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El prisionero

Llevamos a Sora de la manera más discreta posible hacia un complejo del gobierno, una instalación especial que fue construida tras la invasión. Este lugar, diseñado con un nivel de seguridad extraordinario, se creó con la idea de que, quizás, un día podrían llegar individuos aún más peligrosos que Sora. No queríamos correr riesgos innecesarios, no después de todo lo que habíamos perdido.

Sin embargo, estas sospechas parecían haber quedado en el olvido tras un acontecimiento inesperado ocurrido hace aproximadamente medio año. Aquel evento marcó un antes y un después en nuestra percepción del peligro, de los aliados y de los enemigos. Mientras las ciudades comenzaban a levantarse de las cenizas y los escombros, mientras los gobiernos trabajaban por integrar a las naciones bajo una sola bandera, algo peculiar ocurrió.

Un grupo de individuos llegó de forma inesperada. Eran personas vestidas de manera llamativa, con uniformes que parecían una reminiscencia de épocas sombrías. Su atuendo, extremadamente refinado, recordaba los trajes usados en Alemania durante los años 40. El detalle que más inquietaba a quienes los veían era la banda roja que llevaban en el brazo. En ella, el símbolo del sol negro destacaba, poderoso y amenazante. Era imposible ignorarlo, imposible no pensar en lo que podía significar.

En cuestión de minutos, tropas armadas los interceptaron. Sin embargo, para sorpresa de todos, no portaban armas. Estos desconocidos venían como embajadores, o al menos eso decían. Su comportamiento era solemne, casi arrogante, y su número era mayor al que cualquier escolta consideraría razonable. Decenas de miradas desconfiadas se posaron sobre ellos cuando se presentaron en las puertas del gobierno, exigiendo ser escuchados. Querían establecer una embajada para "mejorar las relaciones". Fue entonces cuando las tensiones, que ya parecían insostenibles, alcanzaron un punto crítico.

Recuerdo claramente el inicio de esas negociaciones, porque estuve presente en cada una de ellas. Mi función era observar, garantizar la seguridad, estar listo en caso de que algo saliera mal. Y, honestamente, todo parecía que iba a salir mal.

—Nuestra nación no tomará sus actos como una provocación para iniciar una guerra. Sin embargo... —dijo uno de los embajadores, con una voz calculada, mientras observaba con detenimiento a los presentes.

—¿¡Nuestros actos!? —interrumpió alguien del comité, con una furia apenas contenida—. ¡Ustedes fueron los que mataron a miles y dejaron heridas imposibles de sanar para muchos más!

Las discusiones no eran solo tensas; eran insoportables. Las palabras cruzaban el aire como balas, cargadas de dolor, resentimiento y miedo. Afuera, las calles estaban llenas de manifestantes. Miles de personas gritaban, exigían que estos "embajadores" fueran expulsados inmediatamente del planeta. Decían que eran una amenaza, una burla, una herida abierta que nunca cerraría. Y, en cierto sentido, tenían razón.

No obstante, tras interminables jornadas de conversaciones, de amenazas veladas y súplicas disfrazadas de diplomacia, se llegó a un acuerdo. Un frágil equilibrio. Las conversaciones de paz encontraron un punto medio, un terreno donde ambas partes podían respirar, aunque con recelo. Aquella instalación que ahora nos servía de prisión, destinada originalmente para contener a seres de poder incalculable, había terminado como el hogar de soldados capturados y de "criminales de guerra" que habían sobrevivido a la invasión.

Ahora era el turno de Sora. Lo llevamos a ese lugar, pero no iba solo. La niña estaba con él, como una sombra inseparable. Intentamos por todos los medios mantenerla alejada de Sora. Fue Naoko quien primero intentó persuadirla con palabras amables, diciéndole que todo estaría bien, que solo era temporal. Kiomi, por su parte, fue más directa; intentó apartarla físicamente, pero la niña se aferraba a Sora con una determinación que era casi sobrehumana. Parecía imposible despegarla de él. Al principio pensamos que Sora tenía algún tipo de control sobre ella, algún vínculo mental o emocional que la forzaba a estar a su lado. Pero no.

Era ella. Solo ella.

Cuando finalmente los dejamos en la celda, lo que vimos fue algo que ninguno de nosotros esperaba. La niña, que hasta entonces había luchado con uñas y dientes por permanecer junto a Sora, se acomodó en su regazo. Cerró los ojos y, en cuestión de segundos, se quedó dormida. Fue una escena extraña, cargada de una ternura que no debería haber tenido cabida en ese lugar.

Sora no dijo nada. Ni una palabra. Solo se quedó allí, sentado en el rincón más oscuro de la celda, sosteniéndola con una delicadeza que parecía impropia de alguien como él. Su mirada, sin embargo, hablaba.

—¿Cómo se llama? —pregunté, intentando sonar indiferente, aunque el frío en mi voz era evidente.

—Nanao —respondió Sora, con un tono sorprendentemente sereno—. O al menos eso fue lo que me dijo cuando le pregunté.

—¿Tiene padres? —continué, sin ceder un ápice en mi postura.

—No lo sé —dijo, bajando la mirada por un momento, como si aquello le pesara más de lo que quería admitir—. Cuando la encontré estaba sola, en ese edificio... completamente sola.

No había excusas en sus palabras, ni tampoco explicaciones innecesarias. Solo hechos desnudos, entregados con una calma que no esperaba de alguien como él. Aun así, no podía ignorar la parte de mí que quería dudar, que quería creer que Sora ocultaba algo.

Decidimos dejarlos solos por un rato. No fue por misericordia, sino para observar desde la distancia, para intentar descifrar el vínculo que había entre ellos. Durante ese tiempo, no podía apartar de mi mente la imagen de la niña durmiendo en el regazo de Sora, como si fuera el único lugar seguro en el mundo. Me incomodaba más de lo que quería admitir.

Pasé el resto del día insistiendo, presionando para que me dejaran sacar a Sora de la celda, al menos por un tiempo. Necesitaba respuestas, y sabía que encerrarlo no me las daría. Si quería entenderlo, si quería arrancarle la verdad, tenía que hablar con él en un espacio menos opresivo. Al final, tras mucho esfuerzo, logré convencer a los superiores.

Al día siguiente, fui personalmente a buscarlos. Para mi sorpresa, Nanao se había instalado en la celda como si fuera su hogar. No quería salir. Aquel lugar gris y frío era todo lo que conocía desde que Sora la había encontrado. Para hacerla sentir más cómoda, le habían llevado ropa, sábanas, almohadas, juguetes e incluso comida caliente. Era un intento de suavizar su realidad, aunque no podía evitar pensar que solo eran parches para un problema mucho más profundo.

Cuando los saqué de la celda, tomé precauciones. Utilicé un poco de mi mana para alterar la apariencia de Sora, haciendo que pareciera un humano común y corriente. No era su verdadero yo, sino una ilusión creada para evitar sospechas. Sin embargo, Nanao, al verlo, se quedó paralizada. Sus ojos se llenaron de preocupación, como si temiera que hubiera hecho desaparecer a la persona que era tan importante para ella.

—No te preocupes, pequeña —dijo Sora con una sonrisa que nunca había visto en su rostro. Había algo cálido y genuino en esa expresión, algo que desarmaba cualquier intento de verlo como un monstruo—. Sigo siendo yo.

De su mano, brotó una flor. No era una flor cualquiera; era perfecta, como si hubiese sido creada con un propósito único. Se la ofreció a Nanao, que la tomó con cuidado, como si fuera un tesoro.

—Te has ablandado —comenté, más como una provocación que como un comentario casual.

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—Puede que sí —respondió con un leve encogimiento de hombros, sin negar nada.

Empezamos a caminar por la plaza, un lugar concurrido y lleno de vida. La gente pasaba a nuestro alrededor, ajena a quiénes éramos y al extraño que caminaba esposado junto a mí. Para evitar miradas innecesarias, usé un poco más de mana para hacer que las esposas fueran invisibles. Era una solución temporal, pero suficiente para mantener las apariencias.

Después de un rato de silencio, decidí romperlo.

—¿Qué pasó después de aquel día? —pregunté, manteniendo la mirada al frente.

Sora tardó en responder, como si estuviera organizando sus pensamientos. Finalmente, comenzó a hablar, su voz suave pero cargada de un peso que no podía ignorar.

—Cuando logré materializarme de nuevo, me encontré en medio de un caos. Sus grupos de búsqueda eran implacables, y no podía arriesgarme a ser capturado. Así que me escondí. Encontré ese edificio... algo abandonado, descuidado. Pensé que sería un buen lugar para recuperarme, al menos lo suficiente como para salir del planeta.

Hizo una pausa, como si estuviera recordando algo que preferiría olvidar.

—Me tomó un mes completo recuperar mi cuerpo por completo. Durante ese tiempo, la gente empezó a regresar a sus hogares. Yo intentaba no cruzarme con nadie, pero...

Se detuvo de repente. Su mirada se desvió hacia Nanao, que caminaba unos pasos por delante de nosotros, sosteniendo la flor con delicadeza. Una suave sonrisa se formó en sus labios, una que no pude evitar notar. Era diferente a cualquier otra expresión que le había visto antes.

—Pero entonces la encontré —continuó, con un tono que casi parecía nostálgico—. Sola, asustada, perdida.

—Fue ahí donde apareció—continuó Sora, su voz adoptando un matiz melancólico. Se detuvo un momento, mirando al horizonte como si estuviera reviviendo cada detalle. —Entró por la puerta, curiosa, como si hubiera sentido que algo fuera de lo común estaba allí. Yo estaba sentado, agotado después de intentar mantener mi forma física. Apenas la vi, noté su fragilidad, pero al mismo tiempo, había algo en sus ojos... algo que no había visto en mucho tiempo. Sin embargo, cuando ella me notó, se asustó y salió corriendo.

Sora hizo una pausa, alzó la vista al cielo y exhaló con un leve temblor en la voz.

—Siempre... siempre ha sido así. Desde que mi hermano y yo fuimos rescatados por el Overlord, el líder de la nación, mi vida ha sido una comparación constante. Desde entonces, me han visto como un fenómeno. En comparación con él, yo no soy nadie. No soy fuerte, no soy atractivo, no soy... nada. Siempre me han temido por mi apariencia, siempre.

Noté cómo sus palabras se entrecortaban, como si cada confesión desgarrara una parte de su armadura emocional. Su mirada se endureció al bajar los ojos hacia el suelo.

—Decidí cambiar mi rostro, hacerlo más... aceptable, más hermoso. Pensé que tal vez, solo tal vez, así dejarían de verme como un monstruo. Pero no salió como esperaba.

Sora rió sin alegría, con amargura, y continuó:

—Un día, mientras miraba por la ventana, vi un anuncio. Vendían máscaras de conejo. Me dije: “Tal vez, con algo así, no me vean como un monstruo”.

Antes de que pudiera responder, la voz dulce de Nanao interrumpió el momento.

—Pero si te ves bien, hermano—dijo con una sonrisa desbordante, mientras jugaba distraídamente con un pequeño ramo de flores.

Sora no pudo evitar sonreír levemente, como si esas palabras hubieran tocado una fibra olvidada en su corazón.

—Gracias, pequeña—respondió, acariciando su cabello con ternura. —Fue entonces cuando diseñé esa máscara, esperando que la criaturita que había visto tuviera el valor de volver. Y lo hizo.

Levantó la cabeza, recordando.

—Regresó, temblando, pero con una valentía que no pude ignorar. Estaba armada con cualquier cosa que encontró en el camino, aunque yo sabía que no podría lastimarme. Me dio tanta risa y ternura al mismo tiempo. Desde entonces, empezó a venir todos los días.

Nanao interrumpió nuevamente, esta vez con una energía desbordante.

—¡Y jugábamos mucho! Siempre me ganabas, pero era muy divertido.

Sora la miró con una expresión que solo puede describirse como amor puro, un sentimiento que no esperaba ver en alguien que había jurado ser mi enemigo.

—Ella parecía sola... como yo lo estuve alguna vez. No hablaba de su familia, y me di cuenta de que apenas comía. Empecé a buscar comida, lo mejor que podía, para que ella tuviera algo decente cada día.

—¡Y toda estuvo muy rica!—dijo Nanao mientras levantaba los brazos, celebrando como si aquellos días fueran lo mejor de su vida.

—Ella me recordaba a mí—continuó Sora, más bajo, como si hablara consigo mismo. —Aquel que una vez fui, débil, asustado, esperando que alguien viniera a salvarme.

Miró a Nanao y sonrió con ternura.

—Ella me salvó, aunque nunca se dio cuenta.

Nanao lo miró con ojos brillantes, como si entendiera la magnitud de sus palabras.

—¡Tú también eres mi héroe!—dijo, deteniéndose en seco y girándose para mirarnos a ambos. —¡Eres mi hermano!

Sora no pudo evitar reír, levantándola en brazos con facilidad.

—Gracias, Nanao—susurró mientras la abrazaba con fuerza.

Continuamos caminando, y aunque traté de mantenerme distante, era imposible no sentirme afectado por lo que escuchaba.

—Ella me hizo sentir alguien—dijo Sora de pronto, rompiendo el silencio. —Por primera vez en mi vida, alguien me hizo sentir que valía algo.

Giró la mirada hacia mí.

—Igual que tú. Nadie había reconocido mis esfuerzos, ni siquiera en aquella batalla. Pero tú lo hiciste. Aunque no lo entendí en su momento, ese día cambiaste algo en mí.

Su confesión me tomó por sorpresa. No sabía cómo responder, así que opté por guardar silencio.

El resto del día lo pasamos hablando. Mientras más escuchaba su historia, más lograba entenderlo. No justificaba sus acciones, pero podía ver el dolor que lo había llevado hasta ese punto.

Nanao, con su inocencia y alegría, llenaba cada rincón con una energía contagiosa. Pensé que, quizás, podría llevarse bien con Lyra y Aiko.

Nos sentamos en una vieja banca de madera mientras el atardecer pintaba el cielo de tonos cálidos. El aire era tranquilo, pero cargado con un peso que no lograba identificar del todo. Nanao dormía profundamente en el regazo de Sora, su respiración era pausada, un contraste con el cansancio que él reflejaba en su rostro. Había algo en la forma en que la miraba, un cuidado paternal que parecía protegerla incluso en sueños.

Después de un rato en silencio, Sora rompió la calma con un tono bajo pero firme.

—Deberían tener cuidado—dijo, sus ojos aún fijos en el horizonte.

—¿Cuidado con qué?—pregunté, aunque ya intuía que lo que diría no sería fácil de escuchar.

Sora desvió la mirada hacia mí, como evaluando si debía o no continuar.

—Con los del imperio... bueno, como nosotros llamamos la EDI desde adentro.

—¿Qué pasa con ellos?—inquirí, sintiendo un leve escalofrío recorrerme.

Sora exhaló con lentitud, como si cada palabra que iba a pronunciar le costara esfuerzo.

—Ellos jamás han buscado la paz. Nunca. Desde que tengo memoria, nunca han querido otra cosa más que control. Aunque ya no quedan muchas naciones por conquistar en el universo, las pocas que sobreviven han resistido porque el imperio no las perdona.

—¿Quieres decir que...?—dejé la frase en el aire, esperando que él la terminara.

Sora asintió con gravedad.

—Exacto. Esa embajada de la que hablas no es más que una fachada. En toda la historia del imperio, jamás han hecho algo así. No hay precedentes de diplomacia genuina, y eso solo significa una cosa: algo se está gestando, algo que no podemos predecir.

Su advertencia cayó sobre mí como una losa. Mi mente intentaba procesar lo que implicaba.

—Gracias por decírmelo—respondí al final, aunque sabía que esas palabras no podían abarcar la magnitud de lo que acababa de revelar.

El sol finalmente se ocultó, dejando un resplandor anaranjado en el cielo. Decidimos que era hora de regresar.

Al llegar a su celda, Sora hizo algo inesperado.

—Llévala contigo—dijo, acomodando a Nanao cuidadosamente para no despertarla. —Aquí no es lugar para que una niña duerma.

Su tono era más suave de lo habitual, casi suplicante. Sin dudarlo, la tomé en brazos, sorprendida por lo ligera que era.

—Gracias—murmuró Sora, su voz apenas un susurro.

Regresé al café con Nanao en brazos. Al entrar, Kio y Lyra nos recibieron con rostros sorprendidos pero cálidos.

—¿Es ella?—preguntó Lyra, acercándose con cautela.

—Sí—respondí, mientras acomodaba a Nanao en un sofá improvisado.

Cuando despertó, lo primero que hizo fue buscar a Sora con desesperación. Sus ojos reflejaban miedo y confusión, como si la distancia entre ellos fuera insostenible.

—¡Quiero ir con mi hermano!—exclamó, agitando los brazos mientras intentábamos calmarla.

Fue Lyra quien finalmente logró acercarse lo suficiente para tomarle las manos.

—Está bien, Nanao. Sora está bien, y te prometo que lo verás pronto. Pero ahora necesitas descansar un poco más, ¿sí?—dijo con una ternura que logró romper la barrera de ansiedad de la pequeña.

Kio también intervino, mostrándole un par de juguetes improvisados que tenía guardados en el café. Poco a poco, Nanao comenzó a relajarse.

En cuestión de horas, ya se había integrado con el grupo como si siempre hubiera pertenecido a él. Se convirtió rápidamente en amiga de Aiko y Lyra, y juntas llenaron el lugar con risas infantiles, algo que no había oído en mucho tiempo.

Mientras las observaba jugar, no pude evitar sentir una punzada de esperanza. Tal vez, solo tal vez, había una forma de que este caos terminara sin que las personas más inocentes tuvieran que sufrir más.