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Capítulo 10

Fue un acto repentino. De verdad, no lo pensé. Estábamos tan cerca…Sus ojos me miraban y me llamaban de una forma…No sé qué se me pasó por la mente. Fue un acto reflejo, lo que hubiera hecho el Eric de toda la vida, el que siempre he sido, que parece haber estado escondido durante estos meses, pensando si era buena idea seguir ese camino de idas y venidas. Espero que Paris se lo haya tomado a bien. Como una broma. Como una situación extraña, en la que ambos, con la adrenalina por las nubes después de habernos jugado la vida, respondimos de forma también extraña. Podíamos haber muerto en un lugar al que ni ella ni yo, por suerte o por desgracia, pertenecemos. No significó nada. Un beso, solamente. Nada. Un beso solo significa algo si las personas que lo intercambian quieren. Para mí no significó nada, para ella tampoco. Pero, entonces, ¿por qué por un instante Paris respondió a mi beso? ¿Por qué dejó que nuestros labios se llegaran a entrecruzar? ¿Y por qué maldita razón estoy pensando todo esto?

Paris no me gusta. Es decir, es guapa y muy atractiva, sobre todo cuando se viste de esa forma para ir a trabajar, lo que le da el aire de una chica más mayor y más segura de sí misma. Pero es…normal. A pesar de todas sus rarezas y extravagancias, es una chica de lo más normal. No es mi tipo, no es una estrella como Sophie. Paris y yo solo tenemos una conexión especial producida por un simple contrato de alquiler y pertenencia, que compartimos. Soy su esclavo y ella es mi dueña. He besado a mi ama. Me viene a la mente Greg Gordon y siento escalofríos.

No le doy más vueltas. Cada vez que lo revivo siento que se me enrojecen las mejillas y trato de quitarme de encima la vergüenza y la situación tan embarazosa en la que se ha convertido. Si no lo pienso, no existió. Le pediré perdón y no volveré a acercarme tanto a Paris.

Dejando eso a un lado, trato de centrarme en las palabras de Diego Márquez y en el pañuelo rojizo y bordado de estrellas de mi madre, que sigue anudado en mi muñeca. Se ha convertido en algo más que un regalo especial de un familiar difunto. Porque esto, no como el beso, significa mucho más. Me lo desato y lo deslizo por entre mis dedos, notando bajo mis yemas las estrellas bordadas y el suave tacto de la tela. Intento concentrarme en los pocos recuerdos que tengo de mi madre, pero son todos borrosos. Me frustro muchísimo siempre que trato de recordar porque no puedo si quiera evocar la imagen de la cara de mi madre. Solo conservo su olor y eso hace que mis sentidos logren reconstruirla en mi imaginación. ¿Y si mi madre era una Sacerdotisa y por eso tenía este pañuelo? Imposible. ¿Y si fue ella la que lo robó? Imposible. Mi madre era una esclava, pero no una ladrona. Estoy seguro de ello. Lo único que logro sacar en claro de todo este jaleo que hace que me duela la cabeza es que la religión de los discípulos de la Sacerdotisa y creyentes en la Diosa era de vital importancia para mi madre. Por eso tengo que averiguar más sobre ella.

Como hoy es domingo y supongo que Paris está pasando el día, como es normal, con Edgar, me paso la mañana sacando conclusiones y removiendo pensamientos. Sobre Paris, sobre mi madre y sobre la Sacerdotisa. Incluso sobre el Colapso. Luego, para despejarme y dejar de pensar, me bajo al jardín a descargar tensiones con un balón de fútbol. Es como una terapia.

—Pareces bueno. —Después de llevar un buen rato trotando y disparando a la portería dibujada en la pared, escucho la voz de Paris, que está sentada en el umbral entre el salón y el jardín. Pega sus rodillas a la barbilla y dirige sus ojos hacia abajo. No me mira.

—¿Tú no deberías estar…?

—Eric, ha llegado el día. Es hoy. —No me deja terminar la pregunta. Ahora sí que me mira.

No hace falta que diga nada más. Hoy es el día en el que tiene lugar el acontecimiento para lo que fui comprado. Hoy tengo que ser el esclavo que parece que llevo meses sin ser. Cuanto antes terminemos con su trabajo, antes podemos empezar con el mío, el de hallar alguna pista sobre mi madre. El futuro más allá de eso no me importa.

—¿Cuándo nos marchamos? —Le pregunto.

—Esta tarde. Después de almorzar.

Se levanta y hace el ademán de marcharse. Yo sé que está rara por lo del beso de ayer porque me evita. Corro hacia ella y le tomo una mano para que se pare. Ella lo hace. Retiro mi mano de la suya con suavidad.

—Lo del otro día, yo…Lo siento. —Agacho la cabeza, muerto de vergüenza. Indefenso. Mostrándome débil. No he pedido perdón de esta manera nunca en la vida.

—Olvídalo Eric, yo ya lo he hecho.

Me deja ahí. Paralizado. Sintiéndome la cosa más pequeña del mundo. Le pido perdón y dice esas palabras, con tanta decisión, con tanta seriedad…Como si fuera otra Paris distinta a la que llevo conociendo un par de meses. En realidad, por un lado, me alivia saber que para ella no fue nada, pero por otro, me hierve la sangre por la misma razón. Y no sé por qué.

Tras el almuerzo, en el que no veo a Paris ni al señor Stonecraft, me retiro a mi habitación para preparar mi equipaje. Sigo sin tener mucho. Un par de mudas de ropa, el reproductor de música, que es de Paris, pero lo tomo prestado, y la Biblia, el libro que me dejó en herencia mi madre. Miro el pañuelo de mi muñeca y decido quitármelo y meterlo en un bolsillo lateral de la mochila. Vamos a ir a un lugar alejado donde, seguramente, la Diosa y la Sacerdotisa estén presentes y no quiero tener más altercados de tipo religioso. Cuando lo tengo todo listo bajo al salón a esperar a Paris. Ella llega con una mochila vacía colgada a su espalda y con una ropa no muy cómoda para un viaje largo. Viste vaqueros de delicado diseño, típico de su estatus económico, y una camisa. Yo visto ropa normal y cómoda.

—No te va a hacer falta, Eric. —Me dice al ver lo abultado de mi mochila. —Vacíala.

—Creía que íbamos a un lugar lejano y peligroso.

—Y así es, pero no vamos a necesitar nada de lo que lleves. Salvo que lleves una pistola y creo que no es el caso. Toma, anda.

Me tiende una pistola pequeña, de color negro, que pesa bastante. No es eléctrica, sino de balas. La agarro y la escondo aprovechando el cinturón de mi pantalón. Paris está cambiada totalmente. Lo puedo ver en sus ojos, en su actitud, en sus movimientos. En todo. No está como siempre. No sé si serán los nervios por ver tan cerca algo con lo que tanto tiempo ha soñado o yo que sé, pero su tono de voz es diferente. Tampoco me mira a los ojos cuando me habla, así que supongo que el beso sí que significó algo para ella y que está enfadada por eso. A pesar de lo que dice, parece que ella no lo ha olvidado. Quizá no sea por el beso en sí, sino por la confianza forjada entre los dos que ha dado lugar a que sucediera. Como si ella también tuviera parte de culpa de lo sucedido.

—Estaremos de vuelta a casa en unas horas, así que mejor lleva la mochila vacía, por si necesitamos más espacio para los libros o para lo que traigamos. —Sentencia, seca y directa.

—Vale. Oye, Paris… ¿está todo bien? Si es por…

—Está todo bien, Eric. Todo. —Como yo me he acercado a ella para susurrarle de nuevo disculpas, ella da dos pasos para alejarse de mí y contestarme.

—¿Estáis preparados? —Aparece el padre de Paris con su bata blanca de científico y con una sonrisa de oreja a oreja que jamás le he visto. Paris y su padre se quedan mirando fijamente. Ella mueve lentamente la cabeza hacia un lado y hacia otro, como negando, en referencia a mí. —¿Qué? ¿Aún no se lo has dicho?

—No creo que sea muy buena idea, no sé por dónde empezar…

—¿De qué demonios estáis hablando? —Pregunto porque no entiendo nada de su extraña comunicación.

—Eric, este viaje no se hace a pie, ni necesitamos un aeromóvil. He…construido un nuevo tipo de transporte…se podría decir. Una máquina que os transportará hacia el lugar donde está marcado el objetivo. Llevo trabajando años y años en esto, haciendo millones de pruebas para que funcione. Y aquí está, al fin. —Ahora me empiezan a encajar muchas piezas sobre el sacrificado trabajo de Matt Stonecraft.

—¿Y en qué consiste esa máquina? —No voy a meterme en algo de lo que no puedo salir. Al menos necesito saber qué va a pasar conmigo. Aunque bueno, sabiendo que su hija va a venir conmigo y que está expuesta a los mismos peligros, tampoco me importa mucho. Este tipo sabe de lo que habla y sabe lo que hace. Tiene que hacerlo.

—Básicamente, Eric, estás aquí—expande una de sus manos—y al instante estás aquí. —expande la otra.

Mi cerebro no logra captar lo que las palabras del señor Stonecraft, por más sencillas que son, quieren decir. Y así lo debe hacer saber mi cara, porque se vuelven a mirar entre ellos.

—¿Desaparecer de un sitio y aparecer en otro? —Pregunto para ver si lo he entendido bien.

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—Algo así.

—Mire—tomo la palabra—me da igual en qué aeromoto o cohete me lleve usted a ese sitio al que Paris necesita ir. Solo importa eso, ir. Así que sea lo que sea esa máquina, confío en usted porque ella viene conmigo. No necesito más explicaciones.

Ha llegado un momento en el que solo quiero acabar esto. Paris y yo ya no volveremos a ser los mismos y la entiendo. Soy su esclavo y solo me quiere para ayudarla a conseguir una información que ni siquiera Edgar Scofield podría. Nada más. Y yo solo quiero, con lo que sabe ella, encontrar un rastro de mi madre que me permita reconstruirme a mí mismo para alcanzar la libertad. Esa que Paris me prometió, después de esto. Así que todo está más cerca. De repente, siento nostalgia por la plantación de algodón y los señores Hall. Por mi vida anterior. Siento una melancolía de todo lo pasado. De todo lo que he sido. Porque sé que, desde hoy, ya nada volverá a ser lo mismo.

El señor Stonecraft, con esa sonrisa en la cara, nos señala el camino hacia el sótano, donde lleva encerrado trabajando demasiado tiempo, a mi juicio. Voy justo detrás de Paris, admirando su figura, sabiendo que ya no quiere tener esa complicidad, que un beso nos ha alejado cientos de kilómetros. ¿De verdad pensaba que podríamos ser mejores amigos? Lo mismo que pasó con Sophie. Lo que pasa es que siempre se me olvida quién y lo que soy, un mísero esclavo, con su destino ya escrito.

Entramos a una sala iluminada con una luz amarillenta, cuyas paredes están llenas de pizarras enormes con miles de fórmulas escritas en tiza. En el centro hay una mesa enorme con cientos de papeles apilados. Para ser sincero, tampoco es para tanto el escondite del señor Stonecraft. No tiene mucho de especial. Se dirige al fondo de la habitación para iluminar otra sala, más abajo, que sí que llena todas mis expectativas. En una sala muy amplia, iluminada esta vez con luces blancas. Veo tanta tecnología allí abajo que no logro distinguir mucho. Unas máquinas a un lado que parecen ser asientos de aeromóviles, repuestos de todo tipo, mesas llenas de computadoras encendidas. Más allá de todo eso hay como una estancia con sofás y una pequeña cocina. El señor Stonecraft, después de todo, se lo monta muy bien. Al fondo, hay un escritorio con varias Pantallas y lo que parece ser un plato de ducha, una tarima blanca circular rodeada de un cristal de la misma forma.

—He delimitado el espacio para que veáis los límites del aparato. —Explica señalando la tarima. —Solo deseo que nos vayamos ya. Seguramente sea el deseo de Paris también. Que vayamos donde tengamos que ir y que todo pase. —Tenéis justo dos horas. He programado el reloj para que, en dos horas, pase lo que pase, estéis de vuelta. Es lo más seguro en este primer salto. Es importantísimo que estéis uno al lado del otro en el momento del salto. Sino…uno podría quedarse en…allí.

Matt Stonecraft se coloca detrás de la Pantalla y de las computadoras del escritorio mientras nos da las indicaciones, toqueteando y poniendo a punto varias cosas que no llegaría a entender. Paris y yo esperamos a las puertas de la tarima. El señor Stonecraft se acerca a mí y me quita la pulsera de esclavo. Seguidamente, le ajusta a la muñeca de Paris un extraño reloj. Nos colocamos dentro de la tarima y sus cristales. Me siento enlatado y otra vez muy cerca de Paris. Matt Stonecraft vuelve a ponerse detrás del escritorio, mientras escribe velozmente en el teclado de la computadora.

—Contenedores magnéticos activados—dice el señor Stonecraft desde su panel de control—inyección de electrones activada. Computadora principal en orden. ¡Será mejor que os deis la mano! —Grita él.

Paris y yo, no sin dificultades, nos agarramos las manos de manera torpe. Apenas sin fuerza. Parece que no quiere ni tocarme. ¡Solo fue un beso, joder!

—¡Tres, dos, uno…!

El reloj de Paris ilumina toda la tarima de una niebla blanca, que lo envuelve todo y nos engulle. Dejamos de ver al padre de Paris tras los cristales. Noto cómo, ahora sí, Paris aprieta con mucha fuerza mi mano. Tan fuerte que me hace daño. Tiene miedo e ilusión a la vez. Siento cómo mi cuerpo se dobla por la mitad, se quiebra. Me quedo sin respiración. Todo es oscuridad.

Vuelvo a respirar a bocanadas y todo parece ser normal. De hecho, todo es normal. Siento el tacto de Paris, que está casi atada a mí. La miro, después de recuperarme, y observo cómo abre y cierra los ojos continuamente.

—¡Vaya viajecito! —le digo. —¿Estás bien? —Ella no me responde y lo único que hace es soltar mi mano de forma brusca.

Echo un vistazo a nuestro a alrededor para ver dónde nos encontramos. ¡Demonios! El señor Stonecraft es un maldito genio que está mal de la cabeza. Hace segundos estábamos en su sótano y ahora…Nos encontramos en un callejón, pequeño y estrecho. Oscuro, a pesar de ser media tarde. No tiene salida, acaba en una gran pared de ladrillo rojizo que se alza arriba hasta casi tocar el cielo. Son edificios. Son casas. Parece una ciudad. Cuando vuelvo en sí, en parte por el shock creado por recorrer una distancia de miles de kilómetros en tan poco tiempo y en parte por no saber exactamente en qué punto del mapa de las Provincias estoy, me doy cuenta de que Paris ya ha salido del callejón. Va corriendo, sin esperarme. Tengo que aligerar mis piernas para llegar hasta ella.

—¡Paris! ¡Paris! —La llamo. Sé que me está escuchando, pero no se gira.

Sigue avanzando. Definitivamente estamos en una ciudad. Entramos a una gran avenida, que está poblada de transeúntes que van de compras, de paseo, de aquí para allá…si miro hacia arriba, los edificios, las casas y, sobre todo, la aerovía saturada de aeromóviles tocando las nubes, no me deja lugar a la duda. Estamos en una ciudad. Pero todo parece un poco raro. Veo a lo lejos los cinco grandes e imponentes edificios del Estado de las Provincias, a los que ningún otro puede hacer sombra, y confirmo que nos encontramos en Nueva América. Parece que nos hemos movido unos kilómetros dentro de la propia ciudad: de la periferia, donde vive Paris, hasta el centro. ¡Seguimos en Nueva América! El cacharro del señor Stonecraft no ha funcionado del todo. No obstante, persiguiendo a Paris acera arriba por una de las avenidas de Nueva América, descubro que todo me resulta extraño. Los colores, los olores. La gente. Todo. Es como que existe en la ciudad un ambiente…enrarecido. Es cierto que no he visitado muchas ciudades, que lo poco que sé de Nueva América tiene que ver con mi estancia en uno de los edificios del Estado, antes de ser subastado como esclavo, y luego gracias a Paris, que me ha enseñado la periferia, pero he de afirmar que todo tiene un tono distinto al que recuerdo, especialmente tras haber pasado horas y horas frente a la Pantalla.

Incluso la ropa de las personas es diferente. Son camisas, camisetas y pantalones más anchos de lo normal. El pelo es, generalmente, largo entre los hombres y más corto entre las mujeres. Las gafas de sol y las gafas graduadas tienen extraños diseños circulares. Tampoco todas estas cosas me pueden parecer una novedad a mí, teniendo en cuenta los cambios de estilo, diseño y moda de una ciudad que se transforma día a día, modificando las maneras de pensar, vestir, ver y gustar mil veces al día. Siete mil veces a la semana. Así son los ricos de las Provincias.

—¡Paris! —Al fin la alcanzo. —No ha funcionado…seguimos en Nueva América.

Todo se acelera. Me fijo y las tiendas están cerrando, los restaurantes y bares cambiando el cartel de “abierto” a “cerrado”, los puestos ilegales y temporales de esclavos huidos en el suelo de las aceras ya no están. Los transeúntes caminan de forma rápida, avenida abajo, como si tuvieran prisa, como si estuvieran huyendo de algo. Las Pantallas gigantes del Estado en las zonas altas de algunos edificios, donde suelen dar noticias económicas y políticas, están en negro. Se escuchan sirenas al fondo, donde las ocho avenidas principales de la ciudad confluyen en una plaza enorme y circular, centro del poder político de las Provincias de Nueva América, en la que se sitúa el Palacio Presidencial y la Cámara de Representantes. Las sirenas y las ambulancias aéreas, volando a baja altura, me hacen pensar que ha tenido que haber alguna especie de accidente.

—¡Sí que ha funcionado! —Me grita Paris. —Ha funcionado, lo que pasa que…mal. Eso es todo. Hay que averiguar…

—Paris, por favor. Continuamos en el mismo sitio.

Levanta una de sus manos, como si no entendiese nada de lo que está ocurriendo. Niega con la cabeza y sigue avanzando por la avenida hacia arriba, mientras todas las personas lo hacen en el sentido contrario. Supongo que la Policía Provincial está acordonando la zona y quitándose de en medio a la población y a los curiosos que pueda haber. Los accidentes de aeromóviles que se desploman desde las aerovías del cielo son escasos, pero a veces ocurren. Siempre son primera noticia en la Pantalla porque suelen ser dramáticos y tener detrás una historia individual o familiar que vende y conmociona a la opinión pública de las Provincias.

—Mira, ya no aguanto más. Si estás enfadada por aquel jodido beso, olvídalo. De verdad. Hazlo. Solo fue un acto reflejo, ¡lo que suelo hacer con las chicas! No lo pensé y me olvidé de que tú no eras como las demás…Vi mi vida pasar por delante de mí cuando ese capullo me apuntó con su revólver. He estado encerrado en tu casa durante dos meses, solo te he visto a ti, me atrajiste…—Intento explicarme a pesar de que mis palabras salen entrecortadas y de forma brusca. Quiero que enfrente sus miedos, sus monstruos, para que deje de darle vueltas. Si los dos queremos que no sea nada, no lo es. ¿Por qué lo hace tan difícil?

—Me halagas, Eric, pero hazme un favor y cierra esa boca. —Ladea su cabeza hacia mí, por fin.

—¡No! ¡Mejor no lo olvides! —Paris me saca de mis casillas y me enciendo. —¡No lo hagas! Porque no puedes hacerlo. Porque a ti también te gustó ese beso. ¿Es por eso verdad? ¡Te sientes culpable! No puedes mirar a Edgar a la cara. ¿Me evitas por eso? ¿O porque te da pánico aceptar que tú también querías?

—¡Te quieres callar, Eric! ¡Este no es el mejor momento para hablar de eso!

Me alza la voz mucho más de lo que yo he hecho con ella. Varias personas nos miran en su trasiego huyendo del accidente, como disfrutando de una pelea de pareja en vivo. Paris me toma una mano y me acerca a ella, con fuerza.

—Quiero a Edgar y tú lo sabes. Tú lo sabías. Traicionaste mi confianza, traspasando ese límite. Cruzando esa línea. Y sí, me gustó, pero ¿a quién no le gustan los besos? —La veo muy alterada, como nunca. Sus manos tiemblan. Está muy nerviosa. Los ojos le palpitan. ¿Será que está mintiendo? —Ahora, por favor, no te separes de mí y mantén la boca cerrada.

—Tienes que calmarte, Paris. Volvamos a casa.

—Casa está lejos. —Ella respira. Se acerca a un quiosco regentado por una sexagenaria que está recogiendo, como todas las tiendas y comercios de la avenida.

—¿Qué dices?

—Esto es lo que pasa. —Paris enseña un periódico, señalando la fecha del día de hoy: 7 de octubre del 168 d.C.

—¿Año 168? ¡Es imposible!

—¿Sigues sin entenderlo? Casa está cerca en distancia, pero lejos en tiempo.

—¿Dónde estamos Paris? ¿Me habéis engañado? —Estoy furioso.

—Dónde no. Cuándo. Esa es la pregunta. Eric, el viaje en el que me tenías que ayudar es este. Un viaje en el tiempo. El destino era los tiempos del Colapso, la fuente de información más valiosa que nadie jamás podrá tener. Pero estamos en el 168, dos años antes de que nazcas tú. Uno antes de que nazca yo.