―¡Chicos! ¡Hora de irse a la cama!
Como casi cada noche, desoímos el aviso que nos invitaba a irnos a dormir. No había una sola nube en el cielo y perdernos el brillante firmamento no entraba en los planes de unas huérfanas alocadas, así que aflojé el tablón de siempre con un improvisado destornillador y subí de un salto sin que nadie se percatara.
―¿Necesitas ayuda?
―¡Ya me las apaño yo sola!
Aunque la vocecilla protestó, fue incapaz de cumplir con su palabra. Tras soltar un par de carcajadas burlonas, extendí el brazo por la escotilla improvisada y tiré hacia arriba con todas mis fuerzas. Al ver la mueca de frustración de la niña, reaccioné con una expresión dulce. Como de hermana mayor.
«Hermana mayor», pensé. Aunque no fuera la más veterana de entre los huérfanos, me estaba ganando poco a poco ese rol. Y la chiquilla que me acompañaba lo sabía claramente (pues, tras su vergüenza inicial, no se soltaba de mi brazo aquella noche), pero eso no hacía más que dibujar una sonrisa en mis labios.
―Es la primera vez que subes aquí conmigo, ¿verdad?
―¡Sí!
―¡Pues aprovecha! ¡Hoy las estrellas brillan con fuerza! ¡Y desde aquí se ven los cristales de las llanuras! ¡Y las luces de la ciudad! ―Tomé aire para gritar, despreocupada de que pudieran darse cuenta de que estábamos donde no debíamos―. ¡Me encantan estas vistas! ¡Y el aire fresco!
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―¡Mira! ―me interrumpió alzando su pequeña mano con ilusión―. ¡Esa estrella está dejando una estela al moverse! ¡Cómo mola!
―Se llaman estrellas fugaces ―expliqué, señalando el reguero de luz―. ¿Sabes? Dicen que traen la buena suerte. Que, cuando cae una, la vida en este mundo mejora un poquito. Que, si ves una mientras surca los cielos, te sonreirá la fortuna. ―Paré un instante para recordar más detalles―. ¡Tengo una idea! ¿Quieres pedirle un deseo?
―¡Sí! ―se levantó de un salto. Instintivamente, me aferré a ella para evitar que tropezara―. ¡Quiero que...!
―¡Eh, pequeñaja! ¡No puedes decirlo en voz alta! ―le siseé―. ¿No sabes que si lo haces, nunca se cumplirá?
―¿Por qué no? ―Pataleó con fuerza―. ¡Quiero compartir mi deseo con todos!
―Es la tradición. Desde que la primera estrella apareció, siempre ha sido así... ―Me encogí de hombros, insegura del origen de la superstición―. ¡Y no hace tanto tiempo de eso! ¿Sabes que cuando cayó la primera yo tenía tu edad?
―¡Guau! ―Los ojos de la niña empezaron a hacer chiribitas al escucharme―. ¿En serio? ¡No me imagino el mundo sin estrellas fugaces!
―¡De verdad, de verdad! ―Me golpeé el pecho con orgullo―. No tengo muchos recuerdos de cuando era así de pequeña, pero... Nunca olvidaré cómo iluminaba el cielo desde este mismo tejado.
―¡Hala! ¿Te subió aquí tu hermana mayor?
―Nuestra hermana mayor, recuerda ―puntualicé con un ademán teatrero―. Pero sí, ¡claro que fue ella! ¿Quién te crees que me enseñó a quitar el tablón? De hecho... ¿por qué crees que sigue estando ahí después de tanta reforma?
La niña rio con inocencia y se recostó contra mí. Por mi parte, mientras la estrella se perdía tras las copas de los árboles, cerré los ojos para formular mi propio deseo al silencio de la noche. Normalmente pedía aventuras emocionantes, pero esa cálida estampa veraniega me hizo un poco más humilde.
Esa vez, solo quería que las cosas siguieran así para siempre. A pesar de los motivos que me habían hecho tener que pasar mi infancia en el acogedor orfanato, eran esos momentos los que me hacían agradecer la nueva familia que había encontrado.