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Capítulo 7

Me pica todo el cuerpo, lo que hace que me despierte más temprano de lo habitual. La claridad del día entra por las rendijas de las ventanas del salón. Logro mover las piernas, los brazos, para sentarme en el sofá donde he dormido. Veo cómo Paris duerme, llena de paz y sosiego, en el otro sofá. Me miro las manos y tengo la piel colorada, roja. No puedo parar de rascarme. Intento levantarme, pero tengo las piernas muy dolidas, parecen desfallecer, y tengo que hacer equilibrio para no caerme.

—¡Eh! Espera, espera…te ayudo. —Paris se incorpora en un segundo, con legañas en los ojos y bostezando. Mierda, la he despertado.

—Me pica todo. —Sigo rascándome.

—Quieto, quieto. —Me aparta las manos de mi propio cuerpo y no puede evitar reírse de mí—Es normal, son los efectos secundarios de la pomada que te rocié anoche mientras estabas inconsciente—por eso me sentía tan pegajoso ayer—, es lo mejor que tenemos para…bueno, para estos casos. Ahora una ducha y, aunque algo cansado, estarás como nuevo. Y dejará de picarte.

Me pasa una mano por el cuello y otra por la cintura y me ayuda a subir las escaleras hasta llegar a la ducha.

—¿También te tengo que enjabonar yo? —Se vuelve a reír de mí y se marcha.

El agua caliente despierta a unos músculos que parecen haber sufrido un letargo de mucho tiempo. Cuando salgo del baño me encuentro mucho mejor y puedo moverme solo. Me siento más activo. Con el señor Stonecraft en su taller del sótano y Paris fuera, como cada día, lo único que me queda es recuperarme tumbándome en la cama de mi habitación a ver fútbol o escuchar música, como estoy acostumbrado.

—¿Qué pretendes? —París está en mi cuarto, esperándome. Ella también parece haberse dado una ducha, a juzgar por su pelo mojado. Viste una camiseta normal y unos pantalones. Siempre se arregla mucho más cuando se va fuera, a trabajar. —Venga Eric, tenemos muchas cosas que hacer hoy.

—¿Perdona? Tú tienes tu investigación que te requiere por completo. Y yo tengo que asimilar la idea de la electrocución como posible causa de mi muerte.

—¡Serás exagerado! Hoy me he tomado el día libre. También yo necesito un descanso, que es merecido. Además, tenemos que empezar con tu…con nuestro entrenamiento. Papá lo tiene todo casi listo y debemos asegurarnos…Bien, ¿por dónde empezamos?

—Tú dirás. Yo todavía no sé muy bien a lo que te refieres cuando dices que tu padre tiene todo listo…

Se aúpa en la cama y apoya la espalda en la pared. Me hace una señal para que me acerque y me acomode a su lado.

—Todo empieza, siempre, por el principio, ¿no? Pues por eso, quiero saberlo todo de ti. —Apoya sus manos en su barbilla y me mira fijamente con esos ojos grises, como esperando una historia fantástica de las que está acostumbrada a leer.

—Paris, no creo que te guste conocer los entresijos de la vida de un esclavo.

—¿Olvidas que ese es mi trabajo? Justo por eso, para mí, es interesante. Tú eres un esclavo interesante.

Obvio esas últimas palabras que hacen que me sienta como un mono de feria y pienso que nunca me he abierto a ninguna persona. Siempre he sido un tipo reservado. Con los esclavos del bar, con las esclavas en su alcoba…incluso con los Hall. No les contaba cómo me sentía, qué pensaba, porque sencillamente no iban a comprender mis pensamientos ni mis sentimientos. Porque no quería proporcionales un arma arrojadiza contra mí cuando el tiempo nos pusiera enfrente y no en el mismo bando. O quizá fuese por miedo, por vergüenza, por el qué dirán o pensarán. Paris es diferente a todas las personas que he conocido. Incluso diferente a Sophie. Desde la primera vez que vi esos ojos grises supe que iba a ser diferente. Ella me entiende, me escucha y me compadece. Especialmente me es grato su trato, que ha logrado durante este tiempo que me vaya deshaciendo de esa coraza que tanto pesa y que tanto he empujado.

—No hay mucho que contar, la verdad. Con tres años quedé huérfano en la plantación. Mi madre murió, ahora sé que no de tuberculosis, sino que condenada por las Provincias y…—Le cuento, de forma breve, aunque con detalles, mi vida entera que, para mi sorpresa, se resume en pocas palabras y en varios minutos. Eso ha sido mi vida hasta ahora. Le cuento cómo crecí en la casa de los Gordon, mi infancia con Sophie, cómo empecé a trabajar de esclavo, mis aventuras por el bar, mi pasión por el fútbol, hasta le cuento lo acaecido con Sophie y su vestido morado brillante y cómo tuvo lugar mi destierro, después de una brutal paliza.

—¿Cómo no me lo imaginé? Un lío de faldas fue lo que te trajo hasta mí.

—¿Y tú qué? ¿Cuál es tu historia? —Cambio rápido de tema, no quiero que me haga preguntas o que me juzgue de buenas a primeras. Es justo, quiero que también me cuente cómo ha transcurrido su vida. —Solo sé que tienes un padre demasiado trabajador—me río—que tu trabajo es algo inusual y que…que tienes un novio un poco…especial. —Remarco esa última palabra.

—Éramos una familia feliz, Eric. —Por como empieza, sé que tampoco ella se ha abierto con mucha gente, ni siquiera con Edgar. —Papá, mamá y yo. Los tres. Solo tengo recuerdos de infancia muy felices. Éramos libres, con buena reputación y buena posición social. Mi madre era profesora en una Academia de Jóvenes y mi padre un reputado científico que trabajaba para el Estado y para grandes Corporaciones. Todo cambió conforme fui creciendo. Mamá nos abandonó. Se marchó. La convivencia los rompió. —Se refiere a sus padres. Veo cómo le asoman lágrimas que intenta, sin éxito, retener. —Y desde entonces, con diez años tuve que crecer y hacerme cargo de muchas cosas que una adolescente sola no puede. Mi padre se encerró en ese sótano del que aún le cuesta salir, dejó su Compañía por ser fanático de un sueño que creía que nunca iba a cumplir y que, con mi ayuda, casi está a punto de hacerlo. Papá por eso lleva unos años más animado. Creo que está totalmente recuperado, pero no sé si es porque ha superado lo de mamá o qué. Tiene que ser eso por lo que en los últimos meses está más feliz y alegre. Hemos hecho un buen equipo, a pesar de las dificultades, nos hemos unido, hecho más fuertes y nos ayudamos mutuamente en lo que podemos. Pero mamá…no sé…la necesitaba, Eric. La necesité tantas veces, cuando todo salía mal y estaba profundamente sola. Hubo tantas veces que me rendí porque no estaba ella…—Ahora las lágrimas se han convertido en llanto, que cae copiosamente, como una catarata, por sus mejillas. La abrazo intentando consolarla.

—Te entiendo—le digo—Sé lo que se siente. Tener dificultades y no tener alguien que te eche una mano solo porque te quiere. Sé lo que es no tener a nadie, sentirse completamente solo. A veces imagino cómo sería mi vida si estuviera mi madre. Supongo que estaríamos en la mierda, porque seguiríamos siendo esclavos, pero la mierda al menos no apestaría tanto. Sería de colores.

—Serás tonto. —Entre su tormenta de sentimientos, recuerdos y lágrimas, veo cómo sonríe con lo que le cuento.

Paris me deja en la cama, pensativo. Su coraza es más fuerte que la mía. Se limpia la cara con las manos, hace como que todo está bien, a pesar de tener el rostro aún húmedo y rebusca en uno de los cajones del escritorio. Saca la Biblia que me dio la señora Hall y que pertenecía a mi madre. La sostiene en alto.

—Es hora de leer eso, ¿te apetece? Yo no quiero…—Lo dice por mi madre. Claro que me apetece. No hay mejor plan que descubrir más sobre ella. Me toco su pañuelo que sigue anudado en mi muñeca derecha.

Vuelve a su sitio junto a mí, más calmada, y abre la tapa del libro.

—Espera. Eric, ¿qué sabes sobre la Biblia? —Me mira y la miro, negando. —¿Nada? —Vuelvo a negar con la cabeza, haciendo gala de mi ignorancia. Supongo que ella, en su infinita sabiduría, va a contarme qué guarda dicho libro. —Es un libro religioso. Según parece, fue escrito por la primera Sacerdotisa justo después del Colapso y se lo mandó escribir la mismísima Diosa. En resumen, es un libro de hazañas, milagros y toda una filosofía de vida, una doctrina, una creencia que entiende el mundo de una manera diferente a como es. Según los discípulos de la Sacerdotisa ella vendrá otra vez a la Tierra a llenar el mundo de paz, igualdad y libertad. De hecho, no sé cómo no sabes nada acerca de la Diosa ni la Sacerdotisa. Esta religión se encuentra muy deteriorada y los pocos que conservan la tradición y siguen creyendo en ella son las comunidades de esclavos, por lo que la paz, la igualdad y la libertad representan para ellos. Por eso, hablar de la Diosa o de la Sacerdotisa está prohibido en todas las Provincias Unidas.

Reflexiono un momento sobre lo que Paris acaba de decir. Intento, con todo el ímpetu del mundo, recordar varios momentos de mi vida en los que he escuchado a la señora Hall decir “por la Diosa” cuando algo ocurría y procuro, a su vez, conectarlo con lo que ahora sé.

—Formando parte de una comunidad de esclavos, ¿por qué yo no sé nada de eso, Paris?

—No sé Eric…Puede que de donde tú provienes la religión de la Sacerdotisa ya se haya extinguido…

—No. No se ha perdido porque la señora Hall…Espera, espera. Este símbolo. —Hago que Paris se detenga en su afán por avanzar hojas y hojas del libro, haciéndole parar en un símbolo coloreado de negro y que ocupa toda la página. Se trata de dos medias lunas cuyos picos llegan a tocarse, envolviendo a una cruz situada en el centro. Lo señalo, mirando a Paris.

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—Que yo sepa, es el símbolo que representa a la religión de los discípulos de la Sacerdotisa y la Diosa.

—La señora Hall tiene esa maldita cruz rodeada de medias lunas tatuada…Ella tiene que saber… ¡Ella sabe algo! ¡Joder! —Alzo la voz, lleno de rabia. —Y nunca me ha contado nada.

—Cálmate—me pone una mano sobre mi hombro. No le pido perdón, pero en realidad lo siento. A veces soy demasiado impulsivo. —Piensa un poco anda. La religión está prohibida. La pena por pertenecer a sectas religiosas es la muerte. Quizá esa señora te estaba protegiendo.

—¿Y si mi madre murió por eso? Guardaba una Biblia. Sería seguidora de la Diosa y la Sacerdotisa, y la pillaron. Tal vez…tiene que ser eso por lo que la señora Hall…Tiene que ser eso, Paris.

—Puede que así sea.

—Tenemos que saber más acerca de esta religión. ¿Cómo podemos ir a uno de sus…ritos o lo que sea que se llame cuando se reúnen? —De repente tengo la imperiosa necesidad de acudir a uno de los lugares sagrados de esta religión y empaparme de todo lo que guardan, como si así pudiera seguir los pasos de mi madre. En esa religión, estoy seguro, deben saber algo de ella.

—No tengo ni la más mínima idea, Eric. —Veo cómo Paris agacha la cabeza, como si estuviera fallándome por no saber responderme. —Pero no creo que exista ninguna comunidad de la Diosa aquí en Nueva América. La prohibición es muy dura, mucho más en la capital de las Provincias. —Lo entiendo. Es lógico. Me callo.

—Bueno… ¿y cómo tienes tú un libro prohibido? —Digo al fin, recordando que ella me habló de que tenía una Biblia.

—La Sacerdotisa lo escribió justo tras el Colapso, ¿recuerdas? Es una de mis fuentes más valiosas. Te sorprenderías de la cantidad de datos que he sacado de este libro para mi investigación. Más allá de eso, Eric, puede que si lees esto…obtengas alguna pista sobre tu madre. Aunque yo solo he encontrado doctrina y filosofía de vida, mezclada con historia. Quizá debas leer entrelíneas.

“Al principio la nada. Porque todo era caos. Hombres sin dioses. Mujeres sin dioses. Países sin dioses. Hombres con dioses de mentira. Mujeres con dioses de mentira. Países con dioses de mentira. Hombres con dioses guerreros. Mujeres con dioses guerreros. Países con dioses guerreros. Mundo sin vida, lleno de guerras y de multitud de creencias y enfrentadas doctrinas. Solo una Diosa, la verdadera, en quien nadie creía. A quien nadie rezaba. Sobre la que nada se construía. La que hizo al hombre, a la mujer y a los países pulsar el botón del final, que todo lo destruía, prometiendo una esperanza de futuro para todo el que la seguía. Envió a la Sacerdotisa a la Tierra, para que, habiendo visto el antiguo, construyera un nuevo mundo en el nuevo mundo. Para que su palabra se distribuyera por los parajes ahora inhóspitos. La Diosa es solo una y reside en los cielos. Sacerdotisas sois todas y debéis velar por su reino allá en el suelo.”

—Para. Para. Ese dibujo. ¿Quién es? —Señalo el dibujo a media página, entre las letras, de una mujer a la que se ve de espaldas, vestida con una capa que le llega hasta los pies y con una capucha que le tapa la cabeza. Tiene su cabeza girada y se le atisban los dientes y una leve sonrisa. Es como la mujer del sueño que tuve anoche cuando me electrocuté.

—Es la Sacerdotisa. Cada comunidad tiene su Sacerdotisa. Esta es su forma de vestir porque así iba vestida después del Colapso la primera Sacerdotisa. ¿Qué pasa? ¿Las has visto antes? ¿En la plantación?

—No, pero la verdad es que me suena mucho…—Obviamente no le voy a decir que he soñado con ella.

—Mejor dejamos esto. En otra ocasión continuaremos.

Paris cierra el libro. A mí me duele la cabeza al haber captado tanta información por todos mis sentidos en tan poco tiempo. Todo lo que sé, que es muy poco, lo he descubierto de golpe. Tengo que digerir esta información y para ello necesito tiempo. No concibo que la señora Hall me haya engañado u ocultado algo, pero veo que la religión de la Sacerdotisa es la única conexión que puede haber entre ella, mi madre y yo.

—¿Sabes disparar un arma? —Paris me saca de mis ensoñaciones con una pregunta directa.

—¿Eléctrica o normal? —Gano un poco de tiempo. No sé qué contestarle porque ambas respuestas pueden ser perjudiciales. Soy un esclavo y los esclavos no podemos portar armas, así que no sé cómo usarlas.

—Las dos.

—Soy un esclavo Paris—opto por ser sincero—, no sé qué quieres de mí, pero tienes que tener en cuenta eso. Sé hacer muchas cosas igual que desconozco otras tantas.

—No importa, Eric. Yo tampoco sé. Por lo que…tenemos que aprender.

—¿Tenemos? ¿Dónde me vas a llevar que resulta que es tan peligroso como para tener que llevar un arma? —Mis pensamientos, llenos de Sacerdotisas y recuerdos, se centran ahora en lo que ha dicho Paris. Al fin y al cabo, le tengo que ayudar en una misión que parecer ser complicada. Y ahora comprendo por qué estoy aquí en toda su totalidad. Seré su guardaespaldas. Tengo que evitar, a toda costa, que ella muera y no importa si para eso tengo que morir yo. Total, soy un esclavo. Por eso yo. Quizá, Paris y su padre no sean tan considerados después de todo.

—¡Eric! ¡Eric! ¿Qué piensas? —Mi semblante debe haber cambiado y Paris lo ha notado.

—No, nada. ¿Dónde me piensas llevar, por tanto? —Me intereso más.

—Es un viaje. Bueno, en realidad, serán varios viajes. Necesito encontrar algunos libros que se encuentran perdidos, así como otro tipo de información, que será realmente indispensable para mi investigación. Con esas fuentes…puedo lograr terminar mi trabajo.

—Sobre las rebeliones de los esclavos. Algo muy chungo para las Provincias. Los esclavos no se tocan.

—Sí, bueno, en parte es eso. Déjame explicarte. El lugar donde esos libros están…es desconocido. No sé lo que nos vamos a encontrar y a qué gente nos vamos a tener que enfrentar. Por eso hay que estar prevenidos y preparados para todo.

—¿Me vas a sacar de las Provincias? —La oportunidad de escapar y de alcanzar la libertad está más cerca de nunca. —Si fuera de ellas no hay nada…

—Algo así, Eric, algo así. Hay lugares en donde el Estado de las Provincias no llega. Ya lo verás. Haremos, como te digo, varios viajes. Cuando yo tenga lo que necesite, tú podrás dedicarte a lo que desees. Yo misma te ayudaré a hallar indicios sobre tu madre. Luego…te haré libre. Pero para alcanzar la libertad, Eric, hay cosas que debes dejar atrás. Muchas cosas.

—Paris—me acerco a ella y le pongo mis dos manos en las mejillas. Estoy a menos de diez centímetros de su boca—lo que sea por la libertad. —Me aparto. —Lo que sea. —Susurro.

Nos quedamos un rato en silencio los dos. Le he sido sincero. Me da igual donde tenga que ir, cómo tenga que ir. Solo ansío la libertad. Poder ser quien yo quiera ser. Poder ser libre de decidir mi propio futuro y que otros no lo hagan por mí. Siempre he sabido que hay que pagar un precio por ella, que todo lo que conozco y quiero se perderá cuando la alcance. Pero eso no me importa.

—Mi trabajo no es solo sobre los esclavos, Eric. —Rompe el silencio, sincerándose. —En realidad, trata íntegramente sobre el Colapso. Quiero saber qué es lo que había en el mundo antes de él. Sé que había algo. Muchos lugares. Muchos más de los que hay hoy en las Provincias. Algo pasó, ¿sabes? Algo pasó y todo quedó destruido. Y volvimos a empezar. Pasó algo tan grande que volvimos a empezar. Algo tan determinante que a partir del Colapso contamos los años desde cero. Dime tú si eso no es importante.

Sé lo que quiere decir. Aunque no sepamos muy bien qué fue el Colapso, trae miedo, inseguridad, incertidumbre, a quien lo nombra.

—Eso, me temo, que es aún peor para el Estado de las Provincias Unidas. —Agradezco su sinceridad. Confirmo entonces que vamos de viaje fuera de las Provincias, donde se supone que no hay nada y el mundo acaba, y que vamos en busca de algún tipo de información sobre el Colapso. No pienso que esté loca, pero si no la conociera un poco, no la creería. No sé cómo pretende salir vivita y coleando de esta. —Ir directamente a los cimientos, a las estructuras del Estado…no te lo van a permitir, Paris. Puede que sea el mejor trabajo del mundo, pero cuando digas de presentarlo…serás una desdichada. No podrás vivir como hasta ahora. Te perseguirán. ¿Vas a consentir eso?

—A veces, Eric, una tiene que elegir. Prefiero ser profesional y decir la verdad que tener que ahogarme en mentiras. —Se acerca a mí, me pone las manos en las mejillas. Está a escasos centímetro de mi boca. —Por la verdad, o algo que se aproxime a ella, por la Historia, yo hago lo que sea, Eric. Lo que sea, ¿me entiendes?

Ella ansía tanto tener libre la conciencia como yo ansío la libertad. Nos entendemos. ¿Debo culparla, o juzgarla, por ser una suicida? Puede que yo también lo sea. Volvemos al silencio incómodo.

—¿Sabes por qué me llamo Paris? —Dice al fin.

—No. Nunca he escuchado ese nombre, además. —Le confieso.

—Mi madre contaba viejas historias que le contaba su abuela. Decía que, ante del Colapso, existía una ciudad llamada París.

—¿Paris o París?

—París, con acento en la ‘i’. No sé, a ella le gustaba cómo sonaba sin el acento. Pues bien, Eric, esa ciudad era llamada la ciudad del amor. Allí iban las parejas a jurarse amor eterno, ante una torre muy famosa.

—¿Estaba en las Provincias? Quizá esa torre exista aún, aunque no como antes.

—Pues no lo sé. Supongo que no, que existía en algún lugar lejano.

—¿Y estás segura de que no lo has leído en alguna de tus novelas? —Me mira raro y me callo.

—¿No me has oído? Mi madre decía que esa ciudad existía antes del Colapso.

Encajan muchas piezas de este extraño puzle. Veo a Paris como a una soñadora idealista. De antes del Colapso apenas sabemos nada. Ni ella misma, por eso está buscando respuestas en libros antiguos y perdidos. ¿Cómo iba a saber entonces su abuela nada?

—Es solo una leyenda que le contaron a mi madre cuando era pequeña. Recordar la ciudad, y cómo me llamo, me ayuda a pensar que existió ella realmente y que por ella existo yo. No sé qué pasaría si, investigando, hallo una prueba de su existencia o información sobre ella. Tengo este nombre por algo, Eric. Estoy segura.

—Me hubiera gustado que tu trabajo fuera en contra de la esclavitud, que pusieras de manifiesto un problema real como lo es este. Pero entiendo que es algo improbable y que sería malgastar energías. Pero…sobre el Colapso…Me encanta ese nombre que tienes y esa leyenda sobre una ciudad llamada París y su torre, pero de ahí a que pueda ser real…Solo espero que te enfrentes a las Provincias por algo que de verdad importe y merezca la pena. Confío en ti Paris. No sé cómo ni por qué, pero lo hago. De todas maneras, no tengo muchas opciones, soy tu esclavo. Voy a seguirte y a ayudarte. Pero piénsalo. Piensa si realmente merece la pena. Yo, si fuera tú, no me complicaría la vida. Me casaría con Edgar, me compraría todo lo que hay en el mundo y disfrutaría de la libertad.

—Ese es el camino fácil. El del ignorante. Yo no quiero vivir así, Eric…

—¿No es eso mejor? ¿Vivir feliz?

—No. Eso solo es engañarse. La felicidad está en complicarse la vida. Tal y como quieres hacer tú también. Recuerda. —Ella tiene sus motivos, yo tengo los míos. Está bien. Me abraza con fuerza. —De todas maneras, gracias. Yo también confío en ti, Eric.

—¿Y qué piensa Edgar de todo esto? —No quiero referirme a que me esté abrazando, sino a todo lo que hemos hablado. Ella no lo entiende así, se zafa de mí y me empuja. Ve mi cara de incomprensión y mis gestos, como pidiéndole una explicación.

—No sabe nada. —Contesta, seca. Se marcha y me deja solo en la habitación.