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Capítulo 1 - Mirei Rapsen

Con un chispazo, los cristales que colgaban del techo empezaron a perder su brillo, logrando que la penumbra se apoderara del pequeño taller. Por fortuna, los últimos rayos del atardecer aún se filtraban por las cristaleras e impedían que el perder la luz artificial nos dejara totalmente a oscuras.

No, era otra cosa la que me preocupaba.

―¡Mirei! ―La crispada voz de mi compañero resonó con fuerza por todo el taller―. ¿¡Qué demonios estás haciendo!? ¡La fragua debería tener suficiente éter como para durar hasta el fin de semana!

Incliné hacia arriba la máscara protectora que llevaba y dejé el soldador sobre el banco de herramientas. Desoyendo los gritos acusatorios, examiné un aún candente rastro de metal al rojo vivo que no había acabado de llegar a su destino y bufé con desgana.

―Si me hubieras preparado las baterías que te pedí, esto no habría pasado. ―Eché hacia atrás los hombros para estirarlos―. Es frustrante tener que trabajar con lo que poco que me das, Rory.

El aludido abrió la puerta. A pesar de la violencia con la que lo hizo, su mano libre seguía firme sujetando un vial luminiscente. Gracias a él, se podía ver todo el desaguisado de la estancia: trastos tirados por el suelo, herramientas desperdigadas por las mesas. Y alguna que otra marca de quemadura en las paredes de la que no me enorgullecía demasiado.

Sí, era fácil ver por qué desconfiaba de mí para estas cosas.

―La última vez que te preparé una acabaste abriendo un agujero en el techo.

Hice caso omiso a sus preocupaciones y le eché un buen vistazo con fingido desinterés.

―Eso que llevas ahí me vendría muy bien para... ―Me abalancé sobre el muchacho, que se limitó a dar un paso al lado cada vez que arremetía, danzando como si lo hubiéramos ensayado.

Rory se recostó contra la pared con una expresión amenazante mientras observaba un vial alquímico. Sabía con certeza que, si no hacía uso de ese lenguaje corporal, nadie le iba a tomar en serio. El hombrecillo, a pesar de haber alcanzado la treintena, era menudo como un adolescente. Tampoco ayudaba a su causa que sus lampiñas facciones no se hubieran afinado demasiado con los años ni que un montón de pecas recubrieran su tez pálida para dotarle de un aire de inocencia.

―¿Crees que eso va a funcionar conmigo? ―Aproveché mi ventaja de fuerza y altura para revolverle el pelo―. Ay, a veces pecas de iluso.

Si bien todo el conjunto del alquimista te hacía pensar en que no sería capaz de cumplir una sola de sus amenazas, sus poco naturales ojos dejaban claro cuándo no bromeaba. Aunque le costara admitirlo, estaba orgulloso del resultado del accidente alquímico que los tornó morados, el color del éter de afinación eléctrica.

―Ya sabes lo que necesito para sintetizar una carga para la fragua, ¿verdad? ―preguntó, sin dejar de fijar su mirada en mí.

―Unos doscientos gramos de cristal etérico elemental y... Un par de núcleos de monstruo ―repasé mentalmente―. Imagino que te vale cualquiera, por débil que sea. Dijiste que eran... ¿estabilizadores?

―Esa es la receta antigua. ―Dibujó una sonrisa de lado que me hizo pensar que no estaba tan enfadado como aparentaba―. Ahora también usamos carbón. O rocas volcánicas, pero imagino que no estás como para un viaje exprés a Kadrous ahora.

―Así que el purista de la alquimia tradicional ha aceptado mi turbina de vapor como fuente de energía auxiliar. ¡Ay, cómo crecen!

―Cuando tienes razón, tienes razón. No sé exactamente cómo va ese cachivache, pero el «sistema redundante» del que hablabas hace que una carga de la fragua sea capaz de durar casi el doble. Eso me deja más tiempo para mis experimentos... y más margen para poder ignorar tus trastadas.

―Entre esto y las mejoras de tu caldero, te empiezo a convencer. ¡Tío! ―Alcé los puños con energía―. ¡Tienes que dejarme probar mi último invento! ¡Venga, Rory! ¡Hazme una batería! ¡No te vas a arrepentir! ¡Prometo hacer las pruebas fuera de casa! Ya sabes, por si explota o algo.

―Por ahora voy a intentar acabar la cena de hoy. ―Alejó la fuente de luz de mi vista―. Quizá, si te portas bien, te prepare algo que sé que te va a servir para... Lo que quiera que estés montando ahí.

No culpaba al muchacho por ser incapaz de identificar lo que estaba haciendo. Para ser justos, tampoco lo tenía muy claro yo misma. Aunque también me dedicaba a inventar artilugios nuevos y a mejorar las infraestructuras que había improvisado, una parte importante del trabajo de una maquinista era recuperar tecnología desconocida para repararla y analizarla. ¿Pero acaso no era aprender la parte más divertida?

―Ah, por cierto, antes de irte... ¿puedes pasarte por mi parte del taller? Ya que tienes que salir, vas a llevarte otro recado.

―Empiezo a pensar que abusas de mí. ―Me levanté un mechón de pelo con un fuerte resoplido que esperaba que llegase a oír―. ¿También vas a necesitar que te coja algo de un estante alto porque no quieres sacar la escalerilla? ¿Que te levante en brazos para buscar un libro polvoriento?

No dignó mi broma con una respuesta.

Como era habitual, y en contraposición a mi garaje, el taller de Rory estaba totalmente impoluto. Todos los materiales estaban colocados en sus estantes correspondientes con una clara organización temática. A pesar de que las estanterías llegaban hasta el techo, no había un libro fuera de lugar y cada uno de los utensilios brillaba como los chorros del oro.

Pocas cosas rompían esa estética cuidada al milímetro. Solo tenías que saber dónde mirar si querías encontrarlas. Por ejemplo, el rincón donde dejaba las cajas y barriles con los últimos materiales que había encargado, pero que aún no había tenido tiempo a categorizar. También era fácil ver en qué estaba trabajando, pues sus calderos se agrupaban en el centro de la estancia y, en esa ocasión, el más pequeño de ellos emanaba una columna de vapor que llegaba hasta un tragaluz que había instalado en el techo. Por la acumulación de vaho de los cristales, diría que lo que estuviera cociendo en el perol llevaba horas a fuego lento.

Eso sí, si había algo que me llamaba la atención, era el olor dulce que provenía de uno de los hornos del fondo. Y es que, a pesar de nuestros continuos roces, tenía que admitir que era una bendición vivir con un cocinero tan bueno como él.

―De acuerdo, un par de minutos más y estarán listas. ―Comprobó su reloj de bolsillo con atención―. Te las vas a llevar calentitas.

―Eh, ¿no se supone que no teníamos energía?

―¿No te agradecí aún lo de los acumuladores etéricos? ―Sonrió maliciosamente al brillo rojizo del horno―. Sin ellos, me habrías arruinado más de uno y de dos asados. Debería encargarte más, ahora que lo pienso. Siempre es buena idea llenar algunos de éter níveo para conservar mejor los materiales orgánicos.

―¡Por mí, genial! ―Siempre recibía un encargo de buen grado, especialmente si me servía para que el alquimista me debiese algo―. Te los cambiaría gustosamente por...

―¡En fin! ―Palmeó el aire para acallar mi petición―. Aquí tienes, galletas de melocotón. ¿Podrías llevar unas pocas a Rapsen? Le prometí a Lilina que las tendría mañana, pero ya que vas a salir, puedes darle una sorpresa. Estoy convencida de que le hace ilusión verte.

―De acuerdo ―repliqué, dejando mi mano en su hombro con cariño. Sin duda, el aroma de los dulces había suavizado la discusión―. Pero no garantizo que lleguen todas intactas.

***

Aunque el sol ya había caído casi del todo, los cristales elementales que nacían del suelo emitían una tenue luz que algunos consideraban, simplemente, mágica. Los colores del éter afín se apoderaban sutilmente de la noche y, al mecerse con el viento, despedían pequeñas partículas que se desperdigaban en el aire. Con cuidado, extraje uno de color morado (la electricidad era lo mejor para alimentar las forjas) que parecía estar en las últimas fases de su crecimiento y lo introduje en mi zurrón. También me aseguré de enterrar un pequeño pedazo que había caído cerca para que originase uno nuevo en su lugar.

Un ambiente cargado de éter y la falta de luz natural también hacía más fácil que apareciesen pequeñas bestias en el camino. Por fortuna, la zona era lo suficientemente segura como para que las criaturas que camparan por ella fueran inofensivas. Muchas de ellas, a pesar de su naturaleza, se negaban a atacar si no se sentían amenazadas.

De hecho, pude ver a un par de niños intentando luchar con un monstruo de gelatina en lo que fingía ser un combate (si bien solo estaban jugando) que solo podría ganar el que tuviese más paciencia de los dos, pues los suaves apéndices de la criatura no eran capaces de hacer más que cosquillas y su elástico cuerpo encajaba cualquier golpe infantil con un divertido bamboleo.

Me daba un poco de pena tener que obtener los núcleos para alimentar la forja de bichitos tan adorables, pero no dejaba de ser la forma más segura y eficiente de recolectarlos. Además, la experiencia nos había dejado claro que permitirlos proliferar no era la mejor idea si queríamos preservar el pequeño ecosistema de la llanura.

―¡Ja! ¡Ya! ―Me sorprendió un grito. Cuando me quise dar cuenta, estaba salpicada de gelatina―. ¡Cuidado, Mirei! ¡Estás rodeada de monstruos!

Solté una risotada y honré las payasadas de la chica que me había alertado con unos ademanes teatreros. Al parecer, la joven decidió tomarse mis bromas como una invitación al combate, por lo que se abalanzó sobre mí con gran ímpetu.

―Lo malo de copiar mis movimientos, Lilina... ―Me deslicé unos centímetros hacia atrás y lancé a la muchacha al aire antes de cogerla en brazos―. Es que me los sé de memoria. ¡Vas a tener que improvisar si quieres pillarme desprevenida!

―¡Jo! ¡Eres demasiado rápida! ¡Y fuerte! ―Culebreó para soltarse de mi agarre―. ¡Pero seguiré esforzándome!

―¡Claro que sí! ―Flexioné los brazos para presumir de músculo. Era divertido ver cómo eso distraía la mirada de la adolescente―. En fin, supongo que imaginas qué me trae por aquí...

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―¡Lo huelo! ¡La comida de Rory! ―Intentó meter la mano en mi alforja―. ¿La traes ya? ¡No la esperaba hasta mañana!

―Digamos que le he hecho enfadar un poco y me toca hacer los recados antes de tiempo. ―Saqué la lengua―. Pero sí, he traído galletas para todos. ¿Puedo confiar en ti para llevárselas a Jenna?

―No garantizo que lleguen todas intactas.

―Es exactamente lo que dije yo antes. ―Le revolví el pelo―. Anda, será mejor que te acompañe.

Aunque todos los niños del orfanato Rapsen me adoraban, Lilina era capaz de llevarlo a otro nivel. Autodenominada mi aprendiza, venía de tanto en cuando a visitarme al taller para aprender de mi oficio, del de Rory (e intentar llevarse algún que otro dulce si podía), pedirme que la enseñara a luchar o, simplemente, para pasar el rato observando el día a día de nuestro pequeño negocio.

Su adulación no acababa ahí: poco a poco se había ido convirtiendo en una versión en miniatura de mí misma. De por sí, ya compartíamos una piel naturalmente bronceada y unos ojos de un dorado intenso. Y ya me había resignado hace años a que copiara mi habitual peinado (que no era más que una apretada trenza con algún que otro mechón desarrapado), pero en una ocasión casi fue capaz de engañar a Rory para que le sintetizara un tónico capaz de cambiar su habitual cabello azulado por mi tono exacto de lavanda. Y no había más que echarle un vistazo para ver cuánto se estaba esforzando en alcanzar mi musculatura, por mucho que su complexión no fuera idónea.

Al menos, tenía la cabeza lo suficientemente amueblada para no querer copiarme las cicatrices. O eso, o logré convencerla de que «había que ganárselas».

―Por cierto, ya que te has divertido dando puñetazos a gelatinas y poniendo todo perdido... ¿Podrías darme algunos núcleos? Son para Rory.

―¡Siempre los guardo para vosotros! ―replicó con una sonrisa de oreja a oreja, entregándome un puñado de piedras recubiertas en una sustancia viscosa―. Hoy he conseguido un montón entrenando las últimas técnicas que me enseñaste. De todos modos... ¡A ver cuándo me llevas con algo que no sea totalmente inofensivo, hermana! ¡Necesito un poco de riesgo en mi vida!

―Como si me necesitaras a mí para escabullirte. ―Le dediqué una breve mirada cómplice―. De hecho, veo que algunos de los núcleos de esta bolsa son de... Bueno, tú lo sabes mejor que yo.

―Pillada.

***

Aunque con los años se me hubiera quedado pequeño y no todas las experiencias que había tenido entre esos muros hubieran sido positivas, el orfanato Rapsen me acogió durante casi década y media. Así que, con poco más que mirar su destartalado portón, era capaz de traerme los mejores recuerdos. Era fácil señalar dónde Rory y yo habíamos hecho mella con una de nuestras trastadas, cuáles eran los lugares en los que creíamos que los mayores no nos encontrarían o qué muros habíamos tenido que reconstruir para que las nuevas generaciones no sufrieran tanto el desgaste del invierno.

La errática evolución de su estilo había acabado dando al edificio una identidad bastante única y llena de protuberancias mecánicas en una zona de la ciudad que, en su mayoría, aún se aferraba a las antiguas directrices de diseño de exteriores. Podía sentirme orgullosa: Rapsen era el único lugar de toda la periferia de Coaltean que despedía columnas de vapor y protegía sus portones y ventanales con láminas de metal automatizadas. ¡Y todo gracias a una servidora!

―¡Hola, Mirei! ―Una mujer lo suficientemente mayor como para ser partícipe de esa nostalgia compartida salió de detrás de su escritorio a darme un fuerte abrazo―. ¡No esperaba verte hoy! ¿Has venido a hacer las mejoras que nos dijiste en nuestra fragua?

―¿A estas horas, Jenna? ―Intenté separarme de la joven, pero me lo ponía difícil, por lo que me resigné a dejar la cabeza sobre sus rizos azabache―. No, solo venía a traeros un paquete del bueno de Rory. Pero vendré pronto, hay algunos agujeros que siguen sin arreglar y tengo algún que otro proyecto interesante que puede hacer la vida de todos vosotros más cómoda.

Jenna siempre había sido la tercera pata del maltrecho taburete que formábamos Rory y yo. A estas alturas de la vida no lo admitiría (y menos, delante de los niños frente a los que quería predicar ejemplo), pero en nuestra adolescencia nunca había dejado un plan sin ejecutar, por travieso o imprudente que fuera. Siempre cariñosa y gentil, la muchacha había sido maternal desde que tenía uso de razón y, quizá por ello, tomó la decisión de no acompañarnos a la aventura de nuestro taller.

―Bueno, va... ¡pero quédate un rato! Venga, cuéntame algún cotilleo. ―Noté cómo se le iluminaron los ojos al decirlo―. ¡Tenemos que ponernos al día!

―Aún me queda algún que otro recado y... Tampoco es que tenga mucho que decir. Sigo con mucho trabajo. Peleándome con Rory día sí, día también... A veces me pregunto por qué nos fuimos a vivir juntos, pero luego recuerdo que sería incapaz de subsistir sin un cocinero tan bueno y se me pasa.

―Creía que desde que se echó novio estaba más tranquilo, pero... ―Viró la mirada hacia otro lado, como evitando el tema que ella misma había puesto sobre la mesa.

―¡Ah! No, no funcionó... ¿No te lo dije? ―solté una carcajada―. Una semana, ni un día más ni uno menos.

―Quizá debería ir a ver qué tal está. ―Empezó a mover los ojos erráticamente, como con nerviosismo―. Ya sabes, para tomar un café. Ponernos al día. Esas cosas. Quizá...

―¿Y ese interés tan repentino? ―dijo Lilina con una mueca picarona―. ¿Es que quieres vol...?

―Esto es una conversación de mayores, señorita. ―La acusé con el dedo índice, pero no tardé en relajar la expresión―. Y sí, claro que quiere volver con él. Otra cosa es que lo quiera admitir.

―Sí, ya conozco la historia. ―La chica se hizo con una de las galletas y se recostó en una silla―. ¡Yo lo que quiero son detalles jugosos!

―¡Lilina! ―exclamó nuestra hermana en un intento poco exitoso de desviar la conversación.

Quizá fue mala idea pasarme tanto tiempo de risas con Jenna y Lilina, pero mi cuerpo me pedía un respiro de la mordacidad de mi compañero habitual. Por desgracia, cuando recuperé la noción del tiempo, ya se había cerrado del todo la noche y los cuidadores tenían que empezar a asegurarse de que los más pequeños estaban en la cama.

Y yo tenía que haber conseguido algo de carbón para alimentar la red etérica de nuestro hogar.

―Leña tendrá que ser ―me resigné, estirando los brazos hacia atrás con fuerza―. Lo siento, amigo, te va a tocar transmutarla a ti.

***

Instintivamente, saqué un cuchillo de supervivencia de la bolsa nada más entrar al bosque. No era demasiado habitual, pero ya había tenido algún que otro encontronazo con criaturas menos afables que las que te podías topar en las llanuras. Además, sin un hacha o un serrucho, mi fiel filo dentado era lo único que me iba a permitir llevarme algo de madera.

Los árboles nuevos no eran adecuados para producir carbón de calidad (la madera era más flexible de la cuenta y, según Rory, su composición era demasiado acuosa), así que recorrí el riachuelo que me guiaría al manantial del centro del bosque. Inspiré aire con fuerza. El frescor del éter hídrico y el aroma de las flores locales me relajó. Incluso me hizo desear quedarme un rato más, pero estaba completamente segura de que Rory no se lo tomaría nada bien y ya estaba llevando al límite mi suerte.

La luz de las lunas se filtraba de forma sutil entre las copas de los árboles, pero conforme me adentraba en el corazón del bosque estas se hacían más densas. Empezaba a necesitar algo de luz artificial, así que extraje una pequeña linterna de entre mis enseres. Era un diseño simple, pero del que me sentía orgullosa: dos cilindros guardaban unas soluciones que, al juntarse, empezaban a brillar y una lente focalizaba el haz.

Eso sí, no contaba con que uno de los depósitos se hubiera secado. Al parecer, la tapa no cerraba bien del todo después de haberse llevado un golpe.

Necesitaba un plan B. Y un mundo en el que casi todo está cargado de brillante éter era un buen compañero para una alquimista amateur que también era experta en supervivencia. Sin pararme mucho a pensarlo, corté uno de los juncos que crecían en la orilla del río y le hice un par de pequeños cortes en los laterales. De por sí, emitía una luz que podría orientarme, pero al espolvorear uno de los reactivos de Rory sobre los tajos, la luz se tornó casi cegadora. No tenía más que introducirlo en el cilindro y dejar que la lente hiciera su trabajo.

―¡Perfecto! ―dije en voz alta, aunque nadie pudiera oírme―. Ahora solo queda encontrar...

Un gruñido me interrumpió. Por su estruendo, lo razonable sería huir en dirección contraria, hacerme con algo de madera y volver a casa. No obstante, poco después, se sumó un grito agresivo. No parecía pedir socorro, pero tenía claro que abandonar a alguien a su suerte iba a pesarme en la conciencia.

Suspiré con resignación y salté a escalar el árbol más cercano.

―¡Desiste, bestia! ―amenazó una voz masculina―. ¡Si no retornas a tu morada, no tendré reparos en hacerte perecer!

Cuando llegué, un hombre embutido en una aparatosa armadura mecánica blandía una espada de filo candente ante un monstruo emplumado que le triplicaba en tamaño. Por su postura, tenía claro que su esgrima sería suficiente para salvar la situación, pero no podía quedarme de brazos cruzados.

―Los varnus no son agresivos por naturaleza ―le avisé desde la distancia―. De hecho, en estas fechas deberían estar hibernando. ¿Qué le has hecho para que se ponga así?

―Largo ―se limitó a responder. No tardé en darme cuenta que no se dirigía a mí―. Sé lo que pretendes hallar. No te calmará destruirlo. Abandona el lugar y yo mismo lo haré parar. Mas si me desoyes... Me veré forzado a acabar con tu sufrimiento a la fuerza. No deseas eso, ¿verdad, criatura?

Los varnus eran incapaces de entender el lenguaje humano, pero el extraño caballero se dedicaba a frenar cada uno de sus ataques y puntualizar cada estocada con una nueva amenaza que nunca llegaba a cumplir. Podía intuir que le preocupaba la vida silvestre, pero no acababa de tener en consideración los posibles daños colaterales del combate. Además, ¿a quién se le ocurría batallar en un bosque con una espada capaz de incendiarlo en un descuido? ¿Acaso...?

El intercambio entre el guerrero y el monstruo me estaba poniendo de los nervios. Tenía que interrumpirlo de alguna forma y tenía que hacerlo rápido. Aún preocupada por la extraña situación, saqué uno de los viales que escondía el cinto de mi alforja y vertí parte de su contenido sobre la punta de mi cuchillo.

―Brazos, para qué os quiero. ―Centré mis miras en la desprotegida espalda del enemigo y arrojé el arma con todas mis fuerzas―. ¡Cuidado, tío!

La hoja impactó justo entre los dos hombros de la bestia. Su reacción inicial fue tan violenta como podía esperar de una bestia que sufre un corte, pero el espadachín supo aprovechar la confusión de su enemigo para apartarse y dejarle agotar sus fuerzas destrozando el árbol que tenía detrás de él.

―Mira, al menos me voy a ahorrar la parte de cortar la leña ―solté una carcajada, satisfecha―. Y ahora...

Entre el arrebato de furia y el potente somnífero que le había administrado con ella, el varnu se desplomó agotado. Como la situación ya era segura, bajé de un salto del árbol y recuperé mi arma, limpié los restos de sangre de su hoja y me dirigí al espadachín.

―Sigo esperando explicaciones.

Pude echar un vistazo al muchacho mientras aguardaba una respuesta. A pesar de que sus facciones afiladas estuvieran decoradas con una cuidada barba y algunos puntiagudos mechones de color blanco se escondieran entre su oscuro pelo, había algo juvenil en su aspecto.

Si tuviera que apostar todo a un número, diría que aún estaba entrando en la veintena, por mucho que intentara disimularlo con su forma de actuar.

―¿Hola? ―Agité las manos por delante de su cara, pero se limitó a fijar sus ojos azules en mí, como si estuviera esperando algo―. Bueno, si no te importa, he venido a por leña, así que...

Asumiendo que el monstruo habría dejado los pedazos de madera llenos de astillas, me puse un guante protector, seleccioné los que tenían mejor pinta y los guardé en una pequeña bolsa de lona. También me hice con una extraña pieza metálica que encontré entre el destrozo del árbol. Me paré a observarla: era distinta a cualquier cosa que hubiera visto antes, con unos extraños surcos brillantes en sus laterales que se dirigían de forma angular hacia las partes externas con un trazado perfectamente cuidado.

―En efecto, me encuentro ante lo que alteró a la bestia ―se dignó por fin a decir el caballero―. Justo como esperábamos. Si bien su tamaño no es notorio, su huella energética es claramente la de una...

―No sé de qué me hablas, chaval. ―Podía intuir que no era a mí a quien se dirigía, pero decidí responder de todos modos―. Me encuentro trastos como este casi todos los días. Si sabes lo que es o te interesa tenerlo... Puedo cambiártelo por unas respuestas.

El hombre dio un par de pasos en dirección contraria y se llevó el dedo índice al oído izquierdo, como intentando ajustar algo.

―No, mi señora... ―dijo en voz baja―. Hállome consciente de la situación. Sí, tenéis razón, mas debería es... Con todos mis respetos, mi señora, no considero que...

―¡Eh, colega! ―grité para llamar su atención, pero no sirvió de mucho―. ¿Qué se supone que estás diciendo?

―De acuerdo, dispensadme. ―Agachó la cabeza―. ¿Debería? Comprendido. Como deseéis.

El hombre se encaró en mi dirección, endureció su expresión facial y, por fin, dedicó unas palabras que se dirigían hacia mí.

―Consideradlo un presente de mi señora, Mirei Rapsen. ―Palpó la extraña pieza hasta que se sintió satisfecho―. Mas si me permite...

Cuando dio con su objetivo, trazó lo que por un instante pareció media sonrisa en sus labios. De repente, el ambiente se sintió algo más ligero. O todo lo ligero que podría ser cuando un desconocido te llama por tu nombre sin que se lo hubiera dado.