Eché un vistazo a la mesa. Con la pasión por el orden que le caracterizaba, Rory había dispuesto sobre ella un abanico de soluciones alquímicas que podían sernos útiles de cara a una infiltración: bombas de humo, bengalas cegadoras, tónicos de acolchado acústico, somníferos y...
―¿Caramelos? ―solté una risilla―. ¿Tan mal me huele el aliento como para que sea un riesgo para la misión? Podrías habérmelo dicho.
―Es uno de mis últimos experimentos ―explicó el alquimista―.En realidad, no son más que tónicos muy reducidos en una solución cristalina ―y, tras un breve silencio, añadió― y algo de fruta, por darle sabor. No he tenido tiempo a preparar todos los que quería, pero los rojos te permitirán recuperar tus fuerzas y los verdes acelerarán un poco la circulación de tu sangre para volverte un poco más ágil durante un rato.
―¡Oh, manzana ácida! ―apreció Mirei tras olisquear uno de los últimos―. ¡Me encanta!
Rory tuvo que lanzarle una mirada acusatoria para que no se lo comiera a la ligera. Sí, la maquinista había logrado cierta tolerancia a algunos venenos gracias a esa afición suya de la cata furtiva, pero esa tarde no era la mejor para experimentar con su inestable equilibrio etérico.
Aun así, fingió que se resistía a su reprimenda para hacerle rabiar y, cuando se acercó lo suficiente, lo envolvió en una llave abrazo para revolverle el pelo.
―Eres consciente de lo que estás a punto de hacer, ¿verdad? ―Su mirada se tornó hacia mí de repente―. Colarse en la mansión de los Tennath no es precisamente un paseo por el parque.
―Me he ganado el derecho a vuestra confianza, ¿no creéis? ―Flexioné los brazos, aunque no fuera a impresionar a nadie con ello―. De verdad, estoy lista. Me han enseñado los mejores.
Di un par de pasos de baile en torno a mis hermanos mayores, canturreando por el camino. No podía (ni quería) ocultar lo emocionada que estaba con la idea de que por fin contaran conmigo para algo así.
―Aunque seas una jovencita rebelde incapaz de obedecer órdenes simples, la evidencia es innegable. ―La maquinista se encogió de hombros, incapaz de rebatir nada―. Lo hiciste bien en Abakh, sí. ¿Cómo puedo quejarme de tu actuación si, de no ser por ti, no lo hubiera contado? Eres una chica resolutiva y, aunque hayas decidido que es buena idea copiarme la cabezonería, tu juicio fue el correcto. Por eso hemos decidido darte una opor...
Me deslicé por el suelo con los brazos extendidos y una enorme sonrisa para llamar su atención y hacer que frenara su discurso en seco. Llevaba una buena inercia y no pensaba dejar que me la estropeara.
―Además... Tampoco os podéis negar a mi petición porque, de no ser por mí, no tendríais las tarjetas de socio. ―Puse los brazos en jarras y saqué pecho, jactándome―. ¡No podríais llegar lejos sin mí! ¡Ja! Si eso no es prueba suficiente de que soy vuestro mejor activo, ¿qué lo es?
―No te embales, Lilina. ―Esa vez fue Rory quien me paró los pies, agitándome el pelo―. Ya sabes que estoy de tu lado en esto. Estoy seguro de que tú podrías aprovechar todo el revuelo para cotillear por ahí mientras nosotros nos hacemos pasar por nobles, pero...
―Que sí, que es un asunto serio y que tengo que ir con pies de plomo. ―Dejé caer los hombros con un bufido un pelín más agresivo de lo que debería. Tampoco me ayudó mucho que continuara hablando en un tono poco serio―. Máxima precaución, que ponga los pies en polvorosa si veo que puedo acabar metida en un lío y que mi seguridad está por encima de la misión. ¡Recibido, mi comandante!
―Tú lo has dicho ―respondió Mirei con un sardónico deje que se me clavó como una aguja en el pecho―. Ya hemos repasado mil veces las normas. Pero te conozco como si te hubiera parido y si hay una que quiero martillear en tu cabecita es que evites cualquier tipo de enfrentamiento. No tenemos ni idea de lo que nos vamos a encontrar allí.
―Mirei no va a poder sacarte las castañas del fuego esta vez si ocurre algo. ―Rory apartó sus ojos hacia la aludida en busca de apoyo―. No sabemos si está o no en condiciones de luchar todavía, pero te prometo que voy a asegurarme personalmente de que esta noche no se convierta en una excusa para comprobarlo.
―Además, por muy campeona del orfanato que seas, sigues muy verde. ―Mi hermana me acusó con dos dedos―. Habrás convencido al bueno de Montaro con tu ingenio, pero conmigo solo estás rozando el aprobado. Así que...
La frené sacándole la lengua con una pedorreta.
―¿Vais a seguir echándome la bronca por cosas que aún no he hecho? Venga ya. ¿O es que no recuerdas que te di para el pelo hace tan solo un par de días? ―Evidentemente, omití la parte en la que la maquinista estaba cansada, desarmada y convaleciente cuando eso ocurrió.
Mi salida de tono me hizo ganarme un nuevo sermón preventivo. Largo, anodino y ciertamente repetitivo, pero al menos pude sacar cosas en limpio de él, como una revisión de los planos de la zona que Rory y yo habíamos bosquejado, el funcionamiento de las herramientas que Mirei había diseñado para mí y una serie de «buenas excusas para justificar mi presencia en zonas restringidas». Ninguna era del todo creíble por sí misma, claro, pero si de mí dependiera, no pasaría del «vaya, he vuelto a perderme yendo al baño».
Mientras los dueños del taller me aleccionaban, mi mente empezó a divagar. Cuando los veías así, Mirei y Rory parecían una de estas parejas que llevaban décadas casada más que dos hermanos cómplices, oscilando cual metrónomo desbocado entre el más afinado trabajo en equipo y las discusiones más ácidas que alguien pudiera imaginar.
Probablemente se extrañaran de verme sonreír ante tamaña chapa, pero no podía dejar de pensar en cómo dos personas tan dispares habían acabado compartiendo así su día a día.
―En fin, debería darme una ducha. ―Mirei estiró los brazos hacia el techo y acercó la nariz a su axila. Por la cara de disgusto que puso, diría que la necesitaba con urgencia―. Todavía tengo trabajo que hacer si quiero dar el pego como duquesa. Traje, peinado, maquillaje... ¿Cuándo fue la última vez que me preocupé en cualquiera de esas cosas?
―La soltería, que hace mucho daño. ―Rory dejó que su mano latigueara―. En fin, date prisa, que yo debería afeitarme.
―¿Esa pelusilla que llamas barba? ―La maquinista le tomó de las mejillas y hundió su mirada en él―. Quizá valga con soplar. ¿Quieres que pruebe?
―¡Prefiero la cuchilla, gracias! ―El alquimista le enseñó los colmillos y el púrpura de sus ojos centelleó―. Anda, lárgate antes de que me arrepienta.
La muchacha se marchó dejando el eco de un portazo como único acompañamiento en la habitación. Rory se encogió de hombros, se acercó a uno de los calderos y, tras agitar su contenido varias veces, volvió para sentarse frente a mí.
―¿Qué tal la ves? A Mirei, quiero decir. ―Inclinó la cabeza hacia abajo, algo pensativo―. Vista desde fuera, diría que parece la de siempre, pero...
―Puede aguantar lo que le echen. Estoy segura ―reflexioné durante unos instantes si tenía algún pero que añadir, aunque no se me ocurrió nada―. De todas formas, ya me encargaré de que no le echen nada. ¡Vaya que sí!
―¿Es que no nos has escuchado? ―Su rostro fue amable, pero el tono con el que lo dijo se notaba más afilado que de costumbre―. No hay necesidad alguna de pelear en un reconocimiento. No solo porque un combate pueda tirar todo nuestro plan por la borda, sino porque... No es que sea un experto en el tema, pero ya sabes lo que dice tu hermana...
―Todavía me falta por encontrar mi estilo ―repetí las palabras de Mirei como un loro―. Todavía me falta por encontrar mi estilo. Ni siquiera sé lo que significa eso, pero... Todavía me falta por encontrar mi estilo si quiero que me levante el pulgar. Pero creía que tú me apoyabas.
―Y lo hago. ―Me puso la mano en el hombro y me dedicó una sonrisa―. Eres una chica prometedora, Lilina. Y es precisamente por eso por lo que quiero que llegues entera al día en el que puedas ver ese potencial cumplido. Sé que es el siguiente paso en nuestro camino, pero no me fío un pelo de lo que nos podamos encontrar en esa mansión. Además, están nadando en argentos... ¿Crees que van a escatimar en proteger sus secretos?
―Sí, lo sé ―suspiré, resignada―. Si nos estamos metiendo en la boca del lobo es porque nos están permitiendo hacerlo.
―Y soy tan científico que me mata la curiosidad ―aseguró.
El muchacho sacó su reloj de un bolsillo, le dio algo de cuerda, y lo miró con los ojos entrecerrados.
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―Vaya, sí que se está haciendo tarde. En fin, voy a ir adelantando trabajo mientras Mirei pasa por chapa y pintura. ―Para mi sorpresa, se deshizo de su casi perenne bata y antes de examinarse frente a un espejo―. Aunque no te toque disfrazarte, tú también deberías ir preparándote. Nos queda una larga noche por delante.
―¡Cierto! ―Di una enérgica palmada―. ¡Me vuelvo al orfanato! ¿Algún mensaje para alguien? Y con «alguien», quiero decir Jenna. ¡Aprovecha! ¡Hoy el correo lo lleva la mensajera más mona!
―Puedes contarle que las cotorrillas de Rapsen empiezan a hablar más de la cuenta ―replicó con una forzada solemnidad, aunque parecía que iba a romper a reír en cualquier momento.
***
La mansión de los Tennath se erigía en la zona opuesta a la del orfanato, una vez pasado el casco histórico y cruzada la avenida comercial. Podía parecer bastante raro que un extremo del extrarradio fuese pobre y el otro acaudalado, pero la ventaja estratégica de la zona montañosa era bien cotizada. La barriada alta era ostentosa y vigilaba la ciudad desde las alturas, pero pocos edificios podían presumir tanto como uno que se embebía en la más alta de las montañas y contaba con un jardín que más de un despistado podría confundir por un bosque.
Aun así, a pesar de que la parte que se podía atisbar desde fuera era pequeña, se hacía respetar. Llena de ornamentos y mecanismos innecesarios, el movimiento de las piezas era tan llamativo como perpetuo. Como decían los más versados en arte de la ciudad, un testamento imperecedero de lo que la tecnología de vapor les había dado. Además, con motivo de la subasta, las chimeneas que sobresalían de la montaña despedían un denso vapor que unos focos se dedicaban a tintar de diversos colores. De tanto en cuando, dejaban escapar algo de llamativa pirotecnia.
Y, por si eso fuera poco, el espectáculo no se limitaba a lo visual: uno de los miradores de la finca a la ciudad contaba con divertimento musical para los invitados que disfrutaban del cóctel de bienvenida antes de pasar al interior de la mansión, aunque cualquiera que paseara por las calles podía escuchar los instrumentos con una claridad que desafiaba las leyes de la acústica que conocía. Quizá fuera por eso por lo que había más curiosos de lo habitual rondando el parque más cercano.
Por suerte, todo el alboroto me ayudó a saltar desde una apartada farola de gas (aunque, para la próxima vez debía recordar cuantísimo se calentaban tras unas cuantas horas de servicio antes de asirme a una) hasta la parte superior del irregular muro de la enorme finca. Desde ahí, era sencillo usar las enormes y sombrías hendiduras tanto como para esconderme como para escalar.
Me dejé caer ágil y silenciosa, aunque tuve que morderme la lengua para no dejar escapar una victoriosa tonadilla. De repente, escuché cómo se movía la hierba alrededor. A pesar que la suposición más lógica fuera que se trataba de algún animal que había hecho del jardín su hogar (o de alguna especie rara que conservaran como trofeo, conociendo las costumbres de la nobleza), decidí investigarlo con cautela, paso a paso y siguiendo el librillo que mis hermanos no paraban de recitar. Al fin y al cabo, un paso en falso, y esa sospechosa adolescente vestida de negro acabaría llamando la atención más de la cuenta.
Una cabeza peluda salió de entre las hojas y unos enormes ojos me escudriñaron de arriba abajo antes de dejar salir el resto de su cuerpo del matorral.
―¿Un... momoolin? ―Me tapé la boca al darme cuenta que había pronunciado esas palabras en voz alta.
Si los kabaajin eran la tribu afín al agua, los momoolin lo eran a la tierra. Como eran tan peluditos, mulliditos y orondos, al tener uno delante era fácil olvidar que tratabas con una especie sapiente, pensar algo como «qué peluchito más achuchable» y volcarse a acariciarlo. Sobre todo, para alguien que no había visto uno fuera de fotografías, ya que su raza no era autóctona de nuestro continente.
Craso error. Al contrario que los kabaajin, los teinekell y los teu’iran, ningún momoolin era capaz de imitar el habla humana, ya que su comunicación se basaba en la gesticulación y el contacto físico (algo irónico para una criatura que tanto recordaba a un topo ciego bípedo), así que era de esperar que no se tomaran nada bien que restringieran su movimiento. Por suerte o por desgracia, no me costó demasiado interpretar el empellón que me había dado antes de poner los brazos en forma de cruz como un cristalino «por favor, no me toques».
―¡Eh! ¡Espera! ―le susurré, intentando no llamar la atención de nadie más. Sabía que aunque fueran mudos, entendían perfectamente el habla humana―. ¿Qué haces aquí? ¿Te has perdido...?
Estuve a punto de añadir un «pequeñín», pero no estaba muy segura de si un metro de altura era mucho o poco para los suyos y no quería seguir granjeándome puntos negativos en su primera impresión de mí.
Sin dedicarme una mísera respuesta, el momoolin se agachó un poco, inclinó su corto cuello para echar un último vistazo a la mansión y saltó hacia el agujero que había dejado en el suelo. Era demasiado estrecho como para que yo pasara por él, pero se tomó las molestias de tapar su punto de entrada nada más caer.
―Vale, eso ha sido raro ―dije para mis adentros.
Por fortuna, no tuve más sobresaltos en todo el camino a la mansión, aunque era incapaz de quitarme a la criaturilla de la cabeza. Cuando llegué, el evento principal aún no había dado su pistoletazo de salida, pero la fase de preparativos venía como un guante para mi plan. Uno tan sencillo como efectivo: vigilar la entrada de servicio, noquear a uno de los camareros con uno de los mejunjes de Rory cuando nadie mirara y hacerme con su ropa e identificación para pasar desapercibida como alguien más del servicio.
Tuve que esperar más tiempo del que me hubiera gustado para encontrar a una persona de mi talla que no se moviera en grupo, pero para mi sorpresa, la parte más difícil fue ponerme el uniforme sin llamar la atención de la gente que pudiera acercarse. ¿Por qué tendrían tantos cintos que no iban a ninguna parte? ¿Por qué tan encorsetada? ¿Por qué tantas capas? ¿Por qué una corbata para ser camarera? Bueno, no. De eso no me iba a quejar: me quedaba genial.
Dejé a la pobre víctima del somnífero bien abrigada y oculta tras un montón de cajas que nadie comprobaría en un buen rato y acerqué la tarjeta de identificación del camarero que suplantaba a la extraña ventana de comprobación. No pasaron más de un par de segundos antes de que la puerta se abriera de par en par con una explosión de vapor que me asustó más de lo que estaría dispuesta a admitir.
―Deberíamos poner una de estas en el orfanato ―pensé para mis adentros―. La tecnología es increíble.
―¡Oh! ¡Por fin viene alguien! ―clamó un hombre poco después de cruzar el umbral. Aunque llevaba el mismo uniforme que yo, lo decoraba un brazalete rojo que le identificaba como líder―. ¡Venga! ¡La subasta ya ha comenzado! ¡Aún hay que preparar el interludio! ―Estaba tan tenso que le temblaba la ceja izquierda―. ¡Corriendo a la cocina, necesitamos todas las manos posibles! ¡Vamos, rápido! ¡No nos pagan para estar pensando qué hacer en medio de un pasillo! ¡Y a este ritmo directamente no creo que vayan a seguir pagándonos mucho más tiempo!
Me sentí tentada a preguntar dónde estaba la cocina, pero reparé en que una empleada de mi categoría debía saberlo. Asentí repetidamente con la cabeza y eché a correr en la primera dirección que se me ocurrió, esperando que fuera la correcta.
Cuando me hube alejado lo suficiente, paré en seco para reflexionar. Al fin y al cabo, ¿para qué necesitaba saber algo así si venía a cotillear? El estrés de ese tipo era terriblemente contagioso.
El semisótano de la mansión era laberíntico y las escaleras se hacían de rogar. Tras cruzar una bodega, algo que parecía una sala de descanso para personal y una lavandería, llegué accidentalmente a la bulliciosa cocina.
―¿Dónde te habías metido? ―El hombre de antes parecía enfadado―. ¿Es que te has perdido de camino a la cocina? ¡Novatos inútiles! ¡Si fuera por mí, estarías de patitas en la calle! ¡Me vais a costar la puta salud!
―Bueno, me... ―Intenté buscar una excusa, pero no tuve tiempo a terminar la frase antes de que acabara.
―Mira, me da igual. ¿Puedes subir esto a recepción? ―Me entregó sin cuidado alguno un par de cubos enormes llenos de hielo y bebidas alcohólicas―. Aunque seas una inútil, pareces fuerte y puedes ahorrarnos un viaje de más. Eso sí: como eres una inútil te recordaré el camino para que te entre en esa cabeza que tienes de adorno sobre los hombros. Salida de la derecha, gira a la izquierda, puerta blanca. La blanca. Déjalo bajo la barra. Barra donde, espero... Haya alguien más competente.
―¡S-sí, señor!
―¿A qué estás esperando? ―ladró―. ¡Venga!
A pesar del desaire, me había dado las indicaciones perfectas para llegar exactamente donde quería. Así que seguí los pasos al pie de la letra para llegar a otra estancia llena de trabajadores que, por suerte, parecían menos estresados. Allí, se limitaban a preparar con cuidado pequeñas mesas de cócteles y refrigerios mientras charlaban animadamente entre ellos
―¡Oh, gracias! ―La chica al cargo de la barra fue cálida al recibirme, un contraste que agradecí respecto al anterior jefe―. ¿Dos cubos enteros? ¡Guau! Aún queda un rato para el interludio y ya tenemos todo preparado, así que si quieres adelantar trabajo...
―Pues el tipo de abajo me ha metido unas prisas...
―¿Ya está otra vez Chris sulfurándose por nada? ―Dejó caer la cabeza con los ojos en blanco. No pude evitar reírme con ella―. Estoy harta de ese tío. Desde que le han ascendido, cree que puede hacer lo que quiera con los demás. ¡Todo perfecto! ¡Todo en el momento! Se cree que va a heredar la mansión o algo. Y encima, a nuestra costa. Si quieres un consejo... mantente alejada.
―Tomo nota. ―Recorrí la estancia con la mirada buscando lugares en los que colarme―. ¿Hay algo en lo que...?
Antes de poder terminar la frase, la camarera siseó y me hizo mirar a las escaleras. De ellas, bajaba una mujer de pelo plateado. Portaba un elegante (e incluso me atrevería a decir que atrevido) vestido para la ocasión. Aun así, ocultaba parte de sus curvas tras una bata de laboratorio que, si bien podría contar con utilidad práctica, también sería capaz de pasar por artículo de moda. También me fijé en su calzado; no demasiado adecuado para un evento así, cómodo y mullido.
¿Excéntrica a la vez que engalanada? ¿Media melena plateada? ¿Calzado discordante? ¿Maquillaje perfecto? Una chica así no necesitaba presentación alguna, y mucho menos tras las advertencias de Rory.
―Señorita Tennath. ―La servidora realizó una corta reverencia―. ¿Qué le trae por aquí? ¿En qué puedo servirle?
La noble me recorrió lentamente con sus ojos ambarinos y convirtió su expresión en pequeña, aunque afilada, sonrisa pícara. Alzó su índice en el aire, como buscando el control y la atención de toda la sala y, sin bajarlo, tomó una copa de la mesa más cercana con su mano libre, le dio un sorbo y, solo entonces, respondió.
―Venía buscando a alguien. ―Comprobó con atención las marcas de carmín que había dejado en el cristal, divertida―. ¿Ha asistido a la subasta de este mes, por un casual la ―se acarició los labios, alargando innecesariamente el silencio― duquesa de Kaegsord?
―Estaré encantada de comprobarlo ―respondió la joven de la barra―. Si me permite, puedo ponerme en contacto con...
―¡No pasa nada! ―Le dio una campechana palmada en el hombro y se acercó a escasos centímetros de mi cara―. Tengo la corazonada que está aquí, ¿verdad, Lilina? Si no me equivoco, en esta ocasión la acompaña el Conde de Smarahild...
Balbuceé mientras repasaba mentalmente la lista de excusas para ver si había alguna ante tal desastre, pero el eco que había dejado en mi cabeza su voz al pronunciar mi nombre lo hacía imposible.
―¡Oh, no te preocupes! ―Sus rasgados ojos se afilaron un poco más―. Son buenos amigos de la familia, me aventuraría a decir.