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Trincheras

Tras unos días, Paul vino por nosotros y nos llevó a lo que parecía ser una base militar.

El avión era enorme y espacioso, diseñado más para transportar material bélico que personas. De hecho, éramos los únicos pasajeros, además de Paul. El viaje fue largo, aproximadamente un día entero, y dormir en el avión resultó incómodo. Habíamos salido de madrugada, así que llegamos a Siberia alrededor del mediodía. Apenas pusimos un pie en tierra, nos asignaron la tarea de entrenar a las tropas sobre los soldados enemigos.

A decir verdad, no los habíamos enfrentado mucho, solo en un par de ocasiones, pero compartimos lo poco que sabíamos. Ayudamos en los entrenamientos cuerpo a cuerpo, explicando las estrategias básicas para enfrentarse a enemigos de mayor tamaño y fuerza.

—Oigan —Paul se acercó con una expresión curiosa.

—¿Qué pasa, Paul? —respondí.

—¿Saben manejar armas de fuego?

—¿Por qué preguntas? —le dije, algo intrigado.

—Me fijé en los ejercicios que les están enseñando a los chicos —respondió, señalando el entrenamiento en curso.

—¿Y qué con eso? —intervino Kiomi.

—Solo han estado trabajando en combate cuerpo a cuerpo, nada relacionado con armas de largo alcance. —

—Pues... la verdad es que no —admití, hablando por los tres. —

—Bien, no hay problema. Les conseguiré a alguien que les enseñe. —

—Paul... —Naoko lo interrumpió, con un tono preocupado—. ¿No habría problema si un civil maneja un arma? —

—No te preocupes. En el aspecto legal, tú, Zein y Kiomi están registrados como si estuvieran cumpliendo servicio militar. —

—Vaya... —murmuró Naoko, aún procesando la información.

—Por cierto, tomen —dijo Paul mientras nos entregaba un paquete de papeles y credenciales—. Ahora no tendrán problemas legales al no estar registrados. Oficialmente, son parte de la población de la Nueva República. —

—Wow, gracias. —

Paul nos llevó a lo que parecía ser una zona de pruebas. Había varias personas disparando y practicando. De entre ellos, un hombre fornido y de aspecto severo se acercó a nosotros con paso firme.

—¡Atención! —exclamó con voz autoritaria—. ¡A partir de hoy, yo seré su instructor! ¡No soy su amigo ni su compañero! ¡Pueden dirigirse a mí como “Señor instructor” o “Sargento instructor”, nada más! ¿Está claro? —

—Sí... sí, señor —respondimos, algo inseguros.

—¡No los escuché! ¿¡Está claro!? —

—¡Sí, señor instructor! —gritamos al unísono, con más fuerza.

El instructor daba algo de miedo, pero no se podía negar que sabía lo que hacía. Además, tenía una habilidad natural para explicar de forma clara y directa.

—¡Ahora les explicaré algunos puntos! —continuó, con la misma firmeza—. ¡Nunca apunten a algo que no quieran destruir! ¡Siempre deben asumir que su arma está cargada! ¡Y, por último, mantengan el dedo fuera del gatillo hasta que estén listos para disparar! ¿Está claro? —

—¡Sí, señor instructor! —

El instructor tomó una pistola para empezar la lección.

—¡Como tenemos muy poco tiempo para prepararlos, solo les enseñaré el uso correcto de una pistola! —

Nos fue explicando los puntos paso a paso. Observé atentamente cómo posicionaba sus pies al ancho de los hombros, ligeramente adelantados, equilibrando su peso para absorber el retroceso. Naoko, Kiomi y yo intentamos imitarlo lo mejor que pudimos.

Miré de reojo a Kiomi. Ella se esforzaba en alinear ambas manos firmemente sobre la empuñadura de la pistola, asegurándose de que los pulgares apuntaran hacia adelante, tal y como el instructor le indicó. Su concentración era impresionante.

Por otro lado, Naoko parecía tener más dificultades. Me preocupé un poco al verla, pero el instructor rápidamente se enfocó en ella, mostrando un lado sorprendentemente paciente.

—A través de la mira del arma, fija tu vista en el objetivo al final del campo —le dijo, con un tono más calmado que el usado con nosotros—. El ojo debe enfocarse en el punto central, mientras mantienes el arma firme. —

Naoko asintió, nerviosa.

—Inhala... exhala... —continuó el instructor, guiándola con precisión—. Dispara al final de la exhalación. Cada disparo debe ser deliberado y preciso. —

Vi cómo Naoko tomaba aire profundamente, tratando de calmar sus nervios mientras seguía las instrucciones. Su primer disparo no fue perfecto, pero al menos había dado en el blanco.

Los tres seguimos las indicaciones del instructor. Al apretar el gatillo por primera vez, el retroceso del arma me tomó por sorpresa. Mi hombro absorbió el impacto, pero logré mantener la mira más o menos en su lugar.

Con cada disparo, comenzamos a acostumbrarnos al manejo del arma. Sin embargo, Naoko enfrentó un fallo de encendido. El instructor, con una calma que contrastaba con su trato hacia nosotros, le explicó pacientemente cómo solucionarlo. Esa diferencia de trato me daba algo de rabia. Mientras que a ella la trataba con suavidad, a nosotros nos lanzaba órdenes como si fuéramos simples reclutas.

Tras un día entero de entrenamiento, finalmente se nos dio luz verde para entrar al campo de batalla. Antes, nos permitieron descansar.

Al día siguiente, cerca del mediodía, nos dirigimos a las trincheras. El frío era intenso, pero gracias al sol no resultaba insoportable. Según nuestras instrucciones, esa noche habría una tormenta de nieve, lo que impediría cualquier ataque. Nuestra misión era simple: si el enemigo atacaba, debíamos contraatacar y dividir la defensa de la zona entre los tres.

—Naoko —le llamé antes de separarnos.

—¿Qué pasa, Zein? —

—Nos vamos a separar un buen rato. Quiero que te cuides, ten cuidado. —

—¿Qué eres, mi papá? —respondió con tono burlón, pero con una sonrisa en el rostro.

—Aun así, me preocupo por ti. —

Ella simplemente me devolvió una sonrisa, una de esas llenas de aprecio y calidez.

—Lo mismo va para ti, Kiomi. No quiero que te pase nada. —

—No te preocupes, sé cuidarme —dijo Kiomi con su típica seguridad.

Nos despedimos y cada uno tomó su posición.

Cuando me separé de los demás, me llevaron a una zona alejada de la trinchera, ligeramente elevada. El frío era brutal, mucho más intenso de lo que había sentido antes. Este era mi primer “trabajo”, y no podía evitar sentir una mezcla de ansiedad y miedo. Aunque técnicamente no estaba sola, ya que había soldados conmigo, no podía evitar sentirme aislada sin Zein y Kiomi a mi lado.

Esa noche, la tormenta llegó como se había predicho. Una ventisca furiosa azotó la zona, obligándonos a refugiarnos en una pequeña estructura techada. Los soldados y yo nos apiñamos en busca de calor, mientras afuera otros seguían en sus puestos.

Me sentía mal por ellos, expuestos al frío implacable. Intenté preguntar por qué seguían allí en esas condiciones, pero la respuesta siempre era la misma: “Es nuestro deber”.

Me preguntaba qué pasaría en los próximos días. Solo deseaba ser de ayuda para Zein y Kiomi. Sin embargo, aún no confiaba en mi habilidad con la pistola; cada vez que la sostenía, mis manos temblaban y no lograba sujetarla bien. Tendría que confiar en el combate cuerpo a cuerpo y mi velocidad.

El tiempo pasaba lentamente, y el aburrimiento empezó a invadirme. Para distraerme, comencé a practicar con el anima. Aunque ese nombre nunca me ha convencido, prefiero llamarlo "maná", como en las series y películas de fantasía. Me ayudaba a creer que estaba en un mundo diferente, lejos de esta cruda realidad.

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Moldeaba figuras con el maná, dejando volar mi imaginación. Las posibilidades parecían infinitas. Después de todo, el maná forma parte de todo lo que existe. Era una pequeña forma de evadir el presente, aunque fuera por un momento.

El frío ambiente dificultaba el descanso, pero mientras intentaba dormir, un silbato ensordecedor me hizo saltar.

—¡Nos atacan! ¡Nos atacan! —gritaban las voces afuera.

Me levanté de inmediato y salí corriendo. Cuando miré desde la trinchera, apenas distinguí una mancha negra en la distancia. Sin embargo, al iluminar el área, lo vi con claridad: una oleada de soldados cubiertos con armaduras negras, justo como Zein había descrito.

“Recuerda, en cuanto ellos ataquen lánzate al ataque. No deberían tener armas de fuego para lastimarte, pero si ese es el caso, regresa a la trinchera. En el combate cuerpo a cuerpo, tú tienes ventaja.”

Repetí sus palabras en mi mente y decidí seguir sus instrucciones.

Reforcé mis piernas con maná y me lancé al ataque a toda velocidad. Los primeros soldados que enfrenté cayeron fácilmente; sus cuerpos se partían con cada golpe certero. Mis movimientos eran rápidos y fluidos, esquivando y golpeando sin descanso.

El resto de los soldados, al ver que todo iba bien, comenzaron a contratacar con apoyo de la artillería. El campo se sumió en el caos. Zein tenía razón: los enemigos no usaban armas de fuego. Solo portaban espadas, lanzas y escudos. Esto nos dio ventaja, y poco a poco los empujábamos de regreso.

De pronto, la tormenta se intensificó. La nieve caía con furia, y la visibilidad se redujo casi a cero. Estaba completamente cegada. Detuve mi avance para evitar herir a algún aliado por accidente.

Entonces, sin previo aviso, sentí un fuerte golpe que me desarmó. Antes de poder recuperar mi espada, un soldado enemigo se abalanzó sobre mí, tirándome al suelo.

Sus manos se cerraron sobre mi cuello, apretando con fuerza. Mi visión se nubló mientras luchaba por respirar.

No podía respirar. El dolor irradiaba desde mi cuello hasta el pecho y la cabeza, una presión sofocante que convertía cada intento de inhalar en un espasmo inútil. Mi visión se nublaba cada vez más, con puntos de luz y sombras danzando en el borde de la inconsciencia. Luché, desesperada por zafarme. Mis manos arañaban sin dirección, tratando de apartar a quien me estaba ahorcando, pero era inútil.

Mis movimientos se volvieron lentos, débiles, mientras el pánico y la falta de oxígeno me consumían. Intenté gritar: “¡Zein! ¡Kiomi! ¡Ayuda!”, pero nada salía. Era como si mi garganta estuviera sellada. Mi corazón martilleaba en mis oídos, un ritmo salvaje que se sentía como si fuera a destrozarme desde adentro.

Tirada en la nieve, incapaz de moverme, sentí que mi cuerpo empezaba a ceder. No quiero morir. Haz algo. Hazlo por ellos. Con las pocas fuerzas que me quedaban, moví desesperadamente las piernas, buscando mi pistola. La sentí allí, justo en mis muslos.

Mis dedos torpes lograron aferrarse al arma, pero mis manos temblaban tanto que quitar el seguro parecía una tarea imposible. El tiempo se ralentizaba mientras mi mente gritaba en desesperación. ¿Iba a morir aquí? ¿Este sería mi fin? Después de tanto, después de encontrar una pizca de felicidad, ¿así terminaría?

Con un último esfuerzo, apreté los dientes y lo intenté de nuevo. Mis dedos encontraron el seguro. Por favor, por favor, que funcione.

Y entonces lo sentí: una pizca de esperanza.

Con mis últimos esfuerzos, levanté la pistola hasta su barbilla. Mis manos temblaban, pero logré apretar el gatillo.

Un zumbido inundó mis oídos, y por un momento todo se detuvo. Sentí su cuerpo desplomarse sobre mí, pesado y sin vida. No podía moverme. Necesitaba aire.

Lo empujé con torpeza a un lado y me dejé caer boca abajo, tosiendo mientras el frío de la nieve quemaba mi piel. Respiré profundamente, sintiendo el dolor punzante en mi garganta.

Mierda.

Aun recuperándome, mi cuerpo temblaba. Podía sentir las huellas fantasmales de sus manos alrededor de mi cuello, como si siguieran intentando ahorcarme. Mis manos estaban entumecidas, débiles.

Entonces lo vi. El cuerpo del soldado yacía a mi lado, con su sangre roja destacando sobre la nieve blanca. Me acerqué, todavía temblando. No sé por qué lo hice, pero le quité el casco.

Y lo vi.

Era un humano. Una persona. Alguien como yo.

Acabo de matar a alguien.

Mi respiración, que apenas había recuperado, se volvió errática. Mi mente daba vueltas. ¿Cómo es esto posible? ¿No se suponía que eran de otro planeta?

Me quedé allí, arrodillada en la nieve, mirando el rostro inmóvil del soldado. ¿Por qué mierda son humanos?

Tantas cosas hacían que mi cabeza diera vueltas sin parar. Mi pecho subía y bajaba rápidamente, como si intentara mantenerme conectada a la realidad. Pero no fue suficiente. Me doblé sobre mí misma y vomité en la nieve, sintiendo un ardor amargo en mi garganta.

Me quedé sentada junto al cuerpo, abrazando mis rodillas mientras mi mente luchaba por encontrar sentido a lo que acababa de hacer.

Maté a alguien. Soy una asesina.

Me repetía esas palabras una y otra vez, tratando de justificar lo que había pasado. Pero no tenía otra opción, ¿verdad? ¡¿Verdad?! Él quería matarme, me defendí. Eso es lo que hice, ¿no? No fue mi culpa.

Mierda.

Mis pensamientos eran como un torbellino, llenos de culpa, miedo y dudas. Sentía como si algo se rompiera dentro de mí.

¿Por qué carajos vine aquí? Ah, sí... por ellos. Ellos alegraron mi vida cuando todo era oscuro. Les debo tanto... pero aquí solo soy un estorbo. Ahora, ¿qué haré? ¿Cómo se supone que siga adelante?

No puedo. No puedo matarlos sabiendo que son humanos. Simplemente no puedo.

El zumbido persistente en mis oídos era ensordecedor. Mi visión seguía borrosa, y aunque mi cuerpo pedía descanso, sabía que estaba en un campo de batalla. Aquí no hay lugar para descansar.

Me levanté tambaleante y empecé a caminar por la espesa nieve. No había nada. No había nadie. El paisaje era desolador, teñido de rojo con los cadáveres de aquellos “monstruos”.

Pero entonces lo vi. Bajo un cuerpo inerte, alguien se escondía, temblando como una hoja al viento.

—Levántate. —

Su cabeza asomó lentamente, y pude escuchar su voz quebrada.

—P... ¡Por favor, no me hagas daño! ¡Haré lo que sea, por favor! —

—Quítate el casco y no digas nada. —

—B... Bien. —

Tomándolo del brazo desarmado, lo levanté y lo obligué a caminar conmigo. Tal vez, solo tal vez, salvarle la vida podría hacerme sentir mejor. Podría redimirme, aunque fuera un poco.

Tal vez.

Mientras lo llevaba, encontré a otro soldado. Este parecía más temerario, pero estaba herido, cojeando y con sangre goteando de su pierna. No podía hacer nada.

—Cárgalo. —

—S... Sí, claro. —

Y así, con dos prisioneros, regresé a las trincheras. No sé cómo lo logré; apenas podía sentir mis piernas. Pero ellos seguían vivos, y yo también.

Sabía que Zein y Kiomi no dejarían a nadie vivo. Ellos buscarían protegernos de cualquier amenaza, pero pensé que tenerlos como prisioneros podría ser útil. Quizás podrían proporcionar información valiosa. Quizás...

Al llegar, los dejé con los demás soldados sin decir una palabra. Mi cuerpo pesaba como si estuviera hecho de plomo. Me dirigí a mi improvisada cama, dejándome caer en ella.

Y por primera vez en toda la noche, cerré los ojos, pero el zumbido en mi cabeza no me dejaba descansar.

Fue raro. No pude llorar, aunque sentía mi alma hecha pedazos, como si algo dentro de mí se hubiera roto irreparablemente.

Los días siguientes transcurrieron en un ciclo interminable de peleas. Sin descanso.

Luchábamos contra ellos constantemente. Yo trataba de dejar inconscientes a la mayoría de los que enfrentaba, evitando matar... pero al final, los soldados terminaban con ellos sin piedad. A sangre fría.

Cuando la última batalla terminó, me reuní con Kiomi y Zein. Estaban ocupados interrogando a los prisioneros, sacándoles información de cualquier forma necesaria.

—¡Oye! —me gritaron de repente.

—¡Lo que hiciste fue increíble! No pensé que pudieras hacer algo así. ¡Jajaja! —

Algunos soldados me felicitaban entre risas, diciendo que les había facilitado el trabajo. Pero yo solo podía mirar al suelo, con la mirada vacía, perdida en mis propios pensamientos.

¿Increíble? No lo sentí así. No me sentía increíble. Me sentía rota.

De los prisioneros capturados, tres fueron llevados a la instalación para ser interrogados. Zein quería encargarse personalmente.

Ahí estaban los dos que había salvado y otro que había sobrevivido de milagro. Sin embargo, su estado era deplorable, como si ya estuviera al borde de la muerte.

El tercero no resistió mucho tiempo en ese lugar. Murió sin decir una palabra.

El segundo, aquel temerario al que había salvado, también terminó muerto. Zein lo asesinó sin dudar cuando se negó a hablar.

Quedaba uno. El último.

Parecía de mi edad, temblando de miedo y frío, con sangre seca en el rostro y una mirada que reflejaba desesperación. No quería que le pasara lo mismo.

—Zein, déjamelo a mí —le pedí con calma.

Me acerqué al prisionero lentamente, tomando un trapo para limpiar el sudor y la sangre de su rostro.

—Mira, ¿te acuerdas de mí? —

—S... sí. Tú me salvaste. Gracias. —

—Escucha, necesito que nos digas todo lo que sabes. Zein no dudará en matarte si no hablas. No le importaría tu vida... pero a mí sí. Por favor. —

Mis palabras parecieron alcanzarlo. Lo vi tragar saliva, su mirada cambiando del puro terror a una tenue esperanza.

Finalmente, comenzó a hablar.

Nos contó que eran tropas de la EDI, la organización conocida como el Estado Democrático Imperial, también apodada "Sol Negro" por el símbolo que los identificaba.

La EDI había puesto sus ojos en la Tierra. Nuestro mundo era el último bastión de la rebelión en esta región del universo. Para ellos, era hora de que la Tierra cayera, consolidando su poderío y control absoluto sobre los sistemas estelares.

La guerra que estábamos librando no era solo nuestra. Era algo mucho más grande.

—No hay nadie más —dijo el prisionero con un hilo de voz—. No hay nadie más que ustedes. Todo allá afuera pertenece al EDI, o como algunos lo llaman, el Imperio del Sol Negro. —

Nos miró con una mezcla de resignación y terror. Nos advirtió con voz temblorosa:

—Es mejor rendirse sin pelear. He visto cosas... En los últimos lugares que conquistaron, diezmaron a la población por completo. Aquellos que resistieron murieron. Todos. —

Hubo un silencio pesado, roto solo por su respiración entrecortada.

—Él ya viene —dijo finalmente, con los ojos abiertos como platos, reflejando un miedo profundo.

Zein frunció el ceño, acercándose más.

—¿Quién viene? —

El prisionero tragó saliva, sus palabras apenas audibles.

—Nuestro jefe. —

—¿Y quién es ese? —insistió Zein con dureza.

—El ser más poderoso que he conocido... y el más temido. Alguien invencible. —

Sus palabras quedaron flotando en el aire como una amenaza intangible. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, aunque traté de disimularlo. Invencible. ¿Cómo luchas contra algo que no puedes vencer?

Tras obtener la información, decidieron trasladarlo a la zona norteamericana de la Nueva República para interrogarlo más a fondo. Mientras tanto, nosotros nos quedaríamos aquí, esperando nuevas órdenes.

Kiomi notó mi estado, siempre era perceptiva conmigo. Se acercó, con esa mezcla de dulzura y preocupación que sabía transmitir.

—Naoko, ¿estás bien? —preguntó, mirándome de reojo.

—Sí... estoy bien. Solo necesito descansar un poco —respondí con una sonrisa débil, intentando tranquilizarla.

La verdad era que necesitaba descansar desesperadamente. Los últimos días habían sido un infierno constante. Apenas lograba mantenerme en pie, y la falta de sueño, combinada con el desgaste físico y emocional, me estaba pasando factura.

Me senté junto a Kiomi, dejándome llevar por el cansancio. Cerré los ojos y apoyé la cabeza en su hombro. Fue un gesto instintivo, como si en ese pequeño acto de cercanía pudiera encontrar algo de consuelo.

Ella no dijo nada. Simplemente se quedó ahí, dejando que descansara. Y por primera vez en días, sentí que podía relajarme, aunque fuera solo un poco.