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Capítulo 10 - Lilina Rapsen

Sentí un goterón de sudor frío precipitarse a lo largo de mi cuello ante la atenta mirada de una Amelia Tennath que parecía divertirse más de la cuenta con mi situación. Su perfume invadía el poco espacio que mi cerebro se había permitido a sí mismo para analizar la situación con frialdad y esos segundos cada vez se dilataban más en el tiempo.

¿Nos habían pillado? Menuda pregunta tan estúpida. La noble no solo sabía que mis hermanos estaban en la subasta escondidos en un par de identidades ficticias. También había usado mi nombre de forma explícita. Sabía que esa muchacha de piel bronceada y ojos dorados que tenía delante era Lilina Rapsen por mucho que hubiera oscurecido mi pelo y encontrado el disfraz perfecto para la ocasión.

¿Podía escapar? Aunque la muchacha no pareciera rival para mí en combate, cualquier gesto fuera de lugar frente a la princesita supondría dibujarme una diana en la espalda. Y, con su mano en mi hombro, optar por el despiste y una huida rápida tampoco parecía una opción muy factible. Además, acababa de llegar. No había sacado nada en limpio de la incursión y...

¿Era mejor idea desoír los consejos de mis hermanos y ver cuán lejos podía llegar con lo puesto? Al fin y al cabo, después del sobresalto inicial, mi cuerpo empezó a tranquilizarse sin que siquiera tuviera que ordenárselo. Las palabras de la noble eran más juguetonas que acusadoras y se ordenaban de una forma muy agradable, casi invitándome a seguir con lo que fuera que estaba haciendo.

¿Es que su plan era que nos coláramos desde el principio? No acababa de tener sentido algo así, pero... Había algo que me hacía confiar en ella. Quizá fuesen esos pequeños gestos, o podía que se tratara de la forma en la que curvaba sus labios, curiosos en expectación de mi respuesta. Era difícil justificarlo cuando las diferencias eran tan evidentes, pero de alguna forma me recordaba a Mirei. Esa aura de «hermana mayor molona» que te invitaba a hacer fechorías con un permiso tan velado como implícito.

Tragué saliva.

―Confío en que... ―Cuando empecé a hablar, sus cejas se alzaron con curiosidad―. Confío en que pueda disfrutar de la compañía de sus allegados, señorita Tennath.

―¡Fantástico! ―Dio una insonora palmada en el aire y viró su vista a la encargada, que seguía a mi lado ojiplática―. Dicho esto, me encantaría tomar uno de tus cócteles para empezar bien la noche, Jodie. No lo cargues mucho, por favor.

Tras un guiño tan adorable como elegante, se retiró unos metros y apuntó hacia una de las puertas con la barbilla, señalándome en la dirección donde podría encontrar lo que buscaba... O a una de las encerronas más obvias habidas y por haber. Incluso mi juicio, que tendía a pecar de optimista, consideraba que la segunda opción era más probable. Aun así, tomé la (probablemente) mala decisión de caer en sus encantos. Después de ese subidón de adrenalina, esa sería una noche de riesgo, les pareciera bien o no.

La llegada de la heredera no tardó en atraer la atención de los invitados, así que aprovechando la marabunta de nobles que esperaban poder compartir un refrigerio con ella (y evadiendo con diversas excusas a los que me pedían una copa), me colé tras la puerta que la albina había sugerido.

Aunque no parecía haber nada especialmente llamativo al cruzarla más allá de una cortina de terciopelo rojo, un par de guardias al otro lado de la puerta me indicaron amablemente que no era lugar para el servicio y me invitaron a volver a mi puesto con un par de chanzas. Eran tan majos que me dio algo de pena dejarlos roque con uno de los somníferos de Rory. Al menos, intenté dejarlos de la forma más cómoda posible y alejarlos de la puerta, ya que pensaba sellarla con una de esas bombas alquímicas de Rory que llenaban todo de espuma pegajosa y sabía de buena tinta que la experiencia no era agradable para nadie.

Una vez no hubo más amenazas a la vista, eché un vistazo furtivo tras el telón que dividía la sala y respiré tranquila al ver que no se trataba de una trampa: Amelia Tennath me había guiado al pasillo por el que se trasladaban los distintos lotes de la subasta hasta lo que parecía un agujero en el escenario. Como aún no había mucho movimiento, varios de los mozos charlaban animadamente, ajenos a mi presencia.

―¿Es impresión mía o cada mes se está llenando la mansión de más gente de apariencia dudosa?

―Yo también he tenido la misma sensación. Por muy caros que sean sus trajes... Algunos no tienen los modales de un noble. ―Paró para darle un copioso mordisco a un sándwich. Le costó tragar antes de poder continuar―. No tienen ni idea de etiqueta y esperan que nos creamos sus títulos. Aquí se cuece algo turbio.

―Tampoco es que los señores hagan la vista gorda, Matt ―apuntó una tercera persona―. Alguno ha salido mal parado. ¿Pero qué van a hacer? Interrumpir el evento y sembrar la desconfianza. Está calculado.

―No sé qué decirte. Mientras paguen... Parece darles igual si eres un bandido con chaqueta o un duque. Son los ladrones y los liantes los que se llevan un rapapolvo. Menudos argenteros.

―¿Y el señorito Dan? ―esa vez fue una voz femenina la que habló―. Él sí que ha largado a gente sospechosa. No sé para qué contratan a tanto guarda si tienen un ejército de un solo hombre. Vale, sí, será un chaval raro, pero es competente como nadie. Y siempre está alerta. Yo he empezado a pensar que estas reuniones buscan atraer a esta clase de maleantes para que se sientan confiados y...

Imitó el sonido de una espada surcando el aire, y del fuego crepitar. Lo hizo de forma desastrosa, pero tuve que terminar ahogando una carcajada con la mano.

―O eso, o una forma de poner esa tecnología en la calle. Ya sabéis cómo son los señores con estas cosas. Y lo mejor es que se llevan una pasta gansa por el camino ―intervino el hombre que había estado callado todo ese tiempo―. Además, he oído por ahí que los Tennath se niegan a explicar el funcionamiento de sus artefactos si creen que no merece la pena hacerlo. Me entristece pensar la cantidad de maravillas tecnológicas que están haciendo de pisapapeles en las mansiones de los nobles.

―Ya lo sé, Pete. ―La mujer dio un sonoro trago. Incluso se tomó un momento para eructar, ante la sorpresa de sus compañeros, que empezaron a soltar bromas sobre nobleza y etiqueta―. Sé perfectamente que la fortuna de los Tennath sale de entender el funcionamiento de los artefactos que venden más que de los propios productos. No soy nueva en esto.

―Aunque bueno, mejor un pisapapeles caro que un peligro mecánico en las manos incorrectas ―suspiró el tal Matt―. Escuché algo sobre unos tipos detenidos por usar varas eléctricas en Abakh... y todos sabemos de dónde han salido.

―Tienes razón ―admitió la moza―. Pero... no sé, creo que no hay ningún plan malévolo detrás de todo eso. Supongo que algún maleante se escapa de vez en cuando y... bueno, mejor botín para el aventurero que le pare los pies.

―¿Sabéis lo más curioso de todo? Nunca he visto a un solo maquinista en la mansión ―dijo el hombre al que se habían referido como Pete―. Quiero decir... Sí, todos los que vivimos en la mansión tenemos una formación básica, pero no hay ningún especialista aparte de los señores. Tampoco he visto que inviten a nadie para compartir conocimientos, como sí que hacen con la alquimia y otras ciencias. Y aun así, pueden permitirse identificar, clasificar y hacer funcionar todos esos cacharros.

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―Son unos jodidos prodigios. ¿Cuánto han tardado en pasar de ser unos nobles sin nombre a los putos reyes de Coaltean? ¿Diez años?

―¿Siete? La primera vez que oí de ellos fue con los motores de vapor. Y no llevan tanto tiempo aquí.

Estuve a punto de trastabillar con el ruido de un reloj de alarma que indicaba que ya era hora de la segunda mitad de la subasta. Por el bullicio que se empezaba a oír, asumí que el descanso para los que tenían que trabajar en el pasillo estaba a punto de acabar y alguien se daría cuenta de que la puerta estaba bloqueada más pronto que tarde. Y algo me decía que la camarera con restos de goma en las manos iba a ser la principal sospechosa.

Así que, con la ayuda de una de las herramientas de Mirei (un molón gancho con cuerda propulsado por vapor), subí a la planta superior. Tras un cristal tintado, era fácil ver todo el salón de actos. Incluso pude atisbar a Rory entre la multitud, pero no había ni rastro de la maquinista.

―Espero que no te hayas metido en líos, hermanita ―paladeé las palabras, sin decirlas en voz alta―. Dijo la que se ha colado tras una puerta que podría ser una trampa y se ha subido a la galería para ver si puede escuchar algo de interés, claro.

Sentí una pequeña mano en mi hombro. Al girarme, vi cómo una bola de pelo anaranjada se cruzaba de brazos y entornaba sus expresivos ojos con desaprobación.

―¡Eh! ―ahogué el grito, pero cualquiera podría haberme oído de no haber tanto escándalo―. ¡Eres el momoolin de antes!

Se llevó un dedo a los labios. No era difícil interpretar qué había dicho: la señal de «mantén silencio, idiota» era universal. Acto seguido se puso a gesticular muy rápidamente, levantando y bajando sus peludos bracitos.

―Debo dejar de pensar en lo adorable que es e intentar entender lo que intenta decir ―pensé en silencio―. Pero me lo estás poniendo difícil, cosita.

El topo resopló, se dio un tortazo en la cara y señaló al lado contrario de la habitación. Sin mediar más palabra (o gesto) me empujó para poder pasar. Casi como acto reflejo, vertí el tónico de acolchado acústico que había guardado para la ocasión sobre las botas de trabajo y eché a marchar tras la criatura con paso ligero, pero alquímicamente silencioso. Gracias a ello, mis piernas pudieron correr más que sus cortas patitas y lo plaqué antes de que pudiera encontrar un lugar en el que ocultarse.

El momoolin agachó la cabeza y juntó las manos. Volvió a moverlas de forma errática, pero en esta ocasión, en lugar de salir pitando, caminó calmadamente escaleras abajo y levantó su mano izquierda. El anillo que tenía comenzó a desprender una luz anaranjada y la pared se abrió de par en par para mostrar un camino al sótano. Me hizo un gesto para que pasara tras de él.

Para ser una apertura improvisada, la estancia estaba perfectamente iluminada. Primero, con cristales de éter de tierra. Luego, con lámparas creadas por humanos. Poco a poco, las paredes abandonaban su tono terrizo para volverse grisáceas y pulidas. Entonces, paró frente a una puerta de metal adornada con el emblema de la familia Tennath y señaló claramente antes de golpearla con su hombro, juguetón.

¿Pretendía que la empujara? Sus gestos me llevaban a pensar que sí pero, por mucho que lo intentara, pesaba demasiado. Intenté pedirle algo más de información, aunque la comunicación no llegaba a ninguna parte. O él no quería que llegase. Yo no dejaba de hacer gestos, a cada cual más retorcido y absurdo, frente a una expresión que cada vez hacía más patente su enfado.

Cuando se quedó sin paciencia (y no tardó mucho en hacerlo), el momoolin usó sus poderes para abrir un pequeño acceso a su lado y, tras cruzarlo, lo cerró tras de sí con una risilla jocosa. Al ver que no había salida, me giré para volver exactamente por donde había venido, pero un muro de piedra taponaba lo que solo unos minutos atrás había sido un pasillo.

―Esto sí que es una trampa con todas las de la ley... Y me la ha hecho un topo mudo. ―Exhalé. Mi respiración no era capaz de mantener su control―. Si es que soy idiota. O débil. O puede que las dos cosas.

¿Estaba... encerrada? No. Si el objetivo de la criatura era apresarme, no me habría sugerido que intentase empujar la pesada puerta. Tenía que estar probándome de alguna forma, así que examiné hasta el más mínimo detalle de la habitación con la esperanza de un mecanismo oculto o algo así me dejara libre.

―Venga, va. ―Me di un tortazo a ambos lados de la cara―. Sal de aquí, Lilina. Y de vuelta a casa. No te has llevado mucha información en limpio pero tampoco te vas con las manos vacías.

Cansada de investigar los pocos detalles de la sala, consideré la opción de destruir mi prisión. Al fin y al cabo, lo que me rodeaba no era más que piedra y tierra, ¿no? No contaba con soluciones alquímicas que pudieran ayudarme a deshacer los muros, pero quizá pudiera hacerlo a la fuerza potenciada por los tónicos de mi hermano.

―¿Pero en qué demonios estoy pensando? ―Aunque me di cuenta de que lo que iba a intentar era una estupidez, me tomé el caramelo igualmente. Al menos, me mantendría entretenida y vigorizada durante un rato―. Será mejor que conserve las energías.

Tras lo que mi imaginación había sido toda una eternidad y en la realidad no más de diez minutos, la puerta que creía inmóvil comenzó a abrirse. Con pesadez, pero de forma casi constante, como si fuera la mano humana la que la empujara. Era extraño ver algo así en una mansión en la que casi todo estaba mecanizado, pero lo que realmente me sorprendió fue que fuera solo la fuerza de una persona lo necesario para empujar algo que no había sido capaz de mover un mísero centímetro.

―Así que por fin os habéis dignado a acudir a mi llamada, Mirei Rapsen. ―Una voz salió de la rendija―. Aunque he de admitir que no estoy especialmente satisfecho con sus formas. No solo esperaba que las cámaras eludieran su presencia, sino que siquiera es capaz de superar una nimia prueba de fuerza.

―Creo que te has equivocado de persona. ―Intenté buscar un lugar donde esconderme, pero la habitación era demasiado parca―. Yo soy...

El caballero cruzó el umbral, pero por la expresión de su rostro no parecía que el verme de cerca le fuera a sacar de su error.

―¡Un mero cambio de peinado no logrará engañarme, Mirei Rapsen! ―dijo levantando aún más la voz―. ¡Llevaba semanas esperando este momento! ¡Fui incapaz de hallaros, mas habéis acudido a mí por vuestro propio pie!

―Pero que no...

Algo me decía que la idea que tenía en la cabeza era tan inamovible como lo había sido esa pesada puerta para mí.

―¡Que así sea! ―bramó con ímpetu―. Los términos del pacto con mi señora eran concisos. Debía dejar de perseguiros, mas si arribabais aquí, podríamos lidiar bajo las reglas del guerrero. Mirei Rapsen, no deseo otra cosa que compartir un duelo honorable para alcanzar el entendimiento. ¡He de evidenciar con mis propios ojos el potencial de la elegida de mi señora!

―¿Pero qué estás diciendo? ―Di varios pasos hacia atrás, pero el frío de la pared me recordó que no estaba en posición de huir―. En serio, te has equivocado de...

La espada que colgaba del cinto del caballero se iluminó de repente, incendiando unas vivas llamas que, lejos de preocupar a su portador, le hicieron aún más deseoso de comenzar el combate.

―¡Incluso Adresta está deseándolo! ―Alzó el arma en el aire, sin pretender atender a razón alguna―. Por favor, señora Rapsen. ¡Permítame conocer qué hay de especial en vos con un duelo! ¡Ansío conocer, en justo combate, la fuerza de alguien que ha podido tornar el Agua parte de sí!

Eché un nuevo vistazo de arriba abajo al muchacho y tuve que admitirlo: mis hermanos tenían razón en algo sobre Dan Tennath. Sí, «un robusto caballero de ojos azules y pelo puntiagudo» se acercaba peligrosamente a lo que consideraba «mi tipo». La espada molona era un buen bonus, pero que sus llamas crepitaran en anticipación a batirse contra mí hacía que no me resultara tan atractiva como podría haberlo hecho si nuestro encuentro se hubiera dado en cualquier otra circunstancia.

¿Qué demonios hacía pensando en eso en un momento así? Lo que tenía que hacer era pensar en todas las triquiñuelas que me hicieran ganar, aunque fuera, un segundo más frente al espadachín. Quizá, con un poco de suerte, fuese mi inexperiencia la que le dejara claro que se había equivocado de hermana contra la que luchar.

―No hay forma de negarme, ¿verdad?

El muchacho me regaló una sonrisa indescifrable. Ya había oído que le gustaba el combate y siempre estaba alerta, pero no acababa de entender por qué le emocionaba tanto la idea de enfrentarse a Mirei en un duelo. ¿A qué se refería con todo ese discursito sobre que había sido elegida?

Me temblaban las piernas, pero preparé mis armas y recé todo lo que sabía a los Cuatro Dragones.