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Capítulo 3 - Mirei Rapsen

La Cala Abakh no estaba demasiado lejos de Coaltean. De hecho, era un destino bastante popular durante el verano para todo aquel que se pudiera permitir un billete para el ómnibus (algo que era cada vez más fácil gracias a los avances en los motores de vapor) y contase con una hora de sobra para cada trayecto.

Por desgracia, no era un destino tan concurrido cuando el invierno se aproximaba. La frecuencia era bastante menor, las tarifas más altas y era bastante común encontrarse el habitáculo principal reservado para la tranquilidad de un hombre de negocios. Resignada, entregué un par de monedas al conductor y tomé asiento en una de las plazas del techo del vehículo.

―Hace un frío que pela tan temprano, pero al menos las vistas son bonitas ―dije en voz alta, intentando convencerme a mí misma.

Los primeros rayos del amanecer se reflejaban en los aún tímidamente encendidos cristales etéricos para dotarlos de un brillo único. Dibujé una pequeña sonrisa en mis labios, pensando en cómo Rory siempre decía que le encantaría poder estudiar ese fenómeno y preservarlo para «el bien de la alquimia».

Aun así, por mucho que me maravillara la naturaleza de este mundo, ya sabía de memoria qué iba a encontrarme a lo largo del viaje: una llanura que se mostraba infinita hasta que el terreno decidía dibujar unos acantilados que se abrían erráticamente hacia los lados, llenos de cristal de éter terroso e hídrico. Y, entre ellos, un erosionado camino a través de la roca que guiaba a los viajeros hasta una playa de grava clara y fina. Por el camino, quizá podrías encontrar alguna que otra edificación de piedra para que los viajeros que decidieran emprender el viaje por su propio pie se apeasen (ya fuera para reponer fuerzas con un aperitivo o guarecerse del monstruo ocasional que decide tomar el sendero como parte de su territorio), pero el carro de acero nunca las consideraba: nadie querría alargar su hora de viaje y los ómnibus más modernos iban equipados con bengalas alquímicas lo suficientemente potentes como para aterrar a la mayoría de criaturas de la región.

Así que hice lo de siempre: incliné hacia delante el visor de mi sombrero para proteger mis ojos del sol y dejé caer los párpados hasta que el conductor anunciara a gritos que habíamos llegado a nuestro destino.

***

―¡P-polizón! ―gritó el trajeado hombre de negocios, sacándome con violencia de mi letargo―. ¡Polizón en el compartimento del equipaje!

El conductor no dignó el escándalo con una respuesta. Yo tampoco le culpaba: era tan común encontrarse con alguien que quisiera aprovecharse del carromato para llegar a su destino sin pagar que lo raro sería que no hubiera nadie escondido en el hueco para las maletas de una estancia reservada. No obstante, el acaudalado cliente parecía genuinamente molesto por la situación y decidió tomarse la justicia por su mano.

Cuando pude abrir el tragaluz y saltar al interior del vehículo, me di de frente con una escena que en otra circunstancia hubiera sido digna de una risotada: un señor orondo llevando al límite sus capacidades de contorsionismo. Un brazo sobre la tapa superior del compartimento, otra rebuscando entre los diversos bolsillos de su chaqueta con la esperanza de encontrar algo similar a algún arma con lo que defenderse.

―¡No soporto a los polizones! ―Me miró con los ojos henchidos en sangre―. ¡Ver cómo la tapa se movía me ha dado un susto de muerte! ¡Y a nadie parece importarle! Ven, niña, ayúdame a llevar a este criminal a la justicia.

Finalmente, dio con lo que buscaba en su chaqueta: una navaja más decorada que práctica. Con la torpeza de una mano que no parecía ser la dominante, la desplegó, preparado para enfrentarse al intruso. Por desgracia para él, el ademán hizo que el peso que cargaba sobre la tapa disminuyera, dándole al polizón la oportunidad para desestabilizarle de una patada y hacer que saliera por los aires.

El hombre llegó a golpearse contra el techo (para ser justos, no estaba tan alto) y dejó caer el arma blanca con el despiste. Cuando pudo darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, ya estaba de nuevo en el suelo, retenido por una adolescente a la que prácticamente duplicaba en hechuras. Divertida, me senté en el lado contrario y crucé las piernas con una mueca de satisfacción.

―Bien hecho, Lilina. ―Solté una carcajada―. Te he enseñado bien. Eso sí, la próxima vez deberías tener más cuidado. Los que reservan la parte techada suelen ser unos capullos, aunque has tenido suerte de que este no sepa hacer la o con un canuto. ―El hombre aquejó, pero la joven lo tomó como una señal para apretar su agarre―. Quería darte un navajazo y todo.

―Bah, navajas a mí. ―Me lanzó una mirada desafiante―. Aunque si pertenece a alguien así, me podré sacar un buen dinero empeñándola.

―Y ahora me vas a decir qué haces de polizona casualmente en el mismo carruaje que yo, jovencita. ―Le eché un vistazo de arriba abajo, sin abandonar mi expresión chulesca―. Y diría que vienes bastante preparada.

―No iba a dejarte sola en una expedición así, ¿no? ―Sonrió con tanto ímpetu que era fácil verle las encías―. Y si ninguno de los aventureros con los que sueles salir de parranda estaba disponible para acompañarte... ¡Pensé que era la hora de mi debut!

―Ni de coña. ―La amonesté con la mirada―. Es demasiado peligroso. Pienso bajar a las ruinas.

―¡Traigo cápsulas de aire! ―Al ver que el empresario se retorcía, apretó su llave―. ¡Y unos viales de rebaso lídrico!

―Viales de rechazo hídrico. ―Me llevé una de las manos a la frente―. Vas a pagar por esto, Rory.

Así que ese era el motivo por el que salió pitando al orfanato con la peor excusa de la historia.

―De todas formas, sigue siendo peligroso ―proseguí―. Las subruinas de Abakh son el territorio de los kabaajin y deberías respetarlo un poquito más.

―¡Puedo con ellos!

―No, no «puedes con ellos» ―resoplé―. Son... O deberían ser... Una tribu honorable y pacífica... Si respetas sus normas. Para que te acepten allí, tienes que batirte en duelo con uno de sus campeones. Y te prometo que no es una tarea sencilla.

―¡Puedo intentarlo!

―No es ese el problema. ―Bajé la cabeza para darme cuenta de que me había olvidado del ricachón―. Si mi interpretación de las señales que hemos recibido es certera...

El ómnibus paró en seco y el borboteante sonido del agua hirviendo de su caldera cesó. El conductor anunció la llegada a Cala Abakh e, instantes después, abrió las puertas de par en par.

―¡Espero que el viaje haya sido de su agrado! ―Sonrió con dulzura, ignorando a la persona que Lilina presionaba contra el suelo―. ¡No duden en volver!

―¡No dude que volveré! ¡Con la policía si es necesario!

Ya me estaba hartando de la voz de ese individuo. Saqué un trapo y lo impregné en el líquido de uno de los viales de mi cinto.

―¿Puedo, Mirei? ¿Puedo?

―Vale, pero no te acostumbres.

La adolescente acercó el retal de tela a la cara del hombre y, en cuestión de segundos, pasó de farfullar a roncar. Con cuidado, le dejamos recostado junto a una de las rocas y emprendimos nuestro camino.

***

Seguimos caminando para alejarnos de la zona más popular de la playa, en la que algunos bañistas querían aprovechar los últimos días de la temporada (aunque pocos consideraban esa temperatura apta para darse un chapuzón sin equipo adecuado). Poco a poco, alcanzamos el extremo este de la cala, donde unos escalones perfectamente esculpidos empezaban a ahondarse en el mar. Como la marea estaba baja, era fácil ver varios de los peldaños a simple vista e identificarlos como el camino hacia las subruinas.

Aunque sabía que era fútil, di un último aviso a Lilina para que se diera media vuelta y se subiera (esa vez pagando el pasaje, aunque fuera de mi propio bolsillo) al siguiente ómnibus de vuelta a la ciudad.

―¡Venga! ¡Mirei! ¡Déjame ir contigo!

―Como decía, es peligroso ―recapitulé, aunque no pareció importarle―. Además, los kabaajin tienen unas normas un poco... peculiares. Si hablo con ellos, es posible que te dejen entrar como mi protegida, aunque lo más probable es que tengas que pasar una pequeña prueba de todos modos para ganarte su confianza. Pero...

―¿Pero?

―Tengo motivos para pensar que algunos podrían estar fuera de sus cabales ―afirmé―. Como el varnu del otro día. Ni tú ni yo sabemos a qué nos estamos enfrentando y eso no es...

―¡Más motivo para salvarlos! ―me interrumpió de un grito―. Es lo que tú harías, ¿verdad?

―¿Eres consciente de que puedes morir, Lilina? ―La agarré de los hombros. ¿En qué demonios estaba pensando Rory para mandarla aquí conmigo?―. Esto no es un entrenamiento. Es una misión real. Y no una que debamos tomarnos a la ligera.

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―Lo sé. Y por eso no quiero que estés sola. ―Era imposible imponerse a esa determinación―. No quiero perder a mi hermana mayor.

―Ni yo a mi hermana pequeña. ―Resoplé con fuerza y le revolví el pelo―. Joder, ¿por qué me has querido copiar también la cabezonería? En fin, suponiendo que sigan en sus cabales, tengo suficientes amigos entre los kabaajin como para que te paren los pies si te aceleras un poco más de la cuenta.

―¿Quieres decir que...? ―No terminó la frase, pero la sonrisa de oreja a oreja dejaba claro cómo pretendía acabar.

Me sentí dialécticamente derrotada por una adolescente, aunque en realidad era la media sonrisa malévola de Rory la que se estaba reproduciendo en mi imaginación.

―Vendrás, pero con mis normas.

―Te escucho.

―Ya deberías saber cuáles son. ―Le di un toque fraternal en la frente―. Una: aquí mando yo. No puedes cuestionar mi juicio bajo ningún concepto. Dos: nada de ponerse en peligro voluntariamente, ni siquiera por ser «la heroína que me salve la vida». Si una de las dos tiene que salir de aquí sin un rasguño, eres tú. Y, tres: me reservo el derecho a examen sorpresa. Si no eres capaz de responder correctamente, te mandaré de vuelta a casa.

―Me parece justo. ―Por su mohín, estaba claro que iba a romper al menos una de las indicaciones a la primera de cambio―. Vamos allá.

―¡No tan rápido! ¡Examen sorpresa! ―La agarré del hombro izquierdo―. ¿Cómo piensas llegar a la burbuja inferior?

La muchacha dio varios saltos en el sitio, incapaz de contener su emoción por la aventura.

―¡El equipo nos hace hundirnos en el agua! ¡Así que bajaremos andando por las escaleras! ―Se llevó el índice a los labios, consciente de que se dejaba algo―. ¡Y respiraremos hasta entonces gracias a las cápsulas de aire!

―Buena chica. ―Le di una palmada en la espalda y me coloqué una de las cápsulas en la boca―. Huelga decirlo, pero intenta no abrir la boca por el camino. Si tienes que soltar aire, hazlo por la nariz.

Era complicado moverse de forma ágil bajo el agua con un equipo tan pesado, pero la joven supo manejarse con soltura. De tanto en cuando, tenía que tirar de ella al ver cómo se distraía con la flora y fauna del lugar o con los enormes y luminiscentes cristales de éter hidromarino, pero logramos llegar sin problema a la entrada de la burbuja.

―No ha sido para tanto. ―Intentó actuar como si no hubiera sido nada, aunque sus tiritones eran evidentes―. Ahora solo tengo que escurrirme el pelo y...

Di un trago al vial en el que guardaba mi pócima y, de repente, toda el agua que había acumulado tanto mi trenza como el pesado traje se deslizó rápidamente hacia el suelo, evaporándose en segundos.

―¿Sabes siquiera lo que significa «rechazo hídrico»?

Una vez que nos acostumbramos a la nueva situación, seguimos descendiendo. Esa vez sí que dejé a la novata maravillarse con la belleza natural de las ruinas. A pesar de que usáramos esa palabra bajo nuestros estándares humanos, para una tribu anfibia era un hogar perfecto. Algunos espiráculos que sobresalían de la planta inferior estaban iluminados, otros emitían algo de vapor e incluso podía atisbarse un aroma a pescado asado que provenía de algunos de los hogares.

Eso, en cierto modo, me tranquilizó: era una prueba palpable e inmediata de que no nos estábamos enfrentando a un apocalipsis en el que mis viejos amigos perdían colectivamente la cordura.

De entre todos los torreones derruidos y las hélices que salían del suelo, una cúpula cristalina era lo que más llamaba la atención. No era la única entrada a los niveles inferiores, pero sí la única que los humanos teníamos permitido utilizar. En su interior había algo de mobiliario que, si bien los nativos había colocado con la mejor de sus intenciones para los invitados de la superficie, no había llevado bien su paso por el tiempo ni la humedad de las profundidades, así que aconsejé a mi acompañante mantenerse en pie en su lugar.

Hice tronar la campana que señalaba nuestra presencia. Estuvimos de suerte: en cuestión de segundos, la esclusa de piedra que tapaba las escaleras se alzó con timidez. Cual guiñol, asomó una cabeza reptiliana de ella. Hacía gala de una barba de brillantes escamas plateadas, pero el resto de su cabeza lucía calva. Al reconocerme, esbozó una cálida sonrisa en su morro.

―Maestro Montaro. ―Junté el puño izquierdo con la palma derecha en señal de respeto.

―Maestra Mirei. ―Agachó ligeramente la testa como reverencia―. Bienvenida. Por favor. Sigue a entrada. Acompañante también.

Obedecimos al kabaajin y descendimos por la escalera de caracol en silencio. Era obvio que era la primera vez que Lilina veía a alguien de su raza, pues observaba ojiplática el caparazón de tortuga que protegía la espalda del anciano y los carapachos puntiagudos que resguardaban las múltiples articulaciones de sus largas extremidades. Yo, en cambio, me distraje con el siempre hipnótico latigueo de su cuello, incapaz de mantenerse erguido.

Al llegar a la estancia inferior, el guía decidió sentarse en la postura del loto (no sin cierto esfuerzo, la edad no perdona a ninguna raza), apoyado sobre una mullida esponja marina con forma de concha. Tuve que dar un codazo a Lilina para que no se quedara embobada con los corales luminosos que decoraban la habitación y presentara sus respetos al guía.

―Sorprendido ―se limitó a decir―. Petición de ayuda hoy mismo. Gracias por prisa.

―No sé de qué me hablas. ―Me hice con una de las esponjas y me arrodillé sobre ella. También hice un gesto a Lilina para que me imitara―. He venido por cuenta propia. Pero si necesitáis ayuda... Dudo que sea por algo distinto.

―Kabaajin confían en Maestra Mirei. ―Recorrió el aire con el brazo derecho en señal de respeto―. Tú habla con Jefe Ridamaru. Él explica más.

―¿Tiene algo que ver con...? ―Intenté buscar palabras para explicar el concepto «una señal energética proveniente de una extraña máquina capaz de enloquecer a un varnu hibernante» a una tribu no muy ducha en el lenguaje humano―. ¿Alguno de los vuestros se siente mal?

―Sí. Buscador Daibasuke hace extrañas cosas. ―Fijó su mirada en Lilina. Conociendo sus costumbres, estaría extrañado de que aún no se hubiera presentado―. Detalles dará Jefe Ridamaru.

―¡Maestro Montaro! ―la adolescente levantó la voz de forma enérgica, aunque con un deje de nerviosismo―. ¡Encantada de conocerle! ¡Le ruego me permita unirme! ¡Por favor!

―Joven humana. Siquiera conozco nombre. Rudo pedir permisos reservados para Maestros sin presentación siquiera.

―¡Me llamo Lilina! ―replicó con la cara enrojecida―. Ruego me disculpe... ¡Es mi primera vez!

―Maestra Mirei ―recobrando su sonrisa, se dirigió a mí―. ¿Joven acompañante desea ser Maestra?

La adolescente quiso responder, pero le siseé. Por suerte, supo captar el mensaje rápidamente y cejó su empeño en interrumpir la conversación.

―La chica que me acompaña es mi aprendiza ―expliqué―. Es su primera misión y pocas cosas me honrarían más, si el tiempo no apremia, que su iniciación en esta tribu. Soy consciente de que es demasiado joven para hacerse con el título de Maestra, pero...

―Por la Maestra Mirei, podemos hacer pequeña excepción. No Maestra... ¿Aprendiza? Lucha será contra pequeña estudiante. Si ella supera prueba... Otorgo permiso para ayudar a Mirei en petición.

―¡De acuerdo! ―La muchacha saltó de la emoción, pero pudo recomponerse rápido―. ¡Mírame, Mirei! ¡Vas a estar orgullosa!

―Mas, Maestra... ―apremió―. Tengo pedirte buscar a Jefe mientras. Nosotros organizar iniciación en ausencia.

El anciano se levantó de su asiento y cogió un caparazón espiral de uno de los estantes. En primer lugar, sopló con fuerza por él y acto seguido empezó a gruñir con distintas frecuencias. No tardó en escuchar las respuestas. Por desgracia, nunca había tenido tiempo para aprender el idioma de los kabaajin, así que tuve que esperar a una traducción.

―Joven Lilina. Puedes esperar. ―Se desplazó a su asiento mientras hablaba―. Maestra Mirei, ya sabes camino. Normalmente acompañaría, pero tengo que vigilar.

***

El Jefe Ridamaru era lo opuesto a lo que cabría esperar del líder de una tribu. Joven, atlético, con hileras de escamas de color carmesí donde un humano llevaría el pelo y un lenguaje corporal muy dicharachero. Aunque, a cambio, su vestuario sí que dejaba clara su posición: el tradicional tocado de conchas que llevó su predecesor, decenas de collares conmemorando sus logros, una túnica (que en términos humanos parecía mas bien un delantal elegante) cubriendo su parte delantera... Incluso su arma de elección era una preciosa vara marina engarzada con una enorme gema de éter hídrico en lugar de algo más tradicional entre los suyos como una katana o un arco de agua.

Sus méritos para haber llegado a dirigir a los suyos eran evidentes: no solo era un gran luchador (tuve que comprobarlo yo misma en mi iniciación antes de que se ganara el puesto), sino que su intelecto era impresionante incluso para los estándares humanos. Sabio por delante de sus años, viajero y amante de otras culturas y probablemente el único de su raza capaz de usar nuestro lenguaje con soltura. Era normal que el puesto acabase en sus manos tan pronto.

―Tienes un gran talento para adelantarte a la llamada, amiga mía. ―Juntó sus manos en el tradicional sello de bienvenida. Le devolví el gesto―. Siempre me ha gustado eso de ti.

―¿Tanto me has echado de menos, Rida?

Aunque cualquier persona que creyese en el protocolo se enfadaría por ello, el kabaajin vino a darme un abrazo. Sin dudar un instante, se lo devolví. Eso sí, con cuidado de no dañarme con sus pinchos, que eran muy traicioneros.

―Aquí no hay muchos luchadores tan buenos como tú, he de admitir ―bromeó―. Pero tampoco es que me dejen batirme con ningún aspirante a estas alturas de la vida. Ya sabes. Aburrida burocracia.

―Menos mal que vengo a entretenerte de tanto en cuando, entonces.

―Me temo que hoy no va a ser uno de esos días.

―Ya he oído, sí. ―Agaché la cabeza, desanimada―. Pobre Daibasuke.

―¿Sabes qué le pasa?

―Tengo una leve idea, pero necesito que me proporciones toda la información que tengas disponible. ―Aproveché para sentarme. A pesar de estar en presencia del jefe de la tribu, había suficiente confianza como para adoptar una postura cómoda―. Por ahora solo soy capaz de intuir que hay algo que le está volviendo loco. Algo mecánico.

―Eso es. ―Apartó la mirada, apesadumbrado―. Un día vino de una de sus expediciones con un artefacto extraño. De hecho, lo primero que pensamos al verlo es que sería buena idea vendértelo por un módico precio.

―No me fío de vuestra definición de módico. ―Arrugué la nariz―. Pero prosigue.

―El caso es que, según los testigos, el artefacto empezó a emitir un extraño chirrido. Al principio, pensaron que era una peculiaridad de la máquina. Ya sabes, para ellos este tipo de artefactos son poco más que una fuente de ingresos, y nunca se han molestado en entenderlos. ―Paró para soltar un largo suspiro―. Sea como fuere, si la historia hubiera acabado ahí no estaríamos reunidos. Poco a poco, el muchacho empezó a perder la cordura. A aferrarse a la máquina como si le poseyera. A volverse huraño y agresivo.

―¿Hubo daños? ―quise saber―. Me topé con un varnu que...

―No, por suerte. Sin los límites de la mente protegiendo su cuerpo. tenía bastante más fuerza de la que podrías esperar de un adolescente. Pero no la usó para dañarnos. Solo quería huir y recluirse. Eso sí, cualquier intento por sacarle de ahí...

―¿Está bien?

―Eso nos gustaría saber. Sabemos dónde se ha asentado. Sabemos que sale de tanto en cuando para conseguir algo de comida, aunque es difícil seguirle la pista. Está extrañamente protector con su nueva morada y poca gente puede acercarse a comprobarlo.

―Déjame adivinar: no pueden comprobarlo porque se trata de un lugar importante para vosotros. Lo queréis fuera de ahí, pero os preocupa la forma de sacarlo. Quiero decir... si no fuera así, no habríais enviado una petición de ayuda a la superficie tan rápido. Queréis a alguien que entienda esa máquina y salve al chico, al fin y al cabo.

―Veo que tu intuición sigue igual de afilada que siempre, amiga mía. ―Sus ojos mostraron cierto orgullo―. Imagino que, con lo que te cuento, ya tienes toda la información que necesitas para terminar de montar el proverbial puzle. Aunque si quieres oír más, estaré encantado de...

Negué con la cabeza. No hacía falta: a esas alturas solo había un lugar que encajara con esa descripción.

―El templo del Dragón Marino ―contesté―. Hubiera preferido que mi primera visita fuera en otras circunstancias, pero no voy a rechazar una oportunidad así.