―Joven Lilina. Puedes esperar. Maestra Mirei, ya sabes camino. Normalmente acompañaría, pero tengo que vigilar.
Mirei dejó la habitación y mi mente empezó a vagar para distraerme de una situación que me estresaba bastante más de lo que estaba dispuesta a admitir. ¿Estaba allí porque confiaba en mí lo suficiente como para dejarme sola o me había dejado en esta habitación para que un anciano kabaajin hiciera de canguro?
No... no se trataba de ninguna de las dos cosas. Lo que me estaba dando era una oportunidad. Me golpeé las dos mejillas al unísono (llamando la atención del portero más de lo que me hubiera gustado) y me puse en pie de un salto. ¡Solo era un combate de evaluación! ¡Estaba bien entrenada! ¡Claro que podía con ello!
Pero... ¿cuáles eran las costumbres de combate aquí? ¿Iba a tener que batirme a puñetazos? ¿Valdría cualquier cosa en la que fuera experta? Pensé en las provisiones que había traído conmigo. No llevaba ninguna hoja de más de quince centímetros encima. ¿Tendría que batirme en duelo a muerte con cuchillos? ¡No! ¡Claro que no iba a ser a muerte! ¿Por qué estaba pensando tantas estupideces? Sería un combate limpio y justo. Mirei dijo que los kabaajin eran una raza honorable.
―Maestro Montaro. Joven Lilina.
La voz de una joven kabaajin ataviada con un básico traje de combate de tela atado con un cinturón trenzado de color negro interrumpió mi hilo de pensamiento. Al echarle un vistazo rápido, me pregunté cómo se diferenciaban los machos y las hembras de su especie. Sí, había algún rasgo que me podía dar una idea (esa melena de escamas podía evocar algo de feminidad si la intentaba traducir a términos humanos), pero por lo demás, no era muy distinta al guardián de la puerta.
Era mucho más menuda que él, eso sí. A pesar de las altas sandalias de madera que llevaba, seguía estando media cabeza por debajo de mí. Mi cabeza se llenó sobre preguntas sobre su fisiología, pero la voz de mi hermana resonó en mi cabeza, diciendo que quizá tendría que haber leído un poco sobre los habitantes de la Cala antes de apuntarme a la aventura tan a la ligera.
Aparté la mirada de repente, algo avergonzada de haber estado fijando mis ojos en ella durante tanto rato.
―Joven Lilina ―dijo el guardián de la puerta, no muy preocupado por mi incómoda reacción―. Conoce Minarai. Joven estudiante de escuela kabaajin. Ella tu rival, futura compañera en Abakh.
―E-encantada. ―Al ver que la muchacha se inclinaba hacia delante, repliqué el gesto con torpeza―. ¡Yo soy Lilina! Bueno, eso ya lo sabes... ¡Vengo de Coaltean! ¡Gracias por permitirme batirme en duelo contigo! ¡Es mi primera vez!
―Seré suave con novata. ―Soltó una risilla que, de no ser por la inocencia infantil de su tono, habría sonado sardónica―. Feliz de luchar joven humana.
Montaro comenzó a hablar en lo que asumí que sería la lengua local. Aunque intenté poner el oído, las diferencias fonéticas eran tan grandes que ni siquiera podía inferir el tono, pero algunos gestos y ademanes eran lo suficientemente universales como para saber que se trataba de algún tipo de advertencia.
―Normas de duelo ―volvió a hablar en el idioma humano―. Solo cuerpo y armas kabaajin. No armas humanas. No magia líquida. Tampoco magia cristal. Perdedor derribado que no se puede levantar.
―¿No magia cristal en armas? ―Minarai parecía decepcionada―. ¡Duelo de niños!
―Eres niña. ―Montaro acercó su cabeza a la aprendiza estirando su cuello―. Invitada también.
―¡Ya mayor! ―La expresión facial que portaba era claramente de decepción, pero podía empatizar con su sentimiento―. ¡Creía que primer duelo con humana sería real!
―Aún estudiante, aunque fuerte ―aseveró, haciendo danzar su dedo índice en el aire―. Solo dos meses para graduar. Esto es favor a Maestra Mirei. Así, dos aprenden. Oponentes que nunca han luchado.
La muchacha no respondió, pero se quitó el ornamentado tridente que llevaba enganchado en la espalda y lo dejó frente al anciano con delicadeza. Acto seguido, abrió un arcón del que sacó dos sais hechos de coral y los zarandeó en el aire durante un corto rato, como si estuviese intentando calcular su peso. A pesar de su apariencia frágil, eran bastante rígidos y se movían bien en el aire. No obstante, no se convenció por ellos hasta que entrechocó la punta central de uno contra las laterales del segundo, produciendo un sonido claro y relajante.
―Por favor, Joven Lilina. Deja cosas aquí. Para duelo justo, ambas usaréis traje de entrenamiento.
Obedecí sin rechistar y me hice con unos ropajes que pensé que se aproximarían a mi talla. A pesar de haber pasado un tiempo guardados en un cajón junto a un montón de armas, estaban limpios y desprendían un olor suave y placentero.
―¿Dónde puedo...? ―Miré hacia los lados buscando un lugar en el que ocultarme.
―¡Oh! ¡Claro! ―reparó el portero―. ¡Pudor humano! ¡Siempre olvido!
El anciano se levantó de su esponja marina y movió el biombo que tenía detrás para ponerlo cubriendo gran parte de una esquina.
―Puedes usar calzas humanas, si deseas. Muchos quejan cuando piernas arriba y nosotros vemos partes privadas para ellos. No nos importa, pero ellos avergüenzan.
Era bastante extraño (aunque sorprendentemente cómodo) llevar un traje de entrenamiento que dejase brazos y piernas libres, pero el resto se ceñía sorprendentemente bien gracias a los diversos cintos que colgaban de él. Imaginé que su propósito era el poder ajustarse a caparazones de distintos tamaños, pero si los cerrabas completamente podían encajar en la espalda de una adolescente humana. No obstante, sí que decidí mantener mi calzado original, ya que el peso de la madera me desequilibraría y no era el mejor momento para adaptarme a ello.
―Buen porte ―apreció la muchacha al echarme un vistazo de arriba abajo―. Solo resta elegir arma, podremos comenzar.
―Quizá necesite un poco más de tiempo para eso. ―Me avergoncé, abrumada por la cantidad de opciones disponibles―. Espero que eso no sea un problema.
Tras un incómodo rato en el que sentía cómo todos los ojos me acusaban por mi indecisión, supe elegir el arma que creía que me podía dar una oportunidad frente a mi rival: una sinuosa lanza marina. No era la versión del arma que los humanos estábamos acostumbrados a blandir, ya que contaba con conchas en los laterales para hacer las veces de guardia, pero me las apañaría con ella. Además, su borde de metal rojizo llamaba mi atención.
El recordatorio de los términos del duelo fue breve: el objetivo era la sumisión y cualquier acto que pusiera en peligro nuestra integridad supondría la descalificación inmediata. El árbitro se reservaba el derecho a parar el combate en cualquier momento y, si lo estimaba oportuno, era libre de solicitar rondas adicionales para ajustar su juicio.
―Adelante.
Minarai se mantuvo defensiva: adelantó uno de sus pies y cruzó las puntas centrales de sus sais. Su mirada me invitaba a ser yo quien realizara el primer asalto, y tenía tantas ganas de enzarzarme en combate que no pude negarme a esa provocación.
Salí corriendo hacia delante con la intención de sorprenderla con una finta y golpearla desde el lateral, pero su reacción fue inmediata y paró la lanza sin esfuerzo con una sola de sus armas, retorciéndola hacia dentro para que no pudiera recuperarla.
El duelo no había hecho más que comenzar y ya estaba en una posición de desventaja. Si no se me ocurría algo rápido, podría tirar de mí hacia arriba y dejarme colgando (o peor aún, desarmada al principio del combate), así que tenía que reaccionar rápido. Echando un vistazo fugaz, pude atisbar cómo su cuello serpenteaba indeciso, por lo que aproveché el momento para propinarle una patada en el costado que hizo que su firme agarre se distrajera y una de sus armas volara hacia arriba.
Podría haber aprovechado para intentar hacerme con el sai volador, pero a juzgar por las capacidades de mi oponente, iba a ser una estrategia más que arriesgada. En su lugar, aproveché el momento de confusión para recomponerme y adoptar una posición defensiva para anteponerme a cualquier clase de ataque.
Intenté adelantarme a sus acciones y pensar en su reacción más probable. ¿Recuperaría el arma y vendría a la carrera a por mí? Entonces, lo que debía hacer sería parar su acometida con las guardias de concha y aprovechar ese momento de desequilibrio para atacar. Sí. Eso funcionaría.
No obstante, mi falta de costumbre con su raza me volvió a dejar en evidencia: no tuvo más que estirar uno de sus largos brazos para recuperar el arma en un instante. Y se dio cuenta de cuán atónita me había quedado, porque aprovechó el momento de distracción para lanzar hacia mí la que tenía en la otra mano. Para cuando pude darme cuenta de su treta, el tiempo que tenía para reaccionar era tan escaso que el improvisado bloqueo de última hora me hizo perder la planta. Y, en esa situación, sólo tenía que lanzarse contra mí y, muy probablemente, me habría derribado.
Pensé rápido. O, al menos, todo lo rápido que me podía permitir cuando mi equilibrio flojeaba y una serpiente tortuga entrenada para el combate se lanzaba contra mí. Si incluso los niños eran tan talentosos, no me atrevía a imaginar cómo Mirei pudo vencer a uno de sus expertos.
Aproveché la inercia que amenazaba con hacerme caer y clavé la lanza en el arenoso suelo para usarla de punto de apoyo. Enganché uno de mis pies a ella y salté en dirección contraria aprovechando la fuerza del giro. Tenía un margen muy justo, pero mis cálculos me permitieron (¡por los pelos!) saltar fuera del área de placaje.
―Uso poco común ―la kabaajin soltó una carcajada―. Pero ahora, sin arma.
Lanzó uno de sus sais mientras recobraba la postura. Esta vez estaba más preparada y me agaché por debajo de su trayectoria. Intentó golpearme con el otro y, al ver que tampoco tuvo éxito, se hizo con la lanza que estaba clavada en su posición.
Sabía que si me daba la vuelta para intentar hacerme con las armas que había lanzado Minarai estaría en desventaja; en el mejor de los casos, dejaría mi espalda desprotegida ante un ataque más que certero. No, la única opción que me mantendría en la refriega era enfrentarme a una lanza con las manos desnudas.
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Si hubiera tenido mi alforja a mano, seguro que habría podido salir del brete... Pero no podía depender siempre de la alquimia. Tenía que valerme por mí misma en esa prueba. Así que usé la única herramienta que me quedaba: pensar.
«¿Qué haría Mirei?» era una pregunta tan buena como difícil de responder, y el tiempo apremiaba. Así que decidí la no tan validada estrategia opuesta: el «¿qué haría que Mirei se enfadara conmigo?» Tenía que ser algo lo bastante creativo como para funcionar. Una solución imprevista a un problema apremiante. Un riesgo innecesario que rompiese en mil pedazos las normas establecidas.
Susurré un «lo siento, hermana», para mis adentros y la solución apareció en mi mente. Tenía que ser pragmática, fuerte e inesperada. Así que, con todas mis fuerzas, empecé a correr en su dirección y... me deslicé célere por el suelo con la esperanza de que un golpe inesperado en uno de sus pies la hiciera caer de bruces al suelo y me proporcionara el respiro necesario para recuperar mi ventaja.
Sorprendentemente, funcionó. Al impactar contra su pie derecho, la chica perdió su estabilidad y no tuvo tiempo para reaccionar antes de caer de frente. Pero la inercia que llevaba no era suficiente como para cruzar bajo sus piernas y, cuando se desplomó contra el suelo, yo aún estaba debajo.
Y así fue como aprendí, a las malas, que los kabaajin eran bastante más densos que los humanos.
―Buen intento ―se limitó a responder mientras bloqueaba mis esfuerzos para levantarme de nuevo rodeándome con sus brazos―. Pero deberías haberte apartado cuando a tiempo.
Pataleé con todas mis fuerzas, pero el combate ya estaba perdido. Mi mal cálculo me había puesto en la posición exacta que me llevaría a la derrota.
―Buen trabajo, Minarai. ―Montaro parecía divertido por la exhibición―. Contaré hazaña a instructor.
Mirei iba a estar decepcionada conmigo, ¿verdad?
Me levanté desganada y me incliné, dispuesta a disculparme por mis errores. No obstante, cuando comencé a hablar, el kabaajin me siseó para interrumpirme.
―Derecho pedir segunda ronda, ¿no? ―Sonrió afablemente, y mi vergüenza se esfumó de un plumazo―. Joven Lilina... Potencial. Quiero ver más. Si Minarai de acuerdo.
―Demasiado fácil ―bufó la joven―. Claro quiero más. Chica no acostumbrada luchar con kabaajin. Poco justo.
Sonreí tímidamente y me sacudí la arena del traje. Me dirigí a recuperar las armas del suelo, pero una estruendosa campana me ensordeció.
―Más visitantes. ―El portero no parecía muy sorprendido―. Quizá alguno ofrecer ayuda con problema. Aguardad.
***
Habían pasado al menos quince minutos desde que Montaro subió a la superficie y aún no había noticias de él. La muchacha que me acompañaba empezaba a mostrarse impaciente mientras miraba su tridente.
―Voy subir ―dijo de repente agarrando con fuerza el arma, que se iluminó ligeramente unos instantes―. Quedad aquí.
Me negué con muchos aspavientos. Sabía perfectamente que eso iba en contra de las reglas que Mirei me había impuesto, pero... No pensaba quedarme esperando sola en una situación así. Si era peligroso, tampoco podía dejar que una estudiante fuese la única en asistir.
―No tarea mía convencerte. ―Se encogió de hombros, haciendo danzar todas las articulaciones de sus brazos―. Además, buena luchadora. Coge cosas, pues.
Me enfundé rápidamente el cinturón de herramientas y me colgué la alforja del hombro; no había tiempo para ponerme el complicado equipo de exploración submarina de nuevo. Acelerada (y algo más emocionada por un posible altercado de lo que estaba dispuesta a admitir), subí las escaleras de caracol a zancadas tras la nativa.
Mientras abríamos la esclusa, se escuchó un alarido de dolor. ¡Montaro estaba en peligro!
―Oh, parece que alguien nos ha abierto la puerta ―una voz femenina algo quebrada parecía divertirse―. ¿Ves, Giro? Solo había que hacer algo de ruido.
―¡Montaro! ―gritó la estudiante―. ¿Qué pasado?
Intentó responder en su lengua, pero un alarido se interpuso en su garganta.
―Varas eléctricas ―expliqué al ver los aparatos que sostenían los atacantes―. Así que incluso unos bandidos del tres al cuarto pueden hacerse ya con unas.
―Ha sido una buena inversión ―aclaró el tal Giro, zarandeando la suya con orgullo y una mirada sádica. Acto seguido se apartó un mechón de pelo de la cara―. Las criaturas del agua no se llevan muy bien con ellas, ¿no, Zacchi?
―Me ofende que me llaméis bandida. ―La mujer hizo unos gestos teatreros, sin dejar de presionar la punta de la vara contra el portero―. Me gusta más el término «aventurera del pillaje». Es fácil: abridnos, nos llevamos unos cuantos objetos de valor y nos marchamos.
Sin hacer mucho caso a la palabrería de la ladrona, cogí uno de los frascos que colgaban del cinturón y le di un trago. Dejé el resto en las manos de la confusa estudiante y me lancé hacia los intrusos con la navaja que había afanado esa misma mañana al molesto empresario.
―¿Quieres bailar, jovencita? ―El hombre respondió a los tajos con unas esquivas casi coreografiadas―. ¡Con mucho gusto!
No tardó en propinarme un buen puñetazo en el estómago mientras evadía los cortes. Por la expresión de sus alegres ojos verdes, parecía que estaba divirtiéndose.
―¡Giro! ¡Deja de hacer el imbécil y encárgate de ella!
―¡Nunca me dejas pasármelo bien, Zacchi! ―Volvió a apartarse el pelo hacia el lado con una mueca divertida―. De acuerdo...
El muchacho se movió con una presteza que superaba fácilmente cualquier movimiento que pudiera hacer. Casi sin que pudiera reaccionar a ello, cogió la vara eléctrica y la presionó contra mi cuello, recorriéndolo con cuidado.
―Ya sabes lo que hace esto, ¿verdad? ―No tuvo que dar más explicaciones, pero hizo que su pulgar jugueteara sobre el botón―. Así que... Haced lo que digamos y no tendremos problemas.
―Tengo una idea mejor... ―Me llevé de forma poco disimulada la mano a la alforja―. No.
Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. En primer lugar, el villano pulsó el interruptor que haría que la vara lanzara una descarga. Como era de esperar, sus músculos se relajaron al sentir que estaba en control de la situación. Pero las chispas, lejos de hacerme el daño que podía esperar, se limitaron a rodar por mi cuello. Poco a poco, empezaron a deslizarse hacia el suelo como si de gotas de agua se trataran, ante la reacción atónita de mi rival.
Aproveché la distracción para verter un vial a sus pies, di un salto hacia atrás antes de desplegar de nuevo la navaja y arremetí de nuevo con ella. El hombre parecía creerse de nuevo liderando la danza, pero el mejunje no tardó en adherir sus pies al suelo, impidiendo en gran medida su capacidad de esquivar los tajos.
Ya lo tenía donde quería: a pesar de la obvia diferencia de habilidad física, ahora el que tenía un arma flirteando con su cuello era él. No obstante, no me hubiera gustado tener en mi conciencia el deshacerme letalmente de un mala vida como él (ni de llevarme una bronca de Mirei por ello), así que cambié de estrategia y le sorprendí con un puñetazo en la cara con el que planeaba dejarle inconsciente.
Por desgracia, mi fuerza no fue suficiente (algo que quizá debería haber asumido por nuestra diferencia de complexiones), así que tuve que complementarlo con uno de los viales de mi cinturón.
Y, sin mucho más esfuerzo, el imponente bandido acabó sedado en un pegajoso charco gracias al poder del ingenio humano y la alquimia. Incluso me tomé unos instantes de más para presumir delante de la que antes había sido mi rival.
―He de admitir ―apreció la kabaajin, aunque paró para dar un trago al resto de la poción―. Eres mejor que creía. Digna aprendiza de Maestra.
―¡Eh! ¡Que sigo aquí! ―La bandida, indignada, dio otra descarga al pobre Montaro, que se retorció de dolor―. ¡Me da igual lo que le hagáis a ese inútil! ¡Soy yo quien tiene el rehén! ¡Y vais a hacer exactamente lo que diga!
Me lancé instintivamente a por ella, pero Minarai se interpuso.
―Ya visto magia líquida. ―Me guiñó el ojo―. Sorprendente ingenio humano. Pero ahora, tú, ¡mira magia cristal!
En primer lugar, placó con uno de sus pinchudos hombros a la mujer antes de que pudiera reaccionar. Para sorpresa de nadie, su intento de defenderse con una descarga fue inútil, por lo que se deshizo de la vara y sacó una espada corta de su cinto.
Aproveché para atender al kabaajin herido. Por suerte, la mayoría de las heridas eran quemazones externas que podía tratar con uno de los ungüentos que llevaba encima. El anciano era mucho más resistente de lo que su edad indicaba y, probablemente, habría vencido a los asaltantes sin problema de no ser por el elemento sorpresa de las varas eléctricas.
―Atenta a lucha. Interesante lección. ―Hizo que el cuello se bamboleara para señalar―. Curación después.
Minarai empuñó el tridente e hizo que los ornamentos se iluminaran de un característico tono azulado. Éter hídrico, si no iba mal errada. De repente, la humedad del ambiente comenzó a condensarse alrededor de los tres dientes del arma en lo que parecía una esfera de agua.
―¿Vas a... mojarme? ―se burló la intrusa―. Esto es terriblemente triste. Me da incluso pena darle una paliza a una niña y sus juguetes, pero que no se diga.
La «niña» no se tomó la provocación a la ligera y concentró más la energía del arma. No era una experta en la materia (y definitivamente, nunca lo había visto en acción hasta ese momento), pero sabía que las cuatro tribus eran capaces de conectar el éter de su cuerpo con uno de los elementos básicos a través de los cristales. Según Rory, eran capaces de hacerlo de forma natural, sin necesidad de un catalizador alquímico o mecánico como teníamos que hacer los humanos.
Aun así, muchos se ayudaban de armas para aunarlo a una disciplina marcial y optimizar sus resultados, pero en realidad lo único que requerían era tener un cristal lleno del éter de la afinidad adecuada cerca de ellos.
―¡Sayu, Dragona del Agua! ―clamó en un grito desgarrador―. ¡Dame tu fuerza!
Giró el tridente en el aire y el cristal empezó a extraer más agua del ambiente. Unos anillos hídricos comenzaron a rodear la cabeza del arma. Sin mediar más palabra, atravesó el aire con sus pinchos.
―¡Minarai! ―Montaro parecía enfadado. Por algún motivo, usó el idioma humano para que yo fuera consciente de que lo que estaba haciendo no era bueno―. ¡Minarai, tienes prohibido...!
En el último momento, cambió ligeramente la trayectoria con una mueca de decepción. Pero el resultado de la «magia cristal» no cambió: el agua empezó a concentrarse en un haz a presión que salió disparado con fuerza en dirección a su rival.
El pequeño desvío evitó que el torrente cruzara su pecho, pero le cercenó un brazo de cuajo, que impactó contra el límite de la burbuja muchos metros más atrás. La herida, aunque limpia, sangraba con fuerza. La bandida tardó un poco en reaccionar, pero el bramido que emitió por el dolor debió escucharse con aún más fuerza que la campana de la entrada.
E, instantes después, sus ojos se pusieron en blanco, como si hubiese echado toda su fuerza por la boca antes de caer inconsciente sobre un charco de su propia sangre.
―¡Joven Lilina! ¡Salva su vida! ―apremió el anciano―. Será bandida, mas...
Comenzó a gritar con furia en su idioma. Y me asusté un poco. Nunca hubiera imaginado que un anciano tan afable pudiera enfadarse hasta el punto de que una reprimenda suya fuera tan aterradora sin entender siquiera sus palabras.
O quizá no entenderlas fuera lo que me asustaba.
***
Por suerte, pude cauterizar la herida de la mujer antes de que acabara por desangrarse. Le hice beber un tónico reconstituyente a la fuerza y, una vez estabilizada, me la eché al hombro para «darle los mejores cuidados posibles» en los calabozos de Abakh. Era un poco triste ver a dos bandidos tan jóvenes así de maltrechos y vestidos con harapos en una mazmorra, pero respiré aliviada pensando que seguía siendo mejor que un destino letal.
―Justicia humana decidirá ―me informó―. Por ahora, nosotros guardianes. He de comunicar Ridamaru, pero él con Mirei. Respecto Minarai... Instructor decidir castigo. Arma cristal requisada mientras.
―¡No es justo! ―protestó, dejando el lugar con furia―. ¡Defendía Abakh! ¡Deberías felicitar fuerza!
―En cambio, Joven Lilina... ―Me miró de arriba abajo―. Ahora Aprendiza Lilina. Muy impresionado con lucha arriba. Quizá no suficiente fuerte sin magia líquida, pero inteligente y responsable. Buena mente en cabeza, como de Maestra.
―¿Puedes poner eso por escrito para Mirei? ―Una vez la adrenalina del combate había empezado a disiparse, pude reír de nuevo―. Seguro que no se lo cree si se lo digo yo.
Uno de los kabaajin que vigilaban la mazmorra se acercó a nosotros con una bolsa de cuero. Dijo algo en su lengua a Montaro. Intenté preguntarle algo, pero no parecía entender nuestro idioma.
―Pertenencias de bandidos ―tradujo―. Creo has ganado derecho a ellas en combate. Tradición kabaajin.
A primera vista, no había mucho de especial interés aparte de las varas eléctricas: el equipo de exploración submarina, algunas armas pequeñas, la espada de Zacchi (que, sabiendo que no iba a poder blandir de nuevo, también me agencié) y dos tarjetas metálicas. Ambas mostraban una nítida instantánea de los bandidos, pero bastaba con echar un vistazo para saber que las personas que habíamos arrestado no eran el Conde de Smarahild ni la Duquesa de Kaegsord. De hecho, no estaba segura de que eso fueran lugares reales siquiera.
Pero lo que más me llamó la atención era el club del que les acreditaba como miembros.
―¿Casa de subastas Tennath, Coaltean? ―sonreí con malicia―. Habrá que hacerles una visita.