
Miro de reojo a Paris, embelesada también. Admiro de nuevo a la Sacerdotisa, a sus gestos, su movimiento al andar por el altar. Cómo alza la voz a veces, cómo susurra, en otras. Todos estamos en un profundo silencio.
—La fuerza de la Diosa guio a la primera Sacerdotisa en un mundo en guerra, peste y hambre. Fue vigorosa, contundente, en tiempos pasados, decadentes. Mantuvo la compostura siempre y en todo lugar, legándonos lo que solo una madre puede heredar a sus hijos: las ideas. Las ideas que no mueren, que no puede morir. Las que están en la base de una vida próspera, solidaria e igualitaria entre todos los seres humanos, independientemente de su género, raza o clase social. Las ideas de la paz, la regeneración y el progreso. Que esa fuerza nos acompañe en tiempos tan tumultuosos como los que últimamente nos ha tocado vivir. Recordemos nuestro juramento de fidelidad a la Diosa y nuestro reconocimiento al trabajo de las Sacerdotisas anónimas, en la oración que ella misma nos enseñó y plasmó en la Sagrada Biblia.
Todos se ponen en pie y comienzan a recitar de forma unánime una oración que recuerdo haber leído en la Biblia de mi madre, pero que ni yo ni Paris nos sabemos de memoria como para unirnos al rezo. Así, lo que hacemos es abrir y cerrar la boca, armar murmullo, moviendo labios y emitiendo un leve sonido.
—Diosa del mundo y de la vida, mujer dueña del tiempo y la muerte. Tú, que diste el poder a la Sacerdotisa y en tu nombre sembró las semillas que hoy aquí germinan. Madre del nuevo espejo, de todo el cielo. Aquí abajo esperamos la segunda venida de tu alma, impregnada en cada Sacerdotisa. Para remover los males que nos azotan, como lo hiciste con los que nos azotaban. Para conservar la vida de la naturaleza, como lo hiciste cuando el ajenjo la mataba. Para llevarnos a la paz y la esperanza, colmatarnos de fe y abundancia. Creo en ti: diosa, madre, vida, alma. Paz, Igualdad, Libertad.
—Paz, Igualdad, Libertad. —Decimos, fundiéndonos con la comunidad de la Diosa.
Se produce un incómodo silencio. Uno de los creyentes que está sentado, se levanta y camina hacia el altar. No se le ve la cara. La capa y la capucha le cubren por completo. Una vez allí arriba comienza a leer la Biblia. Es el pasaje de la Sacerdotisa en el pueblo de Monroe. El que hace solamente unos días he leído yo en casa de Paris. Cuando termina de leer vuelve a su sitio.
—El pasaje del pueblo de Monroe—toma de nuevo la palabra la Sacerdotisa—¿qué nos quiere transmitir? La idea de la justicia y la injusticia. La Diosa, a través de su enviada, la Sacerdotisa, se enfrenta al tirano Alecsander Reed porque la injusticia es el pilar del sistema político, económico y social de Monroe. No hay trabajos honrosos, sino delictivos. Usureros. Hacen próspera a una sociedad aplastando al otro, a los demás. Explotando a sus propios habitantes. Es un mecanismo social totalmente injusto, pero que se repite y reproduce una y otra vez. La Diosa, a través de su enviada, impone su justicia en Monroe: da comida al que no tiene qué comer, da bebida al que no tiene qué beber, pero que, sin embargo, trabajan de sol a sol. Le quita al que tiene, que solo tiene porque explota, roba y saquea. Hace justicia en un mundo totalmente injusto. ¿Qué me decís de Pablo de Monroe? Un escéptico que con el tiempo se convertirá en el más ferviente seguidor de la Sacerdotisa y la Diosa. Pero no creyó hasta que no vio el milagro con sus propios ojos. Nosotros no debemos poner a prueba a la Diosa, y en su nombre, a las entregadas Sacerdotisas, porque los milagros solo ocurren cuando tienen que ocurrir. Cuando llega el momento preciso. Correcto. Por eso, nosotros tenemos que creer primero y agradecer después, cuando la Diosa así lo estime. Y todas la veremos. Su llegada. La venida de su justo mundo y el rigor de su justo mundo.
Es imposible no quedarse hipnotizado ante el análisis y las explicaciones a un relato que ahora he comprendido por completo. Su eco no deja de rondar en mi cabeza y no me permiten pensar más que en expresiones tan apasionadamente pronunciadas.
—Pero hoy, aquí, a las puertas de la mismísima ciudad de Nueva América, solo nos queda celebrar. Celebrar el amor que la Diosa nos tiene, como sus legítimas hijas, y celebrar el amor entre la comunidad, que cada día se une y cohesiona. Que quiere crecer y expandirse. Hoy, las almas de Marianetta y Lucio quedarán unidas por la marca de la Diosa y por la bendición de la Sacerdotisa, en el día de su boda.
Dos figuras, cogidas de la mano, suben al altar. Allí, la Sacerdotisa les quita la capucha, dejando a relucir sus rostros. No deben tener más de treinta años. Ella tiene el pelo recogido, él lleva una melena suelta que le llega al hombro. Lucen amplias sonrisas, señal de felicidad y emoción.
—Marianetta, en el nombre de la Diosa y la Sacerdotisa, siguiendo siempre sus designios, su camino y su ejemplo, ¿deseas tomar a Lucio como esposo para amarlo hasta que la Diosa os lleve al mundo al que todos pertenecemos?
—Sí, quiero, en el nombre de la Diosa y de la Sacerdotisa.
—Y tú, Lucio, en el nombre de la Diosa y la Sacerdotisa, siguiendo siempre sus designios, su camino y su ejemplo, ¿deseas tomar a Marianetta como esposa para amarlo hasta que la Diosa os lleve al mundo al que todos lo pertenecemos?
—Sí, quiero, en el nombre de la Diosa y de la Sacerdotisa.
—Por el poder de la Diosa, que me fue transferido cuando juré lealtad a Ella al convertirme en Sacerdotisa, yo os declaro marido y mujer. Podéis besaros y unir vuestras marcas en señal de comunión.
Lucio besa ligeramente los labios de Marianetta y, dirigiéndose los dos al público, levantan sus brazos izquierdos, apretando el puño. Muestran, en su muñeca, el símbolo de la religión de la Diosa: dos medias lunas encerrando una cruz. Unen sus marcas, sus símbolos y todos los asistentes, poniéndose en pie, alzan sus puños, luciendo el símbolo. Paris y yo no las tenemos, pero igualmente levantamos nuestros brazos procurando que las mangas de la capa nos oculten las muñecas.
—Enhorabuena. —Dice la Sacerdotisa mientras la pareja recién casada ocupa de nuevo su asiento. —Ahora, como la paz y la igualdad son valores de la Diosa, que nos otorga en su máxima benevolencia, desead la paz los unos a los otros, recordad que sois iguales en vuestra diferencia ante los ojos de la Diosa y de la Sacerdotisa. Saludaos como iguales, porque iguales somos e iguales seremos.
De nuevo, un murmullo llena la sala. Los creyentes de la Diosa que asisten al rito, se dirigen los unos a los otros, tendiéndose las manos y apretándolas. Paris y yo nos cruzamos la mirada, sin saber muy bien qué hacer, y nos estrechamos la mano. Los de la fila de delante se giran y nos tienden la mano a los dos. Mantenemos agachadas las cabezas.
—Por la Diosa, paz e igualdad. —Me dice un hombre mientras me estrecha la mano con fuerza.
—Por la Diosa, paz e igualdad. —Repito. Subo mi cabeza un segundo, mirando a los ojos a mi interlocutor. Le conozco. No sé quién es, pero le conozco. Es él quien me reconoce.
—¡Intrusos! —Grita. Es Diego Márquez. —¡Arrestadles!
Estamos atrapados en las profundidades de unas catacumbas que no salen en los mapas de Nueva América, en la última comunidad creyente de la Diosa.