1
Los guardias, con excepción de Aíto, se retiraron de la casa. Sen no lo hizo antes de declararme la guerra mirándome con unos ojos inyectados de sangre. Aíto no se había retirado, principalmente porque era su casa, y además porque se le había dado la tarea de vigilarme esta noche antes de la audiencia de mañana. Por supuesto, Mira se había quedado. Su sirvienta, aparentemente llamada Yoi, vino poco después para ayudar a Aíto a sanar mis heridas. Aíto, sin embargo, parecía no necesitar el apoyo, pues estaba muy experimentado con este tipo de lastimadura y, según él, se desempeñaba como una suerte de segundo médico para la aldea.
Me colocaron en una habitación de huéspedes que solo contaba con una cama, en el suelo (a diferencia de la que tenía Mira), y una mesa pequeña para apoyar mis pertenencias. Tenía la mano izquierda absolutamente destruida de nuevo; era curioso cómo en ambas situaciones fue culpa mía. La primera vez fue por mi inhabilidad para actuar rápidamente y llevar a cabo el robo antes de lastimarme a mí mismo; la segunda vez fue… también por mi propia incapacidad para actuar rápido, para hablar, para excusarme y convencer al guardia de no hacerme daño. En ambas oportunidades, fue mi culpa, por mi naturaleza de poner excusas en lugar de hacer todo lo posible en el momento. Me excusé con la presencia de un niño, cuando el acto sería igual de repudiable, incluso si él no hubiera estado allí. Me excusé con mi resentimiento, con mi odio y con mi cansancio para no defenderme, como un niño encaprichado.
Abrí mi pendiente, me mostró un color nuevo: una especie de marrón. No sabía qué me quería decir esta vez. Prontamente, volvió al azul habitual. Suspiré.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien de la mano? —me preguntó Mira, que estaba sentada al lado de mi cama. Ya estaba empezando a cansarme de pasar los días postrado.
—No. Siento como si me hubieran clavado una lanza.
Nuevamente, no podía articular la mano. Esta vez sentía que iba a tardar mucho más tiempo antes de poder arreglar eso. Y el dolor era terrible, por Dios.
—Lo siento. Debió haber sido feo pasar por eso.
Su mirada bajó e hizo una leve, muy leve mueca con la boca. No podía explicar lo mucho que me afectaba a mí su propio ánimo. Parecía que en parte era físico, instintivo, el vínculo que había formado con esta joven. Poder comer, después de haber desesperado por hacerlo, trae sensaciones de alivio, de felicidad, de calidez, dicha y satisfacción, todas juntas y mezcladas; era una emoción primitiva. Y, como era de esperar, el sentimiento de agradecimiento con la persona que me gratificó esa experiencia era enorme. No tenía una familia, pero tenía una persona que me importaba en el mundo. Esa persona era ella. Era lógico que sintiera la necesidad de aferrarme a ella a toda costa.
—Mira…
—¿Sí?
—Pensé que me habías abandonado.
—¿Por qué lo haría? Te lo dije, ¿no? No soy de este pueblo.
—No me lo dijiste.
—¿Ah, no? Me olvidé entonces —respondió sin cambiar su tono.
—Ya veo.
Me sentía un poco engañado, en parte. Mi mente y corazón habían empezado a procesar la posible traición, probablemente porque me había acostumbrado a esperar lo peor de las personas. Ahora me sentía un poco mal por haber dudado de ella. Pero estaba demasiado aliviado como para perder tiempo enfadándome conmigo mismo.
—Gracias, Mira, por no dejarme.
—De nada, pero aún tenemos un problema enorme por delante. Tu audiencia será mañana. Yo, por mi parte, ya cuento con un plan de ataque. Pero no deberías acostumbrarte a dejar todo en mis manos.
—¿Qué haremos? Nadie comprará la historia de la amnesia.
Que no se pusiera nerviosa me ponía un poco nervioso a mí.
—Yo compré tu historia; eso es más que suficiente. Mi plan no es muy bueno, pero es. Propondré una cacería. Propondré que vayan a la caza del chaeki, que no debería haberse alejado mucho del pueblo; y propondré que analicemos el cadáver para buscar evidencia de exilio. Eso debería ser suficiente. El cacique de este pueblo es un completo idiota, no le temo mucho a mi oponente en esta ocasión.
—Espero que tengas razón —dije, mirando nerviosamente a un costado.
Mira no respondió. No respondió por tanto tiempo que me giré hacia ella para ver si algo le estaba pasando. Me encontré con un par de ojos brillando como rubíes en mi dirección. Una expresión totalmente seria y unos ojos cuyo rojo vibrante me hipnotizaba y me inquietaba en iguales cantidades.
—Yo siempre tengo razón —fue lo único que me contestó.
No sé por qué tuve demasiado miedo para responder. Ni siquiera entretuve la idea de poner en duda su afirmación.
Entonces su sonrisa volvió y sentí que me quitaron un enorme peso de los hombros.
—Cómo sea —dijo—. Tendré una charla con el guardia que se quedó aquí y volveré a casa por hoy —se levantó y caminó hasta la puerta—. ¡Nos vemos mañana en la audiencia! —Se quedó quieta y se recompuso antes de despedirse en un tono pacífico y una reverencia—. Que tu descanso sea armonioso.
Me dejó con esa curiosa expresión. Me dejó con esa curiosa expresión como si no me hubiera abrumado hasta el punto de los escalofríos hace unos segundos.
Me costó un poco dormir esa noche.
2
Me desperté en medio de la noche por un intenso dolor en la palma, como una pulsación. Me senté en la cama e intenté concentrarme en mi propia respiración para distraer mi mente del dolor. Dudé por un segundo en notificar al guardia sobre mi dolor, pero no estaba seguro de si era un buen movimiento; tampoco estaba seguro de que él pudiera hacer algo al respecto. Más que el lavado rutinario que ya estaba haciendo desde hace unos días, no había otra cosa por hacer. Este pueblo infernal no contaba ni siquiera con analgésicos. Me pregunté si estaba infectada o si las heridas severas simplemente causaban este dolor de vez en cuando. Por alguna razón estaba tomando todo lo que me sucedía con extrema ligereza, como esto que podría poner en riesgo mi vida. Antes de que tuviera mucho más en lo que pensar, me quedé dormido.
Luego desperté a la mañana con unos golpes en la puerta. No me dolía la cabeza y no sentía ni frío ni sudor, parecía que por suerte estaba bien.
—¿Estás despierto? —llamó una voz suave del otro lado de la entrada.
Me levanté y le abrí la puerta.
—Preparé el desayuno. Lávate la mano y comamos —dijo el hombre.
Lo iba a hacer de todas formas; no necesitaba el aviso. Realicé el aseo y me senté en la mesa de la entrada. Tener al otro hombre frente a mí se sentía especialmente incómodo. Había cocinado algo que no podía ni descifrar: parecía una especie de panqueque con pepinos que eran distintivamente amarillos, algo similar a algas, un poco de cerdo y una salsa de un fuerte sabor. Lo comí y, por alguna santa razón, estaba malditamente delicioso. Además, había preparado un té que también disfruté mucho.
—Dime una cosa —habló repentinamente durante nuestro desayuno.
——Hmm- —me agarró con la boca llena. Tuve que tragar—. ¿Sí?
—Eres consciente que nadie creerá lo de tus memorias, ¿no? —dijo con pesadez en sus palabras.
Pensé por unos segundos en qué responderle, pero mi panqueque raro me estaba esperando; tenía que cerrar esto rápido.
—Yo dije la verdad. Si tuviera malicia, habría inventado una mentira mejor, como dijo Mira.
—Ya veo.
—Amaría que sea mentira —me sinceré un segundo antes de volver al panqueque—. Entonces entendería algo de lo que está sucediendo. Pero últimamente siento que estoy siendo revoleado de un lugar a otro sin parar —terminé de hablar y me volví a meter la mayor cantidad posible de panqueque a la boca.
—Ya veo.
Terminé una parte de mi panqueque y le dije otra cosa, para terminar.
—Además, aunque no tenga recuerdos, estoy seguro de que es la primera vez que veo un cadáver o que me lastiman así… —dije, levantando mi brazo muerto y mirando la tela en mi cabeza—. Yo realmente no tengo nada que ver con este lugar, no sé qué hago aquí.
—Ya veo.
Comí unos trozos de cerdo y tomé té. Entonces terminé de hablarle con esto:
—La verdad es que tratar a alguien completamente indefenso, como lo estuve yo, de la manera en que este pueblo me trató, debería ser criminal. Si no fuera por Mira, estaría muerto en un callejón sucio desde hace unos días. Pero resulta que yo soy el malo. Todo el pueblo me odia a mí.
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—Tienes razón.
Agarré un trozo de la masa del panqueque, junto a una tira de alga, junto a una rodaja de pepino, junto a un cacho de cerdo, y me lo metí en la boca. Entonces, con la comida en la boca, le dije una última cosa para que entendiera.
—Para empezar, ¿acaso todo el pueblo vive simplemente sabiendo que hay duendes a su alrededor? Qué ridículo. Y si saben que ese es el caso, ¿por qué no terminan de construir el muro que tienen por la mitad? ¿No debería ser esa su prioridad? Están distraídos teniendo un festival y persiguiendo a un chico indefenso en vez de preocuparse por su propio bienestar. Su maldad los supera, supongo.
—Tienes un poco de razón, en parte.
Tomando té y repasando mis memorias del pueblo, recordé a otra persona que no me había tratado mal. Una niña pequeña que se notaba que no tenía un gramo de maldad en su corazón. Esto se lo tenía que decir a toda costa, por lo que decidí que dejaría de hablar después de decir lo siguiente:
—Ya sé. Ya sé —recordé también al hombre que me recomendó pasar por la guardia—. Ya sé que no son todas malas personas. Ya sé que el principal problema fue el inicio de nuestra relación. También sé que en buena parte me gané su actitud porque no tenía ropa en el momento y tenía la apariencia de un extranjero. No soy estúpido. Pero, ¿me vas a culpar por resentirlos? En un momento que estaba asustado, que no sabía qué sucedía y necesitaba ayuda, me trataron así. No era como que yo quería que lo único que tuviera para vestirme fuera un trozo de tela. No era como que yo quería que no tuviera nada para comer. ¿Qué necesidad había de engañarme y hacerme pisar el bosque lleno de duendes? ¿Qué necesidad había de tirarme esas miradas malas, esos cuchicheos a mis espaldas? Realmente quería llevarme bien con el pueblo, pero… lo hicieron imposible.
—Ya veo.
Por algún motivo sentía que había hablado demasiado. Me detuve antes de abrir la boca nuevamente e intenté seguir comiendo con el pico cerrado. ¿Por qué este panqueque tenía que ser tan rico? No era normal. ¿Acaso los panqueques eran mi comida favorita? Su sabor no era el de un panqueque común igual… La textura tampoco… Era más líquido.
—Veo que te gusta la comida.
…
——No está mal…
El hombre me miró con una expresión algo afligida.
—¿No estás preocupado?
Supuse que se refería a la audiencia.
—No.
Retrocedió ante la inmediatez de mi respuesta.
—¿Por qué no?
—Mira dijo que lo iba a solucionar.
Las palabras y expresiones de Mira podían a veces estar cargadas de jactancia; incluso podían llegar a parecer algo sombrías. Pero, sin lugar a dudas, lograba convencerte absolutamente de su capacidad. Por eso, no tenía miedo. No le tenía miedo a nadie en la audiencia. A la única persona que le tenía miedo, si había una, era a Mira misma.
—Ya veo.
El joven parecía sorprendido, pero se vio forzado a volver a su comida sin poder decir otra palabra.
Terminamos de comer. Yo evité decir algo más para no comprometer los planes que tuviera Mira, cualesquiera fueran.
3
Antes del primer arresto, los engranajes del plan de Mira ya estaban en movimiento. En este caso, por “suerte” había encontrado al guardia de mayor edad. Mira aprovechó esa suerte para tener una pequeña conversación aclarativa.
—Inovatio.
El hombre se encontraba ocupado. Escuchó por los pueblerinos que el extranjero que llegó para abatir contra todo había sido encontrado y tenía que ir detrás de él, ya que esa era su responsabilidad. El hombre se encontraba ocupado, sin embargo, no podía simplemente ignorar la presencia de la mujer a su lado; eso también era su responsabilidad.
—Me gustaría tener una charla contigo —le dijo la joven unos 20 años menor a él, con un aire autoritario. Esto no era una ofensa; la diferencia de poder entre ambos era así de grande.
—En este momento me encuentro ocupado —a pesar de todo, el hombre intentó evitar la conversación. En su mente, mientras menos se involucraba con personas como ella, mejor.
—Puedo ver eso, y no estoy pensando en quitarte nada de tu valioso tiempo. Hablemos mientras caminamos, ¿sí? —le dijo con una sonrisa que no le permitía rehusarse.
El guardia del pueblo suspiró y aceptó su situación
—… ¿Qué deseas? —preguntó el guardia, resignado.
—El “extranjero” al que están buscando… Él es mío —dijo.
Eso lo forzó a detenerse.
—¿Qué quieres decir con eso?
En el peor de los casos, la comerciante acababa de declararles la guerra. Quizás él era el único en el pueblo capaz de entender lo que eso significaría.
Por supuesto que la expresión en el rostro de la chica no osciló ni un segundo.
—Lo encontré hace unos días. Lo cuidé. Sé que es inocente. Ahora lo quiero. Es tan simple como eso.
Increíblemente, esas palabras con un tinte tétrico lograron tranquilizar levemente al guardia. Seguía siendo un inconveniente, pero no era una guerra.
—Entiendes que no puedes simplemente quedarte con él, ¿verdad? —preguntó con una falsa expectativa; algo que quería creer. Era similar a jugar al bingo, donde las posibilidades de tachar todos tus números son ínfimas; él le informó lo que la ley dictaba con la esperanza de que la chica cambiaría súbitamente de parecer.
—¿Por qué no?
No hubo bingo para él. Desde luego, la ley para ella era más una sugerencia que una norma obligatoria.
—Las reglas del pueblo dictan que un castigo por su crimen es necesario, no hay excepciones para la ley.
—¿Qué crimen? ¿No acabo de decir que él es inocente?
Sintiéndose un poco irritado por la actitud de la joven, el guardia decidió hacer una pequeña rebelión contra la autoridad que estaba ejerciendo sobre la conversación mediante el sarcasmo:
—Me encantaría ver la evidencia con la que cuentas para respaldar esa afirmación. Por ahora, el extranjero es culpable —reportó sin emoción.
Una rebelión liviana, que se permitía dar porque, a pesar de ser alguien que se aferraba a las posiciones jerárquicas y que respetaba por sobre todas las cosas el valor de las responsabilidades, no era alguien que no pusiera en duda la legitimidad de dichas autoridades. Era una ideología algo compleja, algo contradictoria, pero, aun así, era la forma de actuar y pensar con la que se sentía más cómodo; una forma de pensar que añejó, sazonó, y refinó tras una larga vida y una vasta experiencia.
—¡Qué maldad…! Me gustaría, al menos, que me permitieran presentar mi evidencia… ¿No sería lo mínimo esperable para un pueblo civilizado de la República de Kiokai?
El hombre chasqueó la lengua.
—Un pueblo civilizado no permite que gente ajena entre ilegalmente y asesine a un vigía.
Un largo silencio se esparció luego de las últimas palabras del guardia; la sonrisa en el rostro de la chica traicionaba lo que verdaderamente sentía ante la prolongada resistencia que estaba ofreciendo el guardia durante la conversación.
—Hm —la chica cambió su tono de voz a uno más relajado—. ¿Cómo va la idea de los viñedos? —ella fue a donde el hombre menos quería que vaya—. Supongo que no muy bien… Digo, aún no ha llegado ni siquiera un acuerdo de negocio de la zona. Además, me tomé el atrevimiento de ir a visitar su pequeño experimento. Honestamente, me enterneció. No sé si me enterneció más cuando enviaron su proposición a la familia, o cuando continuaron intentándolo a pesar de todas mis explicaciones de por qué no iba a funcionar. ¿En serio creyeron que, porque un par de vides crecían en la zona, iban a poder refinanciar todos los gastos de su aldea? ¿En serio creyeron que un par de metros iban a ser suficientes? Por lo menos, ahora tienen un buen suministro de hongos para esa sopa especial que les gusta hacer acá… Qué suerte —el ritmo de hablar de Mira comenzó a acelerar, asfixiando al otro interlocutor e imponiendo su visión por todo el diálogo.
—La aldea se puede financiar perfectamente sin eso.
—¡Por supuesto! Por eso están festejando este festival, ¿no? Tan increíble como siempre, esta pequeña celebración suya. Entonces… ¿Cómo van esas importaciones? Siempre justo, justo, justito, les alcanza para cubrir el costo, ¿no? Qué suerte. Indudablemente, esta es la capital mundial del balance; siempre alcanzan con total exactitud el equilibrio de cuentas. No hay otra forma de explicar esto que con la bendición de un ente superior como Balance.
El hombre sabía exactamente a dónde iba la conversación, por eso no sabía cómo contestar. Probablemente, contestar -él suponía- empeoraría la situación.
—¡Ah! —exclamó la chica como si se le hubiera ocurrido la mejor de las ideas—. Creo que ya sé cómo explicar este gran misterio… —La chica esperó una respuesta como si no supiera que el hombre mantendría su silencio sepulcral—. ¿1 senkoiri por cada caballo? ¿Acaso los jinetes vienen incluidos? Quizás creyeron que estaban vendiendo unicornios y les fijaron ese precio. Te diré una cosa: estoy cansada de estar haciendo sus cuentas y pagando lo que necesitan para mantener este fracaso comercial de pueblo a flote. Quizás, muy pronto, me cansaré y terminaré con la limosna. Tal vez, haciendo eso, aprenderán a vivir por sus propios medios
La mujer le estaba taladrando el cerebro con sus palabras agresivas. El hombre no tardó en exacerbarse más. Pero cedió antes de que su enojo no le permitiera actuar de manera racional.
—Está bien, Inovatio. ¿Qué quieres?
—¡Oh! —Dio un aplauso y su tono se volvió mucho más alegre. La sonrisa en su rostro se agrandó—. Por ahora me gustaría ir a revisar el estado de mi empleado contigo, por favor.
La cara del hombre era una de resignación a sus circunstancias. Una realista, pesimista y fría resignación a sus circunstancias.
4
—Tranquilízate, Sen.
—¿¡Cómo me voy a tranquilizar!? ¿¡Por qué tuvo que venir esa Inovatio a meterse en nuestros asuntos!?
Al no encontrar un mejor medio para canalizar su furia, Sen se contentó con darle una fuerte patada al estante más cercano.
—La audiencia se iba a realizar de igual manera.
—¡Mentira! ¡Teníamos el veredicto en nuestras manos! ¡El veredicto del pueblo! —siseó con la lengua, como si estuviera terriblemente sediento—. ¡Podía sentir a mi lanza atravesando la carne del asesino de Hise…! ¡Mierda!
—Tranquilo, Sen.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Qué frustración!
Su cara iracunda tomó tintes melancólicos, lágrimas empezaron a escurrirse de sus ojos, apretó sus dientes en frustración. Por su mente pasaron las imágenes no solicitadas de una mujer mayor, la madre del joven guardia fallecido…
—¿Cómo se supone que mire a Shisa a sus ojos…? ¿A Chie…?
… Y de una niña pequeña, su hermanita.
—No puedo… ¡No puedo Han…! ¡No puedo-!
Su respiración se entrecortaba y se hacía cada vez más laboriosa, sus piernas se sentían débiles, en sus manos y labios temblorosos sentía un hormigueo insoportable.
—Tranquilo, Sen.
Han, el hombre, un adulto de ya unos 40 años pasados, sentía al resto de sus compañeros en la guardia como unos hermanos menores, si no unos hijos adoptivos; por supuesto que lo hacía, todos ellos, incluido el tardío Hise, no superaban los 22 años. Los vio crecer y madurar. Por eso no tuvo ningún reparo en sostener al joven desde atrás en un cálido abrazo afectuoso. Sen no había transitado su propio duelo por la muerte de Hise. Había evitado hacerlo justificándose en sus responsabilidades; había evitado hacerlo porque sentía que hacerlo significaría transgredir un derecho que solo poseía su familia real, su familia de sangre. Se escondió detrás de su furia porque, si estaba enojado, no tendría tiempo para enfrentar el terrible terror de una pérdida.
Pero entonces, debajo de los brazos de su mentor, se sintió lo suficientemente cómodo para enfrentar a su tristeza de frente y sollozar la pérdida de un amigo devenido en hermano de su propia, personal, manera. No hubo llantos ruidosos ni lamentaciones vistosas; solamente un aferramiento cargado de emociones, un aferramiento que dejaba su peso, por un momento, en las manos de otra persona. Su sollozo consistió en unas lágrimas discretas y unos débiles gimoteos involuntarios, cayendo sobre la figura robusta del hombre mayor.
Pero el hombre permaneció firme. La cara del hombre no transmitía ni un poco de la calidez que emitía el resto de su cuerpo. Solo había resignación. Una fría, cada vez más fría resignación. Esto también era parte de sus responsabilidades.